Cariño y carreteras

«Estoy con él porque me da cariño», me dice una cliente. «¿Y qué más?», quiero profundizar. «Nada», responde resignada. Cuando oigo esto, recuerdo a aquellas personas que critican el gobierno de Rafael Correa en Ecuador. Según ellos, quienes lo defienden dicen que puede que falten muchas cosas, pero «tenemos carreteras». Ojo, que este no es un comentario político, sino que pretende hacer ver que valoramos las cosas fundados en una expectativa, a veces muy básica. En un gobierno, algo básico es la obra pública, pero existen muchos aspectos más. Me viene a la mente la escena de Y sin embargo de Joaquín Sabina, donde parece que la relación existe solo en el encuentro íntimo entre los protagonistas. En ella se muestra que, en una pareja, una cosa es el cariño y otra muy distinta lo que en verdad se ha de perseguir, que es el bien del otro en su integridad.

Cuando hablé sobre la voluntad de compromiso, citaba la Teoría triangular del amor de Sternberg que señala tres componentes: intimidad, pasión y compromiso. El cariño se muestra cuando solo existe intimidad, es decir, el acercamiento que permite que compartamos juntos, sin pasión ni compromiso. Carl Rogers traslada los principios de la terapia conversacional a toda relación, con sus requisitos de congruencia, empatía, y aceptación, por lo que el amor significaría ser comprendido y aceptado de forma plena por alguien. Mientras tanto, Erich Fromm considera el amor como una decisión. Siguiendo a Maslow, además, podemos afirmar que cada persona introduce a la relación su propio sistema de necesidades: si necesitas cariño pues nunca lo recibiste, lo buscas más que nada.

Quedarse en una relación porque hay cariño es como aplaudir un gobierno que te da carreteras. Es que si tu percepción es que antes no las había y ahora sí, lo agradeces. Si creciste en un entorno con carencias afectivas o tuviste experiencias tóxicas en tus relaciones de pareja, tener un novio cariñoso es una gran diferencia y también le das las gracias. Sin embargo, ese cariño puede ser superficial, pues no le interesa lo que te ocurra y tampoco se arriesgaría a ayudarte. Le pides algo y pone excusas, le cuentas tus cosas y parece oír ladrar al perro. Es la soledad acompañada. Pero hay cariño.

Una idea que me encanta y que repetimos en Fasta (el movimiento católico al que pertenezco) es que no basta con hacer el bien, sino que hay que hacer bien el bien. Y esta se desprende de otra aún más básica: no basta con no hacer el mal, hay que hacer el bien. Cuando hemos pasado por experiencias traumáticas (es decir, que han dejado heridas) en nuestras relaciones, nos conformamos con alguien que no nos haga daño. Y hablo del pasado de las relaciones con nuestros padres, hermanos, amigos, no únicamente enamorados o esposos. Si nos sentimos vaciados de afecto en años anteriores, nos conformamos con lo poco que nos dejan los otros. Marco Masini con su Bella stronza (traducida suavemente como Bella idiota) expresa ese sentimiento: «me conformo como un perro con las sobras».

El amor es mucho más que las expresiones de afecto más básicas. Es mucho más que las llamadas nocturnas a ver cómo estamos o la caja de chocolates en San Valentín. Es mucho más que la caricia y el beso, y las palabras dulces y las miradas tiernas. El amor en no pocas ocasiones se muestra dejando ver el lado oscuro de la relación, el dolor y la angustia. El amor calla cuando hace falta y grita cuando es necesario. El amor tiene paciencia, pero también espera el crecimiento del otro. El amor no se guarda una palabra dura para evitar hacer daño, si sabe que es necesaria con el fin de mejorar al otro y fortalecer el vínculo.

Debemos encontrar qué es lo que tenemos en nuestras relaciones y ordenarlo. Hay veces en que no es que no amemos a la otra persona o que no nos ame, es que confundimos ese amor puramente físico, o mental, o afectivo, o espiritual con un amor integral, como debe ser el amor de pareja. Una relación que muestre compromiso, pasión (en el sentido del deseo intenso de unir la vida a la del otro) y no solo intimidad. Que sepa sentir con el otro, aceptar al otro con sus virtudes y defectos y mostrarse al otro también en su debilidad y fortaleza. Decidiendo, día a día, construir juntos como reflejo del amor de Dios por su Iglesia.

Porque donde hay amor, todos los vacíos y heridas comienzan a sanar.

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Le miento a mi psicólogo

El principio básico para poder mantener cualquier relación es la honestidad. No se diga en una relación terapéutica. Sin embargo, tampoco estamos en capacidad de esperar que sea totalmente transparente, sobre todo por barreras que el proceso mismo deberá enseñar a derribar. Todo -a la larga- tiene que ver con confianza. Si el terapeuta no la ha sabido brindar, no se puede lograr tan fácil. Y me acuerdo de esto cuando oigo la canción de Prince (cantada por la O’Connor) Nothing compares 2 U, en la que cuenta que el doctor le dice que se divierta, no importa cómo, y por eso es un tonto. El otro día vi una publicación donde mucha gente comentaba lo que le ocultaba al psicólogo, y encontré algunas conclusiones interesantes. Veamos.

Carl Rogers, quien promulgó un estilo de terapia basado en la empatía y el diálogo con el cliente, consideraba fundamental la transparencia del profesional para buscar la del paciente. Señalaba tres claves para una psicoterapia exitosa: la comprensión empática, la aceptación positiva incondicional y la congruencia. De alguna forma, ya hablé de esto en la publicación acerca de sentirse cuestionado como profesional. La congruencia apunta a que el psicólogo se muestre como es, sin caretas ni bajo un aura de misterio superpoderoso. Pues entendía que si el cliente atestigua una congruencia entre quién es el terapeuta y quién dice ser, se sentirá llamado a presentarse de la misma forma él. Esto facilita el encuentro y con él posibilita el trabajo conjunto.

No es raro que el cliente se sienta amenazado por el terapeuta. No necesariamente por la actuación de este, sino por el rol que cumple. En teoría, al menos, está ahí para hacerte ver tus pensamientos y comportamientos inadecuados. Si dicho rol no se respalda con una actitud comprensiva y sin juicio, resulta intimidante. ¿Quién va a querer entregar su salud mental en manos de alguien que le dice que no debería sentir lo que siente o hacer lo que hace? En consecuencia, la cautela con la que el cliente llega a la primera sesión puede mantenerse hasta el final y no lograr abrirse como es necesario. E incluso, no solo a ocultar la verdad, sino también a maquillarla y hasta cambiarla por completo. Si bien el psicólogo puede detectar esto por el lenguaje corporal o la falta de coherencia interna en lo que el cliente manifiesta, tampoco es un adivino.

En esa publicación que les relataba había varios comentarios de personas que nunca le expresaron al profesional que lo amaban. En realidad, esta es una reacción bastante común, y Freud la llamaba transferencia, pues consideraba que era pasar algo anterior (fantasías infantiles) a algo actual (la relación con el analista). Es decir, el confundir ciertos sentimientos o necesidades previos con amor hacia el psicólogo. Rogers, mientras tanto, entendió que si se maneja de una manera adecuada la relación terapeuta-cliente, esta «transferencia» resultaba menos probable. Esto, por el simple hecho de que se trata de una relación real y auténtica, no unidireccional desde un paciente hacia su analista, sino mutua entre dos personas que se encuentran para buscar juntos la salud del cliente. Es por esto que en el proceso se puede ordenar esas emociones con el fin de darles su justo nombre y no confundirlas con un amor de pareja.

Hay otro grupo grande de «mentiras»: no decirle al profesional que no está cumpliendo con lo que se ha propuesto. Caso típico: el cliente tiene una relación de dependencia emocional con su novia, llega a darse cuenta de esto en terapia y termina dicha relación. Sin embargo, luego regresa porque no puede manejar esa ruptura. No se lo cuenta al psicólogo pues, de alguna manera, siente que le ha fallado a él e incluso a sí mismo. Es bastante natural sentirse así, ya que es como ir a la farmacia a comprar una pastilla para el dolor de cabeza y no tomarla, y luego seguir quejándose del mismo dolor. De todas formas, no es igual, porque la mente humana es mucho más compleja. Y el terapeuta lo sabe, o al menos debería hacerlo. Recuerdo que una cliente me decía una vez que «hizo trampa» porque había encontrado la importancia de aprender a estar sola y de todas formas hablaba con un chico con intenciones románticas. Años después me decía: «ahora entiendo que me estaba haciendo trampa a mí misma». He ahí el por qué hay cosas que se escondan al terapeuta.

