¿Para quién publico?

Un joven Charly García (que cumplió 70 años hace poco) se preguntaba ¿Para quién canto yo entonces?, allá por el 74. En su letra, expresa algo que ahora estoy sintiendo con mis publicaciones en redes: ¿vale la pena el esfuerzo? “Si los humildes nunca me entienden / Si los hermanos se cansan / de oír las palabras que oyeron siempre / Si los que saben no necesitan que les enseñe”, dice Charly. ¿A quién le escribo, si muchos no asimilan mis ideas, o ya las conocen? En realidad, plantearme esto en este momento puede resultar terapéutico, pero también busco una respuesta. Una que quizás nunca llegue. Pues, como sella García, “y yo canto para usted / el que atrasa los relojes / el que ya jamás podrá cambiar / y no se dio cuenta nunca que su casa se derrumba”. Si escribo para ayudar a la gente… ¿en verdad alguien quiere esa ayuda?

Me viene a la mente el poema de Vicente Aleixandre, ¿Para quién escribo?…: “Para todos escribo. Para los que no me leen sobre todo escribo”. Mientras, Jorge Luis Borges manifestaba escribir “como un desahogo”. “Eso no quiere decir que yo crea en el valor de lo que escribo, pero sí en el placer de escribir”, concluía. Asimismo, Antonio García Teijeiro, escritor gallego, expresaba: “comencé a escribir para conocer el mundo y, sin darme cuenta, empecé a conocerme mejor”. Es decir, uno escribe, primero, para uno mismo: para desahogarse, para expresarse, para conocerse… para sentir que está haciendo algo por el mundo. En mi caso, he seguido a Umberto Eco cuando nos presenta la recepción crítica como estrategia ante los mensajes de los medios de comunicación de masas (y hoy las redes sociales). Eco considera que esta forma de resistencia frente a la manipulación de la verdad es una guerrilla semiológica, de significados. Y recordando a McLuhan, que consideraba que la información se ha convertido en el principal de los bienes, sentencia que esta ”se ha transformado en industria pesada”. El padre Fosbery, por su parte, considera que la lucha por el poder ha pasado de la confrontación a la convergencia, a través de la Revolución Cultural, un proceso de “confrontación en frío” desde una óptica gramsciana. Y a esto hay que darle respuesta.

Es decir, durante este año y medio he venido publicando para formar parte de esa respuesta a una mainstream que desvaloriza al ser humano, que le da más peso a la imagen que a la esencia, que cosifica las emociones y que banaliza los vínculos. Y me confronté con el espejo, dándome cuenta de que es lo que vengo haciendo, por distintos medios, desde que soy adolescente. ¿Para quién escribo? Para un supuesto lector a quien pienso ayudar a ver que la vida tiene sentido en el momento en el que encontramos el nuestro y lo vamos construyendo con cada acto, cada idea y cada palabra. Aparte de las reflexiones que he hecho sobre lo que he obtenido al escribir, como se ve en artículos como el que celebraba las 100 entradas del blog, surge una pregunta: ¿escribo para quien no me lee, como manifestaba Aleixandre?

No es que no haya tenido respuesta a mis publicaciones. Sin embargo, siento que ella es más hacia mí como persona que hacia el contenido de mis posts. Son muestras de cariño y hasta gratitud, porque vienen casi en su totalidad de gente que me conoce en la vida real, más allá de las plataformas virtuales. ¿Escribo para el aplauso y el like? Absolutamente no, por eso me he sentido contento, por qué negarlo, de esos mensajes y “me gusta”, aunque les he dado el justo valor de caricias de afecto. Acicalamiento social, por ponerlo de otra manera.

Es por esto que en este momento de mi vida me enfrento a la decisión de seguir o no en esta labor. He procurado ser constante y no descuidar los medios sociales, a pesar del tiempo que me toma hacerlo, para poder ir creciendo en ellos y servir más y mejor. Y es precisamente por esto que ahora me cuestiono esta constancia. Es sobre costo-beneficio: le dedico demasiado tiempo en comparación con los resultados que percibo. Estoy sacrificando otras cosas que están más arriba en mi lista de prioridades que visibilizar un mensaje de fe, esperanza y amor en el ciberespacio. Y eso que no he dado el salto al video, que lo he pensado infinidad de veces. No lo he realizado justo porque sé el trabajo, el esfuerzo y el tiempo que ese medio exige. Si el mero hecho de tomar unas fotos, encontrar imágenes y escribir textos (además buscando sustentarlos) se ha llevado gran parte de mis días en esta etapa… ¿vale la pena?

Hoy le pongo una pausa a mi presencia en los medios sociales. No sé hasta qué punto, quizá solo le dé el espacio que se merece en mi vida, con lo cual le dedicaré algún tiempo libre en lugar de enfocarme en esto como en una ocupación dentro de mi labor profesional. Tal vez deje de publicar por completo mientras encuentre un motivo de peso para seguirlo haciendo. Es posible que la pausa dure una semana o… para siempre. El caso es que en este momento de mi vida ya no me veo como un “influencer” (que nunca lo fui), sino como un sicólogo católico que debe atender a sus prioridades dentro de su vocación-misión. Cuidar más de mis relaciones y no descuidar mi quehacer profesional, pues ahí sí he visto frutos contantes y sonantes.

La vida sigue, conforme a mi ikigai.

Foto por picjumbo.com en Pexels.com

Día de los Difuntos

El 2 de noviembre, varias Iglesias cristianas celebran el Día de los Fieles Difuntos, también conocido como Día de los Muertos o de los Finados. Es una fecha para recordar a las personas que nos han dejado, pero desde el punto de vista del fiel que reza por las almas de quienes aún no pueden alcanzar la visión beatífica, el encuentro con Dios cara a cara. Oramos como Iglesia Peregrina por la Iglesia Purgante para que lleguemos a ser todos Iglesia Triunfante. Desde el punto de vista psicoafectivo, le damos valor a ese contacto con nuestros seres queridos que ya no están con nosotros, de alguna manera como parte de la etapa final del duelo. Cuando pienso en esto, siempre recuerdo la canción de Sui Generis, El show de los muertos, con su frase inicial “Tengo los muertos todos aquí…”. Un tema que se refiere a los desaparecidos, pero se hace extensivo al dolor que produce el fallecimiento de un ser querido.

En un artículo donde hablaba de cómo confrontar con la muerte, citaba a Viktor Frankl: “si el hombre fuese inmortal, podría demorar cada uno de sus actos hasta el infinito”. Elisabeth Kübler-Ross, en sintonía, afirma que “todo final es un luminoso principio”. La sicoterapeuta especializada en duelo, Cate Masheder, recuerda que «la muerte es parte de la vida. Va a pasar. Todos vamos a sentir tristeza, todos vamos a echar de menos a alguien, todos vamos a morir«. Hay que tener en mente algo que señala Montoya Carrasquilla, a quien ya cité cuando hablé del miedo a la ruptura: «en ninguna otra situación como en el duelo, el dolor producido es TOTAL: es un dolor biológico (duele el cuerpo), psicológico (duele la personalidad), social (duele la sociedad y su forma de ser), familiar (nos duele el dolor de otros) y espiritual (duele el alma)”. Por esto, y otra vez según Kübler-Ross, transitamos por distintas fases de duelo. Y cuando pienso en la celebración de los difuntos, pienso que es muestra de que, luego de las fases de negación, ira, negociación y depresión, viene la de aceptación. Asumimos la pérdida como una realidad inevitable y alcanzamos la paz gracias a dicha comprensión.

El día de los difuntos es una celebración de la vida, aunque parezca distinto. Es un recordatorio de que la existencia no termina aquí, sino que la muerte es el inicio de algo más grande y más hermoso: la felicidad eterna. Y de que para eso tenemos que andar el camino recto, que no es el más amplio y pavimentado. Nos hace presente que estamos juntos, que nos salvamos juntos. De que la herencia está intacta, y nadie nos la podrá quitar. El día de los muertos es un día de los vivos, de los que sin ser santos aún perseguimos la santidad a cada paso. No por nada se liga al día de Todos los Santos, el 1 de noviembre. No por nada todos los santos que han alcanzado la luz final se juntan a todos los fieles difuntos que están ansiando alcanzarla.

