Leer pendejadas

Primerito, pido disculpas a quienes el título les suena grosero (que según la etimología lo es). En esta ocasión, quiero ser un poco más duro que de costumbre. Mi intención es hacer un llamado al cultivo de la inteligencia, pues para cultivar hay que sembrar. Y no hay mejor semilla intelectual que tener buenos hábitos de lectura. Cuando uno ve las diferentes encuestas que se generan año tras año en las distintas partes del planeta, entendemos por qué los países que más leen están considerados desarrollados. En Latinoamérica, casi la mitad de la población no lee nunca o casi nunca si no necesita hacerlo. Lo voy a relacionar con mi propia historia lectora y espero a través de esto llamar a una reflexión acerca de la importancia de estos hábitos en nuestro crecimiento personal.

Dice Carl Rogers que, ante de la experiencia de leer un libro, la persona «cambia y reorganiza su concepto sí mismo, deja de percibirse como un individuo inaceptable, indigno de respeto y obligado a vivir normas ajenas». Al leer, según Viktor Frankl, la persona toma contacto con otro y sus ideas, y así «de forma continua e incesante se configura […] y se rehace». ψυχῆς ἰατρεῖον (Psykhês iatreîon, «hospital del alma») rezaba el portal de la Biblioteca de Alejandría. Es por esto que la biblioterapia, término acuñado por Samuel Crothers en 1916, es un recurso ampliamente usado pero poco documentado que apunta a ser una herramienta verdaderamente útil en procesos de recuperación tanto física como mental. En resumen, un libro ayuda tanto a sanar como a crecer.

Mis primeros recuerdos se relacionan con la lectura. Mi mamá leyéndome cuentos infantiles que me aprendía de memoria. Esos textos que me generaron curiosidad por entender los extraños símbolos que hacían nacer la magia del relato. Los primeros cómics que despertaron mi imaginación, con superhéroes y humoradas. El momento en el que aprendí a descifrar esos signos, en un viaje a Riobamba y gracias a las lecciones de mis padres con las marcas escritas en letras grandes en las partes de atrás de las camionetas. La varicela que pasé descubriendo a Dumas hijo y Salgari. En fin, que mi mente se configuró a través de la palabra escrita, de manera tal que cuando pienso en un término, la imagen que surge en mi cerebro está constituida por las letras que lo conforman.

Considero que todas las lecturas, desde Condorito hasta Santo Tomás, me han ido armando como el ser que hoy soy. Y lo seguirán haciendo. Y las personas que más admiro y más aprecio así lo podrían decir también. No concibo un mundo sin letras, porque ciertamente nací en la galaxia Gutemberg de la que hablaba McLuhan, pero sobre todo porque ahí puedo contar con los hombros de gigantes encima de los que he de treparme para alcanzar las estrellas. Posiblemente hoy no lea (leamos) tanto en el papel como en las pantallas, sin embargo considero que no puedo (podemos) pasar un día sin leer algo que nos brinde un aprendizaje. Yo no denigro (ya lo habrán visto en otros artículos) los medios electrónicos, aunque sí considero que nos han vuelto más inmediatistas y más dependientes de la imagen que del texto. Y eso sí puede resultar un obstáculo.

Como dice San Pablo, todo me es lícito, pero no todo me edifica. Eso se aplica también para lo que leemos. Alguna vez alguien dijo que en mi adolescencia había leído demasiado, porque mis variadas lecturas me desorientaron. Y tenía razón, hasta cierto punto. Hoy agradezco todas esas lecturas porque me permitieron conocer múltiples corrientes de pensamiento, muchas realidades y varios sentimientos que fueron dándome un más amplio entendimiento del mundo. Gracias a esa desorientación pude después encontrar la verdad de manera más clara y sostenerme en ella con mucha más convicción. Aunque mi suerte no es la de todos. Gran cantidad de personas se mantienen en esa desorientación porque no encuentran la verdad aunque la busquen, e incluso defienden una relatividad de la verdad que les termina hiriendo a ellos mismos.

Por esto sostengo que debemos dejar de leer pendejadas, idioteces, banalidades. No me refiero a que leamos únicamente alta filosofía, astrofísica o teología, porque como Borges (ese enorme lector) recordaba, «no hay poeta, por mediocre que sea, que no haya escrito el mejor verso de la literatura», señalando que hasta en lo que en apariencia es despreciable podemos encontrar una huella de eternidad. Es el destino del hombre, el infinito. De todas formas, tras esa cantidad de letras sin aparente sentido, podemos encontrar guías en nuestro camino. ¿Por qué desaprovechar ese tesoro gastando horas leyendo basura, navegando tuits y tiktoks? No desoigamos la voz de los otros, que nos llega a través del alfabeto, en infinitas páginas que trazan sendas hasta los cielos.

Que cada minuto invertido en la lectura sea un paso más hacia nuestro destino final de felicidad última.

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Aquellas pequeñas cosas

En esa joya del primer Serrat que es «Mediterráneo» (1971) hay una pequeña canción (dura menos de dos minutos) que es -para mí- una lección de vida. Pequeña además al modo de «Las moscas» de Machado, según el mismo autor. “Quería reflejar cierta ternura de lo cotidiano, la gran dimensión que adquieren en nosotros muchas veces las pequeñas cosas”, mencionó. Tanto música como letra muestran esta intención muy claramente. Saber enfocarnos con orden en los detalles de nuestras vidas resulta una maravillosa herramienta en el camino hacia la felicidad. Pero debo subrayar el concepto del orden, porque hacerlo de una manera magnificada es tan perjudicial como no hacerlo.

Benjamín Franklin escribía «la felicidad humana generalmente no se logra con grandes golpes de suerte, sino con pequeñas cosas que ocurren todos los días». La idea es la misma, y enlaza con una de las estrategias que anota María Rosario Fernández Domínguez para la felicidad, basándose en la perspectiva de Personalidad y relaciones Humanas, cercana al pensamiento de Carl Rogers. Habla Fernández de disfrutar de cada momento y de las pequeñas cosas, sin anticiparnos al futuro ni centrarnos en lo que no tenemos. Si utilizamos los conceptos de la Gestalt, donde el todo es más que la suma de las partes, podríamos hablar de la importancia de saber acercarnos a las cotidianidades como una figura fundamental dentro de todo el fondo de la vida.

Cuando hablo de enfocarnos en aquellas pequeñas cosas, no se trata de darles un primer plano para que opaquen a las demás realidades de nuestra vida. Peor aún si toman un tinte nostálgico, de aquello que no volverá. Hay que darles su justo lugar dentro del fondo existencial. Más allá de cuántos conflictos debamos manejar en el día a día, el sitio que les damos define cómo nos sentimos. Si lo que no tenemos toma preeminencia con respecto a lo que tenemos, ese será el tono que le demos a nuestra vida: un tono gris, de carencia. Si, por el contrario, solo nos fijamos en lo que hay, podemos perder de vista lo que no hay. El secreto, como siempre, está en el equilibrio: darle a cada realidad su importancia y su lugar en el todo. Así podremos sentir que avanzamos, porque vemos cada cosa más clara.