A la final, el psicólogo no necesita que le cuentes todo, pero sí que no le ocultes nada. Parece lo mismo, aunque es bastante diferente. No hace falta que sepa qué pasó en tu semana con detalle, pero si estás trabajando en tu autoestima y dejaste de tomar una decisión por el miedo a que se burlen de ti, es fundamental que el profesional lo sepa. De todas formas, este es -además- un llamado a mis colegas psicólogos: el éxito del proceso depende en gran parte de ese encuentro entre dos personas, más que de la capacidad del profesional o la receptividad del paciente. Y hay veces en las que no participamos en ese encuentro.

Hay que tenerlo presente, por supuesto: los psicólogos somos seres humanos y nuestras emociones también están en juego. El terapeuta puede verse herido por lo que pasa en la sesión o el proceso entero, frustrado si no se ven resultados, cuestionado en sus conocimientos, experiencia y actuaciones. E incluso desvalorado como persona, no solo como profesional. Y de todas maneras debe seguir firme en la lucha, porque la salud mental del cliente está en juego, y no depende solo del profesional, ya que es cada persona la que incide sobre su crecimiento y su bienestar, pero sí pasa por él. Si logramos esa conexión, a través de nuestras experiencias personales, siendo honestos, congruentes y empáticos, el cliente no tendrá necesidad de ocultar nada, pues sentirá que es su espacio y es el mayor responsable de aprovecharlo.

La psicoterapia es un proceso delicado, porque tiene que ver con nuestras cosas más íntimas e invisibles. Si tanto profesional como cliente lo valoramos así, es mucho más probable que terminemos caminando hacia la sanación. Entender todo lo que interviene nos ayuda a facilitar la ruta y tomarla con alegría y esperanza. No sabemos a dónde nos conducirá, aunque confiamos en que será un mejor lugar que este en el que estamos ahora. Cada cual desde su papel, cada cual desde su circunstancia. Ambos enfocados en lo mismo.

Cuando nos sentimos instrumentos y no artífices, el proceso terapéutico puede en verdad lograr el objetivo propuesto, con amor y esperanza.

Foto por Polina Zimmerman en Pexels

Perra vida (pt.2)

Mañana se cumple un año de que escribí un artículo sobre cómo las mascotas nos muestran algunas emociones primarias que podemos relacionar con las nuestras. Y les contaba acerca de mi perrita Blanche, su dolor, su miedo y sus muestras de cariño. Ella había llegado a nosotros apenas cuatro meses atrás. Ahora les quiero contar del Kimo, otro animal rescatado que acogimos en nuestro hogar hace también cuatro meses, y que es casi el opuesto de la Blanche. Lo encontraron mi esposa y mis hijos cuando era un cachorrito diminuto, vagando por las calles. Después de averiguar si tenía dueño, lo trajeron a la casa. Y fue un flechazo instantáneo, a pesar de que yo venía diciendo que no éramos capaces de mantener más de un animal (bueno, tres con los de la pecera), pues creí que podía haber conflictos con nuestra primera perra. Pero no. Fue mirarse y sentirse cómodos entre ellos. En seguida se pusieron a jugar, y hasta hoy parecen realmente dos hermanos. ¿Qué he aprendido?

En la publicación anterior, hablaba de san Martín de Porres, el santo peruano que bien pudo haber inspirado el Dr. Doolittle. El detalle con este personaje de novela (y películas) es que su relación con los animales lo alejaba del contacto humano. Mientras, un estudio de Lisa Wood, Billie Giles-Corti y Max Bulsara descubrió que la posesión de una mascota se asocia positivamente con algunas formas de contacto e interacción social y con la percepción de la amabilidad del vecindario. Los dueños de mascotas obtuvieron puntuaciones más altas en las escalas de capital social y participación cívica. Pues muchos beneficios físicos, psicológicos e incluso sociales se han estudiado en los dueños de animales. Tanto, que se están probando diversas terapias con ellos. Y en este punto son interesantes las investigaciones que ha hecho J. S. Odendaal. En una encuentra niveles hormonales elevados de dopamina y endorfinas (que se asocian con felicidad y bienestar) y niveles bajos de cortisol (una hormona que muestra el estrés) después de una sesión de terapia asistida de media hora junto con un perro. Los resultados de sus análisis indican que en perros y personas se incrementan los neuroquímicos implicados en el comportamiento de búsqueda de atención. Esto se puede conectar con lo estudiado por Marcos Díaz Videla y Pablo Adrián López sobre el rol de la oxitocina en la formación de vínculos de apego y en los comportamientos prosociales que facilitan las relaciones intraespecies. La oxitocina es llamada «la hormona del amor», ya que se ha descubierto su función como creadora de vínculos en el ser humano y otros mamíferos.

En consecuencia, no es producto de una enfebrecida mentalidad animalista afirmar lo saludable del contacto con mascotas. A la larga, como le dice el zorro de Saint-Exupéry al Principito: “si me domesticas, tendremos necesidad uno del otro”. Los humanos domesticamos hace miles de años a ciertos animales para que sean compañía, más allá de la utilidad en la agricultura, el transporte u otras funciones prácticas. Y esa domesticación fue de dos vías, pues el hombre también se adaptó al animal y sus necesidades. Lo vivimos en carne propia cuando tenemos una mascota: si bien no son prioridad número uno (no deben serlo) ni toman parte en nuestras decisiones, es evidente que hay que tener en cuenta sus necesidades y eso nos significa ciertos cambios en la rutina. Nos hemos dejado domar mutuamente pues obtenemos beneficios mutuos.

Hablaba de lo opuestos que son el Kimo y la Blanche, y esto también me hace reflexionar sobre nuestras diferencias como personas. El Kimo es relajado al máximo. Y se ve desde cómo duerme: la Blanche se enrolla y está siempre atenta a cualquier movimiento, pues es seguro que vivió bajo amenaza varios años; el Kimo se tira muchas veces patas arriba y uno puede caerle encima que no se despierta. Una muestra de lo distinto de sus historias. La Blanche se ve que sufrió bastante, y por eso está siempre a la defensiva; el Kimo no tuvo mucho tiempo de sufrir, y es probable que no lo hizo demasiado y que quizá ya ni se acuerda de esa época de hambre, frío y pulgas. El Kimo es cariñoso y afectuoso con casi cualquiera, a la Blanche hay que ganársela. La Blanchette se esconde cuando ve una escoba, el Kimito juega con ella. ¿No somos así los seres humanos?

Kimo de Benedictis, durmiendo

Mientras más heridas tenga nuestra historia, más a la defensiva estaremos. No podemos, por tanto, juzgar a quien es evasivo o agresivo sin razón aparente. La razón está en su pasado, y no deberíamos sentenciarlo hasta no haber saboreado un poco de la sangre que derrama. Hay personas que no se hacen lío de nada, y es porque probablemente nunca tuvieron líos importantes. Hay gente que no aguanta ni una broma, tal vez por haber sido mucho tiempo objeto de burlas. Respetar al otro es respetar su historia y entender que no somos capaces ni de apenas imaginar la dimensión de su dolor. Y eso va para nosotros mismos, también.

Este perrito descomplicado y al que le falta un tornillo le ha traído gran alegría a esta casa, a la misma Blanche inclusive. También algo de estrés porque parece no tener límites. Pero los tiene. Aprendió bastante rápido que sus necesidades no las puede hacer dentro de casa, y que a cierta hora nos debe dejar dormir. No le ha costado demasiado entender que tiene que estar junto a nosotros, aunque siente el impulso de salir corriendo a lo loco cuando se abre la puerta. Al principio volaba a explorar como si no hubiera un mañana, hoy ya no se aleja demasiado. Tiene límites, pero va midiendo hasta donde. Como lo hacemos nosotros también.

