Tecnologías y relaciones humanas

¿Quién no se ha sentido abrumado por la masiva cantidad de información que estamos recibiendo minuto a minuto en nuestros aparatos electrónicos? ¿Quién no se ha sentido presionado por responder y aprovechar todo? Desde la receta de cocina hasta la carrera en línea, el abanico de posibilidades es prácticamente infinito. De esto ya hablé algo en el artículo sobre la presión online, pero en este quiero enfocarme en el buen uso de la tecnología.

Primeramente, cabe acotar el término: se refiere al conjunto de teorías y de técnicas que permiten el aprovechamiento práctico del conocimiento científico (según el DRAE). Como vimos en una publicación anterior, Marshall McLuhan decía que toda tecnología es una extensión del cuerpo, nos permite aprovecharlo mejor. El problema está en caer en el imperativo tecnológico: lo que se puede hacer, hay que hacerlo. Por ejemplo, si una máquina es capaz de realizar cálculos por mí, debo usarla y no necesito aprender a calcular. El papa Francisco nos alerta en su Laudato si’ sobre la confianza exclusiva en estos medios para resolver problemas, pues «el avance de la técnica no equivale al avance de la humanidad».

En los tiempos que atravesamos, en los cuales nos hemos dado cuenta de que las posibilidades tecnológicas nos abren a un mundo que se puede seguir moviendo sin necesidad de salir de sus casas, es más fácil caer en el imperativo tecnológico. Y es por eso que nos exigen (y exigimos) que se dé respuesta a cada requerimiento de manera más rápida y efectiva. No solo igual que antes, sino incluso más urgentemente. Esto genera estrés y ansiedad negativos, y es frecuente no saber cómo manejarlos.

Entonces, en lo que parecía en un inicio ser un aislamiento donde tendríamos tiempo de sobra, ahora nos sentimos más urgidos para realizar mil millones de tareas a través de los recursos que nos brindan las tecnologías de la información y la comunicación (TIC). Urgidos por nosotros mismos, o por los demás. Encontramos un webinar que nos permitiría mejorar nuestras capacidades, la forma de tocar la canción que nos encanta en un tutorial, el libro que siempre quisimos leer en un e-book. Y se nos piden informes por correo electrónico, el trabajo de nuestros hijos en carpetas que guardamos en «la nube», quince reuniones virtuales al día y la videollamada con el familiar lejano.

Lo que parecía ciencia ficción, hoy nos resulta realidad cotidiana. Recuerdo que hace más de dos décadas leía en una revista de economía de las ventajas del teletrabajo, una curiosidad que recién se estaba comenzando a aprovechar gracias a la popularización de la Internet. Ahora esto no resulta algo común y nada más, sino que incluso se ha vuelto la única manera de llevar las cosas en varios sectores profesionales. ¿Habremos caído en el imperativo tecnológico?

Como decía en el artículo sobre la presión online, debemos aprender a elegir nuestras batallas. Reconocer nuestros límites. Esto implica saber que, aunque la tecnología extienda nuestro cuerpo y magnifique sus capacidades, tampoco nos vuelve todopoderosos. Aceptarlo en nosotros y en los otros. Sobre todo en los otros. No exigirles más de lo que pueden realmente dar. Comprender que el hecho de tener todo al alcance de un clic, no significa que siempre estén en capacidad de dar ese clic. Todo dependerá de las prioridades que le den a cada cosa, por supuesto.

Debemos aprovechar la tecnología, pero no pensándola como una mochila que se sigue llenando hasta el infinito y que nos obligamos a cargar sobre nuestras espaldas todo el camino, sino más bien como la carta de un restaurante de donde yo escojo libremente qué voy a aprovechar y en qué momento. Priorizar las relaciones personales por sobre las tareas, por importante que sean. Ejemplo de esto es que muchas veces los hijos se están quejando de que extrañan a sus papás, aunque ahora estén 24/7 con ellos en su casa. Están, pero no están. Y no siempre porque no quieran dedicarles tiempo, sino porque en verdad se les exige estar permanentemente disponibles en sus respectivos oficios. Pues, una vez más, ahora todos estamos al alcance de un mensaje de texto o una llamada, ya que si hay una extensión ubicua de nuestro cuerpo hoy en día, es el teléfono móvil o celular.

Entendámonos como seres-en-el-mundo, pero sobre todo como seres-en-relación. Usemos la tecnología (desde un cuchillo hasta una app) para poder hacer las cosas mejor y más rápido, pero que ese mejoramiento y rapidez se traduzca en mayores posibilidades para dedicarnos a los que amamos. Asumamos nuestras limitaciones con el fin de poder llevar el día a día con el peso que somos capaces de cargar, y aceptando lo que el otro me puede dar, conscientes de esas mismas limitaciones. Amar significa conocer, y conocer significa entender que el otro es un ser humano como yo, es decir, imperfecto. Y seamos felices con esos límites.

Amemos aprovechando la tecnología, sin dejarnos absorber por ella.

Hablar con el resiliente

Cuando pienso en el concepto de resiliencia, recuerdo la canción del Dúo Dinámico, cuya fama debida a la película “Átame” resurgió en estos tiempos pandémicos. Sí, esa que dice: “y aunque los vientos de la vida soplen fuerte / Soy como el junco que se dobla pero siempre sigue en pie”. Porque la palabra significa exactamente eso, volver de un salto a la posición original luego de haber sido movido de ella. Viene del latín re- (repetición) y salire (saltar), a través del inglés, idioma en el que se comenzó a usar en los años 70 en campos como la ecología o la psicología del desarrollo.

