Siempre la palabra ansiedad me trae a la mente la canción que creó el compositor venezolano «Chelique» Sarabia cuando cumplió 15 años y apenas un año después hizo famosa nada menos que Nat “King” Cole. Sarabia la había escrito inspirado en el título de un drama mejicano, pero relacionando el término con lo que sentía al estar solo en esa fecha especial, alejado de su familia y de su enamorada a quienes había dejado en la Isla Margarita para salir a estudiar a la capital. Aquí vemos las dos vertientes que puede tener la ansiedad: la positiva (crear un tema mundialmente famoso) y la negativa (llorar por la soledad). Al igual que en la foto del inglés Aaron Tilley que encabeza este artículo (bella, pero estresante).
Kierkegaard decía que la ansiedad es “el vértigo de la libertad”; nos asomamos al ejercicio de nuestro albedrío como a un abismo insondable, que no sabemos si podremos sortear, no sabemos si podremos ser libres para en realidad buscar el bien. Rollo May, psicólogo existencialista, tomaba en cuenta al filósofo danés al considerar la ansiedad más que como una patología, como parte esencial de la naturaleza humana al percibir la finitud de su existencia y entender que su voluntad lo puede llevar a alcanzar el infinito, dándole sentido a la vida. En algo relacionado con la angustia existencial de la que habla Frankl, May señala que, naciendo de esta sed de infinito, la ansiedad negativa, neurótica, es “la aprehensión provocada por una amenaza a algún valor que el individuo considera esencial para su existencia como ser”.
Muchas veces identificamos miedo, estrés, angustia y ansiedad. En realidad, sí están relacionados, pero en una suerte de jerarquía de lo simple a lo complejo, y de lo fisiológico a lo psicoafectivo e incluso espiritual. El miedo es la primera respuesta ante una amenaza, que puede ser algo desconocido o algo que ya nos causó daño. La reacción natural es el estrés: el cuerpo y la mente se ponen en tensión, el sistema nervioso central genera respuestas de huida o de lucha, y prepara el organismo para cualquiera de las dos. Si a pesar de este estado de alerta no se sabe cómo enfrentar la amenaza, se produce angustia; es decir, una sensación de que el camino se angosta, el futuro se vuelve incierto. Por tanto, la ansiedad invade la mente: ¿qué va a ser de mí?

La ansiedad, en consecuencia, es un complejo de sensaciones y sentimientos, que de no ser manejados adecuadamente pueden llevar a trastornos psico-conductuales (los manuales los agrupan bajo el acápite de “trastornos de ansiedad”). Muchos síntomas fisiológicos o mentales son llamados comúnmente ansiedad. ¿Es entonces la ansiedad algo normal, un síntoma de una enfermedad, o un trastorno en sí? Depende de la postura científica que sigamos, pero la mía se adhiere a la de May: la ansiedad es la respuesta del ser finito a la tensión hacia la transcendencia.
Por esto, se puede decir que existen tres posibles respuestas a la ansiedad: la conformidad (May le llama neurosis), la desesperación y la búsqueda de sentido. La primera es la forma en la que el individuo “se hace el loco” ante la finitud, y es algo que caracteriza a la modernidad: la negación de la realidad del dolor y la muerte. La persona se instala en su zona de confort, adormeciendo su libertad y obedeciendo sin chistar a lo que le pide el entorno. La segunda es la que más llamamos ansiedad: no se sabe cómo responder a esa inevitable verdad de sufrimiento y caducidad y llega la angustia, pensando que no se logrará hacer nada por alcanzar el propósito vital, el cual -además- se visualiza casi como un espejismo.
Pero el ser humano es capaz de la tercera: manejar la ansiedad adecuadamente puede ayudar al desarrollo y conducir a una personalidad saludable. Y aquí entra el perdón, al cual apenas mencioné en el título. El perdón tiene tres dimensiones: uno mismo, el otro, la Divinidad. Culpamos a uno de estos tres (o a todos) por no poder realizar eso que consideramos tan valioso, y ese resentimiento (re-sentir, volver a sentir el mismo dolor una y otra vez) nos impide reaccionar. Nos angustiamos. El estrés causado por el miedo nos maneja. Somos adictos (esclavos) a ese “tipo de tristeza” como dice Gotye. No conocemos otra manera de ver el futuro más que como un manchón gris en el horizonte.
Cuando entendemos que la debilidad y el error son esenciales al mundo, podemos encontrar salidas en lugar de muros. Entonces somos capaces de señalar cuál es el origen de nuestras frustraciones, y ponerlos en el plano real y poder mirar todas sus aristas para encontrar soluciones. Y nadie más que nosotros puede hacerlo. A veces se cree que un gurú (llámese psicólogo, coach, cura, pastor o mentor) nos va a llevar hasta el camino, y hasta “darnos caminando” (como decimos aquí en el Ecuador), pero este ya fue puesto por Dios en nuestras vidas, y los demás solo pueden ayudarnos a que nosotros lo podamos encontrar.
Si no perdonamos a nuestro yo interior por nuestras decisiones equivocadas, a los demás o al mundo por nuestros sufrimientos y a la Divinidad por no ser lo que queremos que sea, difícilmente podremos encontrar ese equilibrio necesario entre la aceptación de nuestros límites y la tensión abierta hacia el Absoluto. Pues en ese equilibrio está nuestra felicidad, esa felicidad que se saborea caminando, con sentido, hacia nuestro destino último: el Padre que nos ha creado.
Con misterio y esperanza.
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