Mirar a nuestras mascotas es mirar nuestro yo más primitivo, con sus emociones básicas y sus reacciones irracionales. Nosotros hemos aprendido a manejarlas, o al menos eso es lo que pretendemos día a día. Nuestra parte más consciente y lógica puede encontrar conexiones y buscarle sentido a la realidad, los animales solo sobreviven y el afecto les ayuda a ese fin. Pero más allá de esa consciencia y de nuestra sed de infinito, somos muy parecidos. Aprender de ellos es aprender a comprender nuestras funciones instintivas y dejar de juzgarnos como si siempre estuviéramos con todas las luces del intelecto prendidas. Somos débiles, fallamos, y nos podemos volver a levantar. Como el Kimo cuando se le dice “¡hey!” y deja de morder el cable de la compu. Evidentemente no comprende qué es ni para qué sirve, sin embargo entiende que ese llamado de atención le aleja un poco de nuestro afecto y evita hacerlo. Asimilemos esos mensajes en los otros, aunque no sepamos bien por qué. Si los perritos pueden, nosotros con más razón.

El cariño de las mascotas trae lecciones de vida. Dejémonos enseñar.

Hitchcock y nuestras emociones

Mientras estaba en la adolescencia, conocí a Hitchcock a través del programa televisivo El nuevo Alfred Hitchcock presenta, que era una reedición póstuma a colores de sus series clásicas. Si bien pocos de los capítulos en los que se basó este remake los pensó el mismo Alfred, su estilo se refleja ahí, sobre todo en la introducción y la despedida que había hecho para las series originales. Esto me hizo interesar por sus películas, con sus giros inesperados y sus detalles personales regados a lo largo de ellas. Una de las cosas más sabrosas de este cineasta que recorrió todos los géneros y probó infinidad de técnicas es su destreza para el montaje, que él llamaba “ensamblaje”. Muestra de ello es la inolvidable (en muchos sentidos) escena del asesinato en la ducha de Psicosis. Pero, ¿qué tiene que ver esto con las emociones?

Hitchcock entendía perfectamente el efecto que tenía la manera en la que las imágenes se sucedían en la mente del espectador. Se trata de contexto. Es lo que conocemos como efecto Kuleshov. Este cineasta ruso, había recibido la misión de entender por qué las películas de Hollywood eran más efectivas que las soviéticas, y poner los resultados al servicio de la Revolución. Luego de analizar el cine de D. W. Griffith, supuestamente hace cien años realizó un experimento en el cual el rostro neutro de un actor, seguido por distintas imágenes (un plato de sopa, una niña jugando y un difunto) generaban emociones diferentes en los que las veían y hacían percibir al actor con gestos de hambre, ternura o dolor. No se conservan documentos de dicho experimento, si bien el mismo Lev Kuleshov y sus famosos discípulos  Vsévolod Pudovkin y Serguéi Eisenstein hablaron de él y lo usaron en sus obras. El primero lo llevó a buscar el discurso psicológico en la fluidez de la historia, mientras a Eisenstein lo impulsó a teorizar (y practicar) un montaje de atracciones. Este se refiere a (como no podía ser de otra manera en un cineasta marxista) encontrar una dialéctica en las imágenes, de forma en que se atraiga al espectador hacia el pensamiento que se busca instaurar. Existen distintos estudios que han tratado de evidenciar el efecto Kuleshov en nuestras reacciones neuronales (como el de Prince y Hensley), pero ninguno ha sido concluyente. Sin embargo, podemos mirarlo desde la perspectiva de la Gestalt: el todo es más que la suma de las partes.

Hitchcock y el efecto Kuleshov ¿Se ríe con ternura o con lujuria?

Si entendemos el contexto, comprendemos qué produce las emociones. La famosa secuencia de Psicosis no hubiera sido igual si se mantenía una cámara estática en la espalda de la persona con el cuchillo, o si la música fuese un dulce vals de Strauss. Habríamos entendido el asesinato, es cierto, aunque no hubiésemos sentido el mismo horror. Igual, cada cuadro por separado nos pudo haber traído emociones distintas, que no necesariamente se suman cuando los juntamos, sino que nos producen otra diferente. Janet Leigh resbalando por la pared, o el acercamiento al agua de la ducha cayendo, por sí mismos no nos cuentan mucho, pero todo junto nos introduce en el clima desgarrador de la escena. Es lo que nos pasa en general con los mensajes que recibimos, no solo en el arte, sino en la vida diaria. Si en una discusión a los gritos alguien baja la voz y esboza una sonrisa, puede ser interpretado como una reacción incluso más agresiva que el gesto iracundo y la voz elevada. En cambio, ese mismo tono de voz y esa sonrisa se entienden como un llamado a la conciliación en un diálogo calmado.

Cuando logramos separar el contexto y partir desde ahí para comprender el mensaje es más fácil entender las reacciones, las nuestras y las de los otros. Aplicar el efecto Kuleshov en la cotidianidad nos permite quitarle el peso a muchas cosas que interpretamos en los demás. Una misma palabra puede tener un significado muy distinto en diversas circunstancias. Pongamos el caso del “gracias”. Si me piden la sal y la paso y recibo un «gracias», será una reacción más bien neutra, pues es lo que se espera en personas educadas. Si no me la piden, pero ya sé que la necesitan y se las alcanzo y recibo las gracias con entonación muy particular, entenderé que la gratitud es sentida en verdad. Si me piden la sal y les paso la mayonesa, y el “gracias” tiene tono irónico, me daré cuenta de que lo que recibió la otra persona no era lo que esperaba y es posible que note que estaba distraído. Si me piden la sal y empujo la azucarera y, encima más, lo hago con tal descuido que se riega sobre la sopa, y el otro emite un “¡gracias!” con enojo, es claro que mi negligencia tuvo consecuencias muy malas. Todos estos ejemplos pueden cambiar si yo estoy distraído, optimista, enojado, bromista o triste. Vivimos en contextos emocionales, y como tales debemos entendernos. No somos máquinas.

Me pasa con frecuencia que tengo la mente en otras cosas y me preguntan algo, y respondo con un tono desprovisto de sentimiento. O sea, como la cara del experimento de Kuleshov. A veces nuestro cerebro se programa para ese tipo de reacciones automáticas. Esto no sería en sí algo negativo, si no fuera porque al otro lado está una persona que, dependiendo de su estado de ánimo, es capaz de interpretar mi tono como poco involucrado, triste, no interesado, agresivo-pasivo, etc. Eso puede dar pie a una discusión que vaya mucho más allá de una respuesta distraída. He aquí la importancia de enfocar la atención en todo en su debido momento. Mejor, en esos casos, es pedir disculpas y decir: “te contesto cuando termine esto”. Y apenas uno pueda concentrarse, dirigirse de nuevo al otro y, enfocado, pedirle que repita la pregunta. Eso permite una escucha activa y un verdadero diálogo constructivo.

Al entender que los mensajes están envueltos en un contexto determinado, necesitamos estar realmente presentes para poder desentrañar esa narrativa. Si no lo logramos, es fundamental tratar de aclararlo inquiriendo de forma directa. No podemos dejar de tomar en cuenta el clima en el que nos estamos moviendo, cómo se siente la otra persona y cómo yo. Ni deberíamos pensar que una palabra, un gesto o incluso un mensaje entero tiene un solo significado. Recordemos el efecto Kuleshov, y démosle el beneficio de la duda a lo que el otro en verdad nos quiere transmitir. De esta manera, nadie puede interpretar de forma perfecta una conversación si no estuvo presente y no entendió las circunstancias en las que se dieron los hechos. Solo cada uno de los que intervienen en un diálogo pueden en realidad comprender lo que se está diciendo. E incluso para eso debe querer hacerlo de una manera racional y consciente, procurando dejar de lado las emociones. Y eso no siempre es posible.

Para quitarle peso a las frases que nos duelen, debemos entender el contexto con amor y atención.

Mi miedo al error

Cuando estaba creciendo, y digamos que hasta inicios de mi etapa adulta, sentía mucho temor a equivocarme y eso me impedía tomar decisiones varias veces. No aceptaba cuando estaba mal y, para no tener que hacerlo, no me arriesgaba. En mi adolescencia, esto se reflejaba en la imposibilidad de acercarme a una chica o entablar nuevas amistades. Incluso, en esta época me llamaron por teléfono (sí, los de disco) a dedicarme la canción Tímido, de Flans. Para que vean el alcance de mis miedos, hasta hoy dudo sobre si el fin era burlarse de mí, aunque mi yo más restauradito me dice que tenía más atractivo para las guambras de lo que podía siquiera imaginar entonces. Justamente, de lo que quiero hablar aquí es de cómo combatir estos temores, que se resumen en lo que se conoce como miedo al fracaso.

