Odio al diferente

Cuando vemos a miembros de un colectivo humano realizar marchas, declaraciones y manifiestos, solemos actuar de dos maneras: o apoyarlos o atacarlos. Como ya vimos en los artículos sobre Maradona, la mediación y -más que nada- el fanatismo, es natural que el grupo de pertenencia nos defina, y por tanto quien no es parte de él representa para nosotros una amenaza. No debemos dejar de recordar que cuando el fanatismo ha ostentado el poder, en realidad los distintos han sido vistos, tratados y hasta borrados como peligrosos. Y me viene a la mente esa parte de la canción Tirá para arriba de Miguel Mateos: «Alguien tira para abajo, y yo me trato de zafar / Alguien que grita: es de los nuestros / Alguien que lo va a golpear». Ese «es de los nuestros» es clave en la guerra, y la vida muchas veces es tomada como un campo de batalla con bandos definidos: nosotros y los demás.

A decir de Gordon Allport, los estereotipos tienen funciones de categorización, defensa de los valores y de mantenimiento del propio statu quo. En otras palabras, nos ayuda a comprender el mundo y a encajar en la sociedad. Maslow, en su pirámide de necesidades, coloca en la mitad (luego de las fisiológicas y de seguridad y antes de las de estima y actualización) las sociales, que también se llaman de afiliación o pertenencia. Toda persona necesita pertenecer a un colectivo. Existen grupos naturales (familia, sexo, cultura, etc.) y otros que se fortalecen o crean por razones afectivas (amigos, religiosos, políticos…). Lo que permite distinguir esos grupos es el estereotipo. Dorwin Cartwright y Ronald Lippitt, al estudiar la dinámica de grupos, encontraron que el individuo «necesita ser aceptado como miembro valioso de algún grupo que él aprecia». Nos creamos una imagen de lo que debemos ser basados en las creencias y valores del grupo de pertenencia, y un mecanismo para hacerlo es la discriminación. Henri Tajfel, psicólogo social británico, concibió el concepto del «efecto oveja negra» por el cual el colectivo discrimina al individuo que no encaja en el patrón y -por tanto- representa la imagen de todo aquello que pone en peligro la cohesión del grupo. Carl Rogers, por esto, señala que el estereotipo es uno de los elementos que hacen que el individuo permanezca en una actitud defensiva, y esto lo aleja de la búsqueda de su autorrealización.

Cuando la discriminación, necesaria para entender los grupos humanos que componen una sociedad, se transforma en algo negativo, surge el fanatismo. Podemos pensar que, por ejemplo, un blanco odia a un negro y por eso lo separa, lo maltrata, lo agrede e incluso lo asesina. En realidad, le teme. No lo conoce como individuo, sino que lo ha definido a partir de un esquema mental creado por el grupo al que pertenece. Tal vez fue su familia, desde pequeño, o un colectivo que le atrajo en su juventud y que le mostró ese esquema para definir a «los otros». Es un temor a que el grupo de pertenencia pierda supremacía, y con esto deje de disfrutar de los privilegios que -perciben- les pertenecen.

Algo similar surge cuando las creencias del grupo persiguen una reivindicación. En muchos casos, el ser parte de un estereotipo ha causado que se viva en carne propia esta discriminación negativa y se busque terminar con estas injusticias. En otros casos, existe una necesidad interna de hacer que el mundo sea un poco mejor derrotando esas malas prácticas, aunque no se las haya vivido. A simple vista, motivaciones justificables. El problema es que detrás de todas ellas sigue estando el miedo: yo defiendo una causa pues pertenezco a un grupo que la defiende y no quiero ser excluido. A la final, siento miedo al rechazo, estoy respondiendo al tercer escalón de la pirámide de Maslow. Si no me uno, seré la oveja negra.

Con esto no quiero decir que toda lucha por la justicia sea movida por la búsqueda de la aceptación de los individuos. También hay personas que, de manera racional, y aun sin ser parte de ningún grupo humano, persigue un ideal de vivir bajo la consigna de la verdad, la belleza y el bien. Existe una señal muy clara para saber si un individuo es parte de esto, o es víctima de sus miedos: el fanatismo. Cuando veo que alguien alza su voz para defender a quien ha sido maltratado por ser gordo, pequeño, cristiano o musulmán, y para esto no le hace falta atacar a nadie de ninguna forma, estoy seguro de que actúa así porque en ese maltratado ve a un necesitado. En cambio, si para defenderlo comienza a agredir a los flacos, los altos, los ateos o los judíos, lo que se me muestra es su terror. El hecho es el mismo, la intención y las consecuencias son otras.

Hemos pasado el mes «del orgullo». Así se ha dado en llamar a junio, mes que enmarca el Día Internacional del Orgullo LGBT (que también tiene otras denominaciones), el 28 de junio, para conmemorar los disturbios de Stonewall de 1969. Lo que en un inicio representó una justa protesta ante la discriminación negativa de un grupo humano por su identificación sexual, se ha convertido en un movimiento contracultural. Este ha pasado a cometer los mismos errores que dieron origen a esas reivindicaciones: prejuicios, discursos discriminatorios, insultos e incluso agresiones físicas. Esto se explica desde el modelo de oveja negra: quienes antes eran excluidos por ser vistos como amenazas, ahora necesitan generar un sentimiento de pertenencia a través de un sistema de creencias (la ideología de género) y valores (el orgullo LGBT). El miedo por lo que vivieron los impulsa a odiar a quien no está con ellos. Incluso, esa minoría que lo vivió ahora se ve apoyada por una inmensa mayoría que no estuvo ahí y ataca al muñeco de paja del heteropatriarcado, aquel en el cual se ven reflejados todos los miedos de las minorías sexuales.

Este mundo es muy complejo en todas las realidades físicas, no se diga psicoafectivas y espirituales. Sin embargo, esa herramienta que son los estereotipos debe ser un punto de partida para ir hacia el encuentro con el otro. Un encuentro que solo se puede dar si me abro a conocerlo en sus debilidades y fortalezas, en sus claroscuros. Un encuentro que parte de entender que yo no soy perfecto, y tampoco lo será ninguna otra persona. Aceptar de forma incondicional al prójimo, aunque no me guste cómo piensa y lo que haga, e incluso se lo pueda decir. El diferente no es un enemigo, simplemente no es como yo, y no tiene mi historia. No está mal el sentido de pertenencia que nos afianza en el apoyo en un colectivo, siempre y cuando esa cohesión no surja del ataque a quien no es parte de él. Podemos ser hermanos a pesar de nuestras diferencias, y justamente porque somos lo mismo: seres humanos. Amar al diferente.

Hemos de encontrarnos en nuestras similitudes para poder vencer nuestras distancias.

Foto por Keira Burton en Pexels.com

Obras son amores

A quienes me siguen, no les he contado que este mes lo he dedicado a hablar sobre el amor. Algún perspicaz lo puede haber notado, aunque no es un tema que sea ajeno al blog. Para mí, este mes es el del amor, pues es el mes del Sagrado Corazón de Jesús, símbolo del amor humano y divino de Cristo por los hombres. Y este es el artículo que cierra el mes, así que trataré de dejar una especie de corolario sobre lo hablado: el amor que todo lo puede y ante el cual nos debemos rendir, las discusiones en la pareja, el amor propio, el paternal, el caritativo y el incondicional. En mi opinión, no hay nada que resuma más lo anterior que lo que reflejamos en el amor. Y se muestra en el viejo adagio que presento en el epígrafe: «obras son amores, y no buenas razones». Este se ve contenido en el título de una comedia del gran Lope de Vega, aunque es posible que haya sido un refrán popular ya desde mucho antes, pues la vemos citada en la Florinea, de Juan Rodríguez Florián, en el siglo previo. Pero, ¿qué quiere decir esta frase? ¿Es siempre aplicable?