Tomar la vida como viene implica entender que hay dolor y hay alegría, que hay vacío y hay plenitud, que hay amor y hay miedo. El único tiempo que tenemos para trabajar es el hoy. En el hoy me enfoco para poder entender los ajustes de tuerca que necesito. Somos «presentes sucesiones de difunto», decía el gran Francisco de Quevedo, pues quien fui ayer ya murió, y nazco de nuevo a un mañana que aún no existe. Al entender esta abrumante realidad, el hombre se hace cargo de su vida, sin lamentarse por lo perdido y sin angustiarse por lo que está por venir.

Sin embargo, también es real que el pasado no se puede borrar y regresa de tanto en tanto en forma de memorias. Te «sonríen tristes», dice Joan Manuel. Es ese sentimiento que en portugués se llama saudade: una suerte de nostalgia con gran dosis de alegría. Esta canción que da título a este artículo lo resume perfectamente, y conviene oírla para recordarnos cada minuto lo efímeros que son los instantes, pero lo valiosos que son. Comenzar a darles ese peso nos ayuda a darle un gustito sabroso a la cotidianidad. Por ejemplo, fijarnos en la alegría con la que nuestro perrito nos recibe, o la sencilla frase de aliento que me da mi hijo cuando me ve cansado, o el reconocimiento a una tarea bien hecha por parte de un compañero… o el pajarito cantando en la ventana de mi casa, la lluvia repiqueteando en mi techo, el sol bañando mi cuarto de trabajo. A veces nos perdemos esos milagros que ocurren todos los días por prestarle demasiada atención a los problemas, las heridas, los dolores, las incomodidades. Y nos perdemos la vida misma.

Cuando sabemos darle su lugar a todas las cosas que conforman nuestra existencia, entendemos que el todo es más que la suma de las partes. Ya no ponemos en primer plano únicamente lo que quisiéramos lograr o lo que extrañamos de «los buenos tiempos», sino que miramos el conjunto, con cada instante, cada recuerdo, cada bendición dentro de su propio espacio de importancia. Comenzamos a fluir con la vida y no a oponernos a ella. Nos damos cuenta de cuánto tenemos para agradecer a la Providencia y cuánto debemos aplaudir o corregir en nosotros mismos. Le damos sentido a todo, y nos hallamos motivados en dicho sentido.

Al buscar el enfoque justo de cada pequeña cosa dentro del plano general de nuestra vida encontramos el camino a la felicidad.

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¿Autoengaño o justificación?

Cuando hablaba del autoengaño, puse sobre la mesa el concepto de disonancia cognitiva y mencioné que esta no existía cuando sentíamos que habíamos tomado la decisión obligados o motivados por un premio o un castigo muy grande. En estos casos, la mente no busca una mentira para cubrir esa distancia entre nuestros pensamientos y nuestros actos, sino que nos sentimos justificados por las circunstancias en las que hicimos esa elección. No es lo mismo almorzar cucarachas si lo hacemos porque nos ofrecen un jugo después o nos lo pide un amigo a que si lo hacemos con una pistola en la cabeza o si es lo único que tenemos para sobrevivir. Ante un castigo como la muerte, la decisión es obvia. Y no hay disonancia.

Este es el concepto de la justificación que manejaba Leon Festinger. Cuando nosotros tenemos una motivación lo suficientemente fuerte, la disonancia cognitiva no se produce. Si esta motivación se basa en mis principios, o incluso en la actualización de ellos (según Maslow o Rogers), simplemente entiendo que de todas maneras la decisión me hace bien. Es la justificación interna. Si, por el contrario, nos vamos contra esos principios, debemos encontrar la razón por la que lo hicimos procurando dejar nuestra autoimagen intacta. Aquí entra el autoengaño o la justificación externa. Aronson, Wilson, Akert y Sommers escriben que nos cuestionamos todo el tiempo: «¿Por qué estoy haciendo lo que hago?». De esta respuesta depende la estabilidad y la autoimagen que tenemos. Por esto, ante la ausencia de una justificación interna, debemos buscar una externa, y que además sea suficiente.

En el experimento clásico de Festinger y Carlsmith, sobre el que se construyó el concepto de la disonancia cognitiva, dividieron en tres grupos a unos estudiantes para que realicen una tarea que consideraron muy aburrida. Luego se le solicitó que mintieran, diciéndole al nuevo grupo que la tarea había sido divertida. Al grupo 1 no se le pidió que diga nada al siguiente, al 2 se le pagó un dólar antes de mentir y al grupo 3, $20. Después de una semana, se volvió a llamar a los sujetos del estudio para preguntarles su opinión sobre la tarea. El grupo 1 y 3 contestó que había sido aburrida, mientras que el 2 respondió que le había parecido divertida. Si no existe una justificación suficiente, la mente se cuenta la historia de que la elección fue buena, para no golpear su autoimagen.

Si hacemos cosas que no responden a nuestros principios, pero lo hacemos buscando un premio lo bastante sustancioso, es lógico que no nos sintamos mal con esos actos. Dichos principios son un marco referencial que se construye con nuestras creencias, aprendizajes, experiencias e incluso con nuestras tendencias naturales. Y por tanto están en constante remodelación, justamente a través de procesos como la disonancia cognitiva. Por ejemplo, un individuo en algún punto de su vida tiene una inclinación hacia las vertientes políticas de izquierda, por considerar que es el único camino a la justicia social. En alguna elección presidencial le da el voto a un candidato de derechas y piensa: «es el que se halla más hacia el centro, es decir, se acerca más al socialismo». Disonancia cognitiva, autoengaño. Pero al evaluar su labor en el gobierno se da cuenta de que lo hizo mejor que los presidentes de izquierda anteriores, y va modulando su actitud política. A la final, luego de los años, termina dejando esa corriente para afincarse en una más hacia las derechas, porque ha pasado a considerar la justicia social como una utopía y siente que su realidad socioeconómica se ajusta más al liberalismo. La disonancia se fue acallando con una justificación externa: el premio de una vida de confort.

En el estudio de Festinger y Carlsmith, se concluyó que el dólar no era suficiente justificación para mentir, y por eso quienes lo recibieron se convencieron de que habían realizado un trabajo agradable, y por tanto no mintieron. En cambio, los 20 sí resultaron un premio ajustado al peso de la mentira, y por eso siguieron pensando que no fue una tarea divertida, pero justificándose con el dinero recibido, igual que los que no tuvieron que mentir. Muchas veces seguimos adelante con actitudes no nos agradan y nos repetimos el cuento de que sí lo hacen porque obtenemos una ganancia aceptable a través de ellas. Es lo que ocurre a muchas personas a quien no les gusta su ocupación económica: en lugar de cuestionarse seguir su verdadera vocación, permanecen en dicha labor diciéndose que les da para comer. O con aquellos que mantienen relaciones tóxicas por el miedo a quedarse solos.