Es precisamente en este último ámbito donde Emmy Werner habla de la resiliencia como la capacidad que tienen ciertos niños, que nacen y crecen en ambientes carenciales, para sobreponerse y tener una vida más o menos saludable. Al Siebert señala que existen tres posibles respuestas a una situación adversa: explotar con rabia, volverse insensible, o enojarse e iniciar un proceso hacia el bienestar; la resiliencia es este último proceso. El psiquiatra Boris Cyrulnik, uno de los que más ha hablado sobre este fenómeno, señala que la resiliencia no es simple adaptación (cercana a la insensibilidad), sino enfrentar la vida como algo nuevo. Y él mismo es un ejemplo vivo de esto.

Cyrulnik sobrevivió de niño a la persecución a los judíos por parte del nacionalsocialismo, primero ayudado por adultos que lo acogieron hasta tener que esconderse en las letrinas, huir y terminar trabajando en el campo. Todo esto, entre los 5 y 6 años. Él señala que en ese tiempo no se preocupaba más que por seguir viviendo, que la búsqueda de propósito vino más tarde, cuando ya pudo ser educado por su tía y tener una vida más normal, luego de la Ocupación. Hablando de resiliencia. Es por esto que él señala algunos mecanismos de defensa ante la adversidad, desde el más pasivo al más activo: la negación, el aislamiento, la “huida hacia adelante” (constante vigilancia para no repetir lo que causó dolor), la intelectualización y sobre todo la creatividad.

El ejemplo de Boris Cyrulnik me recuerda al relato de alguno de los supervivientes del llamado “Milagro de los Andes”, cuando decía que en realidad en la montaña su único pensamiento era sobrevivir este minuto. Cualquier búsqueda de sentido tendría que surgir después. Cuando regresaron a su hogar, construyeron una nueva vida sobre las ruinas de la que perdieron en la nieve. Eso es resiliencia, esa capacidad que surge luego de la ira, la negación y la adaptación.

Pienso que hoy en día es muy común hablar de resiliencia, como una facultad que tenemos todos para reponernos ante cualquier problema. Sin embargo, como dice Siebert, se trata más bien de un proceso, que además tiene fuentes aún no suficientemente estudiadas, a decir de Cyrulnik. ¿Por qué hay personas que se hunden ante la mínima adversidad, y otras que surgen como el ave Fénix luego de las peores calamidades? O, tal vez, esos que resurgen lo hacen precisamente porque no les queda otra opción, después de haber perdido hasta lo último. Creo que resta mucho por conocer sobre el tema, pues el hombre no deja de ser un misterio.

Igualmente, yo considero que todos tenemos una potencialidad resiliente en nuestro fuero interno, y que surge de esa imagen de Dios a la que respondemos. Las más grandes desgracias pueden sacar lo mejor de nosotros, pero también lo peor. Somos nosotros quienes decidimos si queremos ser creativos y renacer de las cenizas. Sentir que tenemos esa capacidad de doblarnos ante los embates de la vida puede ser un factor determinante para encontrar respuesta a todo lo que nos pase, por dramático que sea. Y aunque ese proceso inicie con sufrimiento e ira. Nos doblamos pero no nos doblegamos.

Como el junco, saltamos de nuevo a ver la luz del sol.

Responsabilidad y perfeccionismo

Cuántas veces habremos oído que alguien dice que su único defecto es ser perfeccionista. Quizás lo diremos nosotros mismos. O, lo contrario, pensar en el perfeccionismo como en la mejor de las virtudes. Ambas visiones podrían ser correctas, si dependiera de qué interpretemos como perfeccionismo: si hablamos del afán de realizar obras que se acerquen a lo perfecto o del terror a cometer errores. Pero incluso el Diccionario lo define así: «tendencia a mejorar indefinidamente un trabajo sin decidirse a considerarlo acabado».

Al tratar este tema, desde mi punto de vista topamos asuntos que ya se vieron en otros artículos. Por ejemplo, el perfeccionismo suele ser síntoma de un rasgo obsesivo, conectado con la ilusión de control de la que habló Ellen Langer, y al otro extremo del complejo de Jonás estudiado por Maslow. Si relacionamos la búsqueda de la perfección como fuente de ansiedad y sus tres respuestas posibles según lo que decía Rollo May, la conformidad sería la mediocridad, la desesperación el perfeccionismo y la búsqueda de sentido la responsabilidad.

Lo malo –entonces– no es buscar la perfección (“sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial”, Mt 5, 48), sino obsesionarse con ella. Si en todo acto y obra queremos hacerlo cada vez mejor, para ajustarnos progresivamente a nuestros ideales y sueños, esa búsqueda nos permite crecer y desarrollarnos de manera enorme. Se transforma en un motivo (un motor) para hacer las cosas. Si, en cambio, esa perfección se transfigura en una idea recurrente, sintiendo que los demás nos juzgan si lo que les presentamos no es lo suficientemente bueno para ciertos estándares, entonces hemos dado con una patología.

Ese perfeccionismo tiene que ver con todos los aspectos de nuestra vida, y por tanto se puede evidenciar en trastornos fisiológicos, psicoafectivos y espirituales. Por ejemplo, una chica que no se siente digna de ser amada, pensará que no es lo suficientemente hermosa según los cánones de belleza que manejan sus pares, y puede caer en algún trastorno alimenticio como la bulimia o la anorexia. Se ve al espejo y no es capaz de apreciarse tal cual es, con sus aspectos lindos y feos; observa únicamente lo que no le gusta y lo magnifica.

Muchas veces el perfeccionismo nos resulta tan pesado, que no logramos llevar a cabo nuestras tareas, o no somos capaces de darlas por finalizadas. Existen artistas cuyas obras nunca ven la luz porque no llegan a parecerles perfectas, y siguen corrigiendo y aumentando hasta el infinito. A la final, jamás cumplen su propósito vital, pues siempre se sienten insuficientes. Creen que hay un ojo enorme que los ve y los juzga con tal severidad que los hace sentir indignos de cualquier aprecio.