Podríamos entenderla rápidamente como el hecho de que para demostrar amor no bastan las palabras, sino que hay que llevarlo a la práctica. Es lo que Jesús ya decía con su «no todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial». Por esto, Santiago decía que una fe sin obras está muerta. Y la primera carta de Juan, la epístola del amor, subrayaba: «no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad». San Gregorio de Nisa, teólogo del siglo IV, consideraba que hay tres cosas que manifiestan y distinguen la vida del cristiano: la acción, la manera de hablar y el pensamiento, en orden descendente de importancia, pero ascendente en cuanto al tiempo. Es decir, primero se piensa, luego se habla y al fin se actúa; sin embargo, esto último es lo que más demuestra la caridad. De todas formas, todo lo anterior se vuelve confuso cuando entendemos la palabra y el acto como evidencia externa de un mundo interno, que además debe ser interpretado. Esto tiene consecuencias no siempre positivas: Rogers decía que el niño no puede separar el acto de la persona, por lo que un reproche a sus errores lo interpreta como una descalificación de él mismo. Si el adulto no ha aprendido a realizar esta separación, solemos juzgar a los demás por lo que nos hacen. Y en esto también entra el error de atribución fundamental de Lee Ross: tendemos a pensar que el comportamiento del resto es causado por sus características personales y no por sus circunstancias, mientras juzgamos al revés cuando se trata de nosotros mismos.

Esto último nos lleva a cuestionar el refrán: ¿realmente puedo considerar que una persona es mala porque me hizo daño, o buena si me hace bien? ¿Ese daño y ese bien son absolutos, o es lo que yo siento basándome en mi historia? ¿Puedo en verdad decir que el otro me ama solo porque veo que hace lo que yo espero de él? Estas preguntas se dejan de lado en las relaciones, pues seguimos teniendo la dificultad de separar al individuo del hecho. Entonces, una buena persona es la que más se acerca a mi ideal de ser humano, y una mala persona la que más se aleja. Si yo me juzgo muy duramente, también puedo considerarme horrible y dejarme de amar, o -en sentido contrario- defender mi autoimagen minimizando mis errores.

Creo que no podemos medir el amor, ni siquiera por las obras. No pienso que Cristo se refiriera a eso cuando hablaba de que «por los frutos les conocerán» (sobre todo si nos prevenía de ver la paja en el ojo ajeno). Retomando los artículos anteriores: ¿puedo valorar el amor de mi padre, de mi esposa, de mi amigo, por el daño que me han hecho? ¿O podría ser que esos actos los realizaron con amor, aunque uno desordenado y hasta patológico? Pienso que el amor se refleja también en la palabra, pero antes que nada en la intención. Lo malo es que hasta ahora no se ha inventado una máquina que juzgue intenciones (que bien les haría a los árbitros de fútbol).

Hablemos del sesgo de correspondencia, o error de atribución. Cuando somos hijos, lanzamos los juicios más duros hacia nuestros papás hasta el momento de ser padres nosotros. Entonces nos damos cuenta de todo lo que ellos hicieron para procurarnos un crecimiento sano. Esto se debe a que las equivocaciones de nuestros progenitores se quedan grabadas a fuego en nuestro ser y, de forma inconsciente, calificamos a través de ellas a las personas que las cometieron. Nuestro cerebro más básico resiente de ellas, e incluso lo llegamos a decir: yo no voy a ser como mis papás. Cuando tenemos hijos, la responsabilidad nos desborda, y pensamos que somos unos grandes padres viviendo situaciones demasiado difíciles. Esto nos puede empujar a reconsiderar las actuaciones de nuestros mayores, y a entender que hicieron lo mejor que pudieron con lo que tenían. O no.

Este ejemplo, con la mira puesta en la paternidad, se puede aplicar a cualquier relación humana. Tendemos -por ejemplo- a pensar que una persona que nos alza la voz no nos ama. ¿Por qué les gritamos a nuestros hijos, entonces? ¿Por qué lo hacemos para que ellos mismos dejen de gritar? «Ah, eso es diferente», podemos replicar. No, no es diferente. Gritamos porque no somos capaces de contener una emoción y llegamos a hacer daño. Mucho daño. Es una equivocación porque somos débiles, vulnerables a nuestra parte irracional; no lo hacemos para afectar a nadie. Pero ese grito puede dejar una grave herida en nuestro niño. Cuando crezca y le alce la voz a alguien, estará repitiendo la historia. Muchas veces lo hará con amor, pero de una manera poco amorosa. Y esa persona podrá pensar que no le ama y se aleje, causando en él más frustración. Como vemos, acabamos repitiendo patrones que no somos conscientes de haber aprendido.

¿Obras son amores? Sí, en términos absolutos. Nadie puede decir que ama a alguien si no es capaz de procurar su bien. No obstante, somos limitados. Ojalá siempre fuéramos capaces de saber lo que es bueno para el otro y de dárselo. Esto, tristemente, no es verdad. En el fondo de nosotros tenemos el pensamiento de todo lo bueno, verdadero y bello que le queremos dar a la persona amada, y se lo decimos. Pero llevar esa teoría a la práctica, ese ya es otro cantar. En consecuencia, miremos a los demás desde nuestras limitaciones para poder comprender las suyas. Y amarlos y recibir amor incondicional. La única medida del amor, ya se lo dijo mucho, es amar sin medida. Y aun en ese amor infinito nos podemos equivocar. Si bien la intención será la correcta, quizás los otros no lo juzguen así, porque verán los frutos. El amor debe ser un reflejo del que Dios nos tiene. Cuidemos no solo el fondo, sino la forma, pero también aprendamos a no juzgar al prójimo únicamente por lo que vemos de ellos. El capitán del Titanic juzgó al iceberg por su punta.

Ama y haz lo que quieras: si callas, calla por amor; si gritas, grita por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor.

San Agustín de Hipona

Que el amor sea la única guía para saber demostrar amor.

Foto de Daria Shevtsova en Pexels.com

Limón y sal

Hace unos días se cumplieron 15 años del lanzamiento del cuarto álbum de Julieta Venegas que lleva el título de este artículo. Y, por supuesto, este viene del tema homónimo que es el pretexto que uso hoy para hablar sobre la necesidad de que el amor sea incondicional. Una canción que he de reconocer que conocí años después gracias a mi hija, y en la cual enseguida descubrí una hermosa profundidad. Si bien el disco entero me parece muy bueno (con colaboraciones con otros grandes como Dante Spinetta, Coti Sorokin o Cachorro López), no voy a hacer una crítica musical, pues quiero enfocarme en la idea de esa joyita que es Limón y sal, escrita junto a su pareja de entonces, Jorge Villamizar. Una letra que habla de que el amor no es ciego, pero puede hacerse el ciego para poder caminar juntos.

Esta canción topa temas que ya he venido tratando en este blog y que, para quienes lo leen con constancia, pueden sonar repetitivos. El concepto de Carl Rogers de que el amor saludable se sostiene en la empatía, la valoración positiva incondicional y la congruencia. El reconocimiento del otro, componente cognitivo del amor, en términos de Juan Luis Linares. El fluir con lo que nos va ocurriendo en la relación, como dice Csikszentmihályi. Incluso, su manera de ver la felicidad no como algo que sucede, sino como algo que se descubre. Aquello que muestra el Principito cuando descubre que quiere regresar a su rosa, aun a pesar de sus defectos, precisamente porque construyeron algo juntos que la hace única. El arte de amar de Erich Fromm y el himno al amor de San Pablo también pueden tener lugar en esta corta y sencilla letra de la música pop.