El secreto para combatir la disonancia cognitiva es no combatirla. Justamente, el tener una justificación adecuada para nuestros actos nos permite sentirnos en paz con las decisiones que los motivaron. Y lo logramos cuando la justificación externa es suficiente, lo cual va moldeando nuestras justificaciones internas a la larga. Ya no nos cuestionamos el sacrificio, lo abrazamos porque volvemos sagrados nuestros actos, los hacemos más grandes que nosotros. Los realizamos con y por amor. Recuerdo entonces aquel soneto anónimo que dice «no me mueve, mi Dios, para quererte / el Cielo que me tienes prometido». Cuando se cierra, explica cuál es el verdadero motor: «muéveme, en fin, tu amor». El amor, cuando es ordenado, es la justificación suprema. No lo es el premio del Paraíso ni el castigo del infierno. Es responder al Amor.

Encontremos esa justificación de amor en todo, para que nuestros actos nos traigan paz mental.

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El poder del no

En las últimas décadas han aparecido corrientes psicopedagógicas que señalan que hay que desterrar el no de la educación de los niños, para que no crezcan frustrados y «castrados». Sin embargo, considero que decirles «no» cuando es oportuno resulta la única manera de mostrarles que la vida muchas veces nos niega cosas y que eso no debe frustrarnos. No solo les indica los límites que necesitan conocer para desenvolverse correctamente en la sociedad, sino que les permite aprender a poner límites a los demás de manera saludable para que exista un mutuo respeto. Además, considero que la enseñanza más importante que nos deja el no es entender nuestras propias limitaciones y saber también cuándo ponernos un pare nosotros mismos.

Rudolf Allers, psicólogo católico, nos señalaba que el conocimiento de sí mismo nos brinda una conciencia vital, “el saber que tenemos sobre la capacidad de rendimiento y la complexión de nuestro cuerpo”. Así, podemos percibir nuestros límites, fundamento de nuestra apreciación. Allers va más allá, afirmando que esta conciencia se relaciona sobre todo con el conocimiento del valor o dignidad ya poseídos, como seres creados a imagen y semejanza de Dios. Este conocimiento nos debe lanzar a buscar más allá de nuestros límites percibidos, tendiendo al infinito. La realidad de gran parte de la humanidad es que no reconoce este componente esencial del hombre, que convive con la herida del pecado, con la inclinación a no ser lo que debe ser. «Solo se puede hablar de aceptar algo cuando existe también la tendencia a rechazarlo», dijeron Fritz Perls, Ralph Hefferline y Paul Goodman en el paradigmático texto fundador de la terapia Gestalt, apuntando que ese era el origen del conflicto interno. El mismo Perls dice que la imposibilidad de decir «no» se produce por el miedo al conflicto. Laura Perls completa afirmando que crecemos gracias a una «desestructuración/reestructuración», tomando del entorno lo que nos hace bien y rechazando lo que no nos sirve. Como les escribe san Pablo a los Corintios, «todo está permitido, pero no todo me conviene».

Cuando les ponemos límites a nuestros hijos mediante un simple «no», les estamos regalando el escudo más grande para defenderse del desengaño y el irrespeto. Un desengaño y un irrespeto que muchas veces surge de nosotros mismos, porque pensamos que lo podemos todo, y que no tenemos techo. O, adicionalmente, que poner fronteras a lo que estamos en capacidad de hacer por los demás es origen de conflicto, rechazo y desamor. El amor al prójimo, ya lo he dicho en otros artículos, comienza con el amor propio. Quien no se pone límites, no pone límites a los demás, y termina siendo atropellado por las contingencias externas. El amor propio genera seguridad, y brota de la claridad sobre nuestras conexiones con el entorno que obtiene el niño a quien se le ha enseñado a entender hasta dónde puede llegar.

Es un hecho que todo ser vivo necesita esa comprensión, y por eso siempre la tratamos de llevar un poco más allá, para probar dónde está esa frontera. Como en esa caricatura en la que el Pato Lucas trata de cazar un oso intentando pasar el límite de la zona de caza (o que el oso lo traspase). Sabe que existe una frontera, pero quiere probar hasta dónde puede llegar para obtener su fin, aun a pesar de ella. Eso lo podemos ver cuando estamos educando a un perrito: aunque le castiguemos al cometer algo indebido, seguirá haciéndolo hasta comprobar que no le va a ir bien nunca transgrediendo esa regla. Los humanos no nos salvamos de ese mecanismo. Así podemos entender el mundo y movernos en él. Esta es la razón por la cual poner límites a nuestros hijos, lejos de traumarlos, les brinda un terreno firme en el que pisar.

Luego, les estamos enseñando respeto. Si defino los límites para mí, también los defino para él. Como padre, sé más sobre qué le conviene, y también me impongo fronteras para que tenga su espacio de desarrollo personal. Un ejemplo es las tareas de la escuela: estoy para apoyarle, pero él debe resolverlas, aunque me duela ver que hay cosas que le cuestan y puede tener una mala nota. Límite para mí, límite para él. Y conforme va creciendo, le voy dando más espacio, pero ese espacio se traduce tanto en derechos como en deberes: puede decidir sobre más cosas, y también tiene que responder ante las consecuencias de dichas decisiones. Ese proceso educativo es incómodo para ambos. Es por eso que hoy, en una sociedad que tiende cada vez más al confort, vemos tantos niños sin límites, que crecen como adultos sin norte. Sus padres no quisieron soportar la incomodidad de oír los gritos inconformes de sus hijos ante las normas. Por eso no arriesgaron un no, para evitar conflictos.

Crecen, entonces, evitando conflictos. No saben cómo poner límites en sus relaciones, y por eso tienen «el sí flojo y el no dañado», como se suele decir. Entienden el no como un golpe que se le da al otro, y no como un llamado al respeto, a la comprensión mutua, a la dignidad de cada uno. No pueden distinguir entre lo que es un llamado de atención o un consejo hecho con amor (buscando el bien del otro) con un ataque agresivo. Sentir esto último es bastante natural, por otra parte: es la lógica del animal herido. La persona que comete un error puede estar consciente de su culpa, pero reaccionar a la defensiva si alguien más se la señala con dedo acusador. Y para evitar esa respuesta, la gente suele rehuir los comentarios, los consejos o -lo que es peor- detener las faltas de respeto. Un ejemplo: si la otra persona me dice que no va a aceptar en «su» casa a un miembro de mi familia, en lugar de pararme firme y decir que ese tipo de imposiciones no son válidas en una relación saludable, agacho la cabeza y comienzo a inventar excusas para que mi familia no venga. He perdido el respeto hacia mí mismo, y por eso la pareja tampoco me respetará.