Es por todo esto que esta fecha me habla de la última etapa del proceso de pérdida. Relaciono entonces todo lo que nos lleva a alcanzar esta etapa en nuestros duelos personales con el que llevamos como comunidad de creyentes. El primer elemento es que hemos aceptado la realidad de la muerte y la conducimos más allá de nuestras vidas. Asumimos el dolor que trae el vacío de quienes amamos con la esperanza de que lleguen a las moradas del Padre. Entendemos que no hay posible reencuentro en esta vida, pero aspiramos que este se dé en la otra. Por esto oramos por ellos y ofrecemos nuestras pequeñas obras para que lleguemos a gozar juntos de esa bienaventuranza eterna. Aceptamos lo inevitable e irreversible de la muerte pues esperamos el infinito de la gloria del Creador.

Cuando recordamos a nuestros difuntos, traemos al hoy las vidas de quienes partieron ayer. No negamos su ausencia, valoramos los recuerdos de su estancia en este mundo. Hacemos memoria de las lecciones que nos dejaron y asumimos que somos continuadores de un legado de amor. Ya no nos quedamos en las lamentaciones de lo que ya no tenemos, como si al irse corporalmente se hubieran llevado todo. No, nada más ya no contamos con su presencia física. El dolor se tradujo en nostalgia, la necesidad en gratitud. Al festejar a los fieles difuntos rememoramos cada cosa que compartimos y que nos ha hecho lo que hoy somos.

Esta es una celebración de familia, de la familia cristiana. Juntamos todos nuestros muertos y compartimos emociones y oraciones. Dejamos de lado las miserias humanas y alabamos la obra del Espíritu Santo en nuestras vidas, como creyentes y como Iglesia. Puede existir un espacio para el llanto, pero uno esperanzado, confiando en la vida futura, en la misericordia del Padre. Hemos abandonado nuestras pequeñeces y nos asumimos como parte de una comunidad enorme que une el pasado, el presente y el futuro temporales con la gloria eterna. Nos sentimos acogidos y comprendidos, porque todos compartimos sentimientos y pensamientos similares. La muerte no ha vencido, pues Cristo hace nuestra su victoria.

El día de los difuntos es la memoria viva y constante de la realidad humana, en parte efímera y en parte eterna. Algo que se une al “polvo eres, y en polvo te convertirás”. De esta nada física, el Señor puede sacar santidad. Por eso unimos nuestras plegarias para celebrar la vida de nuestros seres queridos, santos conocidos o anónimos, y pedimos por que pronto puedan gozar, si no lo están haciendo ya, de la bienaventuranza última. Confiamos encontrarnos en este sentido final de salvación, a través de nuestras obras y de nuestra oración. A través de la fe, la esperanza y el amor. Como una sola familia, unida en un día para celebrar la vida de quienes se nos han adelantado.

Celebremos a los difuntos con esa sencilla fe de que su alma está presente en el legado que dejaron en nuestras vidas.

Imagen modificada de comecuamex.com

El sicólogo me dijo

Últimamente he estado viendo publicaciones de algunos colegas que me han hecho cuestionar qué responsabilidad tenemos sobre la vida de nuestros pacientes/clientes. Es comprensible que tengamos diferencias de puntos de vista en cuanto a escuelas sicológicas, bases antropológicas o incluso creencias religiosas. Sin embargo, esto no debería ser un justificativo para introducir en las personas ideas irresponsables con el bien, la verdad y la belleza. Ayer en la mañana oía la canción de Green Day, Basket case, que habla un poco de esto. Trata de los ataques de pánico de Billie Joe Armstrong, que lo llevaron a pensar que estaba loco (el título significa algo así como “loco de atar”, o “caso perdido”). En una parte dice “fui a un loquero / para analizar mis sueños / ella dijo que es falta de sexo lo que me bajonea”. Desde mi punto de vista, hacer ver la sexualidad como la cura a un trastorno de ansiedad es, cuando menos, ligero. Y lo conecto con mi artículo anterior: no es extraño que muchos sicólogos hagan sentir al cliente como alguien que merece una retribución (léase venganza) ante el daño recibido. Y no se dan cuenta de la fiera que pueden estar desatando.

Carl Rogers siempre resaltaba la habilidad que debe tener el terapeuta de respetar quién es el cliente y no juzgarlo, y creer en su propia capacidad de cambio. Esto se refleja en las tres condiciones para una terapia exitosa: empatía, aceptación positiva incondicional y congruencia. El ser humano tiene una dimensión social muy importante, en la cual los vínculos (la relación Yo-Tú, en términos de Buber) deben buscar la salud, no la ruptura. Resulta incongruente considerar que el vínculo es descartable y, es más, que el placer sentido en el dolor del otro es sanador. Y dicha incongruencia puede generar una disonancia cognitiva, ante la cual (según Festinger) el individuo buscará reducir la tensión modificando sus valores o sus conductas, o justificándose. Se le está dando una “mirada desde abajo” al otro, como decía Allers, sin ver en él sus potencialidades y su posible crecimiento.

Por esto, motivar la ruptura de vínculos en el paciente/cliente resulta en un conflicto interno extra que tendrá que resolver. Y si esto le lleva a cambiar valores o conductas que buscaban el bien, pero que ahora deben desaparecer porque entran en conflicto con las actuales que esperan el mal del otro, el terapeuta está irrespetando la esencia del consultante. A esto le añadimos que la relación saludable necesita de empatía, aceptación y coherencia (subrayamos a Rogers). Es decir, que no porque el otro no sea lo que yo espero hay que juzgarlo y condenarlo. ¿Por qué, si los demás deberían aceptar que no soy perfecto, yo sí estoy en posición de exigirles que lo sean? ¿Cómo pedir que el otro entienda lo que siento si yo no lo hago? ¿Puedo esperar congruencia si yo no la tengo? Pero se nota que la vida se mira desde un solo lado, aun por parte de muchos sicólogos.

El valor del perdón y del sacrificio ha parecido perderse en los profesionales de la salud mental. ¿Por qué perdonar al que abusó de ti? ¿Sacrificarse por alguien tiene sentido? Según ciertas corrientes, quien ha sufrido el daño de otra persona debe alejarse, olvidarse, trabajar en sí mismo y esperar que la vida se encargue del agresor. Pero, primero, ¿es esto realista? Y, segundo, ¿es saludable? Por otra parte, quien se ama a sí mismo no tiene por qué odiar al resto. Como citamos a José-Vicente Bonet en el artículo sobre amor propio, lo malo no es amar al otro sino despreciarse uno mismo. Así que sacrificarse, hacer o dejar de hacer una cosa por algo más grande que uno no es el problema, sino olvidar nuestras necesidades por miedo a lo que el otro haga o diga. Se han confundido las cosas.

Para sanarme yo no necesito lastimar a nadie. ¿O cuando alguien me patea y yo le devuelvo el golpe me curo? Esa es la lógica de quien apoya el aborto por violación… aunque ese es otro tema. Quizás una relación no funciona y esto es porque no podemos caminar juntos y punto, y por eso nos hacemos mucho daño. Si nos damos cuenta a tiempo, seremos capaces de entender que el hecho de que amemos a esa persona no significa que sigamos dándonos oportunidades ad infinitum. Pero tampoco significa que pensemos en que ese amor ha de transformarse en odio, y que no pueda haber una ruptura saludable porque deberíamos sacarnos los ojos. El consejo que suelen dar muchos sicólogos es que lo olviden y sigan adelante con su vida, que lo bloqueen y no vuelvan a frecuentar los mismos círculos que la pareja. Y hasta cierto punto puede ser saludable si no saben manejar la separación pues vienen de una codependencia. Sin embargo, es imposible olvidar la relación como si no hubiera existido o, peor aún, esperar que la otra persona sufra para que se dé cuenta del mal que me hizo.

El sacrificio tiene iguales tintes: el hecho de que yo debo velar por mí mismo y cuidarme no está reñido con velar por el otro y cuidarlo. Si actúo en bien de la familia, la amistad, el amor, sin olvidarme de mí, no tendría por qué hacerme daño. Muy al contrario, este tipo de actos y pensamientos altruistas benefician nuestra salud integral (física, mental y espiritual). Lo malo comienza al dejar de ser yo para pasar a intentar ser lo que quiere el otro. Cuando pierdo mi voz y desisto de decidir sobre mi vida. Siempre podré elegir hacer algo por mi hijo, por mi esposa o por mi amigo, aunque eso me represente un sufrimiento. Será un sufrimiento que tenga sentido y que terminará haciéndome estar mejor.