En un artículo anterior, acerca de los riesgos en las relaciones, ya topé este tema de pasada. También hablé sobre el miedo enfocado en la vida de pareja, si bien al miedo en general ya lo hemos analizado mucho más. Y esto se conecta asimismo con lo que traté sobre el flow del reguetón. En particular, cuando hablaba de victimización, había mencionado tres variables intervinientes que también se aplican aquí: condicionamiento operante, apego inseguro e indefensión aprendida. El condicionamiento operante, en la línea de B. F. Skinner, nos influye con los refuerzos positivos o negativos que vamos teniendo en la vida, como cuando un niño aprende a hacer sus tareas para obtener su tiempo de dispositivos de entretenimiento. El apego inseguro, como habíamos visto al hablar de las relaciones de dependencia, y conforme a John Bowlby y su Teoría del Apego, es el que incide en la necesidad poco saludable del otro para continuar con nuestra vida. Por último, la indefensión aprendida propuesta por Martin Seligman interviene en nuestra propia valoración como personas y nuestras capacidades. Lejos de reducirlo a un enfoque conductista, la idea de ver este triple origen del miedo al fracaso es poder entender qué debemos fortalecer para lograr salir de él.

En mi juventud, tenía tanto pánico a equivocarme que muchas veces elaboraba complejas historias para que el error no pareciera tal. Era la viva imagen de aquella frase: “tú, que todo lo sabes y lo que no, lo inventas”. En su momento no vi la relación, pero era algo que se conecta con el temor a decirle a una chica cualquier cosa: un saludo si no la conocía y quería hacerlo, o una aproximación más coqueta si me gustaba. O un mensaje a una persona que me parecía interesante como para ganar amigos. En mi trabajo de autoconocimiento me fui dando cuenta de que no únicamente estaban conectadas, sino que eran distintos aspectos de una sola cosa: una autoimagen muy pobre y distorsionada. Me había contado a mí mismo la historia de que mi único valor era mi inteligencia y mis conocimientos (dos cosas que, para más inri, confundía). Según esa narrativa, no tenía belleza física, ni espiritual (“¿qué es eso?”), ni emocional, ni social, solo intelectual. Entonces sentía miedo a la burla, al ridículo. Ese era mi fracaso.

Esas complejas historias (excusas) son el reflejo del autoboicot que nos lleva, o a evitar arriesgarnos o a esforzarnos demasiado. ¿Recuerdan cuando les contaba de mi amigo que se desesperaba por encontrar enamorada y que yo le aconsejé que “mientras más las buscas, menos las tienes”? Bueno, años después entendí que era otra manera de reaccionar a este miedo al fracaso. Yo evitaba el contacto, él stockeaba. El fondo era igual: no creíamos en nosotros. Nos sentíamos indefensos. Él lamentaba su mala suerte con las mujeres y yo también, cada cual desde su lado de la vereda. Solemos sabotear nuestros sueños, ya que no nos pensamos capaces de alcanzarlos (miedo al gol, complejo de Jonás). Y nos disculpamos: “soy feo, soy tonto, soy pobre, soy malo”. La realidad es que no amamos de manera ordenada porque no creemos, y no lo hacemos pues no conocemos (la creencia viene del conocimiento y este lleva al amor). Ante esto, les dejo cinco estrategias:

  • Obediencia a la realidad

Un tema frecuente en este blog, que hasta le dediqué un artículo entero. En el caso que nos ocupa, implica sobre todo entender que el futuro es incierto, así que por bien o mal que hagamos las cosas, no podemos evitar que en ocasiones nos equivoquemos, y esto no tiene por qué verse como que todo es blanco o negro. La ilusión de control nos puede hacer pensar que si cometemos un error nada irá bien nunca y que eso nos traerá consecuencias trágicas y nadie nos amará por eso. Incidimos en la realidad, pero no podemos cambiar nada fuera de nosotros mismos.

  • Autoconocimiento

El lema de los clásicos, conócete a ti mismo, es la puerta de entrada a conocer nuestros miedos y poder vencerlos. Y los vencemos con nuestras habilidades, capacidades y talentos. Entendemos el talento como don, como regalo divino, para ponerlo al servicio de los demás a través de nuestro crecimiento personal. Esto implica ir conociendo el sentido de nuestra vida, nuestra vocación-misión, para qué estamos aquí. Eso que nos hace únicos en todas nuestras luces y sombras. Al aceptarnos tal cual somos, con debilidades y fortalezas, dejamos de juzgarnos de forma tan dura cuando nos equivocamos.

  • Valoración del error

El error no nos resta dignidad, pues todos nos caemos. Y aunque solemos ser educados para evitarlo, debemos entenderlo como una oportunidad de aprendizaje. Lo malo no es equivocarse, es justificarse y negarse a crecer. Pues la única manera de ir mejorando en cualquier ámbito de la vida (y la vida misma) es arriesgarse, y eso implica que erremos para poder corregir el rumbo cuando hace falta.

  • Constancia

Peor que equivocarse es tirar la toalla cuando lo hemos hecho. Las personas que solemos calificar como exitosas no son las que nunca han tenido traspiés, sino quienes han sabido seguir a pesar de ellos. E incluso gracias a ellos. Se trata de dejarse la piel en aquello que da sentido a nuestra vida, en nuestras fidelidades, en nuestras pasiones. En lo que amamos.

  • Dejarse ayudar

Es fundamental que, asumiendo nuestra realidad y la del mundo, aceptemos nuestros límites y que necesitamos ayuda. Y esto no nos hace menos valiosos o competentes. Es más bien atender a la esencia social del ser humano. Como en la cordada cuando subimos a la montaña, unos están arriba y van apoyando y sosteniendo a los de abajo. Nos respaldamos mutuamente para poder llegar juntos a la gloria. Literal.

El miedo al fracaso es una consecuencia de muchas heridas en nuestra historia. Podemos sanarlas entendiendo la realidad y a dónde estamos yendo. Abrazados entre nosotros, y abrasados de amor por el Padre bueno, logramos vencer las dudas que tenemos sobre nuestras capacidades y sobre las consecuencias de nuestras decisiones y cómo las manejamos. Se trata de sostenernos en la fe y en la confianza en Dios, el otro y en nosotros mismos. Deja, entonces, de tener peso nuestra inseguridad, porque nos sustentamos en algo más grande que cada uno de nosotros. Nos sustentamos en la comunidad, nos sustentamos en nuestra filiación divina.

Somos hijos de la luz, no nos escondamos bajo sombras.

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Saber improvisar

Antes que nada, conviene aclarar que el título no apunta a que seamos unos improvisados. Este último concepto se relaciona con las personas que, sin orden ni concierto, realizan sus tareas como les va saliendo. Porque la improvisación no es mala en sí, lo malo es este significado. Si entendemos en realidad lo que quiere decir improvisar, de cómo podemos tomar lo que tenemos, sobre la marcha, y hacer con eso algo valioso, entonces seremos capaces de enfrentar la incertidumbre diaria. Pues no se trata de tener todo controlado, sino de saber hacer limonada con los limones que nos caen del cielo. Como los músicos, usando el flow del que ya hablamos en otras ocasiones.

Etimológicamente, la palabra improvisar viene del latín, y significa “sin verlo antes”, relacionada con la locución “de improviso”. En origen, improviso es lo mismo que imprevisto. Por ello el Diccionario de la Lengua define esta acción como “hacer algo de pronto, sin estudio ni preparación”. Sin embargo, dicha definición se me antoja limitada. Me gusta más la que consta en la Enciclopedia Larousse de la Música: “acto de ejecutar una música a medida que se crea”. Por su parte, Arnold Schönberg citaba a Johann Sebastian Bach cuando decía que “la excelencia de una improvisación reside en su inspirada franqueza y sinceridad más que en su elaboración”. Y complementa la idea la soprano y directora Anne-Marie Deschamps-Stroh: “la improvisación se diferencia de la creación por su carácter instantáneo, efímero y por tanto más gratuito que la creación o que cualquier otro ejercicio”. Sin embargo, para mí, la característica clave la da el músico y pedagogo Émile Jaques-Dalcroze: “la improvisación cultivada como arte y como ciencia se apoya en todas las reglas de la armonía y la composición”.