Entonces, nos enfocamos en que, ante la ausencia de límites en nuestra crianza, hemos perdido la capacidad de limitarnos nosotros mismos. Entender qué nos hace bien y qué no, y tomar las decisiones de nuestra vida con ese rumbo claro. Confundimos libertad con falta de compromiso con nosotros mismos. Dejamos de ser fieles a nosotros para ser fieles a nuestros deseos, impulsos, instintos, ganas (esas cosas que responden automáticamente al entorno). Y ahí también evitamos el conflicto: sabemos qué está bien, qué es verdadero, qué es bello en nuestra vida, pero no lo elegimos porque duele, incomoda, molesta, representa un esfuerzo. Todo está permitido, pero no todo me conviene ni me hace bien. Y actuar en concordancia con ese principio representa una violencia contra nuestra tendencia a la estabilidad: nos impulsa a ir más allá a través de lo que no nos gusta y podemos mejorar en nuestras vidas. Entonces sí somos fieles a nosotros mismos.

Aprender a decir «no» nos permite crecer, tanto como individuos como en nuestras relaciones. El no es un poder muy grande, porque señala límites que nos permiten conocer hasta dónde estamos en capacidad de llegar. Por esto es fundamental saber soltar esos noes a nuestros hijos cuando es adecuado, para que ellos luego valoren esas fronteras para generar respeto hacia sí mismos y hacia el otro. Las relaciones ideales no están fundamentadas en el sí único y unívoco, sino en el equilibrio entre la afirmación y la negación, la permisividad y la rigurosidad, el límite y la apertura. Ahí está el respeto, ahí está la semilla de la paz.

Aprender el valor del no es aprender a respetarme y a respetar, para poder construir relaciones sólidas.

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Ciencia o ideología

Como profesionales, es inevitable que la labor que realizamos se vea influida por nuestra concepción del mundo. Esto se ve de forma más clara en las ciencias que no se basan en la experimentación empírica y cuantificable, como es la Psicología. A pesar de que el sustento experiencial es fundamental en nuestra ciencia, la mente humana seguirá siendo un misterio, pues cada persona es única e irrepetible. Si bien la Psicología como disciplina científica tomó cuerpo cuando comenzaron, a fines del siglo XIX, los estudios del comportamiento humano en el laboratorio, nunca dejó de estar conectada a la realidad del hombre como individuo que se desarrolla en el mundo. Por dicha razón, no es de extrañar que algunos psicólogos olviden la raíz científica de nuestra profesión y se dejen llevar por una ideología concreta.

Para comprender bien esto, conviene demarcar correctamente qué debemos entender como ciencia y qué como ideología. La última es un conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, colectividad o época, de un movimiento cultural, religioso o político, etc. El término lo define por primera vez Antoine Destutt de Tracy en 1796, en pleno Terror francés, basándose en dos cosas: las sensaciones que experimenta la gente al interactuar con el mundo material; y las ideas que se forman en sus mentes debido a esas sensaciones. Por su parte, ciencia es el conjunto de conocimientos sistemáticame organizados, obtenidos mediante la observación y el razonamiento, y de los que se deducen principios y leyes generales con capacidad predictiva y comprobables experimentalmente. Es interesante conocer el origen etimológico de esta palabra. Del latín scientĭa (conocimiento, saber, pericia), y este de la raíz indoeuropea skei– (cortar, dividir), por lo cual está emparentada con escindir.

Cuando los psicólogos humanistas llegaron a cuestionar la visión de las escuelas anteriores, el concepto de neurosis (enfermedad de los nervios) se consideró demasiado influido por una ideología, era una alienación, según Erich Fromm. Este es un ejemplo de la oposición entre estas dos fuerzas, la ideología y la ciencia. Después de todo, la ideología se compone de una concepción del sistema, y de un plan de acción, sea para conservarlo o para cambiarlo. Según la teoría de la justificación del sistema, propuesta por John T. Jost y Mahzarin R. Banaji, las ideologías reflejan procesos motivacionales inconscientes. Jost, junto con Alison Ledgerwood y Curtis D. Hardin, proponen que las ideologías funcionan como paquetes de interpretación que se comparten con el fin de «comprender el mundo, evitar amenazas existenciales y mantener relaciones interpersonales valiosas». Por esto pueden conducir de manera desproporcionada a la adopción de visiones del mundo que justifiquen el sistema.

Esta justificación del sistema muchas veces tiene que ver, más que con el statu quo percibido, con la forma de sustituirlo por uno más acorde con la visión de la realidad que se comparte con un grupo de pertenecencia. De esta manera, una herramienta que nos permite sentirnos adaptados al entorno nos puede llevar a hallarnos en disputa con él. Grafiquemos: un personaje violeta ha crecido en un medio azul. Cuando conoce el rojo, decide que es lo mejor, simplemente porque no se sentía del todo azul. Los rojos le transmiten esa idea: el rojo es el bien supremo y tienes una parte de rojo en ti. Dicho sentimiento le hace querer negar su componente azul y luchar contra la opresión antirrojo. Aunque algún otro violeta le diga que sigue teniendo un trasfondo azulado, el primer violeta no lo aceptará porque ya los rojos lo han convencido de lo contrario.

Podemos ver en esta simplificación que la ideología fundamenta su oposición al sistema en algunos conocimientos científicos, pero sobre todo en el componente emocional. La ciencia, mientras tanto, no se opone a un sistema, sino que basándose en datos busca acercarse a la verdad independientemente de las emociones que esto produzca. El violeta tiene una porción azul y otra roja, y eso es ciencia. A cierta persona puede gustarle más el azul y desagradarle el rojo de manera total, quizás por haber tenido una mala experiencia con algo rojo. Esto es absolutamente personal, si bien no tendría por qué conducirle a negar la realidad del violeta. La ideología podría defender el rojo por sobre cualquier gusto personal, e incluso soltar cualquier adjetivo denigrante a quien no le guste. Es obvio que para llegar a esto habría que negar la existencia del violeta, mezcla de rojo con azul. La ideología muchas veces niega la realidad para encontrar coherencia con el componente emotivo.

Volvamos al inicio. Cuando en la psicología lo ideológico tiene más peso que lo científico se puede utilizar la práctica profesional con el fin de cumplir un plan de acción. Esto se ve con frecuencia, lo cual es triste. El cristiano que apunta como causa del trastorno mental al hecho de no asistir a un culto religioso; la feminista que culpabiliza al heteropatriarcado del malestar de la paciente; el rojo que pone la responsabilidad de la patología sobre el azul. Como dije, mi manera de concebir la realidad determina mi orientación profesional, pero esto es muy diferente a confundir el fin de mi trabajo, la salud mental, con la imposición de dicha visión del cosmos.

Considero central en toda labor terapéutica tener bien claro este fin máximo: el bienestar del cliente. Si me sustento en mi antropología y en mi cosmovisión para ayudar a dicho fin, perfecto; pero no mediante una imposición, sino como eje de mi práctica. Yo soy católico, y baso mi antropología, que es el marco referencial de mi teoría psicológica, en la visión cristiana del hombre. Si esto se transforma en una herramienta para que mi paciente/cliente llegue a entender mejor su psicología, excelente; si no, él buscará otra orientación que le pueda ayudar. Pero si yo uso las sesiones con el único fin de hacer proselitismo religioso, me estoy equivocando (aparte de que no es ni moral, ni ético). Creo que es importante que todos mis colegas tengan en cuenta esto, para poder de verdad ser instrumentos idóneos que buscan la salud mental de las personas.