Veamos unos ejemplos prácticos:
1. Juan no tiene dinero para alimentar a su familia y alguien pasó dejándole un platito de arroz. Juan lo reparte entre su familia y él solo toma una taza de café en agua.
2. El esposo de María le cuenta cómo está planeado el festejo de Navidad con la familia de él. Ella le expone que hace tres años que no le permite pasar las fiestas con la familia de ella. Él le grita que si quiere estar con esa familia, se largue de una vez y no vuelva. María termina pasando un año más con la familia de su marido.
En ambas situaciones, el protagonista está dejando de lado lo que quisiera, su bien más inmediato. En ambas situaciones, alguien más se beneficia de esa renuncia. La diferencia radica en el sentido: Juan se sacrifica por que su familia tenga algo de comer pues los ama; María se priva de un derecho legítimo por miedo al conflicto, el rechazo y la soledad. Juan tomó una decisión libre, María una decisión condicionada. Por esto, las consecuencias también son muy distintas, ya que mientras María se siente herida y despreciada, Juan está satisfecho y feliz junto a su familia.

Amar es la respuesta al miedo y al sufrimiento carente de sentido. La respuesta no es el odio, el egoísmo y la venganza, aunque sea en ese velado mensaje de “busca tu felicidad sin pensar en lo que sientan los demás”. Porque amar le da sentido -precisamente- al sufrimiento. La Palabra se hizo carne y murió en la cruz por nosotros. ¿Fue una vida desperdiciada por el sacrificio? ¿Es que no se amó como debía? Cristo, el amor perfecto, nos mostró el cumplimiento pleno de ese triple mandamiento: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. Tenemos el poder de vivir relaciones saludables, aunque sean distantes, con cada persona por más daño que nos haya hecho. El punto está en respetarnos y respetar, en amarnos y amar. Como nuestro Padre lo hace.

Amar es la respuesta más sana ante quienes nos han herido.

Foto por cottonbro en Pexels.com

Venganza o perdón

Desde genocidios y asesinatos en serie hasta el pensamiento de que “la vida ya le devolverá el daño”, pasando por procesos legales obsesivos y eternos, la venganza es una fuerza que ha movido muchos actos terribles en la historia humana, y en la historia de cada ser humano. Siempre me gustó la frase aquella de que “la venganza es un plato que se sirve frío”, que se dice que aparece por primera vez en Las amistades peligrosas, de Pierre Choderlos de Laclos. Me gusta porque me trae a la mente varias obras de arte que se refieren a esta idea de que un daño recibido lleva a planear una reacción de desquite que puede tomar muchos años en ejecutar. Pero, ¿se imaginan el peso que tiene esa persona sobre sus hombros aun antes de cometer cualquier acto? Por esto ahora voy a hablar de las consecuencias sicológicas de la venganza y, en la otra mano, del perdón.

En su famoso manual de terapia Gestalt, Perls, Hefferline y Goodman dicen que la emoción es una fuente de información que nos ayuda a adaptarnos al mundo. Por esto no sorprende que la doctora Olga Klimecki-Lenz, investigadora del Centro Suizo para la Ciencia Afectiva de Suiza (CISA), apunte que la amígdala, responsable de la recepción de información del entorno y la modulación de la respuesta emocional a esa información, se active cuando experimentamos un daño emocional. Esto dispara un sentimiento de pérdida de seguridad, de donde surge miedo y angustia. La reacción instintiva lleva a la agresividad como mecanismo de defensa, y cuando esta se ha desatado, se llega a un sentimiento de alivio y equilibrio. Un estudio del 2018 de la Universidad de Ginebra encontró que el disparador de la mayoría de actos de venganza es el rechazo. David Chester y C. Nathan DeWall, de la Universidad de Kentucky, señalan que los que se sienten rechazados se comportan agresivamente pues “la venganza tiene un papel más importante y activo en la reparación del estado de ánimo de lo que pensábamos”. Por tanto, la venganza “no radica tanto en el deseo de hacerle daño a alguien, sino en cómo hace sentir a los que la cumplen”.

Esto se debe, según el sicólogo Martín Villanueva, a que la energía vital que motiva la autorrealización del individuo puede expresarse de manera negativa cuando se percibe una amenaza que no sabe cómo manejar. En estos casos puede manifestarse mediante odio, agresividad, rencor, envidia… y, por supuesto, el deseo de venganza. Kevin M. Carlsmith, Timothy D. Wilson y Daniel T. Gilbert han demostrado que a este mal manejo subyace la falta de empatía que origina un círculo vicioso de emociones negativas. De ahí que Viktor Frankl declare que “si no está en tus manos cambiar una situación que te produce dolor, siempre podrás escoger la actitud con la que afrontes ese sufrimiento”. En 2006, la Asociación de Psicología Americana (APA) publicó una recopilación de investigaciones en torno a la sicología del perdón en la cual lo define como un proceso que ocasiona el cambio de actitud hacia un ofensor. El resultado sería la disminución en el deseo de venganza hacia él, a pesar de sus acciones, abandonando dichas emociones negativas. Frederic Luskin, director del proyecto Stanford Forgiveness Project, señala que “el perdón debe ser visto por quien lo concede como un favor autodirigido que viene a otorgar beneficios internos, no externos”.

En resumen, el deseo de venganza es natural, pues es una respuesta inconsciente al sentimiento de rechazo. De alguna manera tratamos de dejar una declaración de principios: lo que hiciste estuvo mal y mereces un castigo. Si bien surge de algo tan básico como la reacción instintiva a una amenaza, es un aprendizaje adquirido como parte del condicionamiento educativo: un error trae una pena consecuente. De alguna manera, se relaciona con la justicia, aunque ella no busca el sufrimiento del culpable, sino su rehabilitación. Por contra, el vengativo quiere ver el dolor en su agresor, y que este sea proporcional o incluso mayor al daño infligido, y ni siquiera espera la reposición del mal. Por esto es un plato que se sirve frío, porque el único fin es que el culpable pague hasta la última gota de sangre con la suya propia, y debe hacerlo sin esperarlo, como no lo hizo la víctima.

Aunque sea un sentimiento común y natural, no por eso nos trae buenas consecuencias. Porque nosotros no escogemos nuestras emociones, pero sí la respuesta frente a ellas, como decía Frankl. Tanto la venganza como el perdón tienen más efecto en uno que en la persona a la que los dirigimos. El dolor ante una pérdida o una herida nos puede durar mucho tiempo, según vayamos viviendo las fases del duelo. Pero si a ese tiempo le aumentamos el que trae el resentimiento (volver a sentir), y más aún el plan de desquite, el dolor permanece muchísimo más, pues no lo liberamos. El perdón, al contrario, nos permite soltar esa carga y fluir con los acontecimientos. ¿Lo que pasó nos rompió el corazón? Dejemos que sane, no aumentemos el tamaño de la herida reviviéndolo.

Pongamos un ejemplo: la mejor amiga de esta chica se fue con su novio. La chica sufre, es natural, y desearía que su amiga y su novio sientan lo que ella siente. Camino uno: va procesando su dolor, entiende que si él la dejó es porque la relación no tenía futuro, decide que su amiga no era tan sincera y su amistad no le iba a hacer bien a la larga. Perdona a ambos y sigue con su vida, conoce otro chico y se rodea de personas más honestas, lo cual le vuelve más segura y alegre. Camino dos: comienza a maquinar una trama, de forma que tanto su examiga como su exnovio paguen por lo que le hicieron. Habló con conocidos para fraguar una traición, buscando un chico que le coquetee a su examiga. Ideó un plan muy elaborado con el fin de que sus agresores sientan todo su dolor. Cuando ya lo tiene listo, se entera de que los dos “ex” también rompieron. Queda devastada y, además, con el plan frustrado. ¿Cuál de los dos caminos sería el más beneficioso para aquella chica?

El amor no busca desquite ni retribuciones, busca enmienda, salud y reparación. El camino del perdón trae estas cosas y más. Nos hace sentir más en paz, porque tratamos de ayudar al otro a reconocer sus errores, pero también entendemos nuestra cuota de responsabilidad. Nadie merece ni mal ni bien, simplemente vivimos las consecuencias de nuestras decisiones libres. Y muchas veces la gente nos hace bien o mal no porque lo escojamos o ellos lo hagan, sino porque tenemos una historia que condiciona nuestros actos. El perdón nos lleva a la comprensión del otro en esta dimensión falible, débil, y a través de ella a escoger opciones cada vez más sólidas, íntegras y sanas. Amar no significa permitir que nos sigan haciendo daño, ni olvidarlo, sino buscar el cambio comenzando por uno mismo. Y este inicia en el perdón.

Perdonar es demostrar amor al que nos hizo daño, no para aprobar ese daño, sino para quitarnos su peso.