En un reciente artículo sobre hacer canciones, la misma Julieta dice que escribir es una actividad terapéutica, y que conviene cantar esas obras «mucho después de que la experiencia que le diera pie hubiese ocurrido» y que «nos comuniquemos a través de eso que hemos construido a partir del barro, esa escultura viva que ahora nos trasciende y conecta con alguien más«. Una historia de amor que -es muy posible- ya no tiene mayor significado más que en los recuerdos para Venegas puede dar lecciones muy válidas para cualquier persona, trascendiendo lo anecdótico e incluso a sus mismos autores. Y es ahí donde encontramos el valor de la obra de arte, de la verdadera: poder comunicar a pesar del tiempo y el espacio.

Julieta dijo alguna vez que el tema viene del hecho de que para ella «el amor es como el limón y la sal, algo que hace que las cosas sepan como más ricas». Porque le da sentido a todo, incluso a lo que no te gusta en la relación o en el otro. El amor es el que permite que veamos a las personas en sus potencialidades y no en su actualidad, sobre todo, no en sus miserias. Sabemos que están ahí, no lo negamos y lo reconocemos, pero le damos más peso al simple hecho de estar. Presencia y persistencia.

Tengo que confesar que no aguantaba a la Venegas. En gran parte tenía que ver con que me creé un estereotipo de ella con su video De mis pasos. La niñita tirada a intelectual con su aro en la nariz y abriendo la boca más de lo que necesita para cantar. Tengo que confesar que ahora la veo con ojos totalmente diferentes. Obvio, ese veinteañero ha crecido y ahora es este cincuentón (como la misma Julieta) que se ha deshecho de casi todas esas etiquetas para abrirse a conocer a cada persona. No es que haya usado muchas, pero pienso que entonces fue mi punto más estereotipado. He comenzado a acercarme a ella a partir de ese documental donde entrevistó a Charly García (mi ídolo de juventud) con total humildad y admiración. Y me he encontrado con una mujer valiosísima, no solo talentosa, con quien puedo tener ciertas diferencias de pensamiento, pero que admiro en su honestidad. Es decir, ahora la quiero con limón y sal.

Recuerdo que alguna vez le dije a mi esposa que le dedicaba esta canción, y se molestó porque lo hice mientras sonaba «no me gusta tu forma de ser». Esto es una muestra de que el contexto es fundamental. No solo hay que decir cosas bonitas, sino que hay que saber cuándo y cómo hacerlo. Pues quizás no hice llegar en el momento el hecho de que considero que esta canción es de los temas de amor más realistas que hay, y que su letra abandone el ámbito de la vida de una artista mexicana para hacerla parte de la mía y mi pareja es algo maravilloso. Es sentir que sí existe gente que puede ver al amor en todas sus facetas.

No me interesa qué es lo que realmente pasó con el amor que reseñan Julieta y Jorge en esta canción. Me interesa que en su lírica nos cuenta de que el amor se refleja en la constancia, como el Principito que volvía todos los días a sus rituales con la rosa, y que a pesar de que en su momento estos le cansaron y salió a conocer el universo, quiso regresar. Porque esos rituales terminan dando sentido a la vida. Eso, y no otra cosa, es el verdadero amor. Y cuando lo tenemos presente, toda lucha resulta más fácil.

El amor exige un esfuerzo diario pues implica aceptar al otro con sus claroscuros. Porque «a todo lo demás / le gana lo bueno que me das». Cuando le ponemos condiciones al amor para existir, deja de ser amor y pasa a ser deseo, capricho, necesidad o dependencia. El amor, el real, valora la relación con todas sus luchas, con el trabajo diario de querer parecerse más al ideal que tiene la otra persona, y contarle a ella cuál es el mío para que haga lo mismo. El amor, el real, entiende y espera, confía y perdona, cree y vence las debilidades. No aprueba los actos equivocados, ni permite que se perpetúen; se sostiene en la voluntad de compromiso de lado y lado. Día a día renueva ese compromiso no por un sentimiento, sino por el encuentro con el otro que no es yo.

Y siente que vuelve a empezar.

Foto de Aleksandr Slobodianyk en Pexels.com

La caridad desgastada

A mí me pasó, y supongo que no seré el único, que fui entendiendo en profundidad la palabra caridad con el tiempo. Primero la vi como aquellas monedas que se dan al mendigo en la puerta de la iglesia. Y la relacionaba con ese personaje que me asustaba por su apariencia salvaje en mi niñez, que repetía a los que íbamos a misa «una caridadcita, por Dios de Dios». Cuando dejó de aparecer por ahí, oímos el relato -en gran parte mito, seguro- acerca de que dicho pordiosero tenía millones de sucres (la moneda ecuatoriana entonces), o sea miles de dólares, que encontraron luego de su muerte, guardados bajo el colchón donde dormía. Les ahorro toda la historia de lo que tuve que pasar hasta entender la caridad como forma de amor desinteresado, que no espera nada del otro. El caso es que ahora me queda claro que podemos actuar con caridad ante cualquier persona, sin necesidad de darle una limosna. Es por esto que el himno al amor de San Pablo suele llamarse también con esta palabra.

El término viene del latín carĭtas, de carus (querido, agradable, grato, amado) y el sufijo que indica cualidad; es decir, es la cualidad del amado. El Diccionario de la Lengua Española da dos definiciones principales: actitud solidaria con el sufrimiento ajeno y limosna que se da o auxilio que se presta a los necesitados. Es decir que no he sido el único en considerar la caridad en estos dos aspectos, que son los que solemos comprender. Recordando las distintas palabras que usaban los griegos para expresar el amor, dependiendo de quién es su objeto, la caridad tendría más que ver con el agápē. De hecho, cuando san Jerónimo tradujo la Biblia, carĭtas es el término que usó para el agápē (ἀγάπη) original, que hoy trasladamos a un más genérico «amor». Las vicisitudes de la lengua común han llevado a que la caridad se distancie del amor, y que este (ya lo hemos visto en otras publicaciones) se reduzca a su cara erótica. Hay un problema de lenguaje, como ya había alertado el papa emérito Benedicto XVI.

El mismo papa nos recuerda que «todo proviene de la caridad de Dios, todo adquiere forma por ella, y a ella tiende todo». Y la relaciona con la verdad, que nos hace libres (como nos enseñó Jesús): defendemos la verdad por la fuerza del amor que nos compromete a ser honestos con nosotros mismos, con un proyecto de vida que es la respuesta a un llamado traducido en una misión. Una vocación-misión que es única e irrepetible, como cada individuo. Misión que no es solo una obra de caridad (una limosna) sino un verdadero modo de vivir a través del amor. Por esto señala también que «la doctrina social de la Iglesia responde a esta dinámica de caridad recibida y ofrecida». Es «anuncio de la verdad del amor de Cristo en la sociedad». Y recordamos a san Basilio, el gran padre de la Iglesia del siglo IV, que señalaba que «o nos apartamos del mal por temor del castigo y estamos en la disposición del esclavo, o buscamos el incentivo de la recompensa y nos parecemos a mercenarios, o finalmente obedecemos por el bien mismo del amor del que manda… y entonces estamos en la disposición de hijos«. Una vez más, la libertad del amor: no basta hacer el bien, sino hacerlo bien.

Esto es algo que además se sustenta en las experiencias científicas. Robert Enright y su equipo, pioneros en la educación del perdón, han estudiado su capacidad sanadora. Cuando se entiende de manera racional que lo han tratado a uno con injusticia y se reconcilia sin dar lugar al resentimiento, respondiendo con principios de caridad, compasión, valor incondicional, no solo se hace el bien al otro, sino que uno mismo se quita un peso y es capaz de curar la herida. Lo cual nos remite a la empatía, consideración positiva incondicional y congruencia de Rogers. Martin Seligman y sus colaboradores, por su parte, encontraron que ayudar a alguien produce más felicidad que las actividades meramente placenteras. La diferencia está en que un acto caritativo brinda una gratificación al utilizar una capacidad puesta al servicio de los demás, y no una simple satisfacción de un deseo.