Ante todo esto, yo propongo tres pensamientos claves para vencer las consecuencias negativas del perfeccionismo:

  1. La perfección es inalcanzable. Cuando asumimos que el ser humano y sus actos nunca podrán ser perfectos, porque no somos dioses (“Nadie es bueno sino solo Dios”, Mc 10, 18) podemos siempre mejorar, sin paralizarnos. Alguien me dirá que esta noción se contrapone con la de Mateo citada antes. Pero precisamente la idea es asumir la perfección como un ideal y no como un estado.
  2. Si no me cuido, no puedo ser responsable. Tanta gente se hace daño a sí misma (sin comer, sin dormir, sobreexigiéndose) para tratar de realizar trabajos perfectos que termina dejando de responder (responsable=quien puede dar respuestas) a lo que la vida y sus relaciones en realidad le piden. Contra esto, el comenzar asumiendo el punto 1 y luego reconociendo nuestras limitaciones para comprender que quien no está sano no puede hacer lo que se le exige, podremos llegar a buscar mejorar hasta donde nuestros límites dan, sin frustraciones por no ir más allá.
  3. No debo demostrarle nada a nadie, ni siquiera a mí mismo. Si estamos seguros de quienes somos y cuáles son nuestras capacidades y debilidades, es mucho más fácil saber que, si nuestras obras tienen imperfecciones, la única estrategia es aceptar el error y realmente querer corregirlo la siguiente vez.

La perfección debe ser tomada como un ideal de nuestras vidas, como una flecha lanzada a la Trascendencia. Nunca como algo que podemos lograr en cada cosa que hacemos, pues eso nos traerá frustraciones. El ansia permanente de crecimiento no puede confundirse nunca con la obsesión por lograr ser lo que queremos ser mañana o el día después. A la gloria se llega paso a paso, sin quemar etapas de manera apresurada. Y abandonados al único dueño de la perfección: nuestro Padre que nos impulsa a parecernos a Él.

Sed de infinito, pero con los pies en la tierra.

Gratitud, una gracia

En la vida, una de las cualidades que más se aprecia es ser agradecidos. Se aprecia, porque no sentimos que sea tan común. Lo vemos en las relaciones humanas, cuando no encontramos el nivel de agradecimiento que esperamos. Pero también lo captamos como una actitud negativa ante las circunstancias, tal cual en esas respuestas populares a la pregunta “¿cómo estás?”: “aquí…”, “viviendo por no ser soberbio”, “sufriendo, como cuando eras pobre”, etc., etc. Aun así, en la rivera contraria encontramos arte de gratitud, como Violeta Parra dándole “Gracias a la vida”, «Gracias» de Alborán, ABBA y su “Thank you for the music”, o “Woman” de John Lennon. Y ese hermoso dicho: “Es de bien nacidos ser agradecidos”.

Si bien Santo Tomás de Aquino le dedica a la gratitud una “cuestión” (la 106 de la parte II-IIae) de su Suma teológica y otra a la ingratitud (la 107), en las cuales he basado mi pensamiento sobre el tema, en cuanto a la ciencia empírica la gratitud apenas ha sido estudiada en profundidad a partir de fines del siglo pasado. Quizás los más concluyentes han sido los análisis de los psicólogos Michael McCullough y Robert Emmons, quienes han encontrado que la gratitud, como estrategia adaptativa (al buscar sostener un beneficio recibido), también se puede desarrollar para interpretar de forma optimista las experiencias cotidianas. Algunos estudios han demostrado los efectos positivos de diferentes prácticas de gratitud en el bienestar de las personas (Seligman, et. al., 2005; Emmons and McCullough, 2003; y Lyubomirsky, et. al., 2005). De todas maneras, también se ha encontrado (como Solomon y Emmons señalan) que las personas a veces asocian la gratitud con la feminidad, la dependencia y los sentimientos de mérito inmerecido, siguiendo a Aristóteles al considerarla contraria a la magnanimidad cuando implica deuda e inferioridad por parte del beneficiario.

Decía santo Tomás que existían tres requisitos para una gratitud plena, y cito: “el primero es, por parte del hombre, el reconocimiento del beneficio recibido; el segundo, alabarlo y dar las gracias; el tercero, recompensarlo según las propias posibilidades y de acuerdo con las circunstancias de lugar y tiempo”. En cuanto a lo primero, no podemos agradecer si primeramente no consideramos que lo que nos han dado es un bien. Un niño no agradece el regalo de navidad si no es lo que esperaba, el clásico ejemplo de la camisita de cuadros cuando se ansiaba el muñeco de Batman. Por ello, no debería dolernos que la gente no sea agradecida con nosotros si, por más que nos desvivamos, no estamos dando lo que necesitan. Y esto nos lleva a buscar entender que, más allá del don recibido, existe la voluntad con la que se nos da. Como en el pasaje evangélico de la limosna de la viuda.

En cuanto al segundo requisito, me gusta pensar en la etimología de gratitud (del latín gratitudo, gratitudinis), la cualidad de grato (gratus, agradable, agradecido), que viene de gracia (en latín gratia, favor, simpatía, estima), cuya raíz indoeuropea *gwer-, significa alabar en voz alta. Gracia es una palabra que tiene muchas acepciones (hasta catorce según la Real Academia Española), y que comparte raíz con otros vocablos castellanos como gratis, gratuito, agraciado, gracioso, congratular, entre otros. Toda esta disquisición se debe a que dar las gracias tiene un significado profundo relacionado a la vez con la alabanza y con la expresión en voz alta. No basta un agradecimiento interno, sino que queremos que todos sepan que reconocemos lo recibido de parte del otro. Es el efecto al cual nos impulsa la causa del don, de lo que se nos ha dado gratuitamente, de la gracia. Por eso, no es lo mismo en realidad agradecimiento que gratitud. Agradecimiento puede ser simplemente decir una de esas “palabras mágicas” que les enseñamos a los niños: gracias. Gratitud es reconocer que tenemos una deuda con quien nos dio algo: no solo material, sino de tiempo, voluntad, propósito.