Les cuento mi experiencia: hace ya bastantes lustros, cuando aún ni pensaba que tenía vocación de psicólogo, me dedicaba a mi otra vocación: la música. Entonces, seguí un curso de improvisación (en un par de niveles) con grandes maestros del medio. Y comprendí lo que era realmente improvisar. Fue un aprendizaje de vida, no únicamente musical. Primero, porque aunque este término nos lleva a los solos instrumentales de la música popular, está presente en toda la música de alguna forma. Tan es así, que hasta el siglo XVIII (el de Bach, Vivaldi y Mozart), el músico que no sabía improvisar (componer “ex tempore”) se consideraba un inútil. Segundo, pues esto lo podemos extender a toda arte escénica y -en suma- a cada hecho humano que requiere un ejecutante y un espectador. Por ejemplo, el discurso suele ser improvisado, a menos que se repita al pie de la letra algo previamente escrito. Al fin, improvisar es lo más parecido a hablar: aunque tengamos ideas y conocimientos anteriores sobre los temas, no preparamos lo que vamos a decir. De hecho, ya que esta capacidad de improvisar está en la base de la resolución de problemas, es natural que exista incluso una improvisación aplicada a muchos campos: mercadeo, comunicación, ingeniería, etc. De todas formas el jazz, el género musical donde la improvisación es componente esencial, nos enseña justamente qué quiere decir este concepto y cómo manejarlo.

Charles Limb y Allen Braun, neurocientíficos y músicos, estudiaron resonancias magnéticas que realizaron a músicos de jazz mientras tocaban siguiendo una partitura o improvisando. Quizás no sorprenda saber que el área que se activó en el último caso es donde se localiza el pensamiento creativo y la facultad para resolver problemas. Jacob Levi Moreno, creador del psicodrama (recurso terapéutico donde se actúan las vivencias), manifiesta que los niños son totalmente naturales al momento de improvisar, pero les vamos cuadriculando la mente para que aprendan a seguir normas y reglas. Ojo, que el orden y la estructura también son necesarios (y de esto ya hablé en varios artículos). Y me viene a la mente el inefable cuento de Saint-Exupéry, El Principito, con sus boas tragando elefantes. Esta capacidad de inventar, de ver más allá de lo evidente, se va perdiendo siempre y cuando lo permitamos. Si nos damos oportunidad de improvisar, seremos capaces de mantenerla viva. Antonio Cano, presidente de la Sociedad Española para el Estudio de la Ansiedad y el Estrés, nos hace notar que también existen sociedades más rígidas que otras, y que es necesario equilibrar la apertura y la constancia: “son dos rasgos importantes para incrementar la creatividad”.

Al aprender lo que implica improvisar en el jazz, entendí muchas de estas cosas. A ver, aclaremos un poco, por si hace falta: una pieza de jazz tiene una estructura bastante definida, al menos en términos armónicos, y en un primer momento se expone el tema musical sobre el cual luego se improvisa, para cerrar con la reexposición. Este, claro, es un esquema básico que puede ser cambiado. Veamos el standard de Kenny Dorham, Blue bossa, que hizo famoso Joe Henderson: dieciséis compases en la tonalidad de do menor, con breve modulación al IIb. Bastante sencillo, haciendo uso frecuente de una de las cadencias (resoluciones) más comunes, máxime en este género: II-V-I. El patrón melódico también resulta simple. Sobre esta base, luego de exponerla para que el oyente la interiorice, los músicos comienzan a jugar. Y lo hacen usando escalas y patrones rítmicos y melódicos que dominan. Si bien los elementos son mínimos, ninguna improvisación es igual a otra. Podemos reconocer un buen músico de quien no lo es por la manera en la que esos elementos fluyen para crear algo nuevo y hermoso. El flow, el swing.

¿Qué aprendí con esto? Que en la vida debemos prepararnos y tener estructuras para poder sobrellevar los imprevistos. Que nos pasamos improvisando, aunque no nos demos cuenta, cuando sabemos lo que hacemos si bien un movimiento no es igual a otro. Que entramparnos en los moldes nos impide reaccionar, pero también que no tener un sustento sólido nos hace divagar y perdernos. Saber improvisar en la vida es aprender a prepararse, generar un esqueleto sobre el cual ponemos los músculos que nos mueven y que reaccionan ante lo que nos va tocando enfrentar. Por esto he querido traer cinco puntos que debemos tener en cuenta cuando improvisamos, sea música, teatro o la existencia:

  • Percibir la realidad: si oímos bien la exposición del tema, seremos capaces de construir sobre él. Si entendemos la circunstancia, podemos movernos como nos plazca.
  • Aceptar: sin pararnos a juzgar si algo está mal o está bien, fluimos con el momento. Aceptar no significa necesariamente aprobar, sino asumir lo que tenemos para poder usarlo de la mejor forma e incluso darle la vuelta.
  • Proyectar: si el paso anterior es un “sí”, este es un “sí, ¿y…?”. Es decir, entendemos y asumimos la realidad, pero nos proyectamos hacia el futuro buscando a dónde vamos a dirigirnos.
  • Ser honestos: no dudar del camino recorrido ni de lo que nos trajo hasta aquí, más bien responder como sabemos demostrando quiénes somos. El sentido de mi vida no es el de otro, ni cambiará porque surjan inconvenientes.
  • Disfrutar: cuando encontramos en ese fluir un propósito (es autotélico, como vimos en el artículo sobre el reguetón), disfrutamos aunque resulte un problema. Somos constantes en perseguir la meta, no nos obsesionamos con el camino.

Tal vez vivir no sea todo lo tranquilo que quisiéramos porque no todo puede ser previsto. Pero sí es susceptible de ser preparado en el sentido de la improvisación del jazz. No llegamos ahí a ver qué se hace, sino que dejamos fluir todo el entrenamiento previo que hemos tenido. Ni el músico sabe qué nota va a tocar su compañero que le abra la puerta a otra melodía impensada, ni la persona sabe si mañana la vida dará un giro inesperado que le obligue a asumir otros retos. Nuestra existencia es eso, y por eso Cristo nos decía: “bástele a cada día su afán”. Cuando nos preparamos fortaleciendo nuestras virtudes, cualquier vicisitud será un paso más hacia la Gloria. Literal.

Improvisar significa fluir con el sentido de la vida, sin frustrarnos por los desvíos.

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Incomunicado

La comunicación es un elemento primordial en la relación entre dos seres, incluso primitivos como las hormigas. Por esto mismo, el tema es amplísimo y no podemos agotarlo en un artículo o dos. Así que aquí me enfoco en la sensación de frustración que se produce en una persona que siente que no es comprendida. Viene a mi mente esa genialidad de Marillion (una joya pop), Incommunicado, donde se transmite la sensación de estar aislado por sentirse demasiado especial para el común de los mortales. Si bien hablamos de un personaje que podría diagnosticarse con un trastorno narcisista de personalidad, se puede generalizar a esa sensación de soledad: «solo pongo mi fe en el destino, es la forma que yo elijo, incomunicado».

Aunque muchas veces consideramos que un buen matrimonio es aquel donde existe comunicación, esta no es más que una herramienta que nos ayuda a fortalecer la esencia de una relación saludable: la voluntad de compromiso. Ya topé este tema en otro artículo, búsquenlo, por favor. La comunicación permite mantener vivos los tres componentes de una relación que refiere Sternberg: intimidad, pasión y compromiso. La incomunicación, mientras tanto, podría tener dos caras, según la teoría del desarrollo de Donald Winnicott: la simple y la activa. La una es una especie de descanso, volver a uno mismo, porque hay una parte del ser que necesita esa incomunicación. La otra, mientras, se acerca más a una necesidad patológica de encerrarse en sí mismo. Al centrarnos en la primera, consideramos la teoría general de sistemas del biólogo austríaco Ludwig von Bertalanffy, entendiendo que cada ser humano es un subsistema que forma parte de distintos sistemas que por ello se influyen mutuamente. Uno de los factores de la teoría de von Bertalanffy es la entropía, concepto tomado de las leyes de la termodinámica: todo sistema tiende al caos, al desorden. Cuando hay demasiada distancia entre emisor y receptor, la pérdida de energía es muy alta, y enferma. Un sistema enfermo deja de funcionar por falta de información. Es posible hacer un paralelismo entre este sistema (la pareja) en desorden, dañado, con la sensación de soledad, a través de la incomunicación simple de Winnicott.