Pienso que todas estas consideraciones nos muestran que la caridad es no solo una palabra que ha perdido significado, sino que es una idea desgastada. La filantropía (el amor a la humanidad reflejado en una generosidad desinteresada) se ha convertido en una forma de ahorrar impuestos y generar admiración en la sociedad. Recordemos que la limosna es una de las tres rutas para alcanzar la conversión (junto con la oración y el ayuno, los cuales ponemos en marcha sobre todo en cuaresma), que son además tres de los cinco pilares del Islam -no es coincidencia-. Sin embargo, esta también puede perder el sentido caritativo, de agapé, cuando la damos por costumbre o por sortear una situación incómoda.

Por esto contaba la historia del pordiosero de mis memorias infantiles: ¡cuánta gente le daría su monedita para tranquilizar su conciencia antes de entrar a misa! Sin embargo, es claro que no necesitaba esa moneda, pues las iba acumulando. Es probable que más le ayudarían quienes le dieron de comer o le bañaban, le daban ropa limpia y le cortaban el pelo y la barba. Seguramente sufriría de alguna patología mental que le impedía hacerse cargo de su propia vida. Quienes lo comprendieron y lo acogieron actuaron con real amor, como el samaritano de la parábola.

No es difícil perder de vista el verdadero sentido de nuestra existencia cuando estamos enfrascados en sobrevivir. Y luego, es común perderse en un lavado de conciencia dando las migajas a quien se muestra necesitado. A veces, ni siquiera eso: nos quedamos en un grito sordo de justicia e igualdad social. Pero la caridad, el amor de Dios en nosotros, clama desde dentro de nuestro pecho. Y nos impulsa a actuar con amor en cada circunstancia, con cada persona. Es entonces cuando descubrimos la verdad de nuestra vida, y respondemos a esa vocación-misión sin esperar que sea otro quien haga algo. Dejamos de guardar rencores y caretas para procurar ser sal y luz en cada ámbito en el cual nos desarrollamos. Ser un reflejo del Amor en cada relación, en cada vínculo. Como padres, hijos, hermanos, vecinos, ciudadanos. Como seres humanos.

La caridad es un llamado continuo a reflejar el amor con el que el Señor nos ha amado desde el principio.

Foto por towfiqu barbhuiya en Canva

Ser padre

Mañana domingo se celebra el día del padre aquí en Ecuador, y en una cuarta parte del planeta. Así que creí oportuno hablar ahora del amor de padre y el amor hacia los padres. Y me acuerdo de un librito de Ricardo Williams que venía con un tema musical, Canción de cuna para despertar a papá, que a mi hija (chiquita en ese entonces) le encantaba. En su letra, una niña invita al padre a dejar de presionarse por las obligaciones y salir a jugar con ella. Es, creo yo, un llamado a todos nosotros como padres, en un mundo que exige disponibilidad laboral y productividad. Considero que es oportuno meditar sobre la paternidad en este día, que celebramos gracias a la iniciativa de Sonora Smart Dodd, una hija agradecida con su padre, que les dedicó tanto esfuerzo a ella y sus hermanos luego de enviudar.

Es interesante considerar que para el análisis existencial Dios no es la simple imagen del padre sino al revés: el padre es la primera imagen concreta que el niño se hace de Dios. Esto lo cita Viktor Frankl, completando que para él «Dios es la imagen originaria de toda paternidad». El recientemente fallecido Humberto Maturana, biólogo y filósofo chileno, decía que «el padre al iniciarse no sabe lo que es ser padre, salvo por lo que otros, posiblemente personas de sus respectivas familias, podrían haberle dicho». Aprendemos a ser padres en nuestra relación con nuestro papá, y pueden existir muchas heridas que la condicionen. Ante esto, Carl Rogers subrayaba la importancia del amor incondicional a los hijos. Hoy, algunos autores señalan que el rol de padre tradicional ha sido reemplazado por un «new father«, más cercano, más afectivo, lúdico y comprometido. Algo que se ha llamado involucración paterna.

Tomo aquí una idea de Ángela Marulanda: este «new father» puede sentirse no solo responsable de los fracasos de sus hijos, sino único culpable de ellos. En la actual sociedad de la información, psicologizada, los padres tenemos terror de ciertos monstruos y fantasmas que queremos evitarles a nuestros hijos: el sufrimiento, los traumas, el silencio, el aburrimiento, la soledad. Nos obligamos a ser amigos suyos para que no nos vean como déspotas sin alma. En la lógica del panóptico, nos sentimos juzgados por todos, y queremos que los chicos sean perfectos para aparecer como padres perfectos. Nos olvidamos de que la perfección es inalcanzable y que los errores de nuestros hijos no necesariamente son causados por los nuestros, pues son individuos libres.

Y a la larga, como señala Juan Luis Linares, médico y psicólogo que ha dedicado muchos años al estudio de los sistemas familiares, el problema es que no reconocemos al otro. Es decir, como no conocemos quién es, no entendemos el límite entre él y yo. Todo ha de partir de la aceptación incondicional. Muchas veces, el padre no reconoce al chico porque quisiera ver otra persona, con seguridad alguien más parecido a él, o él mismo. El clásico «mi hijo tiene que ser abogado como yo» es una muestra de esta falta de reconocimiento. Cuando el papá acepta a su crío tal cual es, asume la posibilidad de que sea alguien totalmente diferente a él, con ideas, gustos y pasiones distintas. Le permite crecer, aprendiendo a usar de forma responsable de su libertad.

Porque así es como el Padre actúa con nosotros. No nos ama por lo que hacemos, sino por lo que somos. Acepta, sin aprobarlos, nuestros errores y está siempre dispuesto a tendernos la mano cuando caemos. Nos ha regalado la libertad, y la respeta tanto que la podemos usar incluso para alejarnos de Él. Ahí está nuestro modelo de padre, y ahí somos capaces de entender la actuación de nuestros hijos. Pues si bien nos fabricamos una idea de Dios con lo que conocemos de nuestro padre, esta paternidad está concebida desde la eternidad como reflejo de la de Dios hacia los hombres. Comprender esto nos capacita, a la vez que nos responsabiliza, a ser padres que entienden, respetan y acogen a sus hijos.

El papel de padre antes se distanciaba mucho del de madre, para bien y para mal. Considero que se debe a que no se tenía consciencia clara de la necesidad de una figura paterna sana para el crecimiento de la persona. Pero también creo que no nos habíamos fijado en esa conexión directa entre la relación que tenemos con nuestro padre terrenal y aquella con el celestial. A mí me pasó, y creo que a muchos, que luego de curar el vínculo con mi papá, pude encontrarme nuevamente con Dios. Después de comprender, perdonar y pedir perdón a mi taita, logré acercarme a él y así ver realmente al Ser Supremo como un padre que me perdona, me acepta y me comprende. Nos reconciliamos.

Ser padre es complicado. Como se suele decir, nadie estudia para eso y no existe un manual. Sin embargo, creo que la receta básica está en el amor incondicional, en encontrarme con mis hijos. Como el Padre celestial lo hace con nosotros. Me voy a equivocar, como ellos, y poderlo aceptar nos ayuda a entendernos mutuamente. El día del padre puede ser un excelente pretexto para reconciliarnos con nuestros padres, con Dios y con su imagen en nuestra labor paternal. Aceptar que mi papá se equivocó en algunas cosas, pero que hizo lo mejor que pudo con lo que tuvo, me permite aceptarme a mí mismo como padre falible, aunque siempre amoroso. Amar sin condición, esperando en el otro lo que también espero que el Padre me ayude a encontrar en mí.