Es precisamente aquí, en este tercer requisito, en el cual más detectamos la ingratitud. Y ya no únicamente como un defecto, sino como un mal moral, como un pecado. Porque encontramos que no basta con el reconocimiento, ni con la expresión verbal de gracias. Hay que devolver de alguna manera lo recibido. Sin embargo, esa deuda es bastante más compleja que la mera deuda económica o de justicia. Si hice un trabajo, merezco un pago, aunque lo haya hecho de mala gana. En cuanto a los afectos, esto no es tan evidente. A veces recibimos regalos por compromiso, y no nos sentimos obligados a responder a ese compromiso. En cambio, cuando ese presente denota la preocupación del otro por mí, no queremos devolvérselo con uno igual, sino que la gratitud me lleva más allá.

Entonces entendemos que esa recompensa puede tener muchas manifestaciones: desde el simple “gracias” hasta el verdadero don de sí mismo. Sabemos que no basta retribuir lo que el otro nos da regresándole lo que nos dio: no mostramos gratitud a quien nos da una corbata devolviéndole la corbata. Entendemos que la gratitud implica ir más allá: entender que quien da no solo da una cosa, sino que se da él mismo. Entonces, esa corbata merece un «gracias» y un regalo acorde cuando él cumpla años o cuando yo quiera o pueda dárselo. Pero sobre todo implica sentirme conectado en los afectos con esa persona que ha dado su tiempo, su esfuerzo, en fin, sus recursos para mostrarme en lo material cuánto cuida su relación conmigo.

Seguramente en otro artículo trate sobre los aspectos patológicos de la gratitud. Hoy quiero enfocarme en lo positivo de esta virtud y esta actitud psicológica: cuando somos agradecidos, no únicamente con las personas, sino con la vida misma y con el Hacedor de esa vida, entonces encuentro más claramente el sentido de mis actos. Mi existencia se abre a dar una respuesta a todo lo que me ha sido dado como gracia, es decir, gratuitamente. Descubro más de lo que tengo que de lo que me falta y aprendo a ver la luz entre todas las sombras.

Ser agradecido es una gracia que me abre al infinito.

Admitir la debilidad

Casi siempre nos cuesta mostrarnos débiles, vulnerables. Preferimos fingir una sonrisa, aunque la procesión vaya por dentro. Aguantarnos el dolor mordiéndonos los labios. Los hombres no lloran, y las mujeres tampoco, para evitar que “después se abusen”. El miedo se enmascara con pretextos y excusas, porque los cobardes no merecen ni el saludo. El otro extremo es el sentirse demasiado pequeños: no considerarnos dignos de nada, ni siquiera del amor de quienes nos rodean. Paralizados por el temor, el sufrimiento, la indefensión y la incapacidad. Por el terror a fallar, se prefiere no hacer nada.

Frecuentemente, la persona se mueve como un péndulo entre las dos emociones, entre esos dos complejos trabajados por Alfred Adler, tan relacionados: el de superioridad y el de inferioridad. Ambos, frutos de una enorme inseguridad. Su discípulo, el psicólogo católico (y profesor de Frankl) Rudolf Allers repite su idea de que el neurótico es una persona que busca por todos los medios, aún a través de la debilidad y la enfermedad, llegar a ser alguien. Aunque sea diciendo que es tan poca cosa que merece toda la ayuda para escalar. Sin embargo, afirma que “cada hombre no solo está ahí como algo existente, sino que también vale algo y es portador de un valor”. Pues defiende que “no hay punto de vista más peligroso, en materia de psicoterapia o de ascesis que este que hemos nombrado ‘la mirada desde abajo’. Es necesario elevar los ojos hacia las alturas de nuestra vida y del ser en general”. Esa mirada que considera al ser humano como una basura sin esperanza.

Mirar hacia lo alto con esperanza.

El secreto está en admitir la debilidad, sin quedarse en ella. Aceptar que, como raza humana, estamos heridos por el pecado, aunque seamos imagen de Dios. Capaces de la Capilla Sixtina, pero también de Auschwitz. Asumir el miedo sin paralizarnos, racionalizarlo y actuar con prudencia así como con valentía. Abrazar mis incapacidades para poder sostenerme en las habilidades del otro, entender sus fallas sabiendo que puedo permitir que se apoye en mis cualidades. Cada uno tiene su propia historia de caídas y levantadas, de fortalezas y fragilidades.

Allers sostenía que esos sentimientos de pequeñez nos vienen de nuestra niñez, al vernos tan poco hábiles para tantas cosas, si no fuera por la ayuda de “los grandes”. Entonces, tomamos uno de dos caminos: la indefensión aprendida (sentir que no se es capaz de algo por haberse acostumbrado a esto) o la idea de que lo podemos todo, aún a pesar de nuestros límites. En este último caso, Allers pensaba que una persona que está demasiado apegada a un sueño puede negar sus incapacidades de alcanzarlo. Eso, digo yo, acabaría llevándolo a ser tan tenaz y constante como para terminar lográndolo, o a verse frustrado de una manera inmanejable, hasta llegar a un trastorno mental.

La llave de todo es la obediencia a la realidad. Ponerme las metas que soy capaz de cumplir, con esperanza aunque sin ensoñaciones. Admitir que no lo puedo todo, ni lo sé todo, pero sí estoy en capacidad de apoyarme en el otro, con sus habilidades distintas y complementarias a las mías. Esas son las relaciones sociales, esa es la comunidad. Allers mantenía que la Iglesia se sostenía en su característica católica, universal, pero también en la individualidad de cada cristiano. Decía que cada individuo es único, y por tanto sus potencialidades y asimismo sus trastornos deben ser abordados de forma única.

Acojamos, pues, nuestra debilidad, sin dejar de soñar en alcanzar las estrellas. Juntos.

Ansiedad y perdón.

