Esta acción puede tener connotaciones negativas o positivas, según quién la diga o la oiga. Si se trata a de una persona con tendencias suicidas que ha alcanzado un nivel de desesperanza insoportable, la frase debería disparar las alarmas para poder asistirlo. Pero no estoy hablando de ese tipo de saltos, sino de los saltos de fe, esos que se dan confiando en que hay algo mejor al otro lado. Como la escena de Indiana Jones y la última cruzada, donde el protagonista ve un precipicio que se le dice que debe salvar; cree y parece que se lanza a la muerte, pero encuentra un puente camuflado.
En este punto, quiero recordar al psicólogo estadounidense Abraham Maslow. Sí, el de la famosa pirámide de necesidades que jerarquiza nuestras preocupaciones, desde las más básicas (fisiológicas) hasta las superiores (autorrealización). Maslow forjó además el concepto de complejo de Jonás, refiriéndose al personaje bíblico del libro del mismo nombre (con el episodio de la ballena), quien se resistió muchas veces a cumplir la misión encomendada por Dios, por sentirse incapaz de hacerlo. Dicho complejo habla de un miedo inconsciente al éxito, pues este nos sacaría de la zona de confort para llevarnos a esfuerzos cada vez mayores hacia la grandeza, hacia el propósito último de nuestra vida. Y ese movimiento cuesta, incomoda, duele. Es una lucha diaria.
Al complejo de Jonás lo relaciono con “el miedo al gol”: ese que hace que un futbolista, incluso delante del arco solo, yerre el tiro. El comentarista promedio y el aficionado común lo critican duramente y se preguntan ¿cómo un jugador profesional puede fallar algo tan fácil? Hasta un niño la hubiera metido al arco. No obstante, tal vez ese jugador procesó, a nivel subconsciente, las consecuencias de hacer ese gol: más fama, pero más responsabilidad; más dinero, pero más exigencia. Equipos más importantes, torneos más difíciles. Los deberes del éxito, en consecuencia. Y posiblemente no se sienta capaz de tan pesada carga. Nos puede pasar a él, a ti, a mí.
En nuestra vida diaria, muchas veces tenemos miedo al gol. Y procrastinamos. La gente espera demasiado de nosotros, y no estamos a la altura, pensamos. Nos mandan a predicarles a los ninivitas, y huimos en un barco hacia Tarsis, como Jonás. Es decir, nos confían una tarea y no creemos poder llevarla a cabo, así que preferimos dejarla de lado para otro momento. En gran parte de las ocasiones, no son simples tareas sino nuestros mismos propósitos y metas. Estimamos que solo son sueños, y debemos despertar a la realidad de que son imposibles de realizar.
El salto de fe no es botarse a lo loco, es confiar en que más allá de ese vacío está algo mejor, lo que andaba buscando, el destino de mi viaje. Y va a costar valentía y esfuerzo, y muy posiblemente sufrimiento, pero llegaré allá grande, enorme, orgulloso de mí mismo y con herramientas para combatir lo que venga, hacia el siguiente salto. Precisamente, hablamos de fe no solo en el sentido religioso, sino también en el significado básico del término: fiarse de algo, de alguien. Indy confió en lo que decía un diario, si bien detrás de él estaba su propio padre, que era en quien en verdad aprendió a confiar para dar ese paso aparentemente en el vacío.
La fe puede tener muchas dimensiones, pero comienza en uno mismo y llega hasta Dios, y de regreso. Todo salto de fe es, a la larga, un salto de confianza en la misión que Él nos ha confiado, y por consiguiente en nuestras propias capacidades, que son los instrumentos que la Providencia nos dio para poder responder a ese llamado. Si no nos creemos capaces, estamos ignorando a ese Padre que sí cree en nosotros, porque sabe que nos dio esas potencialidades.
A veces debemos tomar el diario y confiar en ese Padre que lo escribió. Y dar ese salto al vacío. Coger el camino y salir a Nínive, convertir el gol y a los ninivitas, sin miedo a la grandeza para la que fuimos creados. Es posible, y los resultados valen la pena.
Nos vemos al otro lado.
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