Feliz día a los padres, a mi papá, a mi Papito del Cielo.

Foto por Winnie Bruce en Canva

Yo me amo

Cuando tenía unos dieciocho años, mi futuro cuñado me prestó un disco que trajo de Brasil, donde causó furor: Nós Vamos Invadir sua Praia, de Ultraje a Rigor. En él está la canción Eu Me Amo, que dentro del contexto irónico de las letras del grupo paulista podría ser una burla de los gastados temas románticos. Sin embargo, debajo de aquella humorada está un mensaje muy real: «Yo me amo / ya no puedo vivir sin mí […] Ahora, tengo una razón para vivir / Ahora, puedo hasta gustar de ti / Por completo me podré entregar / Es mucho mejor si tú te sabes amar». Es que cuando reflexioné sobre la letra, tomando en cuenta que Roger Moreira no deja de usar la sátira para dar un mensaje, entendí que se refería a una verdadera philautía, un amor propio saludable. Algo de lo que ya he hablado antes, sobre todo en el artículo donde lo contraponía con el egocentrismo. Profundicemos un poco más, con una pequeña playlist incluida.

Habíamos citado a José-Vicente Bonet, quien influido por la psicología humanista señalaba que el enemigo de la autoestima no es «la estima de los otros, sino la desestima propia». Es decir, lo malo no es amar a los demás, es no amarse uno mismo; por tanto, amar a los demás no implica dejarse de amar uno mismo. Santo Tomás de Aquino señalaba que, en cierto sentido, todos nos amamos porque respondemos al instinto de supervivencia; en otro, el amor propio puede ocasionar hacer daño a los demás, pues es un amor desordenado que no toma en cuenta las necesidades del resto. Pero cuando el ser humano se conoce a sí mismo, a su yo interior, que no se limita a sus urgencias básicas y a sus deseos egoístas, entonces es capaz de amarse de verdad. Responde a la consideración de Rudolf Allers sobre la salud mental: quien niega su esencia espiritual y su sed de infinito, es incapaz de amarse de forma sana. Carl Rogers, recordemos, mencionaba el desprecio de sí mismo como la fuente de muchos males psicoafectivos.

El mismo Rogers consideraba que el concepto de sí mismo, (el self de William James), se compone de tres factores: autoimagen, autoestima, y Yo ideal. Ya habíamos analizado esto, aclaremos un poco más:

  • Autoimagen

Expresa cómo nos vemos. Como en aquella canción de Alejandro Lerner (Confesiones frente al espejo) uno no se ve a sí mismo siempre igual y puede verse algunas veces de una manera distorsionada. Según un estudio (Kuhn, 1960), esta autoimagen suele proyectarse desde los roles sociales (profesión, estado civil, etc.) o desde las características internas (generoso, comprensivo, de mal carácter, ingenuo). Mi imagen es la que la vida me ha ido mostrando, a partir de mi punto de vista y el que percibo de los demás. Por tanto, no siempre estoy seguro de quién soy. Rogers considera el self como un todo en proceso donde, si cambia una parte, lo hace también el resto.

Un ejemplo: una persona ama el básquet, y cuando era pequeño su familia lo motivaba a que participe en todos los equipos que pueda y aplaudían cada actuación en la cancha. Creció considerándose un excelente basquetbolista, hasta el día en el que un entrenador en la selección de la universidad le dijo que no tenía suficiente talento pues falló una serie de tiros libres. Desde ese momento, no volvió a practicar deportes, y cuando sus amigos lo invitaban decía que debía trabajar. Si en la adolescencia le preguntaban quién era, contestaba «Roberto, estrella del basquetbol»; de adulto era «Roberto, ingeniero y padre».

  • Autoestima

Por su parte, este componente señala cuánto nos valoramos. El Cuarteto de nos, en su Habla tu espejo plantea esa ineludible realidad que nos indica el reflejo de nosotros mismos. Por esto, Michael Argyle considera que la autoestima se construye con cuatro elementos: la reacción de los otros, la comparación con los demás, los roles sociales y la identificación. En resumen, es una manera de considerar la autoimagen conforme a ciertos parámetros más o menos medibles, en apariencia. Los demás me transmiten distintos grados de aprecio a quién soy y lo que hago, pero también me comparo con ciertos personajes que entiendo que están socialmente bien valorados. Por esto mismo, los roles sociales ayudan u obstaculizan una buena autoestima, por lo cual necesito identificarme con ciertas «etiquetas» o estereotipos deseables, mientras eludo los que no lo son. Rollo May menciona que comprometemos nuestra autoestima por la interacción social, pero si encontramos un medio favorable, esta se mantendrá firme.

En el ejemplo de Roberto, ser un buen basquetbolista era un papel que le daba un prestigio especial en su familia, el colegio, e incluso con sus amistades. En el momento en el que esta etiqueta dejó de funcionar por una crítica negativa de su entrenador y por haberse comparado con jugadores mucho mejores, prefirió dedicarse completamente a obtener un título de ingeniero. Era mejor ser considerado un buen profesional que un deportista mediocre.

  • Yo ideal

Significa quién queremos llegar a ser. Muchas veces, incluso implica el vernos mejores de lo que realmente somos. Me gusta recordar esa primera intención en el tema de Michael Jackson, Man in the mirror, con su propósito de cambio personal como semilla de un mejoramiento colectivo. Cuando el yo ideal me enfoca en la discrepancia entre quien creemos ser y quien la realidad nos demuestra que somos, el resultado es un desequilibrio emocional. Por el contrario, cuando ese yo ideal es un faro hacia el cual dirigimos nuestra vida, nos brinda un propósito saludable de autorrealización. Mientras más alcanzable sea, menor disonancia generará y mejor me sentiré conmigo mismo, como diría Maslow.

Si el basquetbolista hubiera tomado esa crítica como un impulso para llegar a ser mejor, tal vez habría logrado sentirse en paz por el esfuerzo y por cada paso en el camino hacia esa meta. Sin embargo, la distancia entre la estrella del básquet y el profesional del montón consigue tirarlo abajo, sintiéndose frustrado, y desquitando su impotencia con todas las personas a su alrededor.

El verdadero amor propio es aquel que nos motiva a seguir creciendo y fortaleciendo nuestras capacidades. El que sostiene nuestra dignidad a través de una autoimagen realista, una autoestima saludable y un yo ideal que guía siempre nuestro sentido de vida. Para amar a los demás, debo comenzar por amarme a mí de manera sana, enfocando mis deseos en aquello que es bueno, bello y verdadero. Morir a esas pasiones que me tienen revolcándome en el lodo del egoísmo y la falta de empatía. Entonces, como Roger Moreira, podremos decir que como ya nos hemos encontrado y nos sabemos amar, podemos amar al otro. Tener amigos, construir una familia, parten de un concepto realista y saludable de uno mismo. Las mejores relaciones se dan entre dos personas que se aman a sí mismas y se entregan al amor.

Amémonos, para poder dar esto que amamos a los otros.

Foto por Polina Kovaleva en Pexels

Las peleas en el matrimonio

No es raro medir el amor entre una pareja por las peleas que tienen. Y esto en sí no está mal, lo malo es pretender que en una relación estable y saludable no existan. ¡Cuántos matrimonios terminan porque se enfrentan en discusiones constantes! No es culpa suya, el mensaje que nos repite la cultura es aquel de «y vivieron felices y comieron perdices», como si la felicidad de la relación amorosa estuviera exenta de diferencias. Al contrario, yo sostengo que una pareja que sabe discutir es una pareja sana. El punto es ese: que sepa cómo, cuándo, dónde y por qué lo está haciendo. Pues muchas veces no se discute, hay una guerra de poderes. Y este no es el origen de los problemas, es el síntoma de cosas más profundas.