Siempre la palabra ansiedad me trae a la mente la canción que creó el compositor venezolano «Chelique» Sarabia cuando cumplió 15 años y apenas un año después hizo famosa nada menos que Nat “King” Cole. Sarabia la había escrito inspirado en el título de un drama mejicano, pero relacionando el término con lo que sentía al estar solo en esa fecha especial, alejado de su familia y de su enamorada a quienes había dejado en la Isla Margarita para salir a estudiar a la capital. Aquí vemos las dos vertientes que puede tener la ansiedad: la positiva (crear un tema mundialmente famoso) y la negativa (llorar por la soledad). Al igual que en la foto del inglés Aaron Tilley que encabeza este artículo (bella, pero estresante).

Kierkegaard decía que la ansiedad es “el vértigo de la libertad”; nos asomamos al ejercicio de nuestro albedrío como a un abismo insondable, que no sabemos si podremos sortear, no sabemos si podremos ser libres para en realidad buscar el bien. Rollo May, psicólogo existencialista, tomaba en cuenta al filósofo danés al considerar la ansiedad más que como una patología, como parte esencial de la naturaleza humana al percibir la finitud de su existencia y entender que su voluntad lo puede llevar a alcanzar el infinito, dándole sentido a la vida. En algo relacionado con la angustia existencial de la que habla Frankl, May señala que, naciendo de esta sed de infinito, la ansiedad negativa, neurótica, es “la aprehensión provocada por una amenaza a algún valor que el individuo considera esencial para su existencia como ser”.

Muchas veces identificamos miedo, estrés, angustia y ansiedad. En realidad, sí están relacionados, pero en una suerte de jerarquía de lo simple a lo complejo, y de lo fisiológico a lo psicoafectivo e incluso espiritual. El miedo es la primera respuesta ante una amenaza, que puede ser algo desconocido o algo que ya nos causó daño. La reacción natural es el estrés: el cuerpo y la mente se ponen en tensión, el sistema nervioso central genera respuestas de huida o de lucha, y prepara el organismo para cualquiera de las dos. Si a pesar de este estado de alerta no se sabe cómo enfrentar la amenaza, se produce angustia; es decir, una sensación de que el camino se angosta, el futuro se vuelve incierto. Por tanto, la ansiedad invade la mente: ¿qué va a ser de mí?

Ansiedad, de Edvard Munch

La ansiedad, en consecuencia, es un complejo de sensaciones y sentimientos, que de no ser manejados adecuadamente pueden llevar a trastornos psico-conductuales (los manuales los agrupan bajo el acápite de “trastornos de ansiedad”). Muchos síntomas fisiológicos o mentales son llamados comúnmente ansiedad. ¿Es entonces la ansiedad algo normal, un síntoma de una enfermedad, o un trastorno en sí? Depende de la postura científica que sigamos, pero la mía se adhiere a la de May: la ansiedad es la respuesta del ser finito a la tensión hacia la transcendencia.

Por esto, se puede decir que existen tres posibles respuestas a la ansiedad: la conformidad (May le llama neurosis), la desesperación y la búsqueda de sentido. La primera es la forma en la que el individuo “se hace el loco” ante la finitud, y es algo que caracteriza a la modernidad: la negación de la realidad del dolor y la muerte. La persona se instala en su zona de confort, adormeciendo su libertad y obedeciendo sin chistar a lo que le pide el entorno. La segunda es la que más llamamos ansiedad: no se sabe cómo responder a esa inevitable verdad de sufrimiento y caducidad y llega la angustia, pensando que no se logrará hacer nada por alcanzar el propósito vital, el cual -además- se visualiza casi como un espejismo.

Pero el ser humano es capaz de la tercera: manejar la ansiedad adecuadamente puede ayudar al desarrollo y conducir a una personalidad saludable. Y aquí entra el perdón, al cual apenas mencioné en el título. El perdón tiene tres dimensiones: uno mismo, el otro, la Divinidad. Culpamos a uno de estos tres (o a todos) por no poder realizar eso que consideramos tan valioso, y ese resentimiento (re-sentir, volver a sentir el mismo dolor una y otra vez) nos impide reaccionar. Nos angustiamos. El estrés causado por el miedo nos maneja. Somos adictos (esclavos) a ese “tipo de tristeza” como dice Gotye. No conocemos otra manera de ver el futuro más que como un manchón gris en el horizonte.

Cuando entendemos que la debilidad y el error son esenciales al mundo, podemos encontrar salidas en lugar de muros. Entonces somos capaces de señalar cuál es el origen de nuestras frustraciones, y ponerlos en el plano real y poder mirar todas sus aristas para encontrar soluciones. Y nadie más que nosotros puede hacerlo. A veces se cree que un gurú (llámese psicólogo, coach, cura, pastor o mentor) nos va a llevar hasta el camino, y hasta “darnos caminando” (como decimos aquí en el Ecuador), pero este ya fue puesto por Dios en nuestras vidas, y los demás solo pueden ayudarnos a que nosotros lo podamos encontrar.

Si no perdonamos a nuestro yo interior por nuestras decisiones equivocadas, a los demás o al mundo por nuestros sufrimientos y a la Divinidad por no ser lo que queremos que sea, difícilmente podremos encontrar ese equilibrio necesario entre la aceptación de nuestros límites y la tensión abierta hacia el Absoluto. Pues en ese equilibrio está nuestra felicidad, esa felicidad que se saborea caminando, con sentido, hacia nuestro destino último: el Padre que nos ha creado.

Con misterio y esperanza.

Creatividad: la llave maestra

A veces, los dramas vitales nos tiran al suelo, y es lógico sentir que no hay otra salida que la derrota. Hemos de tomar ese drama y transformarlo en un trampolín hacia la eternidad. Debemos pensar nuevas alternativas para encajar esos obstáculos con el propósito que les hemos dado a nuestros actos. Esto no solo nos hará sentir productivos, sino que encontraremos felicidad en el proceso.