Que la ciencia se imponga sobre la ideología en nuestra labor profesional.

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Decisiones, cada día

Recuerdo esta parte de aquella canción de Rubén Blades cada vez que pienso en que la realidad del hombre está atravesada por la necesidad de tomar decisiones, que después de todo es una respuesta al regalo más grande que el Creador nos ha hecho: la libertad. Además de aquella frase que encabeza este artículo, existen otras dos cosas que me encantan de la letra de “Decisiones”: las tres historias que cuenta, muy reales y cotidianas, que los protagonistas enfrentan de diversas maneras (decidiendo); y aquella idea de que “alguien pierde, alguien gana”, porque “todo cuesta”. Maestro Blades, siempre tan profundo.

Para Carl Rogers, ser libre implica confiar en nuestros propios criterios más que en cualquier otra influencia el momento de tomar decisiones (lo que él llama referente interno), pues nadie conoce nuestra vida mejor que nosotros mismos. Y esto es un círculo virtuoso, pues encontrar ese referente interno a través de un mayor autoconocimiento, nos permite sentir mayor confianza en nuestras decisiones. Sin embargo, esta tensión hacia la actualización (siempre recordamos a Maslow) puede verse impedida cuando otros ejercen presión o control sobre nuestras decisiones. Según Rollo May, ya que es natural resistirse a este dominio externo, se puede caer en la neurosis. Esta se apodera de la persona cuando existe una ambigüedad en las decisiones al sentir que no las ha tomado del todo libremente, lo cual genera una angustia pues no se siente dueño de sus actos en verdad. Tiene que ver con lo que habíamos visto en el artículo anterior, y ante esto siempre existe la respuesta de Frankl: uno no solo es libre cuando hace lo que quiere, sino cuando elige cómo vivir lo que le toca.

Confrontados con un evento, debemos decidir. Como “la ex señorita” o su novio; como el “casanova”, la señora y su marido; como el borracho ante el semáforo. El tema de Blades recalca lo inevitable de tomar decisiones: no se puede continuar sin elegir qué camino seguir. La decisión con la que quiero ejemplificar es la que se encuentra en el centro de la canción: el señor de la casa de alquiler que decide traicionar a su esposa con la vecina, quien decide contárselo a su marido, quien decide tender una trampa al traidor. Muchas veces, la decisión es, en apariencia, totalmente nuestra: un buen día, el casanova busca una amante. Otras, la decisión implica responder a una situación: los vecinos que deciden no seguir el juego del traidor, sino darle una lección. Sin embargo, nuestra libertad está siempre condicionada por muchas circunstancias: si no indagamos en la vida del casanova, no podemos saber qué lo ha llevado a querer hacer daño a otra persona. Recordemos que todo ser humano tiene la tendencia a elegir el bien, pero… ¿qué es el bien? ¿Todo el mundo lo entiende igual?

Si yo nunca aprendí a sumar, el momento en el que vea un problema de factoreo me voy a caer de espaldas y responderé con un “no entiendo nada” o lo resolveré adivinando, aunque solo haya una respuesta correcta (el bien). Si la persona que me presenta el problema es un profesor de matemáticas y se enoja, diciendo que no sabe cómo no puedo resolverlo, es lógico pensar que el equivocado es el profesor. A su vez, ¿tiene culpa el profesor de que yo no haya aprendido a sumar, debe estar informado de eso? En un ejemplo tan simple podemos visualizar la complejidad de las situaciones de decisión. ¿Por qué yo no aprendí a sumar? ¿No tenía quién me enseñe? ¿No debería buscar hacerlo? ¿Estoy bien en mi vida si no sé? Por otra parte, ¿no debería el profesor tratar de averiguar sobre mis conocimientos matemáticos antes de pedirme resolver algo? Al ver que no sé sumar, ¿no debería intentar enseñarme antes de pedirme otra cosa? ¿Podría realmente enseñarme a sumar si nunca aprendí? ¿Tendría sentido en mi vida y en la suya gastar tiempo enseñándome a sumar si nunca necesité hacerlo? Todas estas preguntas reflejan en un escenario que parece sencillo lo extremadamente difícil que es en realidad la toma de decisiones.

Sin embargo, la esencia está en dos preguntas: ¿qué me ha traído a esta disyuntiva? y ¿para qué escogería tal o cual opción? El señor de la casa de alquiler quizás no se ha preguntado ninguna de esas cosas porque se siente víctima de sus circunstancias: un empleo frustrante o inexistente, una esposa fría y distante, una niñez carente de afecto, un padre ausente. Indefensión aprendida, angustia ante la impotencia, neurosis, elecciones erradas. ¿Podemos juzgarlo y condenarlo? Evidentemente, comete errores, delitos, pecados, y tendrá sus consecuencias. Pero, ¿podemos decir que en realidad ha tomado una decisión de manera libre por completo? Y esto nos lleva al otro extremo: ¿estamos justificados siempre, hagamos lo que hagamos, porque tenemos ciertas circunstancias que nos condicionan?

Este tema da para mucho más. ¿No les dije que era complejo? El hecho es que debemos pensar que nuestras circunstancias nos condicionan, pero no nos determinan. La libertad es saber hacer uso de nuestras capacidades para enfrentar esas circunstancias, y no utilizarlas como escusas para no hacerlo. “Yo soy yo y mi circunstancia”, decía Ortega y Gasset, pero completaba “y si no la salvo a ella no me salvo yo”. Sigo siendo yo quien decide, no solo mi circunstancia. El secreto está en entender dónde están esas condicionantes y poder actuar junto a ellas, no solo a pesar de ellas y sobre todo no a causa de ellas. La decisión última es esa: no dejarme llevar por el río, sino fluir con él. En términos cristianos, la decisión última es ponernos en manos de Dios, abandonarnos a su voluntad, lo cual no nos exime de nuestra responsabilidad en cada acto. En palabras de san Agustín: “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”.

Aprendamos a usar nuestras circunstancias con libertad en cada decisión.

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Expectativa vs. Realidad

Todos nos hemos topado con uno (y casi con seguridad con muchos más de uno) de esas cosas que llaman “memes” (alejado del verdadero concepto de Dawkins) que enfrentan de manera dramática una figura que representa una hermosa expectativa con otra que refleja la dura realidad. Recuerdo esto, porque en la vida diaria nos debatimos siempre entre estas dos imágenes mentales: comparamos lo que deseamos con lo que tenemos, lo que esperamos del otro con lo que nos da, lo que queremos ser con lo que somos. Ya he hablado antes de la obediencia a la realidad, que está directamente relacionada con lo que estamos tratando, y que hoy se enfoca en esa distancia entre el yo ideal y quién soy en verdad. Claro, estoy hablando del individuo de a pie como vos o como yo, no de patologías que ya son temas mucho más complejos (como la anorexia, el trastorno narcisista, etc.).