«El matrimonio es el pararrayos que absorbe la ansiedad y el estrés del resto de fuentes, pasadas y presentes», comenta la psicóloga Harriet Lerner, quien ha dedicado muchos años a estudiar las relaciones de pareja. Bajo esta óptica, consideramos las peleas en el seno del hogar como un recurso saludable para resolver todas las tensiones de los otros sistemas a los que pertenecemos (recordemos la teoría de von Bertalanffy). Pero hay que saber dialogar, como dice el filósofo alemán Martin Buber: «el amor sin diálogo, sin un verdadero ir-hacia-el otro […] es el amor que permanece consigo mismo». Es decir, un amor egoísta, utilitario, un amor que no se arriesga a ser transformado en el encuentro con el otro, nos señala el mismo Buber. Por esto subraya Lerner: “una buena pelea puede limpiar el aire y es bueno saber que podemos sobrevivir al conflicto e incluso aprender de la situación”, y para ello habla de la importancia de «establecer unas normas y responsabilizarnos de seguirlas incluso en los momentos más acalorados de la conversación”.

Entonces, partimos del hecho de que las discusiones no son señales de que el matrimonio no funcione. Es más, podría ser justamente al revés. Porque todos los seres humanos vivimos tensiones en nuestras distintas relaciones, y en algún punto debemos soltarlas. Si no tenemos un lugar saludable para hacerlo, nos enferman y terminan deteriorándolas. Por eso suelo aconsejar darle la vuelta a una relación donde hay mucho conflicto: agradecer que uno pueda ser esa persona que es capaz absorber el dolor del otro y transformarlo, y dejarme yo también transformarme a través de él. Si mi esposa tiene un estrés muy grande en su trabajo y viene a casa a desahogarse, siempre que lo haga de manera correcta sin buscar un desquite, todo estará bien y yo aportaré a ese equilibrio. Si sé cómo convertirme en ese punching-ball para que el otro pueda descargar todo lo que trae de afuera sin que me afecte, la relación se hará más sólida.

Para esto, sin embargo, hay que estar conscientes de que me debo encontrar con el otro. La escucha activa de Rogers y Farson. La aceptación incondicional que subraya el mismo Carl Rogers. Una adaptación del «Shemá, Israel» a la relación de pareja, como hemos estado hablando estos días. Porque la relación de Dios con su pueblo se refleja en la que existe entre los esposos. Así que, analizando esa oración primigenia que se enmarca en el pacto del Sinaí contenido en el Deuteronomio, en la relación sana hemos de aceptar quién es el otro («el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno»). En ella, debemos atender a lo que el otro pide, desde nuestras propias limitaciones, y esperar lo mismo del otro cuando lo sé comunicar («amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas»). Y asumiremos las consecuencias («si respetas los preceptos, Dios dará lluvia a tus tierras, y pan y vino a tus hijos, de no respetarlos, provocará sequías en tus tierras»).

Así como los judíos mantienen esta oración en las entradas de sus casas para recordarse el pacto con Dios que los salvó de la esclavitud, nosotros debemos guardar los compromisos de escuchar, conocer, amar y respetar a nuestras parejas que han roto las cadenas que nos atan a nuestro egoísmo. De ser posible, tenerlos por escrito en un lugar visible de la casa. Pues nuestros esposos son quienes nos permiten entender de qué pata cojeamos sin que sintamos que nos están juzgando, porque nos ayudan a crecer. Ese compromiso de aprender a comunicarnos forma parte de la voluntad de compromiso de construir una vida juntos. Por eso no buscamos cambiar al otro y hacerlo a nuestra imagen y semejanza, sino que entendemos su debilidad y lo escuchamos con amor, fe y paciencia.

Muchos clientes que vienen para que los ayude a manejar la ira me cuentan que los envía su esposa. Y detrás de esto hay una intención de mejorar la relación, pero también una muestra de que esa mujer se ha cargado la responsabilidad de encontrar una solución mágica a las peleas. Y cuando se dan cuenta de que esta no existe se frustran. Pues el núcleo del maltrato no está en la pelea misma, ni siquiera en lo que la motivó (no es raro oír que ni se acuerdan de qué lo hizo). Tampoco está en que el marido no sepa controlarse. Está más bien en no entender al otro, en no aceptarlo como es, y en no conocerse a sí mismos. Mi pregunta suele ser: «¿has detectado qué dispara tu reacción violenta?». Casi siempre la respuesta es algo del tipo: «que mi mujer me pregunte por qué estoy enojado sin estarlo, eso sí me enoja». Como yo lo veo, no han ido hacia el otro, se han quedado en sus propios miedos y desilusiones.

Los compromisos para enfrentar las discusiones han de partir de conocerse. Si hay una idea que hace que mi cerebro primitivo me maneje con su respuesta básica pelea-huida, es difícil que de ahí en adelante tome control racional de la situación. Debo detectar si esto es así para que, en pareja, seamos capaces de evitarlo. En el caso anterior, el hombre sabe lo que le hace explotar y le pide a la esposa que procure no usarlo. Si ambos se mantienen en el compromiso, la discusión no se convertirá en una batalla campal, sino en una oportunidad para crecer y enfrentar juntos los obstáculos que les presenta la vida.

Cuando el termómetro de nuestra relación está puesto en las peleas que tenemos y no en el amor que ponemos en ellas para buscar soluciones y fortalecimiento de la relación, es fácil que terminemos en una separación. Por el contrario, aceptar al otro y aceptarme a mí con nuestros límites, es aceptar los de la pareja. No somos perfectos, nuestros vínculos no pueden serlo tampoco. Hay que saber encontrar en el hogar un lugar saludable para descargar nuestros sentimientos y pensamientos negativos. Reciclarlos y sacar de ellos crecimiento y aprendizaje, es uno de los secretos para sostener un matrimonio hasta la eternidad.

Aprendamos a pelear sanamente para apoyarnos en el mejoramiento personal y de nuestros lazos.

Foto de Polina Zimmerman en Pexels

Corazones solitarios

Leía, a los tiempos, en un suplemento dominical la página en la que diversas personas (sobre todo hombres) buscan pareja, y me puse a meditar un poco acerca de lo que ahí se escribe. Para quienes no estén familiarizados, nos podemos encontrar con mensajes de este tipo: «Soltero, cariñoso, responsable, deportista, me encanta viajar. Deseo conocer a mujeres con sueños e ilusiones por cumplir, de buenos sentimientos y de bonita figura, y con deseos de ser feliz. Si estás interesada, escribe. Solo personas serias». Lo primero que viene a mi mente con esto de los corazones solitarios es la banda que crearon los Beatles como álter ego, esa de Sgt. Pepper. Me imagino un club de personas desilusionadas que se juntan en estas páginas. Y pienso en que no deberíamos en realidad pensar que existen corazones solitarios, pues formamos parte de redes de individuos, como ese supuesto club inclusive.

En la publicación sobre San Valentín y el amor romántico como bien de consumo, ya se habló de la utilización del otro con el fin de huir de la soledad, un defecto que consideraba Fromm. La necesidad de ser amado «es universal en los seres humanos, poderosa y persistente», señala Carl Rogers. No se trata únicamente de la consideración del ser humano como ser-en-relación, sino de la construcción y crecimiento persistentes que se encuentra en la pareja, como espacio de autoactualización, analiza el psicólogo norteamericano. Pero esta etiqueta de «corazón solitario» nos remite a alguien que se siente solo, lo cual puede tener que ver con una dependencia emocional (lo cual vimos en artículos anteriores) o con una autofobia (el miedo a estar solo). En cuanto a esto último, el mismo Rogers define la soledad fundamental como una mezcla entre la falta de contacto con uno mismo y la ausencia de una relación significativa que fomente este encuentro.

