Mientras estaba en la adolescencia, conocí a Hitchcock a través del programa televisivo El nuevo Alfred Hitchcock presenta, que era una reedición póstuma a colores de sus series clásicas. Si bien pocos de los capítulos en los que se basó este remake los pensó el mismo Alfred, su estilo se refleja ahí, sobre todo en la introducción y la despedida que había hecho para las series originales. Esto me hizo interesar por sus películas, con sus giros inesperados y sus detalles personales regados a lo largo de ellas. Una de las cosas más sabrosas de este cineasta que recorrió todos los géneros y probó infinidad de técnicas es su destreza para el montaje, que él llamaba “ensamblaje”. Muestra de ello es la inolvidable (en muchos sentidos) escena del asesinato en la ducha de Psicosis. Pero, ¿qué tiene que ver esto con las emociones?
Hitchcock entendía perfectamente el efecto que tenía la manera en la que las imágenes se sucedían en la mente del espectador. Se trata de contexto. Es lo que conocemos como efecto Kuleshov. Este cineasta ruso, había recibido la misión de entender por qué las películas de Hollywood eran más efectivas que las soviéticas, y poner los resultados al servicio de la Revolución. Luego de analizar el cine de D. W. Griffith, supuestamente hace cien años realizó un experimento en el cual el rostro neutro de un actor, seguido por distintas imágenes (un plato de sopa, una niña jugando y un difunto) generaban emociones diferentes en los que las veían y hacían percibir al actor con gestos de hambre, ternura o dolor. No se conservan documentos de dicho experimento, si bien el mismo Lev Kuleshov y sus famosos discípulos Vsévolod Pudovkin y Serguéi Eisenstein hablaron de él y lo usaron en sus obras. El primero lo llevó a buscar el discurso psicológico en la fluidez de la historia, mientras a Eisenstein lo impulsó a teorizar (y practicar) un montaje de atracciones. Este se refiere a (como no podía ser de otra manera en un cineasta marxista) encontrar una dialéctica en las imágenes, de forma en que se atraiga al espectador hacia el pensamiento que se busca instaurar. Existen distintos estudios que han tratado de evidenciar el efecto Kuleshov en nuestras reacciones neuronales (como el de Prince y Hensley), pero ninguno ha sido concluyente. Sin embargo, podemos mirarlo desde la perspectiva de la Gestalt: el todo es más que la suma de las partes.

Si entendemos el contexto, comprendemos qué produce las emociones. La famosa secuencia de Psicosis no hubiera sido igual si se mantenía una cámara estática en la espalda de la persona con el cuchillo, o si la música fuese un dulce vals de Strauss. Habríamos entendido el asesinato, es cierto, aunque no hubiésemos sentido el mismo horror. Igual, cada cuadro por separado nos pudo haber traído emociones distintas, que no necesariamente se suman cuando los juntamos, sino que nos producen otra diferente. Janet Leigh resbalando por la pared, o el acercamiento al agua de la ducha cayendo, por sí mismos no nos cuentan mucho, pero todo junto nos introduce en el clima desgarrador de la escena. Es lo que nos pasa en general con los mensajes que recibimos, no solo en el arte, sino en la vida diaria. Si en una discusión a los gritos alguien baja la voz y esboza una sonrisa, puede ser interpretado como una reacción incluso más agresiva que el gesto iracundo y la voz elevada. En cambio, ese mismo tono de voz y esa sonrisa se entienden como un llamado a la conciliación en un diálogo calmado.
Cuando logramos separar el contexto y partir desde ahí para comprender el mensaje es más fácil entender las reacciones, las nuestras y las de los otros. Aplicar el efecto Kuleshov en la cotidianidad nos permite quitarle el peso a muchas cosas que interpretamos en los demás. Una misma palabra puede tener un significado muy distinto en diversas circunstancias. Pongamos el caso del “gracias”. Si me piden la sal y la paso y recibo un «gracias», será una reacción más bien neutra, pues es lo que se espera en personas educadas. Si no me la piden, pero ya sé que la necesitan y se las alcanzo y recibo las gracias con entonación muy particular, entenderé que la gratitud es sentida en verdad. Si me piden la sal y les paso la mayonesa, y el “gracias” tiene tono irónico, me daré cuenta de que lo que recibió la otra persona no era lo que esperaba y es posible que note que estaba distraído. Si me piden la sal y empujo la azucarera y, encima más, lo hago con tal descuido que se riega sobre la sopa, y el otro emite un “¡gracias!” con enojo, es claro que mi negligencia tuvo consecuencias muy malas. Todos estos ejemplos pueden cambiar si yo estoy distraído, optimista, enojado, bromista o triste. Vivimos en contextos emocionales, y como tales debemos entendernos. No somos máquinas.
Me pasa con frecuencia que tengo la mente en otras cosas y me preguntan algo, y respondo con un tono desprovisto de sentimiento. O sea, como la cara del experimento de Kuleshov. A veces nuestro cerebro se programa para ese tipo de reacciones automáticas. Esto no sería en sí algo negativo, si no fuera porque al otro lado está una persona que, dependiendo de su estado de ánimo, es capaz de interpretar mi tono como poco involucrado, triste, no interesado, agresivo-pasivo, etc. Eso puede dar pie a una discusión que vaya mucho más allá de una respuesta distraída. He aquí la importancia de enfocar la atención en todo en su debido momento. Mejor, en esos casos, es pedir disculpas y decir: “te contesto cuando termine esto”. Y apenas uno pueda concentrarse, dirigirse de nuevo al otro y, enfocado, pedirle que repita la pregunta. Eso permite una escucha activa y un verdadero diálogo constructivo.
Al entender que los mensajes están envueltos en un contexto determinado, necesitamos estar realmente presentes para poder desentrañar esa narrativa. Si no lo logramos, es fundamental tratar de aclararlo inquiriendo de forma directa. No podemos dejar de tomar en cuenta el clima en el que nos estamos moviendo, cómo se siente la otra persona y cómo yo. Ni deberíamos pensar que una palabra, un gesto o incluso un mensaje entero tiene un solo significado. Recordemos el efecto Kuleshov, y démosle el beneficio de la duda a lo que el otro en verdad nos quiere transmitir. De esta manera, nadie puede interpretar de forma perfecta una conversación si no estuvo presente y no entendió las circunstancias en las que se dieron los hechos. Solo cada uno de los que intervienen en un diálogo pueden en realidad comprender lo que se está diciendo. E incluso para eso debe querer hacerlo de una manera racional y consciente, procurando dejar de lado las emociones. Y eso no siempre es posible.
Para quitarle peso a las frases que nos duelen, debemos entender el contexto con amor y atención.