Si estamos en lo que llamamos “relación tóxica”, lo más probable es que exista comunicación, pero que se realice con alta pérdida de energía, debida a la enorme distancia entre las necesidades, capacidades y puntos de vista de cada individuo. Esa energía puede mostrarse a través de mensajes manipuladores, gritos, faltas de respeto e incluso violencia física. En muchas ocasiones, debemos tomar en cuenta los distintos sistemas que están influyendo en el sistema-pareja. Si, por ejemplo, el esposo tiene un ambiente laboral negativo y estresante, es inevitable que esto incida en la relación también de una manera estresante y negativa. A menos que logre transformar esa energía recogida en el sistema profesional en trabajo emocional positivo, como llegar a su hogar como si de un santuario de paz y armonía se tratase, y volcar toda esa tensión desgastante en descanso y disfrute compartidos. Pero para ello debe comunicar esos sentimientos y pensamientos y que todo el sistema familiar entre en consonancia -de ser posible- con él y crear un orden. Esto no siempre se logra por diversas variables intervinientes.

Recuerdo la anécdota de un amigo que conversaba con su papá, allá a finales del siglo anterior. Había una paranoia bastante generalizada acerca de los efectos que traería a los sistemas computacionales el paso al año 2000 (lo que se conoció como Y2K), y mi amigo le señalaba esto a su padre. Estuvieron hablando largo tiempo, con preocupación, hasta que comenzaron a notar que algo no cuadraba. La extrañeza se transformó en risa cuando el padre de mi amigo le hizo ver que él todo el tiempo estaba hablando de su insomnio, “el problema del dormir”, y no del otro tema, “el problema del dos mil”. Esto lo cuento para ver que podemos estar mucho tiempo creyendo entender de lo que habla el otro y responder, pero podríamos estar manejando mensajes muy distintos.

La escucha activa, basada en el trabajo de Carl Rogers, nos lleva a no quedarnos con el paquete de información que recibimos e interpretamos. En el ejemplo de la conversación de mi amigo con su papá, el sonido ‘s’ y el sonido ‘l’ se transformaron en ‘r’ en el camino entre la boca de mi amigo y los oídos de su padre, cambiando el mensaje por completo. El cerebro de uno y otro lado trataron de ajustar las oraciones para que encajen con el contexto que percibía cada uno. Si entraba un tercero en escena, es seguro que no habría entendido de qué estaba hablando ninguno de los dos, ya que no hubiera tenido contexto. El desgaste para esta persona pudo ser enorme, tratando de interpretar una conexión entre ambos locutores y darles un contexto común, siendo imposible encontrarlo. El único camino, por esto, es la escucha activa: el oyente debe realmente estar interesado en captar correctamente el mensaje, dando retroalimentaciones que le permitan estar seguro de que lo está haciendo.

Cuando queremos que la comunicación realmente funcione en nuestras relaciones, en concreto en nuestro matrimonio, la herramienta más vital no es la comunicación nada más, sino una escucha activa. Si mi amigo y su papá no hubieran detenido la conversación, extrañados, en cuanto los mensajes se volvieron demasiado incoherentes, lo más probable es que en algún punto pudieran molestarse, soltando una frase del tipo: “no me entiendes”. Esta es la sensación de incomprensión que ocasiona que nuestro inconsciente busque la incomunicación: ¿por qué nadie me comprende? Esto es común en los adolescentes, porque están aprendiendo a manejar estas herramientas, pero los adultos deberían -en condiciones normales- llegar a dominarlas. De todas formas, los ambientes (los sistemas en relación) no siempre colaboran en este aprendizaje. Como seres libres, podemos impulsar ese cambio y buscar esa maestría comunicacional.

El ser humano fue creado para el encuentro. Un encuentro que se dificulta cuando ponemos distancia entre nosotros y dejamos que lo externo nos influya siempre negativamente. Es difícil no sentirse incomunicados si consideramos que no nos entienden, no valoran nuestros esfuerzos ni validan nuestras emociones. Sin embargo, la respuesta está en ejercitar la escucha activa. Mirar al otro en su propia realidad con su propia circunstancia, circunstancia y realidad que se conectan con las mías en un sistema. En un contexto. Encontrarnos significa dejar de juzgarnos, o al menos juzgar los actos con misericordia, como el Señor mismo lo hace. El amor es la única clave.

Escuchar con amor para comprendernos, así nos podemos encontrar y acompañarnos.

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Hay que arriesgarse

En no pocas ocasiones tenemos en la cabeza el preconcepto de que el riesgo es algo negativo, y por tanto no conviene tomarlo. Sin embargo, hay situaciones que necesariamente nos enfrentan con riesgos y debemos seguir adelante. Un riesgo en realidad alude a que algo puede o no ir mal, no que necesariamente pase lo peor. Por consiguiente, vivir implica correr riesgos, porque no somos inmunes a los peligros. El que camina puede tropezarse y caer. Pero ser valientes implica tener consciencia de esto y seguir andando. Como cantan los Enanitos Verdes en Eterna soledad: «aprendiste a tener miedo / pero hay que correr el riesgo / de levantarse y seguir cayendo».

Riesgo se refiere a una contingencia (posibilidad de que algo suceda o no) o proximidad de un daño, según el diccionario. Su origen es incierto, pero se piensa que viene del italiano risico, se sugiere un étimo árabe رزق (rizq, lo que depara la Providencia), que Corominas rechaza apuntando al griego ῥίζα (ríza, «escollo»), a través de una presunta forma ῥίζικον (risikon, de ahí también risco). También se sospecha de un vocablo bajo latino *resecare, cortar, aunque no documentado. El sociólogo Niklas Luhmann dice que es un término relativamente nuevo, pues en sociedades antiguas el concepto que se manejaba es el de peligro. Este señala algo inminente, viniendo de un término latino que significa prueba, intento. Y si atendemos a esta etimología y la comparamos con el origen árabe de riesgo (que me gusta más que los otros), vemos que el peligro viene de nuestra propia osadía, mientras arriesgarse significa enfrentarse a lo que me trae el destino (o Dios).

José María Argüello, estudiante de la Universidad Carlos III de Madrid, en una TEDx talk organizada por dicha universidad, hablaba de lo que consideramos riesgos. Señala que vemos como alguien arriesgado a quien decide aventurarse a vivir a otro país o seguir una carrera poco «rentable», pero en realidad el riesgo está en comprometerse con algo «hasta el punto de poder ser dañado». Dice que los riesgos profesionales o académicos son como hacer malabarismos, pero con una red debajo. En las relaciones, mientras, nos arriesgamos a salir heridos, pero lo que esperamos obtener es aún más grande. «Arriesga el que ama», concluye. Kierkegaard subrayaba el riesgo en toda decisión, y de ahí la angustia ante el «vértigo de la libertad». Por esto, tal vez Argüello es muy tajante, pero deja claro un punto. El mismo que acota el existencialista Martin Buber cuando distingue una relación que no implica riesgo entre un yo que ve al otro como objeto, pues puede ser transformado sin que yo lo sea, frente a otra relación donde ambos se consideran sujetos de dicha transformación. Es decir, Buber ve al un tipo como seguro, mientras al otro como potencialmente transformador, en sentido positivo o negativo. He ahí el riesgo que conecto con el que advierte José María.