Imagen: La pieza de venganza Chūshingura. Cortesía del Museum für Kunst und Gewerbe Hamburg. Europeana

Nada personal

El inicio de muchos de nuestros males suele ser el hecho de que todo lo sentimos como si fuera dedicado a nosotros. Percibimos que si una persona dice algo o hace un gesto es con el fin de agradarnos o causarnos daño. Suena duro, pero en realidad no somos tan importantes. Obvio, para mí yo soy el ombligo del mundo, si bien en verdad soy uno entre muchos. Incluso en las relaciones, que están centradas en las dos personas, las cosas que cada uno hace o dice no tienen que ver de manera exclusiva con el otro, sino con muchas circunstancias externas e internas. El fenómeno inverso es sentir que ninguna de las actuaciones de los demás van dirigidas a nosotros. Algo que podríamos interpretar en la canción ochentera de Soda Stereo que lleva el título de este artículo (y que es lo primero que me viene a la mente con estas dos palabras). Aunque dicha letra se refiere más bien a lo impersonal de los medios de comunicación y la cosificación de los individuos en la era del consumo, también detecto aquí una soledad existencial. De estos dos aspectos de lo personal en la comunicación voy a hablar.

Uno de los cuatro acuerdos toltecas, según el mejicano Miguel Ruiz, reza: “no te tomes nada personalmente”. Lo explica así: “nada de lo que hacen los demás es por ti. Lo que otros dicen y hacen es una proyección de su propia realidad”. Esto tiene que ver con una distorsión cognitiva (una idea irracional) que solemos tener: la personalización, que consiste en relacionar los hechos externos con uno mismo sin una base suficiente. El sicólogo y gurú de la autoayuda Wayne Dyer señala que “si eres objetivo, descubrirás que lo que en realidad te ofende es cómo consideras que deberían comportarse los demás”. En consecuencia, perdemos la noción de la realidad que nos permite encontrarnos con el prójimo. Decía Martin Buber que en este encuentro “lo esencial no ocurre en uno y otro de los participantes ni tampoco en un mundo neutral que abarca a los dos y a todas las demás cosas, sino, en el sentido más preciso, ‘entre’ los dos, como si dijéramos, en una dimensión a la que sólo los dos tienen acceso”. Es decir, el encuentro implica un deseo de conocer y entender al otro, de penetrar en su vida. El sicólogo norteamericano Martin Lyden, por esto, considera que las personas susceptibles son aquellas que poseen menos empatía, que les cuesta sentir con el otro. “Cuando no tomarte nada personalmente se convierta en un hábito firme y sólido, te evitarás muchos disgustos en la vida”, aconseja el mismo Ruiz.

Recuerdo que un cliente, antes de su primera cita, me llamó algo después de la hora fijada. Comenzó un diálogo más o menos así:
– Vea, amigo, usted me ha dado mal la dirección. ¿No quiere que vaya?
Cabe anotar que yo envío la dirección completa y detallada, la ubicación del GPS e incluso una imagen con el mapa por si ninguna de las anteriores funciona.
– Qué raro… ¿Qué le dice el GPS?
– ¡Yo no uso esas tonterías! Usted me pone tal calle y tal avenida, pero eso no existe.
Le explico cómo esa calle en su lado este no tiene ninguna otra que le cruce hasta la avenida, aunque en el oeste sí hay una, que es por donde debería llegar y girar a la derecha.
– No, amigo, estoy en el sitio que usted dice, pero el letrero pone otra cosa… Si no quiere que vaya, dígame, porque sí le voy a pagar.
– Si está ahí, ya salgo para que vea dónde es.
– Pero yo creo que estoy en otra parte.
– Confíe en mí, ya salgo.
En efecto, salí a la calle, le vi y le hice señas. Felizmente ya nos conocíamos de vista por otras situaciones, así que en seguida llegó. Entonces me explicó muy enojado que ahí, en donde debía estar el nombre de la calle, decía “Salida a la avenida”, y que yo no le di bien las indicaciones y le tuve dando vueltas. Por supuesto, no vio el letrero con el nombre de la calle, sino que solo se fijó en ese que era más grande.

Cuento esta anécdota para mostrar cómo nuestras concepciones nos pueden hacer observar la vida de maneras muy negativas, sintiendo que tenemos al mundo en contra. Este cliente asumió que, ya que no veía el letrero con el nombre de la calle, no quería atenderle pues yo tenía la idea de que, como nos conocíamos, él no me iba a pagar. Podemos ver que detrás de esos pensamientos existe mucha inseguridad, quizá por haber vivido en un mundo muy falso y egoísta. Es posible que ya haya tenido esa predisposición desde antes de salir a la cita, y al ver el letrero más grande que no era lo que esperaba, lo hizo calzar con esa predisposición. Mis intenciones, por supuesto, estaban muy alejadas de toda esa historia. En realidad, suele ocurrir que nos hacemos películas de lo que sienten y piensan los demás, y casi nunca son reales, pues tienen más que ver con nuestra historia, nuestras heridas y vacíos, que con la relación o la persona misma.

Mohamed Alí (Cassius Clay)

Yo suelo hacer la analogía con Mohamed Alí (Cassius Clay). Su característica principal era “bailar” alrededor de su contrincante, evitando que le pegara, con las defensas bajas y causando el desequilibrio físico y mental del otro para aprovechar y golpear. En la vida, solemos ir con las defensas altas, solo recibiendo puñetazos y dejándonos tumbar. Ni siquiera vemos de dónde llegan los porrazos, nada más los aguantamos. En otras palabras, nos pegan porque estamos ahí para que lo hagan. La única manera de evitar que nos lleguen los golpes es actuar como Alí: esquivando los embates del oponente. Si el otro está enojado, frustrado, dolido, ofuscado, es probable que se lance a descargar esos sentimientos, no por odio ni falta de amor, sino porque somos quien tiene al frente. Si pudiéramos leer su mente, veríamos que quiere hacer daño a su propio sentimiento de impotencia, no a nosotros. Como el contrincante de Cassius Clay, que no ve en él a un enemigo, sino a un obstáculo entre sí mismo y el título.

Nadie quiere hacernos daño, son efectos colaterales de lo que esa persona ha vivido y está sintiendo en ese momento. Nada personal. Como aquel ladrón que te asalta con una sonrisa, pidiendo perdón: “tengo que comer, no es personal”. Incluso la gente más cercana nos puede hacer daño con agresiones de diversos tipos, y aun así no es contra nosotros. En el momento en el que regresan al modo racional, se arrepienten. Y esto se puede volver un círculo vicioso de venganzas más o menos inconscientes. Pero, pregúntate: ¿no piensas muchas veces que el otro debe cambiar, y que para que se dé cuenta hace falta caerle a golpes? O, al menos, tener una reacción muy dramática. El ser humano busca entender el mundo, lo malo es que suele hacerlo interpretando en lugar de comunicando.

Para evitar que nos hagan daño, debemos comenzar pensando que no es algo contra nosotros, sino un reflejo de lo que el otro vive. Y ponernos en su lugar y comprender cuántas de nuestras emociones provienen de lo que quisiéramos ver en él. El mundo es tan amenazante como nosotros lo queramos ver. Si pasamos la existencia con las defensas altas, solo recibiremos golpes. Cuando aprendamos a bajar los puños y encontrarnos con lo que es el otro, a través del amor y la herramienta del diálogo para conocerlo y comprenderlo, y mostrarnos ante él, podremos caminar más ligeros, sin tanto dolor preconcebido. En lugar de lanzar golpes, brindemos sonrisas. Quiero entenderte para que me entiendas y construir juntos una relación sana. Sin preconceptos.

Amar significa dejar de sentirnos el centro de todo y cruzar la calle hacia el otro.

Foto por Andres Ayrton en Pexels.com

Aprender a soltar

Es frecuente que sintamos que no estamos obteniendo los resultados que esperamos en alguna tarea o en cierto proyecto y que pensemos en qué estaremos haciendo mal. O enfrentamos un problema más o menos grave y nos preguntamos “¿por qué a mí?”, rogando al cielo justicia. Me viene a la mente Let it be de The Beatles, en la cual un desesperado Paul McCartney, ante las dificultades que enfrentaba con sus compañeros, recibe una respuesta en sueños: “déjalo ser”. Era su madre, que había muerto cuando él tenía 14 años. Él sintió, entonces, que debía permitir que todo fluyera y dejarse llevar por los acontecimientos. Una respuesta que deseaba gritarle a la gente quebrantada, a los solitarios a los que había cantado ya en Eleanor Rigby. Esta letra me ha acompañado durante casi toda mi vida y fue una de las primeras que aprendí en el piano. Sin querer hacer juicios de valor sobre la experiencia de Paul, siento que contiene un secreto que no se lo inventó él, pero que resulta difícil de entender muchas veces. Saber soltar.