Uno de esos «memes» (de recreoviral.com)

Gordon Allport, uno de los fundadores de la psicología de la personalidad, resaltó que esta no es tanto un producto terminado como un proceso transitorio. Morris Rosenberg, sociólogo que estudió la autoestima y el autoconcepto, comprende la primera como una cuestión de actitud en relación con influencias sociales y culturales. Se refiere a cómo uno mismo se percibe con respecto a sus valores personales. Así, la discrepancia entre el self (el “sí mismo”) ideal y el real es inversamente proporcional a la autoestima: mientras menor discrepancia, mayor autoestima. Carl Rogers, para quien (ya lo hemos visto en otras publicaciones) el autoconcepto se compone de la autoimagen, la autoestima y el yo ideal, indica que una diferencia entre el yo real y el yo en relación con otros, y el yo que le gustaría ser origina un desajuste psicológico. Carl Jung, por su parte, asume que la realización plena de nuestra personalidad es un ideal inalcanzable, aunque no hay que ver los ideales como un fin, sino como la orientación en el camino.

Me agarro de esta última idea para graficarla: mi yo ideal es una especie de superhombre. En términos cristianos, es Cristo mismo, el hombre perfecto. Ese yo ideal, ese superhombre, ese santo, está allá, lejos, y yo estoy aquí, con mis debilidades y miserias. Digamos que ese allá es Pekín y ese aquí es Quito. 15.338 km de distancia. Obviamente, primero tengo que saber que quiero llegar a Pekín, porque ahí está mi destino final. El sentido de la vida. A partir de ahí, existen muchos pasos para que yo pueda llegar a Pekín. Y lo bien que me sienta en el proceso dependerá de cuán claros estén en mi mente los pasos que debo efectuar y cómo los voy llevando. Esa es la discrepancia de la que se trata en el párrafo de arriba. Si busco llegar a Pekín, pero no sé ni por dónde empezar y ni siquiera tengo idea de dónde queda, es seguro que me voy a sentir angustiado y muy mal. Sin embargo, si ya llegué a Houston (mi primera escala), con el itinerario claro y todos los pasajes en mano, mi sentimiento será de alegría, ilusión y esperanza. Me puede tomar mucho tiempo, y poner a prueba mi resistencia y mis fuerzas, pero estoy optimista acerca del final del viaje. Ocurre lo mismo con la comparación entre mi yo real y el ideal.

Después de todo, tiene que ver con la narrativa que nos hacemos sobre quiénes somos y lo que nos pasa. Si yo me cuento la historia de que mi vida es una basura, ese es el guion que seguiré siempre, un guion de drama, hasta de novela negra. Por el contrario, si me veo como una persona en construcción y en camino hacia la perfección, como nos pide Jesucristo, es más probable que considere mi vida como una película alegre, incluso como una comedia light. Para eso, es obvio, el ejemplo de Pekín se queda corto, porque puedo llegar hasta allá. A mi ideal no puedo llegar (es lo que dice Jung), porque soy imperfecto en esencia. De todas formas, está en mí decidir entre la narrativa positiva y la negativa.

Lo que me da felicidad no es alcanzar el ideal, sino sentirme en camino hacia él. Ser consciente de que mientras más alta sea la cima, más larga y dura es la ruta. Si mi meta es ganar $2000 al mes, tal vez si la alcanzo me sentiré igual de frustrado que si no la alcancé. ¿Por qué? Porque la meta se me hizo fácil, me resultó chica. A la larga, esto se da porque nuestro propósito final es la bienaventuranza, ver a Dios cara a cara, porque el hombre tiende al infinito al ser hecho a imagen de su Creador. Por esto, debemos sentir que, aunque nuestro fin último sea enorme, nuestra voluntad es igual de grande, para que la discrepancia entre dónde estoy y a dónde quiero llegar no sea tan dolorosa. Amar lo que hacemos, más que hacer lo que amamos (aunque también). Disfrutar el camino, sin preocuparnos de cuándo vamos a llegar.

Encontrar el sentido de nuestras vidas nos permite recibir cada día con gozo, aun a pesar de los reveses.

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Las máquinas simples en psicología (pt.3)

Cierro esta serie de artículos en la cual he hecho analogías de cómo usar máquinas simples en nuestros procesos mentales con el fin de tener más recursos para ser mejores seres humanos. Había recordado que hablar de máquina se refiere a cualquier objeto fabricado para realizar una tarea física, y que las máquinas simples son los artefactos primigenios que cumplen esta labor: palanca, plano inclinado, cuña, rueda y eje, polea, tornillo. Por esto han sido la base del desarrollo de las civilizaciones. Concluyo con los dos últimos y sus connotaciones cognitivas.

Habíamos relacionado esta idea con las de McLuhan y las herramientas tecnológicas como extensiones del cuerpo y cómo configuran el desenvolvimiento de las sociedades, Duncker y la utilidad de evitar la fijación funcional, y Julian B. Rotter en cuanto a alcanzar un locus de control interno que genere una motivación hacia la autorrealización, según Maslow y Rogers. El punto es poder encontrar el sentido a la utilización de estas máquinas mentales como potenciadores del trabajo que conduce al cambio en nuestras vidas.

  • Polea

Una polea es una rueda en un eje diseñada para soportar el movimiento y variación de dirección de una cuerda (cable, cadena o correa) tensa, o la transferencia de potencia entre el eje y la cuerda. Siendo una modificación de la palanca, a través de la rueda y el eje, las fuerzas intervinientes son análogas a las de estos. Sus elementos son la rueda o polea propiamente tal, en cuya circunferencia (llanta) suele haber un canal (garganta o cajera) para guiar la cuerda; las armas, que son una armadura en forma de U invertida que rodea la rueda, con un gancho en la parte superior del que se suspende el conjunto; y el eje, que puede ser fijo o móvil.

Una polea no serviría de nada si la cuerda no pudiera moverse en el canal de la rueda. Muchas veces escuchamos que alguien le dice a una persona con depresión que “ponga de parte”. Ese poner de parte se traduce en una idea del tipo “tengo muchas cosas para estar feliz, no debería sentirme así”. Esa es una cuerda fija en la rueda. No me levanta, por más fuerza que haga, porque no es libre. No es libre, porque está sujeta a la rueda que son las razones objetivas para ser feliz. No toma en cuenta el peso que tiene que cargar y la subjetividad que implica. Pero suele ocurrir también que la persona se va al otro extremo, y no quiere que le asistan porque se acostumbró a esa polea de pensamientos positivos. Es lo que suele ocurrir con la mecánica de la autoayuda (y de eso ya hablé en otros artículos). Una mecánica de la autosuficiencia que atrofia la capacidad de enfrentar los problemas como un equipo. Ante eso, hay que considerar que la polea resulta más eficiente cuando hay más de una, es decir, en un aparejo o polipasto: jalar los pesos juntos nos es menos trabajoso.

  • Tornillo

El tornillo deriva del plano inclinado. Es una superficie en forma de hélice que rodea a un cilindro y que calza en un orificio enroscado. El mecanismo de rosca transforma un movimiento giratorio aplicado en la cabeza del cilindro (con otra herramienta en forma de cuña, o un volante o manilla), en otro rectilíneo. La fuerza aplicada por la longitud de la circunferencia de la cabeza es igual a la fuerza resultante por el avance del cilindro.