La historia de la cantata BWV 25, Es ist nichts Gesundes an meinem Leibe (No hay nada sano en mi cuerpo), de Johann Sebastian Bach es muy interesante. Corría 1723, y su autor había sido nombrado Thomaskantor en Leipzig, un importante cargo para un músico de su época y que comprendía algunas funciones, entre las cuales estaba dotar de música para la liturgia dominical y distintas fiestas religiosas a las principales iglesias de la ciudad. Bach acometería esta función creando ciclos de cantatas anuales, desde el primer domingo después de Trinidad hasta la festividad de Trinidad del siguiente año. La cantata que nos ocupa pertenece al primer ciclo compuesto en Leipzig.

Johann Sebastian Bach, creatividad y fe

En general, el compositor alemán tomaba himnos luteranos como base para sus cantatas, pero esta vez parece que había puesto música a unos versos de Johann Jacob Rambach, para la cantata que correspondía al 14o. domingo después de Trinidad. Estos versos relacionan la lepra con el pecado, la enfermedad del cuerpo y la del alma, lo cual calzaba con la lectura de ese domingo, el relato de Lucas de la curación de los leprosos. Y con lo que Johann Sebastián sentía.

Bach conoció muy de cerca el dolor de la enfermedad y la muerte. A los 10 años había perdido a sus padres, y antes de llegar a Leipzig su esposa María Bárbara falleció por causas desconocidas. Con ella había tenido siete hijos, tres de los cuales no sobrevivieron al primer año. Luego de la muerte de María Bárbara, y apenas 3 años antes de ser nombrado Thomaskantor empezaba una nueva vida con su amada y talentosa Ana Magdalena, con quien tendría trece hijos, de los cuales apenas la mitad sobrevivieron, y uno fue calificado de «débil mental». Sin embargo, el compositor no se paralizó con el dolor por sus seres queridos, los transformó en maravillosa música, más allá del tiempo. Como buen cristiano, volvió arte ese dolor como una ofrenda a Dios.

Rollo May consideraba la creatividad como la muestra de una mayor madurez, pues su valor nos impulsa a salir de la caja, del mapa, y movernos a dar respuestas nuevas a nuevos retos. La obligación de Bach era brindar una cantata que responda a la liturgia de cada fiesta religiosa, y él buscó un texto que -además- sea una válvula de escape ante la pérdida de quienes amaba. Lo hizo llevando ese sufrimiento a un nivel superior, dándole sentido trascendente a través de la creación de arte eterno. Una forma de oración.

Si Johann Sebastian se hubiera quedado en la conformidad de lo que le tocaba, quizás ni siquiera podríamos disfrutar de sus magistrales obras, encasillado como un pobre huérfano. O hubiera dejado de producir ante la muerte de sus hijos o la partida de su mujer. En cambio, canta con el poeta a su Señor «que de mis heridas y lamentos cariñosamente me libró». Convierte las pruebas de la vida en un legado para la posteridad a través de la creatividad, que es la llave que abre todas esas puertas aparentemente cerradas.

La creatividad no es patrimonio exclusivo de los artistas, sino que debe ser una herramienta que sepamos manejar todos. Con el Creador, podemos generar belleza a través de la creatividad que Él nos participa cuando encontramos soluciones elegantes a los retos que nos tocan. Con amor, respondemos a las dificultades poniendo a trabajar lo más alto de nuestros dones con el objeto de tender puentes hacia la verdad, hacia lo que es mejor para todos.

Como Johann Sebastian Bach, creando música perdurable contra el desánimo.

Amor del bueno.

Todos hemos visto aquellas fotos en los medios sociales cuya descripción es algo similar a “amor del bueno”, con el protagonista y su familia o sus amigos. A veces con su pareja. Siempre que veo estas publicaciones, comienzo a cuestionarme si esa persona entiende lo que es el amor, o si simplemente tiene un concepto distinto al mío. ¿Es que hay un amor negativo, perverso? Ya antes hablé del amor verdadero, y he venido tratando el tema desde muchos puntos de vista. Este es uno más.

Para Erich Fromm, filósofo y psicólogo social, amar es un arte. Como tal, es algo que se trabaja hasta adquirir maestría. No es una lotería, aunque así se suele pensar. Él señala que, como cualquier arte, requiere una fusión de teoría, práctica y poner toda la atención en desarrollarlo. El error más común de estos tiempos, para Fromm, es creer que el amor es un objeto que se posee, o más bien que se recibe, no un puente que se construye entre dos. Señala que, como arte, precisa cuidado, responsabilidad, respeto y conocimiento. Y, algo fundamental, que el amor genera ansiedad en el momento en el que se le considera una mera salida a la soledad y no el acto de darse.

Cuando las personas estiman que amar puede hacer daño, es lógico que piensen que hay amor “del bueno” y, por contra, “del malo”. Esto es diferente de aquello de que debemos amar hasta que duela, según santa Teresa de Calcuta. Porque si el amor es algo en lo cual nos ejercitamos y perfeccionamos, el camino conlleva dolor, igual que al entrenarse en un deporte que queremos dominar. Si entendemos ese dolor como algo positivo, como señal de que estamos mejorando, entonces lo valoramos porque le hemos dado sentido. Y deja de ser malo.

A veces se piensa que el amor debe estar limpio de sufrimiento y de problemas. Nada más alejado de la realidad, porque el amor se construye entre seres humanos imperfectos. Y, lógico, se califica de amor bueno al menos conflictivo, como suele ser el que tenemos con la familia o los amigos, los unos por la solidez de los lazos y los otros por una -en ocasiones- aséptica distancia. Cuando el amor de pareja está en su etapa inicial suele ser menos propenso a las peleas y estar revestido de ilusión. Por eso, si la persona no madura el amor junto al otro, más temprano que tarde se encontrará con la realidad que no siempre es tan bonita, y terminará diciendo que ese amor no le hizo bien. Al abandonar el barco, la sensación de naufragio es inevitable.