El hecho de fluir con las vicisitudes es algo de lo cual ya he hablado cuando he topado temas tan distintos como la psicología positiva, el ikigai o el reguetón. Es un concepto que ha desarrollado el sicólogo húngaro-estadounidense Mihály Csíkszentmihályi. Una parte de sus ideas nos hablan de que hemos de alcanzar un equilibrio entre el desafío de la tarea y la habilidad para ejecutarla. En particular, cuando pensamos que ese desafío es demasiado alto comparado con lo que podemos hacer, sentimos preocupación, ansiedad o desmotivación acerca de nuestro propósito. Esta frustración, que viene de la impotencia, nos tira abajo: estamos más preocupados por el tamaño que tienen nuestros sueños y no por concentrarnos en lo que necesitamos para alcanzarlos. Aquí el verbo que precisamos es soltar. Si logramos aquello que el mismo Csíkszentmihályi llama atención plena (o mindfulness), un concepto que también se halla en el budismo y que luego pasó a la sicología positiva, podemos deshacernos de lo que no nos hace falta. La atención plena es la práctica de enfocarnos de forma deliberada en el momento presente, sin evaluación. Es algo que no puedo evitar relacionar con uno de los mensajes que más me han llegado de parte de Jesús: “bástele a cada día su afán”. Es decir, haz lo tuyo y el resto déjalo en manos de Dios.

En realidad, soltar no significa despreocuparse, sino atender de forma completa a lo fundamental. Cuando nuestra mente se enfoca de lleno en la tarea que estamos realizando, con “alma, vida y sombrero”, no solo la hacemos mejor, sino que nuestra mente está en paz y el corazón alegre. El estrés, en gran medida, proviene de permitir que pensamientos externos a la tarea vengan a arruinarnos el día. Ya vimos esto al hablar de resetear la mente y la carga cognitiva. Cuando mencionamos pensamientos externos también debemos tomar en cuenta aquellos que nos llevan a pensar qué más tenemos que hacer para que todo salga perfecto, según lo planeado. La verdad es que debemos asumir que esto no es posible. Los planes son guías, no trabajos terminados ni camisas de fuerza. Y los planes no pueden tener en cuenta todas las variables que intervienen (y de esto también escribí el año pasado).

Soltar significa entender hasta dónde yo puedo actuar para que los objetivos se cumplan. Porque en ese momento podremos hacernos cargo de lo nuestro, con esperanza en que todo lo demás también se adecue. Mientras no logramos esta comprensión, estamos manejando una tensión más allá de lo necesario y sobrepasando nuestras capacidades. Por esto, en el momento en el cual las cosas no salen como esperamos, nos sentimos frustrados, agotados, impotentes y desmotivados. Es como querer cargar un peso enorme solos y sin ninguna ayuda, sin esas máquinas simples de las que hablé en otro artículo. Soltar, por consiguiente, es saber asumir la responsabilidad que nos toca, y dejar que pase lo que tenga que pasar, como suele decirse. Los creyentes vemos ahí lo que le corresponde a Dios, el Señor de los Ejércitos, quien tiene a cargo todas las luchas.

Grafiquemos un poco con el mismo ejemplo del peso enorme. Pensar que despreocuparse es soltar es como querer que dicho peso se transporte solo, sin que yo intervenga. Hay gente que confunde la idea cristiana de que la fe mueve montañas (“si tuvieran la fe como un grano de mostaza…”) con quedarse rezando sin actuar con el fin de que la situación cambie. Pero Dios hace milagros, no magia. Necesita de nuestro trabajo antes de ejecutar su parte. Lo que es real en cuanto a soltar es justo esto: pedir ayuda para cargar ese peso enorme, pero también usar una polea, una palanca y planos inclinados y así poder levantarlo. Yo pongo toda mi capacidad en alzar esa montaña, aunque conozco mis límites y sé que hay alguien más fuerte que me va a dar una mano para lograrlo. Ese es el secreto.

Aprender a soltar es aprender a asumir nuestros límites. Es entender que muy poco está bajo nuestro control, y si queremos lograr nuestros objetivos tendremos que hacernos cargo de ese poco, confiando en que todo lo demás irá calzando. Y si no, pues aprender la lección y seguir adelante. Porque seguro algo dejamos de hacer o -precisamente- algo dejamos de soltar. ¿Cómo permitir que el bote se eche a la mar si estamos agarrando la soga por miedo a que cualquier cosa vaya mal? Esa es la actitud que nos carga de tensiones y ansiedades cuando emprendemos proyectos: sentir que todo depende de nosotros. El momento en el que en verdad comprendemos cuánto está en nuestras manos y cuánto no, aprendemos a soltar y dejar que el bote vaya navegando hasta donde tenga que llegar, con la guía que le dimos. Soltar significa confiar.

Soltemos todo aquello que no podemos controlar y seamos felices con el esfuerzo.

Foto por Anthony de Pexels

La risa, cosa seria

Una de las secciones de la conocida revista Selecciones del Reader’s Digest es La risa, remedio infalible. Desde chiquito, esa era la que buscaba apenas un ejemplar caía en mis manos, porque el humor siempre me resultó necesario y agradable. Por eso he señalado ya alguna vez que mis influencias literarias iniciales fueron escritores cómicos e historietas de humor. Es más, la primera obra que leí de uno de mis héroes de la niñez, Julio Verne, fue el delicioso y gracioso relato Diez horas de caza. Me lo recomendó mi abuelito Pepe en unas vacaciones, y disparó en mí la satisfacción del contacto con los clásicos. Me acuerdo del placer de leerlo, tirado en la alfombra de su sala, y de descubrir entre risas el gusto de la palabra. Cuento todo esto porque estoy convencido de que, como señala el título de esa sección de Selecciones, la risa puede curar todo y ayudarnos en cada circunstancia. Veamos cómo.

La risa es una reacción involuntaria, al igual que el llanto, y tiene como principio fisiológico la respiración, de manera similar al habla o el canto, aunque en un proceso inconsciente y rítmico de interrupciones del aliento. Si bien se pensó durante mucho tiempo que la risa era exclusiva del humano, las investigaciones actuales nos demuestran que varios animales tienen respuestas similares a nuestra risa. Por ejemplo, al reproducir una grabación de lo que parece ser la risa de los perros, se produce una reacción de alegría y disminución de estrés en otros perros. Esto me lleva también a la idea de que la risa es una forma de comunicación. Por eso muchas veces los humanos la consideramos contagiosa. Es interesante ver, así, que resulta ser un lenguaje universal: toda persona entiende la risa en cualquier rincón del globo, y esto incluso ha fomentado el encuentro entre culturas distintas. Se puede dar por estímulos físicos (como las cosquillas) o sicológicos (como los chistes), e incluso hay drogas que la ocasionan. Si bien el proceso neuronal aún necesita mayor estudio, se ha demostrado que la risa libera endorfinas, los neurotransmisores responsables del bienestar y el placer. Involucran parte del sistema límbico, que media y controla el estado de ánimo y los sentimientos de amistad, amor y atracción.

Existen múltiples investigaciones que apuntan a los diversos beneficios de la risa, como la de Steve Sultanoff, que señala que esta disminuye los niveles de cortisol, una hormona que se libera en situaciones estresantes. Un equipo liderado por Keiko Hayashi descubrió que los valores de azúcar en diabéticos eran más bajos luego de ver una comedia en comparación con haber asistido a una aburrida conferencia. En fin, que los estudios hablan de beneficios en el sistema circulatorio, inmunológico, respiratorio, etc. Incluso se ha visto mejoría en pacientes con enfermedades crónicas y mayor calidad de vida en enfermos terminales, y en esto recordamos al doctor “Patch” Adams. Pienso que todos hemos experimentado el valor analgésico de la risa, cuando al estar adoloridos (mental o físicamente) un buen momento de humor nos ha hecho sentir que “nos olvidamos de que nos dolía”. Ramón Mora-Ripoll ha hablado de esto, señalando además que es una herramienta que funciona mejor cuando se comparte. Norman Cousins, periodista y autor que sufría una enfermedad muy dolorosa, escribió sobre los beneficios que tuvo en su caso observar películas cómicas. Relata que apenas 10 minutos de carcajadas le proporcionaba alivio por dos horas.