La vida es una espiral, decían los antiguos. Patrick Geddes, polímata escocés, se lo aclaraba a sus hijos reflexionando sobre los días de la semana, que siempre tienen una sucesión idéntica, pero un sábado no es igual a otro sábado. Es decir, repetimos patrones, no en la misma posición, sino uno después de otro (si no fuera así, sería un círculo, que es una manera alterna de ver la vida). El tornillo es una espiral que, al girar, imprime una fuerza que normalmente se convierte en distancia. Hago la analogía entre esa espiral vital y la hélice del tornillo, y pienso que debemos darle un sentido y un fin a su rotación. Si buscamos unir dos tablas con un tornillo sin tope, sin cabeza, y sin la dirección correcta, no cumpliría el objetivo. En un proceso similar al de la rueda, estar girando sin parar en cualquier dirección nos impide encontrar la motivación para seguir adelante. Como un tornillo aislado, la vida pierde sentido. Tener claro el propósito y la dirección nos permite encontrarnos a nosotros mismos a través de lo que buscamos lograr en nuestra vida, que ha de ser una espiral hacia la Salvación.

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Este largo artículo dividido en tres, ha querido girar como un tornillo alrededor de las máquinas simples como metáforas de algunas herramientas psicológicas. Estoy convencido de que aprender a conocer nuestros procesos mentales es la clave para poder desarrollar formas de pensar y actuar que nos mantengan en un continuo crecimiento, para llegar a ser los seres humanos que podemos (y debemos) ser. Se trata de entender cómo enfrentamos los obstáculos, cuán urgidos estamos para evidenciar los cambios en nosotros, cuán cortantes o repetitivas son nuestras ideas, cuánto nos olvidamos de la realidad persiguiendo soluciones mágicas, o cuánto perdemos el sentido de nuestra vida. Podemos darle un giro a nuestros sesgos mentales, a nuestros bloqueos afectivos, y seguir creciendo hacia nuestro objetivo: ser siempre la mejor versión de nosotros mismos. Ser santos. Estamos condicionados por nuestras circunstancias, pero somos dueños de nuestras decisiones. Ahí está el trabajo.

Utilicemos las máquinas simples mentales para encontrar esa ventaja mecánica que optimice nuestro desarrollo personal.

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Las máquinas simples en psicología (pt.2)

Continúo con el artículo anterior acerca de analogías de cómo usar máquinas simples en nuestros procesos mentales con el fin de tener más recursos para ser mejores seres humanos. Había recordado que máquina es cualquier objeto fabricado para realizar una tarea física, y que las máquinas simples son los artefactos primigenios que cumplen esta labor: palanca, plano inclinado, cuña, rueda y eje, polea, tornillo. Por esto han sido la base del desarrollo de las civilizaciones. Comencé hablando de los tres primeros de la lista, ahora continúo con -quizás- uno de los más determinantes en el progreso, dejando los otros dos para el último artículo de la serie.

Habíamos enmarcado esta idea dentro de lo que McLuhan analizaba acerca de las herramientas tecnológicas como extensiones del cuerpo, y que eran una muestra de la utilidad de evitar la fijación funcional de la que hablaba Duncker. Y aquí cabría preguntarnos cuánto ella atrofia en nosotros dicha capacidad de usar nuestras aptitudes para cumplir objetivos, y cuánto le hemos delegado esas funciones a las herramientas mismas. Recordemos lo que el propio McLuhan decía: los medios tecnológicos configuran el desenvolvimiento de las sociedades. En el caso de las herramientas mentales, podemos también caer en el error de confiar en la ayuda de los otros, más que en nuestras habilidades. Puede ser el resultado de un locus de control externo, según el concepto del psicólogo estadounidense Julian B. Rotter, concepto que subyace a la indefensión aprendida, que ya hemos mencionado en artículos anteriores. Un locus de control interno, mientras tanto, facilita la motivación a la autoactualización de la que hablan Maslow y Rogers.

Las máquinas simples nos brindan lo que se llama en Física ventaja mecánica (la medida de la amplificación de fuerza lograda mediante el uso de una herramienta), es decir, una reducción en la energía necesaria para producir un cambio. Corremos, en consecuencia, riesgos como no saber de qué manera aprovechar esa ventaja o llegar a depender de esos artilugios. Si soy capaz de utilizar una polea para levantar grandes pesos, ¿por qué no puedo seguir esperando que alguien me ayude a hacerlo sin usarla? Si tengo un vehículo con ruedas, ¿para qué usar mis piernas? Las máquinas simples mentales pueden traer estos riesgos. Vamos a ver:

  • Rueda y eje

El compuesto de rueda y eje está formada por un bloque circular de un material resistente en cuyo centro se ha perforado un orificio, el cual es atravesado por una varilla rígida, y que giran juntos. La rueda y el eje son una versión de la palanca, con una fuerza motriz aplicada tangencialmente al perímetro de la rueda y una fuerza de carga aplicada al eje, respectivamente, que se equilibran alrededor de la bisagra que es el fulcro.

El girar una rueda que no toma contacto con una superficie no genera distancia sino fuerza. Muchos mecanismos funcionan de esta forma para transformar la rotación en otra clase de energía, como en algunas variedades de centrales eléctricas. En cambio, para que una rueda sirva como medio de transporte tiene que posarse sobre algo. Es frecuente que en nuestra vida hagamos que la mente (la rueda) siga dándole vueltas a un eje temático. Lo que esto logra es ir acumulando energía, que en algún momento tiene que liberarse, y suele hacerlo de mala manera. La única forma de que dicha energía se traduzca en movimiento es ponerla sobre el suelo, es decir, ser obedientes a la realidad. En ocasiones nos volvemos adictos, o sea, dependemos de estar dándole vueltas a una idea en nuestra cabeza, sin analizar qué es lo que podemos hacer con ella en la vida práctica. Y solemos esperar que sea otro el que produzca el movimiento, pues no estoy viendo la potencia de esa idea.

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Prefiero quedarme aquí, para que las dos últimas máquinas tengan su propio espacio dentro del conjunto y así que todas estas ideas rueden juntas. Se viene, entonces, la tercera parte (y final) de este artículo triple sobre las máquinas simples y su analogía psicoafectiva. La publicaré, Dios mediante, el sábado. No dejes de leerlo.

Continuará…

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Las máquinas simples en psicología (pt.1)

Esta semana he estado ayudando a mi hijo en el aprendizaje de las máquinas simples (bueno, simple machines porque era Science) y comencé a pensar que también podemos usar máquinas simples en nuestros procesos mentales. Se me ocurrieron algunas analogías al respecto, y es lo que aquí les quiero compartir, para poder añadirlas a las herramientas psicoafectivas que nos ayudan en nuestro proceso de crecimiento personal. Si a alguien se le ocurre alguna otra, es bienvenido a comentar y apoyar así esta idea básica. El fin es tener más recursos para ser mejores seres humanos.