En muchas ocasiones esta percepción de soledad, como se puede ver, nace de que uno no se siente seguro de sí mismo, y por eso no quiere arriesgarse a un autoencuentro. Por esto, no es raro encontrar en esos anuncios dominicales una evidencia de autoestimas lesionadas. Personas que se describen a sí mismas con adjetivos muy genéricos (cariñoso, responsable, detallista), o a través de características como trabajador o deportista. Buscan a otro para no tener que enfrentarse con ellos mismos. Quizás, la diferencia entre su yo ideal y lo que ven en el espejo es muy grande, y prefieren valorarse a través de alguien más. Son aquellas personas que se sienten la mitad de algo y buscan quien les complete.

Más allá de que no se puede descartar que estas páginas en realidad generen la posibilidad de un encuentro fructífero, considero que no es lo deseable. Parte del éxito que tienen las relaciones sólidas es el proceso de conocimiento progresivo, que lleva a un compromiso creciente. En gran medida, esto se da de una manera fortuita. A diferencia del vínculo estable que significa la familia, el cual uno no elige y solo procura mantener saludable, el lazo de pareja se cimienta sobre la elección mutua. No estoy con el otro para no estar solo, sino que lo escojo para caminar juntos en un propósito de vida.

Cuando leo que el objetivo que persigue quien escribe el mensaje es conocer a alguien que tenga sueños, metas e ilusiones, me pregunto ¿acaso esto no es parte de la naturaleza humana? Si bien es cierto que hay personas que pueden estar desorientadas en cuanto a su sentido de vida, es claro que las tiene. Esto da para otros artículos, por supuesto. Pero, ¿podemos pedir como requisito para tener una relación con alguien que tenga claro hacia dónde va? A veces, parte de la gracia de la pareja es encontrar juntos ese propósito. Eso sí, ambos deben mirar al mismo horizonte para buscarlo. Supongamos que la chica que responde al mensaje tiene clarísimo que su meta es tener una familia grande y dedicarse a sus hijos, mientras el hombre no quiere tener hijos sino viajar y para eso necesita que su esposa también trabaje. Es claro que la relación no llegará muy lejos. Entonces, no se trata de tener sueños, sino de poder sostener juntos un propósito vital.

Los corazones solitarios pertenecen a personas que no han aprendido a tener una relación saludable ni consigo mismos ni con los demás. No se conocen, y esperan que el otro les diga quiénes son. Es obvio, hablo de generalidades. Sin embargo, un individuo que está en un camino de autorrealización no busca de forma desesperada a la pareja de sus sueños en un periódico. Espera que llegue, y está abierto a conocerla en cualquier lugar: en la calle o en su trabajo, en la casa de un amigo o en la cafetería de la esquina. No tiene un estereotipo que quiere que alguien llene, sino unos requisitos que buscar en la relación misma. Porque el amor no busca curar heridas, llenar vacíos ni traer felicidad, sino el bienestar a través del bien del otro.

Más que estar solos, nos sentimos solos. Debemos arriesgarnos a conocernos, a oír nuestra voz cuando no hay nadie más. A enfrentarnos con nuestros pensamientos, deseos, emociones sin que necesitemos que alguien más las valide. Solo entonces podremos abrirnos al encuentro con la otra persona y formar una pareja que tienda hacia la eternidad. Podemos escribir un mensaje en un medio impreso o electrónico, pero si no sabemos qué tenemos para ofrecer y qué necesitamos recibir, cualquier respuesta puede terminar dañándonos mucho. Las relaciones sólidas son aquellas que parten de una buena relación con nosotros mismos.

La mejor receta para encontrar pareja es el amor propio.

Foto de JillWellington en Pixabay

Rindámonos al amor

En el artículo pasado tomé el tema del amor enfrentándose a las vicisitudes de la vida y ganando, y para eso recordé la primera parte del aforismo de Virgilio en sus Bucólicas. Hoy quiero analizar la segunda, que refleja la idea de que debemos abandonarnos a ese amor invencible. Es interesante que el poeta latino, sin conocer el cristianismo (porque vivió en el siglo I a.C.), es en muchos sentidos coincidente con él. Es por esto que en la Edad Media se le había considerado incluso un profeta pagano que habló de la venida del Salvador. No por nada guía a Dante por el purgatorio y el infierno en su Comedia. Entonces, no obstante la resignación que muestra la égloga de Virgilio, que ama porque no puede sino ceder al amor aunque duela por no ser correspondido, yo veo un sometimiento al amor como un poder. The power of love, como diría Huey Lewis.

El matrimonio no es algo acabado, como nos señala el papa Francisco, y en general las relaciones no lo son, puesto que somos seres en construcción, según el personalismo. «La mirada se dirige al futuro que hay que construir día a día con la gracia de Dios y, por eso mismo, al cónyuge no se le exige que sea perfecto. Hay que dejar a un lado las ilusiones y aceptarlo como es: inacabado, llamado a crecer, en proceso«, concluye. Es ser obedientes a la realidad, pues «es necesario entregarse de todo corazón para que la verdad se entregue», como dice el dominico A.D. Sertillanges, Aprendemos a aceptar incondicionalmente al otro, a ser empáticos con su proceso existencial, y congruentes con el nuestro y el de nuestra relación, conforme a lo que postula Rogers. Este impulso vital que nos mueve a crecer no es solo bonita lírica. Helen Fisher, antropóloga, bióloga e investigadora del comportamiento humano, realizó un estudio que apunta a que, ante el estímulo amoroso, se activan importantes áreas relacionadas con las conductas motivantes. El amor es el motor del mundo, y no se trata del lema de alguna causa humanitaria, es realidad contante y sonante.

En las relaciones humanas, el amor es la única llave para abrir nuestra mente cerrada y ablandar el corazón de roca. Pues Dios es amor, y es la fuerza que lo vence todo, y no podemos sino rendirnos a ese poder. Ese que no necesita dinero ni fama, y es fuerte y repentino, y cruel a veces, como dice el músico norteamericano. Aquel que «convierte en milagro el barro», recordando a Silvio Rodríguez. Es esto lo que canta Virgilio: evitar el dolor que produce construir un amor (mayormente cuando uno siente que jala solo) es inútil, porque es como abrazar la arena del desierto. Esa aridez puede no tener sufrimiento, pero tampoco alegría. La felicidad también la construimos y no es un producto acabado, y lo hacemos con luces y sombras, ladrillo a ladrillo. Y lo hacemos juntos.

El amor todo lo puede porque es Dios mismo, y huir del amor por miedo a la herida es huir del Padre que nos lo ha regalado y cura todas las heridas. Rendirse al amor significa soltar nuestros temores y abandonarnos a la Providencia. No de una manera pasiva, sino con esperanza activa en que ese amor es un caudal que brota de nuestro corazón para sanar nuestros vínculos. Que pone nuestras fuerzas en manos del que todo lo puede. Si existe un sometimiento totalmente válido en el amor, es este: al vínculo con esa persona imperfecta que Dios ha puesto en nuestra vida, como personas imperfectas que somos. No someternos a caprichos y voluptuosidades humanas, ni nuestras ni de otros. He ahí la respuesta a todo.

Una señora me confesaba que ya no podía luchar más, que no había manera de que su marido cambie por más que ella le haga ver sus errores. Y ahí estaba el problema principal, en el enfoque. Primero, la lucha es con uno mismo, no con el otro. No podemos cambiar a la otra persona, podemos cambiar nuestra manera de reaccionar ante lo que ella hace. No es nuestra obligación mostrarle a nadie sus equivocaciones, sí lo es procurar que entienda lo que sentimos y pensamos para motivar que quiera mejorar. Y no lo estoy inventando aquí, es Cristo mismo quien nos habló de la vara con que medimos a los demás y de que no debemos ver la paja en el ojo ajeno, de que no podemos matar a hierro pues tenemos que buscar hacer con otros lo que queremos que ellos hagan con nosotros. El amor nos impulsa a separar la persona de las obras, a juzgar los actos, pero hacerlo con misericordia para no juzgar al prójimo. El amor no es ciego, simplemente entiende al otro como un ser en crecimiento, un santo en potencia.