Cabe añadir que el filósofo francés Henri Bergson considera que la risa tiene un papel social y moral, al obligar a las personas a eliminar sus vicios. Es un factor de uniformidad de comportamientos, ya que condena lo ridículo y excéntrico. Peter Berger, sociólogo vienés, dice que “lo cómico es la visión del mundo más seria que existe”, añadiendo que “está por encima del bien y del mal”, aludiendo al hecho de que el humor nos permite hablar de cosas incómodas sin que nos ofendamos. Claro, para esto conviene delimitar el espacio de humor con el fin de que siempre se encuentre el necesario respeto. Viveka Andelswärd, Robert Provine o Phillip Glenn son algunos autores que apuntan hacia la necesidad de la risa como una especie de válvula que regula las tensiones sociales. Incluso, se habla de que ella surge cuando la lógica fracasa. Rollo May decía que el humor “es una forma de contemplar nuestras dificultades desde una cierta perspectiva”. Carroll Izard, quien dedicó sus investigaciones a las emociones, habla de funciones adaptativas específicas que consisten en la liberación de tensión acumulada y la vinculación afectiva. No por nada un proverbio judío dice: “Como el jabón es para el cuerpo, así es la risa para el alma”.

Tengo un cliente que tiene este superpoder: es capaz de reírse hasta de su propia desgracia. Y se lo he dicho. Ha pasado por fuertes tragedias, vive situaciones muy dolorosas, intenta curar heridas y detectar vacíos. Con todo esto, se ríe. Yo pienso que si no tuviera ese poder, tal vez estaría destruido. La risa hace que el peso de su drama se transforme en una comedia más digerible. Incluso, reírnos de nosotros mismos, de nuestros problemas, ayuda a que les demos su justo valor y los comprendamos mejor. Aunque, hay que reconocerlo, otras veces solo resulta un escape. Como el caso de otra cliente que inició la cita diciéndome que en el fin de semana habían pasado cosas extrañas… y se estaba riendo. Y continuaba, dándose cuenta: “me río, pero debía estar llorando”. Había sido engañada por una amiga, drogada, robada, violada y culpabilizada por su esposo, todo en una misma noche. En ese caso, la risa le servía para no tocar la herida y que no duela. Era un escudo.

Durante mis sesiones con los clientes, busco que ellos usen la risa con fines positivos y curativos. Muchas veces inicio el proceso con un par de bromas, para liberar la tensión lógica de la primera cita. Procuro estar siempre de buen humor, y eso se refleja con una que otra frase cómica que permite que se genere una complicidad entre cliente y terapeuta. Esto tampoco excluye la posibilidad de la burla, sabiendo siempre mantener los límites del respeto, porque así se puede revisar una situación que parece una montaña y que se vea en su justa dimensión, al quitarle un poco de importancia con la ironía. Esto funciona también fuera del espacio terapéutico, cuando usamos la comicidad para poder detener una pelea y regresar a un diálogo más saludable. A veces, reírse uno mismo de lo sobredimensionado que ve el problema ayuda a enfrentarlo de una manera más objetiva.

Hay mucho que decir del efecto terapéutico de la risa, y es obvio que no lo voy a agotar en un artículo. Lo trascendental es entender que no es un tema menor, pues su utilidad en la vida diaria es innegable. Las personas que más ríen no solo demuestran que son más felices, sino que se vuelven más felices. El humor le quita la exagerada solemnidad que muchas veces le ponemos a las cosas, puliéndolas y dejándolas en su justo valor. La broma, con el debido respeto, nos ayuda a comunicarnos, a conectarnos, a encontrarnos. Cuando sabemos reírnos de nosotros mismos y de nuestras dificultades somos capaces de llevar la vida como un camino complicado pero no imposible, trascendental pero no rígido. La risa nos cura desde dentro hacia afuera, desde la mente hasta el cuerpo, pasando por el alma.

La risa, una cosa seria que debemos tomar muy en serio.

Foto por Helena Lopes en Pexels.com

Día de la Raza

Hoy, 12 de octubre, festejamos 529 años del Encuentro de Dos Mundos. Esta última etiqueta es para mí la más ajustada a la realidad, pues las visiones indigenistas o eurocentristas son limitadas. Así, más allá de cualquier consideración política, quiero hablar de identidad. De lo fundamental que resulta para el ser humano el sentido de pertenencia a un pueblo, una nación, una patria. En fin, a una comunidad. Quiero que nos desmarquemos de las consideraciones que se hacen sobre esta fecha como si fuera una vergüenza, lo cual -pienso- nos resta autoestima y por tanto capacidad de desarrollo. Por esto me gusta traer a la memoria la imagen de un Jesús Fichamba, en el Festival OTI de 1985, cantándole a las tres carabelas y el viaje de Colón. En ella veo a un indígena otavaleño, ecuatoriano, americano, haciendo arte orgulloso de su historia y de su raza. Y aquí entra este concepto.

En lo biogenético, la raza no existe. El ADN de los seres humanos tienen más similitudes que diferencias, por lo cual solo podríamos hablar de una raza única: la humana. Y así lo entendieron desde muy pronto naturalistas como Leibniz, quienes pensaban que las características que diferenciaban los distintos grupos humanos tenían que ver más con una adaptación a los lugares donde vivían que con una distinción fisiológica. Sin embargo, el término raza nos llegó (al parecer) desde una voz francesa relativa a la cría equina (ya consignada en los 1200), y que acabó usándose también en la distinción de seres humanos a partir del siglo XVII. Aquella voz francesa, que pasó al italiano y de ahí se regó por otras lenguas, era haraz, que designaba el lugar donde se criaban caballos destinados al ejército. De ahí viene ser «de raza» (de haraz), de un buen lugar de crianza. De los caballos pasó a otros animales domésticos (p.e. perros), y finalmente a los mismos hombres. Autores como Georges Cuvier y Joseph Gobineau, en el siglo XIX, sentaron este uso que terminó siendo discriminatorio. Es esta la razón por la cual hoy hablar de raza está mal visto, aunque sin hacer un correcto discernimiento de su uso que también puede ser adecuado si nos referimos a una identidad. Pienso que podemos atender, con el gran naturalista Linneo, a variantes de la especie Homo sapiens, de acuerdo a sus diferencias fenotípicas. Estas nos dan 42 poblaciones según Cavalli-Sforza. Relaciono la palabra población, pueblo, nación, con el concepto de etnia (del griego έθνος, ethnos, que significaba justo eso), puesto que un pueblo no se distingue de otro solo por caracteres externos, físicos, sino sobre todo por una historia y una cultura. Así, construimos la identidad social que nos es esencial.

Cuando expliqué por qué dejaba de utilizar la p en sicólogo, mencionaba a Henri Tajfel y su  teoría de la identidad social. Esta teoría afirma que los grupos a los que pertenecemos nos definen y construyen nuestra autoestima. Tiene sentido desde la perspectiva de Chad Gordon, para quien el concepto de sí mismo es un sistema organizado con una multitud de elementos que interactúan. Es decir, vamos construyendo una noción sobre quiénes somos basados en ocho dimensiones con varias características. Una de ellas está conformada por las características atributivas, que se refieren a aquello que es independiente de la persona y viene desde su concepción: sexo, edad, nombre, nacionalidad y, claro está, raza. Esto nos refiere al concepto de raza como un constructo social que nos identifica. Nathaniel Branden ha cuestionado la pirámide de Maslow al poner la autoestima no en los últimos niveles, sino en los básicos, pues es “una necesidad urgente. Se proclama a sí misma como tal en virtud del hecho de que su (relativa) ausencia altera nuestra capacidad para funcionar”.  Uno de los seis pilares que menciona como fundamentales para la autoestima está el aceptarse a sí mismo. Claro, esto sin descuidar lo que decía Rogers: “las diferencias nacionales, raciales y culturales se vuelven poco importantes a medida que se descubre a la persona”.

Esto me lleva a pensar en los distintos nombres, propósitos y enfoques con los que el 12 de Octubre se recuerda en toda América, España e incluso Italia (el Día nacional de Cristóbal Colón). Algo similar al caso italiano es el Día de Colón en Estados Unidos, celebrado sobre todo como un festejo de la herencia italiana de algunos descendientes de inmigrantes. Si bien esta celebración inició en el siglo XIX en España como memoria del descubrimiento de América, y así se continuó en los distintos pueblos hispanoamericanos, ciertas tendencias ideológicas han ido girando el propósito a la celebración de las razas autóctonas, incluso hablando de “resistencia indígena”. Como ya he dicho, no quiero ahondar en consideraciones geopolíticas, sino subrayar la importancia de la identidad social en la autoestima de los individuos y de los colectivos, y es así que quiero que comprendamos mejor lo que realmente estamos celebrando: el Día de la Raza.