En general, desde mi punto de vista, la vida es un riesgo constante, pues está basada en decisiones que pueden ser correctas o equivocadas. Decisiones que son un reflejo del divino regalo de la libertad. Sin embargo, el resultado de correr riesgos es que nos transformamos. En el artículo pasado hablábamos del miedo al error como un obstáculo y como resultado del temor al conflicto. Ahora nos topamos con otro bloqueo mental relacionado: el miedo al fracaso. El vértigo a la libertad de Kierkegaard está conectado con una lección que recibimos desde pequeños: fracasamos. Cuando aprendemos a caminar, nos vamos al piso. Es una verdad inevitable, nos golpeamos contra la realidad. Pero hay fracasos que no nos transforman, y por tanto el riesgo no es tan importante. Es lo que dice Argüello: si uno se equivoca de carrera puede elegir veinte más y no resultar herido en lo más mínimo. Mientras tanto, involucrarse en una relación, apostarle todo con «alma, corazón y sombrero», trae como consecuencia obligada que ya no vuelva a ser la misma persona. Para bien o para mal.

Si una relación es saludable y aporta a mi vida, me hace una mejor ser humano, me permite crecer junto con el otro, me impulsa hacia un objetivo más grande que yo mismo. Si, por el contrario, es tóxica y resulta un tormento, me limita, me enferma, me hiere e incluso me asesina. Por esto, el riesgo que corremos en las relaciones es mucho más grande que aquel que tomamos en un negocio, el lugar donde decidimos vivir o la profesión que escogemos. Porque en las relaciones ponemos lo más íntimo y valioso. Ponemos la vida. Cuando decido dedicarle tiempo a mi hijo, estoy apostando por mi relación, por su vida y por mi crecimiento como padre. Si resulta que él me rechaza y prefiere jugar videojuegos, y yo no sé cómo motivarlo a que los deje, sentiré que fracasé. Y me dolerá en el alma, porque Among us le habrá ganado a mi amor.

Es fundamental que hagamos un giro hacia darle mayor trascendencia a nuestras relaciones, pues ahí está la vida. Aunque suene a calendario de papelería, no se trata de cuánto tenemos sino de cuánto amamos. Hay que invertir, por consiguiente, en ellas. Invertir tiempo, esfuerzo y sobre todo riesgo. Arriesgarnos a herir y salir heridos, porque somos débiles y hacemos daño. Pero arriesgarnos, sobre todo, a amar y ser amados, a ser reflejos de Aquel que es el Amor. Solo así sentiremos que la vida tiene un propósito, más allá de accidentes y circunstancias. Más allá de los límites del fracaso y del miedo.

Corramos el riesgo con las personas, y saldremos transformados.

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Conflictúame, por favor

Con el título me refiero a que el conflicto puede tener una utilidad si me conduce a un crecimiento, como individuo o dentro de mis relaciones. Así que, si el conflicto con una persona me lleva a discutir con ella, esta discusión será positiva siempre y cuando se haga de una manera adecuada, en el momento adecuado y con la intención adecuada. Esto puede contraponerse a la idea que tenemos de que siempre el conflicto es algo malo; no tiene por qué ser así. Una idea que, por otra parte, nos puede llevar a huir de él. Cuando enfrento al conflicto, viene a mi mente The Scientist, ese hermoso tema de Coldplay, que canta “nadie dijo que era fácil, / es una lástima que nos separemos, […] / tampoco dijeron que sería tan duro. / Oh, llévame de vuelta al inicio”. La letra habla de que, a pesar de poner toda la evidencia racional al frente, puede que lo emocional resulte más importante y convenga reconsiderar. Como un científico enfrentado con las consecuencias de su ciencia… ¿esta teoría conducirá a lanzar una bomba atómica sobre una ciudad llena de inocentes? He aquí la esencia del conflicto.

Cuando Thomas Schelling publicó La Estrategia del Conflicto en 1960, ya mucho se había hablado de este tópico. Desde clásicos como Sun Tzu o Maquiavelo, con una perspectiva vista desde la búsqueda de poder, hasta los conductistas que veían la raíz en el comportamiento humano, se había intentado entender el conflicto y cómo darle solución. Schelling lo estudió desde un enfoque más global: la teoría de juegos, la comunicación y sobre todo la negociación. Así, podemos ver a Hiroshima y Nagasaki como un mensaje claro: te muestro que yo tengo el poder, así que debes acogerte a mis condiciones. Teoría del conflicto clásica. Pero podemos manejar nuestras relaciones sin necesidad de un Enola Gay, si sabemos dialogar de forma adecuada y buscando negociar, es decir, entrar en un “proceso que les ofrece a los contendientes la oportunidad de intercambiar promesas y contraer compromisos formales, tratando de resolver sus diferencias”, según Thomas E. Colosi y Arthur E. Berkeley. Acudo a estas teorías y estudios formales sobre el conflicto en campos como la sociología, la diplomacia, la política o la administración de empresas para ver que, si bien el origen del conflicto es interno dentro de cada individuo, la punta del iceberg es la discusión, la disputa, el litigio o la pelea. Así que podemos no solo evitarlos, sino usarlos para fortalecer las relaciones.

Hace unos años hice una venta cuyo pago se interrumpió por largo tiempo, aduciendo unos inconvenientes formales que no tenían verdadera repercusión en el objeto comprado. Por ello, acudí a un amigo abogado (que, de hecho, me ha enseñado mucho sobre esto del conflicto) para que me ayude con el tema. En algún punto, yo pensé en deshacer el contrato, devolverle la parte de dinero recibida y que la persona que estaba haciendo la compra me regrese el bien en disputa. Y le presenté la opción a mi amigo, diciendo: “pienso que es lo justo, así podría venderlo a un mejor precio y sin estos conflictos”. Él me cuestionó: “¿y qué es justo?”. Abogado, al fin. Es una lección que me ha quedado muy clara desde entonces: lo que para mí es justo, para la otra persona no lo es. Y quizás, tampoco para una tercera o una cuarta que lo vean desde fuera. No les alargo el cuento, pues la curiosidad les estará carcomiendo: mi amigo nos sugirió un proceso de mediación, que terminó con el acuerdo de que continuemos con la venta y que se pague todo lo adeudado. Todos tranquilos, aunque no del todo conformes. Esa es la negociación, y esa es la verdadera justicia, desde mi punto de vista: darle a cada cual lo que le corresponde.

En la vida hemos aprendido que debemos tener la razón, porque eso es reflejo de lo valiosos que somos. Nuestra educación, por tradición (y como padres tendemos a eso) está enfocada en el error para evitarlo a toda costa. Nuestros hijos no deben equivocarse porque son un reflejo de nuestra labor paterna. Eso aprendimos y eso enseñamos. Cuando pensamos en el error como algo indeseable y no como una fuente de aprendizaje es mucho más fácil que siempre busquemos tener la razón para demostrar que merecemos ser amados. De ahí viene nuestra capacidad para manejar el conflicto interno y externo. A veces tenemos que saber negociar con nosotros mismos y aceptar nuestros errores y debilidades. Otras, debemos respetar esa posibilidad en los demás. Pero pensando que respetar no es aprobar: respetamos la debilidad y la vulnerabilidad del resto, aunque no aprobemos sus actos cuando hacen daño y afectan a su vida y a la de los demás.

Para aprender a manejar el conflicto en nuestras relaciones, primero debemos entendernos nosotros mismos y luego al otro. ¿Cuáles son sus necesidades, cuáles las mías?, ¿nos podemos encontrar en algún punto? Es aprender la escucha activa: no se trata de oír nada más, sino de oír con intención. Buscar comprender qué hay detrás de las palabras, y si no entiendo debo preguntar. Cuando en un diálogo dos personas están seguras del mensaje que realmente se está transmitiendo, es posible llegar a algo. Si no, estamos traduciendo las frases del otro bajo la lupa de nuestros sesgos mentales. Nos perdemos la intención, el por qué y el para qué.