El amor requiere cuidado. Todo amor, no únicamente el de pareja. Es necesario que cuide las palabras, las ideas, los pensamientos. No se necesita regalar flores o bajar estrellas, sí decir al otro aquello que le ayuda a entender qué siento por él. Amar es dar, pero también recibir, y eso que se recibe debe ser puesto bajo una campana de cristal, como la rosa del Principito, porque es un pedazo de la persona que amo. Y me gusta contemplarlo, mostrarlo y custodiarlo como un tesoro, con responsabilidad. A veces, ese tesoro no es más que el tiempo que me dedica la otra persona. El tiempo, tan valorado cuando se trata de economías, es tenido en menos cuando es una dádiva de amor. Y de respeto.

Amar es un arte, y como todo arte nunca termina de aprenderse, de darle forma, de perfeccionarse. Y como todo arte únicamente tiene valor cuando se entrega a los demás. Cuando me voy educando en el amor y voy ayudando a los otros a educarse, no solamente genera sensación de haber encontrado un propósito más grande que la vida misma, sino que incluso me doy cuenta de que alejo a la soledad. Porque aunque me corten las comunicaciones con los que me rodean, difícilmente podrán cortar los lazos que me unen a ellos. Y veré al amor no ya como algo que tengo, sino como algo que doy; no ya como un objeto que uso para no sentirme vacío, sino como un sentimiento que cultivo para sentirme más humano. Porque Cristo me enseñó así.

Seamos artistas, plasmemos amor. El amor siempre es bueno.

La vida es lo que te pasa mientras haces otros planes

A partir de fines de febrero, cuando el mundo comenzó a tomar consciencia de que la Covid-19 era algo más que un virus que atacaba en Asia, y más aún luego de inicios de marzo cuando fue declarada pandemia por la OMS, la vida del planeta empezó a detenerse. ¿O no? Más bien, cambió de rumbo, porque hubo que cambiar de planes. Entonces recuerdo la frase de Lennon: “la vida es lo que te pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes”.

Solemos pensar que somos capaces de diseñar nuestra vida al antojo, y cuando algo pasa (como esta pandemia) y no podemos cumplir con ese proyecto, el mundo se nos viene abajo y entramos en uno de los dos estados psicopatológicos más comunes: la depresión o la ansiedad. Pensamos, a la larga, que podemos hacer nuestros planes y la vida, o Dios, deben adaptarse a ellos e incluso favorecer a que se cumplan. Por eso, la realidad nos genera frustración, porque pasa totalmente al revés. La Providencia (la que ve todo antes) tiene un plan para nuestra vida, y cuando nuestras metas e ideales se van adaptando a él, encontramos el camino hacia la felicidad.

Decía Viktor Frankl que cuando el ser humano no entiende la voluntad de Dios, es como el animal de laboratorio que no comprende que el fin del científico es mucho más grande que simplemente ponerlo a recorrer un laberinto. Una comparación similar a la de santo Tomás de Aquino, que decía que si no sabemos medicina podemos cuestionar la receta que nos manda el profesional. Esto nos lleva a ver cómo nos condiciona muchas veces lo que la psicóloga positivista Ellen Langer llamó ilusión de control: el sesgo mental que nos hace creer que siguiendo ciertas reglas autoimpuestas podemos manejar todos los eventos de nuestras vidas. Es -ciertamente- una forma de pensamiento mágico.

Uno de los elementos que intervienen en esta ilusión de control es la capacidad de elección. Por ejemplo, si una persona elige su número de la lotería tiende a creer que tiene más posibilidades de ganar que si alguien más lo hace por él. En esta etapa, la angustia nace en darnos cuenta de que no tenemos esa capacidad de elección sobre nuestro futuro: habíamos organizado nuestras agendas para llevar a cabo ciertos eventos que, por el confinamiento, no pueden ser realizados. Nos preguntamos: ¿cuándo se llevarán a cabo?, e incluso ¿se llevarán a cabo alguna vez? Nosotros no somos quienes pueden definir eso, sino el desarrollo de la pandemia y como máximo las autoridades. No podemos elegir, y eso golpea nuestra ilusión de control.

Otro es la familiaridad. Mientras más jugamos un juego, creemos que lo controlamos, aunque sea absolutamente de azar, como lanzar un dado. Lo que enfrentamos ahora por el coronavirus es algo totalmente nuevo para todos, pues incluso los epidemiólogos están recién aprendiendo su funcionamiento. En consecuencia, la ausencia de familiaridad nos lleva a pensar que ya nada puede ser controlado, como si antes hubiéramos podido. Por esto ansiamos tanto una “nueva normalidad”, donde regresemos a familiarizarnos con el día a día, o incluso, volver a nuestras anteriores costumbres. En realidad, todo será parte de un proceso, como el que nos está tomando acostumbrarnos a lo que ahora vivimos. No podemos familiarizarnos, y eso golpea nuestra ilusión de control.

Un elemento más es la competencia; es decir, el sentimiento de que uno es competente y tiene la capacidad de ganarle a quien no lo es tanto. Igual en los juegos de azar uno puede pensar que vencerá, por ejemplo, jugando «21» solo por haberlo hecho mil veces más que un novato. Obviamente, mientras más intervención humana exista por sobre la pura suerte, esta idea es más aplicable, pero incluso ahí un novato puede ganar por el simple hecho de haber recibido las cartas adecuadas. En una circunstancia incierta como la de ahora, nuestra competencia percibida puede ser mínima e incluso nula porque nadie estuvo preparado para enfrentar algo así. No nos sentimos competentes, y eso golpea nuestra ilusión de control.