Repito, más allá de cualquier ideología o credo, hay hechos innegables: la llegada de los españoles, encabezados por Colón, a Guanahani en 1492 significó un parteaguas en la historia universal. No se entiende el mundo contemporáneo sin las consecuencias (positivas y negativas, como siempre) de este evento. No se entiende la raza americana (y de ahí el nombre del festejo) sin el encuentro de dos culturas, dos realidades, dos historias. Negar cualquiera de los componentes de esta raza, el venido de Europa y el originario de aquí (con el agregado posterior de africanos y asiáticos), es negar una parte constitutiva de quiénes somos como personas y como sociedad. Del mismo modo, sin descartar consideraciones acerca de los horrores cometidos de uno y otro lado, los frutos han sido muchos. América ha dado a luz ingentes avances para la humanidad, en lo material, en lo cultural, en lo científico, en lo religioso, en lo artístico. Y no podemos hacer elucubraciones sobre si todo eso se hubiese dado si los españoles no arribaban a nuestro continente.

Yo lo conecto con aquellos sentimientos que tiene el hijo que ha crecido considerando haber sido maltratado, abusado, descuidado o ignorado por su padre. Sus emociones lógicas son de dolor, de queja, de rebeldía y de despecho. Es probable que quiera alejarse de él y no verlo más. No le festeja el cumpleaños, no asiste a las reuniones familiares para no toparse con él y si se casa no lo invita. Aun así, toda la vida serán hijos de ese hombre y los recuerdos permanecerán aunque lo nieguen. Y, qué dudarlo, le deben la existencia, la educación y muchas otras cosas que quizá la herida no permite apreciar. Es lo que pasa con los que señalan que no hay nada que celebrar, hablan de una parte incompleta de la historia o ni siquiera tienen este día en la memoria. Como lo que pasa aquí en Ecuador, donde el 12 de octubre ni es feriado.

Pienso que debemos reencontrarnos en nuestra identidad social para poder construirnos sobre una autovaloración adecuada. La autoestima como individuos pasa de forma obligada por esa historia de la cual provenimos, con claroscuros como toda historia humana. No podremos desarrollarnos y crecer como colectivos si no nos entendemos en todos nuestros componentes. Somos europeos y somos americanos. Y no somos ni españoles ni indios, pues aun los más blancos o los más indígenas han recibido influencias genéticas o culturales de ambos lados del Atlántico. Es más, en este mundo cada vez más globalizado, las fronteras dejan de ser una traba. Si para algo nos siguen sirviendo es, precisamente, para identificarnos con un territorio, con una historia patria. No para separarnos y enfrentarnos, sino para completarnos, apreciarnos y unirnos. En lugar de odio y ruptura, amor.

Si construimos una identidad social, podemos ser mejores individuos y hacer que nuestra sociedad crezca.

Imagen del Desembarco de Colón de Dióscoro Puebla

No me harás tener iras

Esta sabrosa manera de decir, frecuente en la sierra ecuatoriana, puede traducirse como “no me hagas enojar”. Esto suele enviar el mensaje de que el culpable de mi ira es el otro, como para lavarnos las manos ante cualquier crítica por nuestro mal carácter. Sin embargo, el mismo fósforo puede encender las hojas secas, pero no el cemento. Vienen a mi mente muchas canciones que hablan de esta emoción, más si tenemos unos cuantos géneros particularmente rabiosos (metal, rap, punk…). Y está Rage Against the Machine (Rabia Contra la Máquina). Pero me acuerdo sobre todo de un tema que le dio la fama a un grupo salido justo de la onda punk, aunque vestidos de niños buenos: el Devuélveme a mi chica de Hombres G. En el mejor estilo agresivo pasivo, le ensarta unas cuantas amenazas al traicionero que le quitó la novia, pero escondido tras la esquina: dice que le va a destrozar el coche, aunque se acomoda en hacer que le pique el cuello. Muestra de cómo circula la ira por nuestra cabeza, enfocándose en palabras hirientes que reflejan dolor.

Pero, ¿qué significa el término ira? Según el Diccionario de la Lengua Española, es un “sentimiento de indignación que causa enojo”; además “apetito o deseo de venganza”. Esta última definición que no se compadece con el difícil pero posible aprendizaje del manejo de la ira. El vocablo nos viene del latín ira, procedente de la raíz indoeuropea *eis-, mover rápidamente, pasión. Es decir, contiene la idea de un impulso inmediato como reacción a algo. Son interesante los conceptos que ha traducido, por ejemplo en la Biblia. Sobre todo el contenido en la palabra griega ὀργή, orgé, deseo o pasión violenta que se extiende hacia algo o alguien. Por tanto, alude a la segunda acepción mencionada por la RAE, una agresividad que es condenable. También traduce θυμός, thymos, que quiere decir ánimo, con un matiz de aire caliente, y que es usada para significar la cólera divina ante el pecado. Es así como la usa Cristo y luego Pablo.

Estas dos acepciones, la indignación y sentimiento de venganza, el enojo y el ánimo caliente ante la injusticia se evidencian en la actuación de Jesús. Él mismo se muestra muchas veces airado frente a la hipocresía de los fariseos o la comercialización de la fe. De todas formas, no deja de condenar la ira que falta al amor por el prójimo. Esto nos muestra que la ira en sí misma no es mala, lo malo es de dónde proviene y a dónde la llevamos. La ira de Dios surge del disgusto ante el pecado y termina en el juicio que solo a Él le corresponde. Aun así, se dice que es “lento a la ira y rico en misericordia”, pues “la misericordia triunfa sobre el juicio”. Cuando la ira del hombre es ocasionada por el sentimiento de que algo no está bien y nos lleva a buscar un cambio, esa ira puede ser positiva. Si, por el contrario, nace en el egoísmo y las pasiones desenfrenadas, conduciendo a la venganza y el daño, no es capaz de buscar el bien. Sea cual sea la fuente, la ira es una respuesta adaptativa: ante una amenaza el organismo se prepara a enfrentar o huir. Por esto, la ira genera una serie de reacciones fisiológicas que no desaparecen hasta encontrar el equilibrio. De ahí que la ira contenida también nos enferme. Se trata, entonces, de entender la ira para poder darle una correcta respuesta.

En el Sermón de la Montaña, Jesucristo da tres niveles de faltas de ira y tres castigos: el movimiento interno que merece el juicio, el desprecio que conlleva el consejo y el actuar despiadadamente que lleva al infierno. No se queda ahí, nos llama a reconciliarnos con el hermano, algo que termina subrayando san Pablo: «si se aíran, no pequen; no se ponga el sol mientras estén airados, ni den ocasión al Diablo». En esta visión bíblica de la ira se concentran los siguientes pasos básicos para manejarla:

  • Entender el disparador.

El momento en el que aprendemos a conocer aquello que ocasiona que perdamos el control, tenemos la mitad de la batalla ganada. Porque el manejo de la ira no depende de saber detener la reacción cuando dejamos de estar conscientes (“perdemos la cabeza”) pues es inútil. Es como querer maniobrar el bote cuando está cayendo por una cascada. Esta comprensión viene de dos fuentes importantes: nuestros vacíos del pasado y las heridas en la relación presente. Ambas son acumulativas, como el vaso que se va llenando hasta derramarse. Se derrama por la frustración, por la impotencia ante una situación que no es puntual, sino que viene de nuestra historia.

Por esto, anticiparse al disparador es el único camino para que la ira no termine haciéndonos explotar y arrojando esquirlas a los demás. En mi caso, entendí que este ‘trigger’ era que me hagan sentir inútil, y que venía de mi infancia. Al ponerle una alarma a esa idea, cuando me llega la ataco ahí, en el acto. He logrado reducir en un altísimo porcentaje el malestar que generaba mi descontrol. Le puse el cascabel al gato.

  • Darle tiempo a la reacción.

No siempre la ira proviene del mismo punto. A veces, esa ira tiene un motivo justo e inesperado. Como Jesucristo al ver los comerciantes en el templo. Cuando sentimos ira por algo que consideramos injusto, es un reflejo limitado de la ira de Dios. Es que “el celo de mi casa me consume”. Si vemos a un niño grande abusando de un chiquito nos encendemos de cólera, y es normal. Peor si ese chiquito es nuestro hijo. Sin embargo, si reaccionamos “en caliente” (recuerden el origen de thymos), es probable que nos equivoquemos. Si saltamos y le caemos a patadas al niño abusador, estaremos actuando igual que él.

Si logramos enfriarnos, contar hasta diez (como se suele decir), se puede dar una respuesta realmente buena. Yo he logrado encontrar la estrategia de distanciamiento adecuada en cada caso. Es usual que diga, “perdón, ya vuelvo”. Se trata de buscar el espacio y el tiempo donde podemos calmarnos, respirar y pensar mejor la situación. Dependiendo, puede tomar diez segundos o diez días. De esta forma estaremos capacitados para actuar de una manera racional y así encontrar una solución.

