Un joven Charly García (que cumplió 70 años hace poco) se preguntaba ¿Para quién canto yo entonces?, allá por el 74. En su letra, expresa algo que ahora estoy sintiendo con mis publicaciones en redes: ¿vale la pena el esfuerzo? “Si los humildes nunca me entienden / Si los hermanos se cansan / de oír las palabras que oyeron siempre / Si los que saben no necesitan que les enseñe”, dice Charly. ¿A quién le escribo, si muchos no asimilan mis ideas, o ya las conocen? En realidad, plantearme esto en este momento puede resultar terapéutico, pero también busco una respuesta. Una que quizás nunca llegue. Pues, como sella García, “y yo canto para usted / el que atrasa los relojes / el que ya jamás podrá cambiar / y no se dio cuenta nunca que su casa se derrumba”. Si escribo para ayudar a la gente… ¿en verdad alguien quiere esa ayuda?
Me viene a la mente el poema de Vicente Aleixandre, ¿Para quién escribo?…: “Para todos escribo. Para los que no me leen sobre todo escribo”. Mientras, Jorge Luis Borges manifestaba escribir “como un desahogo”. “Eso no quiere decir que yo crea en el valor de lo que escribo, pero sí en el placer de escribir”, concluía. Asimismo, Antonio García Teijeiro, escritor gallego, expresaba: “comencé a escribir para conocer el mundo y, sin darme cuenta, empecé a conocerme mejor”. Es decir, uno escribe, primero, para uno mismo: para desahogarse, para expresarse, para conocerse… para sentir que está haciendo algo por el mundo. En mi caso, he seguido a Umberto Eco cuando nos presenta la recepción crítica como estrategia ante los mensajes de los medios de comunicación de masas (y hoy las redes sociales). Eco considera que esta forma de resistencia frente a la manipulación de la verdad es una guerrilla semiológica, de significados. Y recordando a McLuhan, que consideraba que la información se ha convertido en el principal de los bienes, sentencia que esta ”se ha transformado en industria pesada”. El padre Fosbery, por su parte, considera que la lucha por el poder ha pasado de la confrontación a la convergencia, a través de la Revolución Cultural, un proceso de “confrontación en frío” desde una óptica gramsciana. Y a esto hay que darle respuesta.
Es decir, durante este año y medio he venido publicando para formar parte de esa respuesta a una mainstream que desvaloriza al ser humano, que le da más peso a la imagen que a la esencia, que cosifica las emociones y que banaliza los vínculos. Y me confronté con el espejo, dándome cuenta de que es lo que vengo haciendo, por distintos medios, desde que soy adolescente. ¿Para quién escribo? Para un supuesto lector a quien pienso ayudar a ver que la vida tiene sentido en el momento en el que encontramos el nuestro y lo vamos construyendo con cada acto, cada idea y cada palabra. Aparte de las reflexiones que he hecho sobre lo que he obtenido al escribir, como se ve en artículos como el que celebraba las 100 entradas del blog, surge una pregunta: ¿escribo para quien no me lee, como manifestaba Aleixandre?
No es que no haya tenido respuesta a mis publicaciones. Sin embargo, siento que ella es más hacia mí como persona que hacia el contenido de mis posts. Son muestras de cariño y hasta gratitud, porque vienen casi en su totalidad de gente que me conoce en la vida real, más allá de las plataformas virtuales. ¿Escribo para el aplauso y el like? Absolutamente no, por eso me he sentido contento, por qué negarlo, de esos mensajes y “me gusta”, aunque les he dado el justo valor de caricias de afecto. Acicalamiento social, por ponerlo de otra manera.
Es por esto que en este momento de mi vida me enfrento a la decisión de seguir o no en esta labor. He procurado ser constante y no descuidar los medios sociales, a pesar del tiempo que me toma hacerlo, para poder ir creciendo en ellos y servir más y mejor. Y es precisamente por esto que ahora me cuestiono esta constancia. Es sobre costo-beneficio: le dedico demasiado tiempo en comparación con los resultados que percibo. Estoy sacrificando otras cosas que están más arriba en mi lista de prioridades que visibilizar un mensaje de fe, esperanza y amor en el ciberespacio. Y eso que no he dado el salto al video, que lo he pensado infinidad de veces. No lo he realizado justo porque sé el trabajo, el esfuerzo y el tiempo que ese medio exige. Si el mero hecho de tomar unas fotos, encontrar imágenes y escribir textos (además buscando sustentarlos) se ha llevado gran parte de mis días en esta etapa… ¿vale la pena?
Hoy le pongo una pausa a mi presencia en los medios sociales. No sé hasta qué punto, quizá solo le dé el espacio que se merece en mi vida, con lo cual le dedicaré algún tiempo libre en lugar de enfocarme en esto como en una ocupación dentro de mi labor profesional. Tal vez deje de publicar por completo mientras encuentre un motivo de peso para seguirlo haciendo. Es posible que la pausa dure una semana o… para siempre. El caso es que en este momento de mi vida ya no me veo como un “influencer” (que nunca lo fui), sino como un sicólogo católico que debe atender a sus prioridades dentro de su vocación-misión. Cuidar más de mis relaciones y no descuidar mi quehacer profesional, pues ahí sí he visto frutos contantes y sonantes.
La vida sigue, conforme a mi ikigai.
Foto por picjumbo.com en Pexels.com