Rendirnos al amor es rendirnos a la voluntad de Dios que habita en nosotros cuando se lo permitimos. Y ese poder lo vence todo. Todo. Incluso nuestros demonios más oscuros y nuestros monstruos más horribles. Cobra total sentido la frase de Virgilio y las canciones de Lewis y Silvio. Pues el amor no es solo un sentimiento bonito, sino un impulso vital que nos permite hacerle frente a todo, a lo bueno para que no nos envanezca y a lo malo para que no nos derrote. Rendirnos al amor significa rendirnos a la mejor parte de nosotros mismos, esa que nos permite mirar al otro como lo ve Dios y no como lo ve el Diablo, como una potencia y no como un fracaso. Amar es dar, darse y aceptar. Aceptar lo que me toca para construir, nunca para destruir.

Rindámonos al amor para ver los colores del día.

Foto por 1866946 en pixabay

El amor todo lo vence

¿Con esto quiero decir que amar a alguien es suficiente para resistir maltratos y violencia? ¿Que nada malo importa cuando se ama? ¿Que se puede sentir amor incluso por quien no lo tiene? El quid del asunto no está tanto en cuánto es capaz de lograr el que ama, sino si en verdad ama y su amor es ordenado. Me acuerdo de la canción de Daniel Martín y Fernando Barrientos, El amor es más fuerte, que suena en la película «Tango feroz» en voz de Ulises Butrón. Para mí, tiene una letra que transmite la idea de la clásica oración de Virgilio (que da título a esta publicación), que cité cuando hablaba de la voluntad de compromiso.

Ya he tratado en múltiples ocasiones acerca del amor, en particular sobre el amor verdadero y como arte, a decir de Fromm. Tengo presente lo que decía Maslow: «La necesidad de amor implica darlo y recibirlo […], por tanto, debemos comprenderlo; […] de otro modo, el mundo quedará encadenado a la hostilidad y a las sombras». Para completar la definición aristotélica de amor que señala la benevolencia (querer el bien del otro) que retoma el Aquinate, conviene traer a Rogers. De él citaba en el artículo anterior: «amor significa ser plenamente comprendido y profundamente aceptado por alguien«. Un amor que refleja el de Dios hacia nosotros, plasmado en la parábola del hijo pródigo. Algo que Martin Luther King describía en su discurso: «cuando llegas al punto en que miras el rostro de cada hombre y ves muy dentro de él lo que la religión llama la ‘imagen de Dios’, comienzas a amarlo ‘a pesar de’«. Barbara Fredrickson, psicóloga que se ha dedicado al estudio científico de las emociones positivas, considera el amor como una relación interpersonal y una experiencia de intercambio social de una o más emociones positivas. Esto se da en micromomentos de bienestar renovables.

La primera idea que me viene a la cabeza al respecto de lo anterior es lo que menciona el papa Francisco en su Amoris Laetitia, refiriéndose a lo que puede soportar la persona cuando ama. Recuerda varios ejemplos en los evangelios, y dos me encantan: el amor de San José (le estamos dedicando este año) por su familia, hasta huir sin tener mucha idea de a qué iba, y el amor de Jesús por sus amigos Lázaro, Marta y María, que lo lleva a llorar frente al sepulcro del primero. Es un amor que no se estaciona en la queja, que no se instala en el sentimiento negativo. Vive cada micromomento en toda su intensidad, aceptando al otro y la circunstancia. ¿No habrá José renegado, aunque fuese por dos minutos, por tener que partir a tierra extraña? ¿No le dolería a Jesús el reproche de Marta por no haber llegado antes de la muerte de su hermano? Pero bien valdría la pena por ver jugar al Niño lejos de las ambiciones de Herodes, bien valdría por ver abrazarse de nuevo a los amigos en Betania.

El amor ordenado lo vence todo. No cualquier cosa que consideremos amor, como el simple cariño o la mera pasión. No de cualquier forma y como resulte cómodo. Como ese no es un amor verdadero y ordenado, es obvio que no podrá contra las adversidades, ni las mínimas, peor las serias. Esto se plasma en el himno al amor de San Pablo, cuyos últimos cuatro puntos ahora quiero analizar junto al papa Francisco. Son expresiones que hablan de una totalidad: disculpa todo, cree todo, espera todo, soporta todo. Y es justo este aspecto del amor el que más se cuestiona y discute, precisamente porque no se entiende. «De este modo,» -escribe Francisco- «se remarca con fuerza el dinamismo contracultural del amor, capaz de hacerle frente a cualquier cosa que pueda amenazarlo«.

Disculpa todo

En el original «panta stegei«, que puede significar guardar silencio sobre todas las debilidades del otro. No aprueba sus errores, aunque comprende que provienen de una naturaleza caída como corresponde a otro ser humano como yo. Por tanto, no anda gritando a los cuatro vientos sus defectos, como no me gustaría que lo haga con los míos. Cuidamos la imagen de quien amamos. Citando la Amoris Laetitia: «El amor convive con la imperfección, la disculpa, y sabe guardar silencio ante los límites del ser amado. «

Cree todo

Panta pisteuei, por el contexto, no se debe entender como credulidad ni como fe en el sentido teológico, sino confianza, es decir creer mutuamente el uno en el otro. No significa restar importancia al engaño que pudo haber existido, sino justo darle la lucha por ser síntoma de inseguridad. No controla, sino que le da espacio a la libertad. Creo en el otro porque creo en que me ama, no porque piense que no me puede fallar. «Esa confianza básica reconoce la luz encendida por Dios, que se esconde detrás de la oscuridad, o la brasa que todavía arde debajo de las cenizas», sentencia la Exhortación.

Espera todo

El «panta elpízei» del griego indica que nunca desespera del futuro, espera que el otro puede mejorar. No de una manera ilusa y poco realista, ni asumiendo la responsabilidad del otro («yo le voy a cambiar»). Sí mirando a la otra persona como nuestro Padre la ve: con todo ese potencial de santidad que ha puesto en todos. Francisco recalca: «nos permite, en medio de las molestias de esta tierra, contemplar a esa persona con una mirada sobrenatural, a la luz de la esperanza, y esperar esa plenitud que un día recibirá en el Reino celestial, aunque ahora no sea visible».

Soporta todo

En el original, panta hypoménei significa que «sobrelleva con espíritu positivo todas las contrariedades». Una vez más, no quiere decir aprobar con resignación los daños recibidos, o «tolerancia» en el sentido que se le da en esta postmodernidad. Más bien implica un heroismo, un camino de santidad que pasa por participar activamente en el cambio de la situación. No callar por miedo, sino guardar silencio por amor. No gritar por defenderse, sino alzar la voz ante lo que puede ser de otra manera. «No consiste», dice el Papa, «sólo en tolerar algunas cosas molestas, sino en algo más amplio: una resistencia dinámica y constante, capaz de superar cualquier desafío».

En resumen, el amor lo vence todo cuando está ordenado al bien del otro, iniciando en mi bien para el crecimiento y fortaleza de la pareja. Cuando acepta al otro tal cual es, aunque no apruebe sus errores. Si vive cada micromomento de compartir con la otra persona esa transmisión de emociones positivas. Ese disculpar, creer, esperar y soportar todo con el otro, en el otro. Porque hay una mirada que tiene una perspectiva más grande que la de nuestras miserias. Una mirada que ve hacia la eternidad.

Una eternidad que construimos juntos a pesar de la debilidad.

Foto por 1866946 en pixabay