Esta incomprensión nos lleva a percibir armas donde no las hay. Si por algo mi inconsciente detecta una amenaza, la transmisión de información se bloquea, se suben las barreras y toda palabra será una defensa ante la agresión del otro. Terminamos matando al mensajero pues, como se dice en el fútbol, la mejor defensa es el ataque. Por esto es tan positiva la técnica del sánduche, que expliqué en otro artículo, porque ayuda a enviar el mensaje deseado y que sea recibido correctamente, mediante la neutralización de dicho sistema defensivo. Aquí es muy importante el cómo y cuándo, incluso el dónde. Supongamos que veo que mi esposa está comprando demasiada comida para nosotros; si le alzo la voz para que deje de agarrar cosas, lo más probable es que ella me replique vociferando y terminemos en la casa, sin tener qué comer, y enojados. Quitemos el grito de la ecuación. Se lo dije con tono amable, pero delante de todos los dependientes y clientes. Es posible que el resultado sea el mismo, aunque no nos hayamos alzado la voz. Si, por el contrario, le llamo en un aparte y le digo con voz baja y amable que tal vez no necesitamos tanta comida, quizás me agradezca por hacérselo ver y deje algunas cosas en el mostrador. He ahí lo fundamental de saber el modo, el lugar y el momento oportunos para comunicar algo que nos llama la atención, nos preocupa, nos molesta o nos duele.

El secreto del manejo de conflictos está en comprender. Comprender mis emociones, mis sentimientos, mis pensamientos y lo que los motiva; así como las del resto. Actuar con misericordia y no con juicio, con misericordia y no con sacrificio. Si juzgo al otro, es fácil que el conflicto no tenga más propósito de mi parte que hacer ver al otro mi superioridad (mi poder). Si lo miro con misericordia, buscaré negociar, encontrar una solución, llegar a un acuerdo. Si le tengo miedo al conflicto, lo que pretenderé es ocultar mi punto de vista, mis sentimientos, en aparente sacrificio. Digo aparente, porque en realidad es un mecanismo de defensa para no resultar herido, mas no una convicción de que es lo mejor para todos. Negocio viene de nec y otium, lo que niega al ocio. Negociar es actuar. Y hacerlo buscando el bien de todos.

El amor nos lleva a entender al otro y saber negociar para que el resultado del conflicto sea un crecimiento.

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El reguetón tiene la llave de la felicidad

Seguramente viste el título y pensaste que no valía la pena leer la publicación entera pues hablaría de anatomía femenina, fiestas, «blinblines» y lujos. Pero te dio curiosidad de por qué un psicólogo escribiría sobre esto y por eso ahora lo estás leyendo. OK, te he invitado a entrar en el “flow”; de ti depende continuar en él. Pues cuando escribo una frase tan contundente, es porque en verdad creo que el “flow, flow” que repiten los reguetoneros es un reflejo de que entendieron que todo está en saber fluir. En realidad, este termina siendo un artículo que sirve de corolario a los dos anteriores sobre la tónica en nuestra vida. O sea, seguimos hablando de música y de etapas. Y en esta línea, recuerdo cuando oí por primera vez (ya son casi 20 años) Go With The Flow de Queens of the Stone Age, y dije: “esa es”. Estaba consciente de que la frase no se la inventaron Homme y Oliveri, pues es una expresión antigua que tiene su equivalente en español en un “déjate llevar”. Sin embargo, aquí había una idea que le dio otro sentido a esas palabras: “pero yo quiero algo bueno por qué morir / para hacer que vivir sea hermoso”. Aparte de que la música es una pasada y el video de Shynola en rojo, negro y blanco me voló la cabeza (dos décadas, recuerden), cuando pienso en felicidad pienso en “go with the flow” y me suena esta canción.

Mihály Csikszentmihalyi (a quien ya he mencionado antes) comienza su libro Fluir (Flow) recordando que Aristóteles se dio cuenta de que lo que más persigue todo ser humano es la felicidad. Y sigue, afirmando que hizo un “descubrimiento” (él mismo cuestiona este término): “la felicidad no es algo que sucede”. En otras palabras, las cosas que hacemos o que nos pasan cobran sentido porque les damos uno. Csikszentmihalyi le llama experiencia óptima. Su elemento clave, señala, “es que tiene un fin en sí misma”, es autotélica. Este vocablo viene de las palabras griegas auto, “en sí mismo”, y telos, “finalidad”. Es a través de estas experiencias que construimos una felicidad, y no que ‘somos felices’. A decir de Frankl “el éxito, como la felicidad, no puede conseguirse, debe seguirse… como si fuese el efecto secundario no intencionado de la dedicación personal a algo mayor que uno mismo” (lo cita el mismo Csikszentmihalyi). Ese algo mayor que nosotros mismos es lo que refería santo Tomás de Aquino al analizar la idea de Aristóteles sobre la felicidad: el fin último, la bienaventuranza de encontrarnos con Dios. A la final, todo termina en el Aquinate. Y termina en Dios.

Recuerdo que cuando estaba saliendo de mi adolescencia regresaba de visitar a un amigo que me contó de los fracasos con sus requiebros amorosos. Mientras iba por la calle, pensando en lo que yo le había aconsejado, hice una canción que decía que no hay que desesperarse persiguiendo mujeres, pues “mientras más las buscas, menos las tienes”. Esa iluminación se relaciona con la idea de que la felicidad no es algo que se persigue, como si fuésemos acosadores; es algo que vamos descubriendo en el proceso de encontrar aquello para lo que nacimos. Aquella vocación, aquel llamado. Si mi llamado contiene una relación con una chica con quien construiré una pareja para edificar una familia, me toparé con ella en algún punto. Debo, nada más, ser capaz de estar atento a detectar que ella es “the one” (recordé a Shania Twain aquí), o sea, la indicada. Es lo que pasó con la que hoy es mi esposa. Pero no estás listo para esa conversación.

Cuando pensaba en este artículo ya lo iba disfrutando antes de escribirlo. Incluso mientras lavaba los platos oyendo un video en YouTube. Y pensé: he aquí un evento autotélico triple, y por eso me siento tan bien. Disfrutaba de ir ordenando las ideas que escribiría más tarde, aprovechaba para ello lo que oía en el teléfono y sentía el placer de ver el caos convertirse en orden en el lavaplatos. Recuerdo los días en que lavar platos era una tortura casi invivible para mí: el único sentido que tenía era zafarme de la suciedad que se había originado con el proceso de la comida familiar. Casi siempre, lo hacía obligado. Ese sentido se lograba si y solo si terminaba mi labor, por lo cual si había algún imprevisto que la corte me hacía enojar mucho. Es lo mismo que me pasa con este blog: mi propósito inicial pudo ser tratar de ayudar a alguien con mis conocimientos y experiencias, y -¿por qué no?- captar clientes. Sin embargo, me di cuenta de que me encanta hacerlo, y que incluso si me leen dos personas, el mero hecho de poder poner en papel (o en pantalla) lo que pienso y siento ya es una recompensa. ¿Y si mi vida también tuviera ese sentido en sí misma? ¿O la tuya?

El flow del reguetón, que viene del rap, es aquello que permite que el cantante mantenga un ritmo por encima de la música que suena. Herbie Hancock relata que una vez, mientras tocaba con Miles Davis, puso un acorde que no correspondía. En lugar de molestarse, Davis comenzó a tocar notas que sonaran bien con ese acorde. Como una modulación repentina (lo veíamos en el artículo anterior). Hancock señala que se dio cuenta de que “Miles no lo entendió como un error. Lo escuchó como algo que había sucedido. […] Como no lo percibió como un error, pensó que era su responsabilidad encontrar algo que encajara”. El mismo Davis decía que “cuando tocas una nota incorrecta, es la siguiente nota que tocas la que determina si es buena o mala”. Todo depende de cómo veas el error: como un fracaso o como una posibilidad.

Debemos darle sentido a todo, a lo que no nos gusta, a lo que nos duele, a lo que nos cambia de planes o incluso a lo que nos causa heridas enormes. Es lo que han hecho los héroes y los santos. Si nos enfocamos en el problema, viviremos emproblemados. Si nuestra atención está en subirnos a la ola y poder disfrutar del viaje, será una experiencia alegre; si dejamos que nos revuelque, será un desastre. Todo está en nosotros, porque es lo único que podemos controlar. Amar u odiar no depende del otro, depende de mí. Ser feliz o infeliz no está en lo que nos ocurre, sino en qué hacemos con lo que nos ocurre. Como el flow del reguetón.

Porque la felicidad no está en el destino, sino en el viaje.

Foto de JackF en Canva

P.d. Mucho de este artículo tiene que ver con el video de Alvinsch sobre la película Soul. No me inspiré realmente en él, porque son temas que ya vengo analizando, pero sí le debo agradecer la referencia a la anécdota de Hancock. Pásense viéndolo, porque realmente es brillante.