Por último, el elemento capital: la participación activa. Una persona que hace girar la ruleta siente que tiene más posibilidades de ganar el premio que si no lo hace, porque está actuando y no es un simple sujeto pasivo. No sentimos que podamos participar de manera activa en nuestras decisiones en el momento actual, porque existe todo un condicionamiento gubernamental y de las autoridades sanitarias que nos impide tener mayor participación en nuestras planificaciones. Queremos planificar un evento, y resulta que todavía no podemos organizar una reunión con demasiadas personas. Debemos decidir en función de otros. No sentimos que participemos activamente, y eso golpea nuestra ilusión de control.

En resumen, cuando hemos vivido bajo la ilusión de que nuestros planes dependen de los conocimientos, elecciones, familiaridad, competencia o participación que tengamos, llegamos a sentir que no tenemos control de nada ahora que todo es tan incierto. Pero es una oportunidad de oro para comprender que nunca tuvimos tanto control como creíamos, simplemente había más elementos que dependían de nosotros. Antes, pensábamos que si organizábamos un encuentro para el próximo mes, nos correspondía que se dé. No tomábamos en cuenta que, casi igual que ahora, podía ocurrir algo que impida que pase, y que estaba fuera de nuestras posibilidades cambiarlo.

La vida está compuesta de misterio y esperanza. Misterio, porque no sabemos qué pasará mañana, y esperanza porque esperamos que sea algo bueno, que se cumplan nuestros sueños. Nada de lo que ocurra en el futuro (incluso, dentro del próximo minuto) está totalmente bajo mi control. Yo hago planes, y estos se cumplirán siempre y cuando participen de la Voluntad de Dios en mi vida. No dejemos de planear, pero siempre pensemos que debemos estar listos a ajustar nuestros planes según se va presentando la realidad.

Soñemos, pero con los pies bien firmes en el suelo.

“Dios […] con conocimiento de causa, y según su providencia, dispone las cosas que necesitan los hombres”.

Santo Tomás de Aquino

Escuchar y amar

Oí en una homilía de mi querido amigo, el padre Matías Bao, que el primer mandamiento tiene dos verbos, los que encabezan este artículo. Yo voy a llevar ese mensaje al ámbito de todas las relaciones humanas, no solo la del hombre con su Creador. Porque muchas veces estos dos verbos, en lugar de ir de la mano, comienzan a confrontarse. Y nuestros lazos se ven afectados negativamente.

Carl Rogers hablaba (junto con Richard Farson) de la escucha activa, pues entendía que el rol del oyente en una conversación no podía limitarse a ser pasivo. Incluso hablaba de que esta era capaz de ayudar a un desarrollo más profundo de la persona y favorecer al de los demás. Un ejemplo claro es cuando oímos música. Un individuo que simplemente deja que esta suene, sin poner atención a los diferentes elementos que intervienen (el timbre de los instrumentos, la dinámica, la armonía, en fin), no aprovecha la audición. Aparte, John Gottman decía que la escucha activa no era suficiente como medio de resolución de conflictos, peor aún como herramienta para hacer que una relación funcione. Porque no solo hay que oír, hay que oír con amor.

El padre Matías hablaba de que hay que saber escuchar qué quiere Dios de nuestras vidas, y entonces actuar con amor, entregándonos a esa Voluntad. Ciertamente, esto se puede aplicar a todas las relaciones. ¿Qué espera de mí el tendero al que le compro el pan? Que le pague el precio justo; si no, no me lo venderá. ¿Qué espero yo de él? Que me dé un buen pan; si no, no se lo compraré. Si no nos damos lo que esperamos, no podemos mantener la relación. No quiero simplificar las relaciones a un mero hecho transaccional, pero es claro que no puedo sostener una si no sé qué esperamos cada uno del otro. Y para esto debemos saber escucharlo. Si en el mismo ejemplo el tendero me dice que cinco panes cuestan un dólar, y yo oigo que cada pan cuesta cinco dólares, obviamente no voy a querer comprarle; si él oye que quiero cien panes cuando le pido diez, seguramente me dirá que no está en capacidad de venderme esa cantidad.

La escucha activa debe implicar amor, es decir (para ir a lo básico) querer el bien del otro. No oigo solo con el fin de captar qué me dice, sino por poder atender a sus necesidades. En mi oración no busco escuchar a Dios para ver si realmente me habla, si me va a dar lo que le pido; oigo a Dios para poder hacer carne ese mensaje en mi vida y que esta tenga sentido. En mi conversación con el otro, aunque sea una discusión, debo buscar comprender qué es lo que requiere en nuestra relación para saber si puedo cumplirlo, y al esforzarme por hacerlo logro que ella tenga un propósito en mi vida y en la del otro.

Escuchar para amar, amar para escuchar. Es así que conozco al prójimo, y porque así participo de lo que él quiere de mí. Esto implica tirar abajo muchas barreras: mis propias heridas, mis condicionamientos, mis prejuicios, mis sesgos mentales. Y, a la vez, la influencia del clima exterior, que no únicamente es el calor o el frío del lugar, sino la temperatura de la conversación, los ruidos que vienen de afuera, la historia de la relación, etc. Si no vencemos los obstáculos, el inconsciente nos pone a atacar monstruos o fantasmas que no son reales aunque vivan en mi mente, y no a compaginar ideas para alcanzar soluciones entre las personas.

Hay que aprender a escuchar de una manera activa, participando en lo que el otro me quiere comunicar. Y hay que aprender a amar, que es un arte. Así podremos cimentar nuestras relaciones en fundamentos sólidos que puedan resistir cualquier embate del exterior. Porque las relaciones humanas se fortalecen ante la adversidad cuando se encuentra la esencia de lo que nos une, que debe tener más peso que lo que nos separa. El Padre nos mira (y nos escucha) no desde lo que nos diferencia de su perfección, sino justamente entendiendo nuestra debilidad, y nos invita a proceder igual con Él y el prójimo.

Amar implica escuchar, con todo mi amor, como Nuestro Padre lo hace.