Cuando pensamos en máquinas, pensamos en complejos artilugios modernos que realizan labores aún más complicadas, como una computadora o un automóvil (es más, así se le llama a este último en italiano, macchina). Pero la palabra nos viene del griego antiguo μαχανά (makhana), a través del latín, derivado de μῆχος (mekhos), medio para hacer algo, de donde nos llega también el término mecánica. Se refería a cualquier ingenio usado para realizar una tarea física, podía ser, entonces, desde una tiza hasta una grúa (de esta, el famoso deus ex machina del teatro clásico). Las máquinas simples son, por esto, sencillos artefactos para facilitar el trabajo, y que componen muchas veces mecanismos más elaborados. Son, es de esperarse, las primeras formas de tecnología creadas por el hombre, y son la base del desarrollo de las civilizaciones. Así, las seis máquinas simples clásicas nos vienen también de la Antigüedad: plano inclinado, rueda y eje, palanca, polea, cuña, tornillo. Algunos han planteado más, otros menos, pero me ajusto a este listado.

Como ya hemos dicho en los artículos previos sobre las redes sociales, el sociólogo Marshall McLuhan consideraba las herramientas tecnológicas como extensiones del cuerpo, que amplifican las capacidades de nuestros miembros y sentidos. Es así que las máquinas simples son, a mi modo de ver, una muestra fundamental de la importancia de evitar la fijación funcional, sesgo cognitivo que limita la utilidad de un objeto a su uso tradicional, según el psicólogo de la Gestalt, Karl Duncker. Es de imaginar a un grupo de cavernícolas, lanzas en mano, frente a una enorme roca que obstaculiza su paso, preguntándose cómo sortear tal inconveniente. Hasta que alguno de ellos, dejando de pensar en su lanza como un arma arrojadiza, coloca una roca más pequeña cerca de la gigantesca e inserta su lanza debajo de esta, apoyándola en aquella y con una fuerza no tan descomunal como pensaban, logran despejar el peñasco del camino. Este maravilloso descubrimiento haría que, milenios después, Arquímedes sentencie: «Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo».

Las máquinas simples responden a la la ley de la conservación de la energía (la primera de la termodinámica), que afirma que la energía no se crea ni se destruye, sino que simplemente se transforma. Entonces, pueden transformar fuerza en distancia, o viceversa, por ejemplo. En Física se llama trabajo a la cantidad de energía involucrada en producir cierto cambio físico. Lo mismo se aplicaría al trabajo psicológico, que es necesario en nuestro crecimiento personal. Por consiguiente, es de esperarse que podamos contar con herramientas que nos faciliten ese cambio. No es tampoco nuevo el hecho de usar algunas máquinas simples como metáforas de procesos mentales (cuña, palanca, eje, etc.). Vamos a ver:

  • Palanca

La palanca es una barra o lámina rígida que se balancea sobre un punto de apoyo denominado pivote o fulcro. En ella intervienen tres fuerzas: la potencia (la fuerza que aplicamos en el extremo de la palanca), la resistencia (la fuerza que debemos vencer, el peso del objeto que queremos mover al otro extremo) y la fuerza de apoyo que es equivalente, pero opuesta a las anteriores.

Al igual que los cavernícolas queriendo mover la piedra sin ayuda, querer vencer nuestros problemas psicológicos solos es inútil. Necesitamos dónde apoyarnos y algo que transmita la fuerza que hacemos gracias a ese fulcro. El apoyo es, comúnmente, un buen amigo, nuestra familia, o la fe en alguna entidad superior. El inconveniente con estos es que, en ocasiones, o no representan fuerzas equivalentes, o no son contrarias al peso del problema. Es por esto que es necesario un sustento más profesional, más sólido. Para eso está la terapia. Igual, si la palanca no es suficientemente resistente, se quiebra. Esto es, en mi opinión, la inteligencia sumada a la voluntad: cuando estas son débiles, es muy difícil poder mover algo en nosotros, aunque el pivote funcione perfecto.

  • Plano inclinado

Este consiste en una superficie plana que forma un ángulo agudo con el suelo. En él intervienen cuatro fuerzas: la fuerza de gravedad (con la que el planeta atrae al cuerpo), la fuerza ejercida por el cuerpo sobre el plano (en función de su masa y la gravedad, lo que conocemos como peso), la fuerza normal (la fuerza de reacción ejercida sobre el cuerpo por el plano) que es de la misma magnitud aunque contraria a la anterior, y la fuerza de rozamiento (su magnitud depende tanto del peso como de las características superficiales del plano inclinado y la superficie en contacto del cuerpo -coeficiente de rozamiento-) que siempre se opone al sentido del movimiento del cuerpo respecto a la superficie. Dependiendo de si usamos el plano inclinado para subir o para bajar, las fuerzas son manejadas de manera distinta. Mientras mayor sea el ángulo, mayor resulta el esfuerzo y más lenta se vuelve la subida, aunque más rápida y más fácil la bajada. Pero no nos compliquemos más.

Creo que la mejor analogía del plano inclinado en el campo mental es el proceso que representa ir tomando consciencia de quiénes somos y cómo nos manejamos en el mundo. Si queremos hacerlo más rápido y con menos esfuerzo, el ángulo debe ser menor. Ese ángulo, para mí, representa la ansiedad con que tomamos el proceso: mientras mayor sea aquella, más empinado nos parece este. Si los egipcios hubieran utilizado un plano inclinado con un ángulo muy abierto, no habrían construido las pirámides. Debemos tomar nuestros trabajos mentales como procesos que hemos de llevar poco a poco para que cuesten menos.

  • Cuña

En ella aplica el mismo principio físico del plano inclinado, pero para introducir una pieza en otra de manera que resulte más fácil partirla o sujetarla (dos funciones, igual que el plano al subir o bajar). De hecho, una cuña son dos planos inclinados juntos. Es la máquina subyacente en algunos de los más primitivos instrumentos de la humanidad: el hacha, el cuchillo, la punta de flecha. De manera similar al plano, el poder de la cuña yace en el ángulo de su punta: mientras menor sea, menos fuerza necesitaremos aplicar.

Si el cuchillo no está bien afilado, es decir, si su cuña no tiene un ángulo tan agudo, no conseguiremos cortar nada. Para incidir en las ideas dañinas que queremos cortar, debemos atacarlas con otras muy afiladas. Ideas que nos pueden lastimar, pero que al aplicarlas donde se debe nos pueden quitar de encima pesadas cargas psicológicas. Muchas veces no queremos usarlas por miedo al dolor que podrían producir si no las dirigimos correctamente, pero con el suficiente entrenamiento, son las mejores herramientas para vencer miedos y obsesiones.

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Está visto que el artículo resulta largo porque hay mucho que decir de cada máquina simple y su analogía psicoafectiva. Por esto, lo he partido en dos con una buena cuña, y lo continúo en un siguiente artículo que publicaré, Dios mediante, el próximo miércoles. No dejes de leerlo.

Continuará…

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