Continúo con el artículo anterior acerca de analogías de cómo usar máquinas simples en nuestros procesos mentales con el fin de tener más recursos para ser mejores seres humanos. Había recordado que máquina es cualquier objeto fabricado para realizar una tarea física, y que las máquinas simples son los artefactos primigenios que cumplen esta labor: palanca, plano inclinado, cuña, rueda y eje, polea, tornillo. Por esto han sido la base del desarrollo de las civilizaciones. Comencé hablando de los tres primeros de la lista, ahora continúo con -quizás- uno de los más determinantes en el progreso, dejando los otros dos para el último artículo de la serie.
Habíamos enmarcado esta idea dentro de lo que McLuhan analizaba acerca de las herramientas tecnológicas como extensiones del cuerpo, y que eran una muestra de la utilidad de evitar la fijación funcional de la que hablaba Duncker. Y aquí cabría preguntarnos cuánto ella atrofia en nosotros dicha capacidad de usar nuestras aptitudes para cumplir objetivos, y cuánto le hemos delegado esas funciones a las herramientas mismas. Recordemos lo que el propio McLuhan decía: los medios tecnológicos configuran el desenvolvimiento de las sociedades. En el caso de las herramientas mentales, podemos también caer en el error de confiar en la ayuda de los otros, más que en nuestras habilidades. Puede ser el resultado de un locus de control externo, según el concepto del psicólogo estadounidense Julian B. Rotter, concepto que subyace a la indefensión aprendida, que ya hemos mencionado en artículos anteriores. Un locus de control interno, mientras tanto, facilita la motivación a la autoactualización de la que hablan Maslow y Rogers.
Las máquinas simples nos brindan lo que se llama en Física ventaja mecánica (la medida de la amplificación de fuerza lograda mediante el uso de una herramienta), es decir, una reducción en la energía necesaria para producir un cambio. Corremos, en consecuencia, riesgos como no saber de qué manera aprovechar esa ventaja o llegar a depender de esos artilugios. Si soy capaz de utilizar una polea para levantar grandes pesos, ¿por qué no puedo seguir esperando que alguien me ayude a hacerlo sin usarla? Si tengo un vehículo con ruedas, ¿para qué usar mis piernas? Las máquinas simples mentales pueden traer estos riesgos. Vamos a ver:
- Rueda y eje
El compuesto de rueda y eje está formada por un bloque circular de un material resistente en cuyo centro se ha perforado un orificio, el cual es atravesado por una varilla rígida, y que giran juntos. La rueda y el eje son una versión de la palanca, con una fuerza motriz aplicada tangencialmente al perímetro de la rueda y una fuerza de carga aplicada al eje, respectivamente, que se equilibran alrededor de la bisagra que es el fulcro.
El girar una rueda que no toma contacto con una superficie no genera distancia sino fuerza. Muchos mecanismos funcionan de esta forma para transformar la rotación en otra clase de energía, como en algunas variedades de centrales eléctricas. En cambio, para que una rueda sirva como medio de transporte tiene que posarse sobre algo. Es frecuente que en nuestra vida hagamos que la mente (la rueda) siga dándole vueltas a un eje temático. Lo que esto logra es ir acumulando energía, que en algún momento tiene que liberarse, y suele hacerlo de mala manera. La única forma de que dicha energía se traduzca en movimiento es ponerla sobre el suelo, es decir, ser obedientes a la realidad. En ocasiones nos volvemos adictos, o sea, dependemos de estar dándole vueltas a una idea en nuestra cabeza, sin analizar qué es lo que podemos hacer con ella en la vida práctica. Y solemos esperar que sea otro el que produzca el movimiento, pues no estoy viendo la potencia de esa idea.

Prefiero quedarme aquí, para que las dos últimas máquinas tengan su propio espacio dentro del conjunto y así que todas estas ideas rueden juntas. Se viene, entonces, la tercera parte (y final) de este artículo triple sobre las máquinas simples y su analogía psicoafectiva. La publicaré, Dios mediante, el sábado. No dejes de leerlo.
Continuará…