  • Poderlo expresar.

Saber comunicarnos para que la otra persona entienda el motivo de mi ira me ayuda a canalizarla de una manera positiva. Se comprende mejor una palabra que un golpe sobre la mesa. Hay que conocerse uno mismo y saber qué está pasando en nosotros para poder decir qué nos hace falta con el objetivo de reaccionar de otra manera. Siempre necesitamos ayuda, no se trata de reprimir la ira ni de permitir que explote, se trata de explicar cómo y por qué tenemos iras y cómo esperamos solucionarlo.

Al lograr que otros nos entiendan, comenzando por comprendernos nosotros mismos, abrimos la puerta al cambio. Antes, la ira me llevaba a lanzar cosas e incluso lastimarme golpeando paredes. Obvio, nadie entendía qué me pasaba y la reacción solía hacer que la cosa se ponga peor. Ahora, como he aprendido a darme un tiempo para reprimir mi respuesta instintiva (de agresión ante la amenaza) ya no necesito ese desfogue y logro comunicar el origen y la posible salida a mi frustración. Las soluciones, ahora, llegan de la mano del crecimiento.

Sentir ira no es un problema, este aparece al no saber cómo darle una respuesta sana y que conduzca a resolver la situación. Cuando logramos entender, pausar y explicar aquello que nos produce iras, conseguimos no solo sacarnos del pecho esa emoción, sino encontrarle un lado positivo. Si no tiene, es factible ir disminuyendo esas iras porque llegamos a darle su justo valor, sin sobredimensionar lo que nos pasa, sino entendiéndolo en su contexto, lo más objetivamente posible. La ira que nos llevaría a la modificación de una conducta injusta o dañina no debe ser reprimida, por el contrario, se ha de manejar de forma correcta.

A través de la ira bien canalizada motivamos el mejoramiento constante.

Foto por Andrea Piacquadio en Pexels.com

Aceptar no es aprobar

En múltiples ocasiones, nos peleamos con la gente porque hacen cosas que nos dañan o simplemente no están bien. Incluso nos separamos y deseamos no volverlas a ver, dependiendo del valor que le damos a esos actos. Esto porque no podemos permitir que sigan “portándose mal”. Sin embargo, detrás de esta manera de actuar se encuentra la idea de que tenemos la capacidad de cambiar a la otra persona, evitar el daño o incluso reparar lo que ocurrió en el pasado. Y esto no es realista. El caso es que necesitamos comprender la esencia del ser humano, débil pero mejorable. Todo individuo (debemos subrayar: TODO) hace daño y no por eso podemos calificarlo de mala persona, como ya vimos en artículos anteriores. Eso no quiere decir que dejemos de señalar los errores y las malas acciones. Esta es la diferencia entre aceptar y aprobar.

Cuando traté sobre la distinción en cuanto a juzgar al acto y al actor, recordaba que Carl Rogers nos decía que el niño no puede separar a la persona de sus acciones, y muchas veces seguimos sin tener esta capacidad el resto de nuestra vida. El mismo Rogers nos subrayaba la importancia de la aceptación incondicional, no solo en el trabajo terapéutico, sino en las relaciones saludables. Cuando llevamos esta idea al plano cristiano, recordamos que Dios nos espera con los brazos abiertos, por lejos que nos hayamos ido. Algo que Jesucristo hizo vida y se muestra en su episodio con la pecadora que iba a ser apedreada: “ni yo te condeno; vete, y no peques más”. Te acepto como persona pecadora, pero no dejo de llamarles pecado a tus actos fallidos.

Aceptar en este contexto tiene un doble significado: te acepto tal y como eres, y acepto que esta naturaleza caída te inclina al mal. Esta doble aceptación proviene del reconocimiento de mi propia debilidad, de que nuestro ideal de perfección puede estar ahí aunque nos hallemos lejos de él. Si bien Cristo (es nuestra fe) es el único que no podía sentirse inmerso en esta esencia herida por el pecado, sí fue capaz de vivir en carne propia la tentación. Se muestra en tres pasajes muy claros del Evangelio: cuando el Demonio lo tienta en el desierto, cuando Pedro le dice que eviten la pasión y la muerte, y cuando reza en el Huerto para que el Padre aparte de él ese cáliz. Vivió en carne propia la tentación, pero no cayó en ella: “no tentarás al Señor, tu Dios”, “apártate de mí, Satanás” y “hágase tu voluntad y no la mía” fueron sus respuestas.

Aceptar al otro tal cual es implica admitir que no es como quisiéramos. Que nos puede lastimar (y nos lastima) aun cuando nos amamos. Que no le ponemos condiciones para amarlo, como la madre ama al hijo aunque haga una trastada. Lamentablemente, es justo en esos primeros aprendizajes que adquirimos esta programación errónea de que si nos equivocamos nos dejarán de querer. Les metemos la idea a nuestros hijos, con el enojo y las palabras más o menos duras, que para ser aceptados deben hacer lo que les decimos. Sin embargo, el chico puede haber cometido el error más grande y nosotros (luego de la debida reprimenda) le daremos un beso y le acompañaremos a que duerma. Esto es, de alguna manera, un doble vínculo: mostramos enojo y condicionamos nuestro afecto, pero terminamos demostrando que este en realidad es incondicional. Esta inseguridad tendrá consecuencias más o menos graves en el futuro y puede terminar afectando en la manera en que se relaciona luego. Pero este es otro tema. 

Aceptar también significa asumir la realidad de la imperfección humana. Por buenas que sean las intenciones que tenemos, nuestros límites nos complican a la hora de decidir entre el bien y el mal, lo verdadero y lo falso, lo hermoso y lo horrible. Pongamos un ejemplo: yo puedo tener clarísima la idea de lo positivo que es levantarme en la mañana a ejercitarme, pero si no tengo la costumbre me va a costar enormemente dejar la cama. Es en el hábito donde se crea la virtud que nos acerca al ideal de persona que queremos ser. Sin embargo, esto exige hacerse violencia, es decir, dejar la comodidad a la que tendemos para realizar algo que no nos resulta confortable. Si nos juzgan desde afuera, podrán decir que somos unos perezosos sedentarios, porque solo nosotros vemos el condicionante interior que nos es difícil superar. Como nosotros mismos sí asumimos nuestra debilidad, la aceptamos y no nos quedamos en ella. La usamos como motivación para crecer.

Sin embargo, aceptar no es aprobar. Acepto a la persona en su esencia, pero no apruebo sus equivocaciones. Acepto su amor y la amo, pero ese amor no me vuelve ciego sobre sus defectos y los perjuicios que me ocasionan. Acepto que es tan falible como yo, sin aprobar que esa falibilidad le justifique ante cualquier caída. Peor aún cuando esas caídas afectan a otros o a mí. Retomando el ejemplo que ya usé alguna vez (utilizado por Becky Bailey), si un carro se sube a la vereda embistiendo transeúntes, aceptar es admitir que no puedo hacer mucho para impedir esa situación, y no aprobar es evitar que me arrolle tirándome a un lado. Por el contrario, y es como suele actuar la gente, no aceptar es lanzarme contra ese auto intentando detenerlo, y esto también resulta una aprobación de lo que está haciendo, pues terminará pasándome por encima. En la vida diaria nos enfrentamos con actos de otras personas que nos amenazan, aprobando que lo hagan porque no hacemos nada para evitarlo.

Cuando conseguimos aceptar al otro tal cual es, sin llegar a aprobar sus debilidades y errores, construimos relaciones saludables y fructíferas. Siempre y cuando la otra persona tenga la misma actitud, claro. A un teléfono que no se puede conectar al WiFi lo desechamos porque no nos sirve; a una persona que no nos da lo que esperamos le debemos dar una segunda oportunidad. Y una tercera y una millonésima. Por supuesto, si esa persona está dispuesta a hacerlo (como ya dije cuando hablaba de que “obras son amores”). Así es Dios con nosotros: nos perdona setenta veces siete si nos arrepentimos y queremos cambiar. El acercamiento al otro no surge de su perfección, surge del amor incondicional. Yo tampoco soy perfecto y eso no altera que quiera ser lo mejor que pueda para la otra persona. Es más, no niega los errores y trata de corregirlos y motivar a los demás a hacerlo. Por eso tampoco es amor dejar pasar los daños. No elaboramos una lista, pero sabemos que están ahí.

Amar incondicionalmente es aceptar al otro sin aprobar sus errores.

Foto de Julia Larson en Pexels