En las últimas décadas han aparecido corrientes psicopedagógicas que señalan que hay que desterrar el no de la educación de los niños, para que no crezcan frustrados y «castrados». Sin embargo, considero que decirles «no» cuando es oportuno resulta la única manera de mostrarles que la vida muchas veces nos niega cosas y que eso no debe frustrarnos. No solo les indica los límites que necesitan conocer para desenvolverse correctamente en la sociedad, sino que les permite aprender a poner límites a los demás de manera saludable para que exista un mutuo respeto. Además, considero que la enseñanza más importante que nos deja el no es entender nuestras propias limitaciones y saber también cuándo ponernos un pare nosotros mismos.
Rudolf Allers, psicólogo católico, nos señalaba que el conocimiento de sí mismo nos brinda una conciencia vital, “el saber que tenemos sobre la capacidad de rendimiento y la complexión de nuestro cuerpo”. Así, podemos percibir nuestros límites, fundamento de nuestra apreciación. Allers va más allá, afirmando que esta conciencia se relaciona sobre todo con el conocimiento del valor o dignidad ya poseídos, como seres creados a imagen y semejanza de Dios. Este conocimiento nos debe lanzar a buscar más allá de nuestros límites percibidos, tendiendo al infinito. La realidad de gran parte de la humanidad es que no reconoce este componente esencial del hombre, que convive con la herida del pecado, con la inclinación a no ser lo que debe ser. «Solo se puede hablar de aceptar algo cuando existe también la tendencia a rechazarlo», dijeron Fritz Perls, Ralph Hefferline y Paul Goodman en el paradigmático texto fundador de la terapia Gestalt, apuntando que ese era el origen del conflicto interno. El mismo Perls dice que la imposibilidad de decir «no» se produce por el miedo al conflicto. Laura Perls completa afirmando que crecemos gracias a una «desestructuración/reestructuración», tomando del entorno lo que nos hace bien y rechazando lo que no nos sirve. Como les escribe san Pablo a los Corintios, «todo está permitido, pero no todo me conviene».
Cuando les ponemos límites a nuestros hijos mediante un simple «no», les estamos regalando el escudo más grande para defenderse del desengaño y el irrespeto. Un desengaño y un irrespeto que muchas veces surge de nosotros mismos, porque pensamos que lo podemos todo, y que no tenemos techo. O, adicionalmente, que poner fronteras a lo que estamos en capacidad de hacer por los demás es origen de conflicto, rechazo y desamor. El amor al prójimo, ya lo he dicho en otros artículos, comienza con el amor propio. Quien no se pone límites, no pone límites a los demás, y termina siendo atropellado por las contingencias externas. El amor propio genera seguridad, y brota de la claridad sobre nuestras conexiones con el entorno que obtiene el niño a quien se le ha enseñado a entender hasta dónde puede llegar.
Es un hecho que todo ser vivo necesita esa comprensión, y por eso siempre la tratamos de llevar un poco más allá, para probar dónde está esa frontera. Como en esa caricatura en la que el Pato Lucas trata de cazar un oso intentando pasar el límite de la zona de caza (o que el oso lo traspase). Sabe que existe una frontera, pero quiere probar hasta dónde puede llegar para obtener su fin, aun a pesar de ella. Eso lo podemos ver cuando estamos educando a un perrito: aunque le castiguemos al cometer algo indebido, seguirá haciéndolo hasta comprobar que no le va a ir bien nunca transgrediendo esa regla. Los humanos no nos salvamos de ese mecanismo. Así podemos entender el mundo y movernos en él. Esta es la razón por la cual poner límites a nuestros hijos, lejos de traumarlos, les brinda un terreno firme en el que pisar.
Luego, les estamos enseñando respeto. Si defino los límites para mí, también los defino para él. Como padre, sé más sobre qué le conviene, y también me impongo fronteras para que tenga su espacio de desarrollo personal. Un ejemplo es las tareas de la escuela: estoy para apoyarle, pero él debe resolverlas, aunque me duela ver que hay cosas que le cuestan y puede tener una mala nota. Límite para mí, límite para él. Y conforme va creciendo, le voy dando más espacio, pero ese espacio se traduce tanto en derechos como en deberes: puede decidir sobre más cosas, y también tiene que responder ante las consecuencias de dichas decisiones. Ese proceso educativo es incómodo para ambos. Es por eso que hoy, en una sociedad que tiende cada vez más al confort, vemos tantos niños sin límites, que crecen como adultos sin norte. Sus padres no quisieron soportar la incomodidad de oír los gritos inconformes de sus hijos ante las normas. Por eso no arriesgaron un no, para evitar conflictos.
Crecen, entonces, evitando conflictos. No saben cómo poner límites en sus relaciones, y por eso tienen «el sí flojo y el no dañado», como se suele decir. Entienden el no como un golpe que se le da al otro, y no como un llamado al respeto, a la comprensión mutua, a la dignidad de cada uno. No pueden distinguir entre lo que es un llamado de atención o un consejo hecho con amor (buscando el bien del otro) con un ataque agresivo. Sentir esto último es bastante natural, por otra parte: es la lógica del animal herido. La persona que comete un error puede estar consciente de su culpa, pero reaccionar a la defensiva si alguien más se la señala con dedo acusador. Y para evitar esa respuesta, la gente suele rehuir los comentarios, los consejos o -lo que es peor- detener las faltas de respeto. Un ejemplo: si la otra persona me dice que no va a aceptar en «su» casa a un miembro de mi familia, en lugar de pararme firme y decir que ese tipo de imposiciones no son válidas en una relación saludable, agacho la cabeza y comienzo a inventar excusas para que mi familia no venga. He perdido el respeto hacia mí mismo, y por eso la pareja tampoco me respetará.
Entonces, nos enfocamos en que, ante la ausencia de límites en nuestra crianza, hemos perdido la capacidad de limitarnos nosotros mismos. Entender qué nos hace bien y qué no, y tomar las decisiones de nuestra vida con ese rumbo claro. Confundimos libertad con falta de compromiso con nosotros mismos. Dejamos de ser fieles a nosotros para ser fieles a nuestros deseos, impulsos, instintos, ganas (esas cosas que responden automáticamente al entorno). Y ahí también evitamos el conflicto: sabemos qué está bien, qué es verdadero, qué es bello en nuestra vida, pero no lo elegimos porque duele, incomoda, molesta, representa un esfuerzo. Todo está permitido, pero no todo me conviene ni me hace bien. Y actuar en concordancia con ese principio representa una violencia contra nuestra tendencia a la estabilidad: nos impulsa a ir más allá a través de lo que no nos gusta y podemos mejorar en nuestras vidas. Entonces sí somos fieles a nosotros mismos.
Aprender a decir «no» nos permite crecer, tanto como individuos como en nuestras relaciones. El no es un poder muy grande, porque señala límites que nos permiten conocer hasta dónde estamos en capacidad de llegar. Por esto es fundamental saber soltar esos noes a nuestros hijos cuando es adecuado, para que ellos luego valoren esas fronteras para generar respeto hacia sí mismos y hacia el otro. Las relaciones ideales no están fundamentadas en el sí único y unívoco, sino en el equilibrio entre la afirmación y la negación, la permisividad y la rigurosidad, el límite y la apertura. Ahí está el respeto, ahí está la semilla de la paz.
Aprender el valor del no es aprender a respetarme y a respetar, para poder construir relaciones sólidas.
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