Todos nos hemos topado con uno (y casi con seguridad con muchos más de uno) de esas cosas que llaman “memes” (alejado del verdadero concepto de Dawkins) que enfrentan de manera dramática una figura que representa una hermosa expectativa con otra que refleja la dura realidad. Recuerdo esto, porque en la vida diaria nos debatimos siempre entre estas dos imágenes mentales: comparamos lo que deseamos con lo que tenemos, lo que esperamos del otro con lo que nos da, lo que queremos ser con lo que somos. Ya he hablado antes de la obediencia a la realidad, que está directamente relacionada con lo que estamos tratando, y que hoy se enfoca en esa distancia entre el yo ideal y quién soy en verdad. Claro, estoy hablando del individuo de a pie como vos o como yo, no de patologías que ya son temas mucho más complejos (como la anorexia, el trastorno narcisista, etc.).

Gordon Allport, uno de los fundadores de la psicología de la personalidad, resaltó que esta no es tanto un producto terminado como un proceso transitorio. Morris Rosenberg, sociólogo que estudió la autoestima y el autoconcepto, comprende la primera como una cuestión de actitud en relación con influencias sociales y culturales. Se refiere a cómo uno mismo se percibe con respecto a sus valores personales. Así, la discrepancia entre el self (el “sí mismo”) ideal y el real es inversamente proporcional a la autoestima: mientras menor discrepancia, mayor autoestima. Carl Rogers, para quien (ya lo hemos visto en otras publicaciones) el autoconcepto se compone de la autoimagen, la autoestima y el yo ideal, indica que una diferencia entre el yo real y el yo en relación con otros, y el yo que le gustaría ser origina un desajuste psicológico. Carl Jung, por su parte, asume que la realización plena de nuestra personalidad es un ideal inalcanzable, aunque no hay que ver los ideales como un fin, sino como la orientación en el camino.
Me agarro de esta última idea para graficarla: mi yo ideal es una especie de superhombre. En términos cristianos, es Cristo mismo, el hombre perfecto. Ese yo ideal, ese superhombre, ese santo, está allá, lejos, y yo estoy aquí, con mis debilidades y miserias. Digamos que ese allá es Pekín y ese aquí es Quito. 15.338 km de distancia. Obviamente, primero tengo que saber que quiero llegar a Pekín, porque ahí está mi destino final. El sentido de la vida. A partir de ahí, existen muchos pasos para que yo pueda llegar a Pekín. Y lo bien que me sienta en el proceso dependerá de cuán claros estén en mi mente los pasos que debo efectuar y cómo los voy llevando. Esa es la discrepancia de la que se trata en el párrafo de arriba. Si busco llegar a Pekín, pero no sé ni por dónde empezar y ni siquiera tengo idea de dónde queda, es seguro que me voy a sentir angustiado y muy mal. Sin embargo, si ya llegué a Houston (mi primera escala), con el itinerario claro y todos los pasajes en mano, mi sentimiento será de alegría, ilusión y esperanza. Me puede tomar mucho tiempo, y poner a prueba mi resistencia y mis fuerzas, pero estoy optimista acerca del final del viaje. Ocurre lo mismo con la comparación entre mi yo real y el ideal.
Después de todo, tiene que ver con la narrativa que nos hacemos sobre quiénes somos y lo que nos pasa. Si yo me cuento la historia de que mi vida es una basura, ese es el guion que seguiré siempre, un guion de drama, hasta de novela negra. Por el contrario, si me veo como una persona en construcción y en camino hacia la perfección, como nos pide Jesucristo, es más probable que considere mi vida como una película alegre, incluso como una comedia light. Para eso, es obvio, el ejemplo de Pekín se queda corto, porque puedo llegar hasta allá. A mi ideal no puedo llegar (es lo que dice Jung), porque soy imperfecto en esencia. De todas formas, está en mí decidir entre la narrativa positiva y la negativa.
Lo que me da felicidad no es alcanzar el ideal, sino sentirme en camino hacia él. Ser consciente de que mientras más alta sea la cima, más larga y dura es la ruta. Si mi meta es ganar $2000 al mes, tal vez si la alcanzo me sentiré igual de frustrado que si no la alcancé. ¿Por qué? Porque la meta se me hizo fácil, me resultó chica. A la larga, esto se da porque nuestro propósito final es la bienaventuranza, ver a Dios cara a cara, porque el hombre tiende al infinito al ser hecho a imagen de su Creador. Por esto, debemos sentir que, aunque nuestro fin último sea enorme, nuestra voluntad es igual de grande, para que la discrepancia entre dónde estoy y a dónde quiero llegar no sea tan dolorosa. Amar lo que hacemos, más que hacer lo que amamos (aunque también). Disfrutar el camino, sin preocuparnos de cuándo vamos a llegar.
Encontrar el sentido de nuestras vidas nos permite recibir cada día con gozo, aun a pesar de los reveses.
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