El trabajo no solo es una necesidad por la retribución monetaria que recibimos gracias a él, sino que a través de nuestra ocupación damos respuesta a una vocación que forma parte de un sentido de vida. Es por esto que es muy importante ordenar las emociones y pensamientos que tenemos respecto al trabajo, la ocupación, la profesión, la vocación, la misión, el propósito y el sentido. Como vemos, en esta progresión vamos entendiendo el valor que tiene aquello en lo que gastamos a diario nuestro tiempo, y por qué nos frustra si dichos conceptos no se acaban conectando.
El trabajo es todo aquello que implica un esfuerzo para alcanzar un objetivo. En términos económicos, nos permite obtener los medios para adquirir lo que requerimos. Atendiendo a la pirámide de Maslow, gracias al trabajo el individuo independiente puede llenar sus necesidades básicas de alimentación, vestido y vivienda, así como las de seguridad (salud, protección, etc.). Sin embargo, también consigue propiciar el camino hacia el logro de necesidades más altas. Por ejemplo, si una persona no tiene qué comer, es difícil que pueda ocuparse de mantener relaciones interpersonales saludables y nutritivas. Peor aún buscar su autoactualización (formación, proyectos, sueños). Es por esto que en un mundo material (ya lo hablé cuando traté de la pobreza como estado mental) necesitamos ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente, a decir del Génesis. Por esto, si no tenemos trabajo nos sentimos inseguros de poder cubrir necesidades.
Por su parte, una ocupación puede ser remunerada o no. Soy capaz de ocupar mi tiempo en investigar un tema por el mero gusto de aprender, y no ganar un centavo por ello. Por otra parte, puedo ocupar un puesto en una institución haciendo muy poco o nada y ganar un sueldo (el “piponazgo”, que le llaman). Lo ideal es que la ocupación sea un trabajo que me permita obtener réditos económicos para poder construir una vida digna para mí y quienes dependan de mí y que fomente mi crecimiento. Es un oficio si es habitual. Solo entonces el tiempo ocupado en una labor cobra importancia en mi vida. Al no tener una ocupación, nuestra existencia se siente vacía y perdemos motivación.
Para llegar a esto he de seguir una profesión, es decir, un oficio que uno ejerce y por el cual recibe una retribución. Es, además, algo para lo que me he preparado y he dedicado el tiempo en perfeccionar y así justificar dicha retribución. Por poner un ejemplo, puedo decir que soy músico porque me aprendí un par de canciones al oído, porque he dedicado muchos años de ensayo y entrenamiento a la música o porque hice una carrera en un conservatorio. El momento en el que alguien me va a pagar por ese trabajo, es evidente que va a preferir a quien esté mejor calificado, y dicha calificación es lo que conocemos como profesionalismo. Lo que se espera, entonces, es que aquella ocupación en la que trabajo sea una profesión a la que he dedicado tiempo en mejorar mis habilidades. Cuando no puedo ocuparme en la profesión en la que me he preparado o esa preparación no es aprovechada y reconocida me siento poco valorado.
Más allá de lo anterior, que es lo básico en el tema, tenemos la vocación. Existen algunas vocaciones, y una de ellas es la profesional. Esta nace de una convicción interior, un llamado a ejercer tal o cual profesión, a ocuparse en cierto trabajo. Puede percibirse como una inclinación hacia un oficio determinado, pero en el fondo es bastante más. Es la respuesta a quién soy. A mis habilidades, mis gustos, aquello que amo hacer y que me apasiona perfeccionar. Es por esto que no siempre la profesión responde a una vocación. Una odontóloga ama los animales, pero piensa que va a ser más difícil sobrevivir como veterinaria. Un músico frustrado que estudia leyes por contentar a su papá abogado. El mundo está lleno de casos así. Y si la profesión y la ocupación no sintonizan con la vocación, no existe aquel fuego interno que motiva a permanecer. Se resquebraja la estabilidad en cualquier trabajo pues no se lo hace con amor.
Incluso más profunda es la misión. Eso por lo cual siento que soy único, que tengo un lugar en los distintos grupos en los que me desenvuelvo. Esta misión es más amplia que la vocación profesional, porque no tiene que ver únicamente con qué hago en la vida, sino para qué lo hago; y no solo en el campo laboral, sino en la familia, los amigos, el barrio, etc. Por esto, la misión la vamos entendiendo conforme caminamos y tiene que ver, por supuesto, con las vocaciones. Estoy llamado a ser arquitecto pero… ¿para qué estoy llamado a serlo? ¿Qué papel cumplo en la familia, en la patria, en la sociedad como arquitecto? Entonces también debo considerarme no solo como un individuo, sino como parte de un colectivo que me permite ocuparme en la profesión a la que soy llamado, y le retribuyo con mi trabajo que busca ser óptimo y dar frutos. Cuando no hemos hallado la misión de nuestra vida, es difícil que encontremos un trabajo que nos satisfaga.
Detrás de todo esto está el propósito. Cuando hablamos de ikigai, lo tomábamos en cuenta: es aquello para lo cual hacemos cada cosa como parte de un gran paquete que engloba nuestra misión, pero que la excede. Es a la vez lo más básico y lo más importante en cuanto a la motivación en todo lo que realizamos. Mi misión puede ser la de ejercer la psicología con excelencia y centrándome en el cliente para así dar un aporte cívico y social a mi entorno. Mi propósito, mientras tanto, es ayudar a la gente con esa misión. Entonces, podría no hacerlo solo como psicólogo, sino como músico, laico comprometido o padre de familia. Incluso si en algún punto de mi vida debo dejar de trabajar en psicología, seguiría teniendo el mismo propósito, aunque habría que ajustar la misión. Es por esto que podemos confundirnos y pensar que si no encuentro trabajo en un área determinada, mi misión y mi propósito dejan de tener valor. Por consiguiente, nos frustramos y generamos vacíos.
El sentido es ese fin último hacia el cual nos dirigimos, y vimos su importancia también al hablar de ikigai. Es el más difuso, pues es aquel que vamos a la vez descubriendo y construyendo a lo largo de los años. No es de sorprender, entonces, que si queremos ajustar al sentido de vida la carrera que estudiamos apenas salimos del colegio a los 18 años, nos topemos con indecisión e impotencia. Es más, debido a lo nublado que se ve dicho sentido en la juventud, es casi seguro que no lo tomemos en cuenta para elegir una profesión y, cuando miramos atrás luego de las décadas, sintamos que erramos en la decisión. Es ahí cuando cualquier búsqueda de trabajo trae enorme desazón y vacío existencial.
Nuestra ruta a la felicidad está construida por varios bloques, y uno muy importante es nuestro trabajo. Sin embargo, como podemos ver, para que un trabajo nos llene de satisfacción no tiene que tener compañeros, jefes y ambiente laboral perfectos (lo cual es imposible): debe ajustarse a una vocación-misión y a un propósito que se enmarca en un sentido de vida. Esta suma es lo que los japoneses llaman ikigai. En consecuencia, cuando vemos claro esos niveles más profundos, el hecho de tener una ocupación desagradable o no tenerla nos afecta y nos entristece, pero no nos tira abajo. Seguimos luchando por sentirnos mejor en el espacio que ocupamos, entendiendo hasta dónde llega nuestro esfuerzo y dónde comienza lo que no podemos controlar. Encontrar ese ikigai hace que elijamos bien las ocupaciones e incluso que nos adaptemos de una mejor forma a las que ya tenemos. Si forma parte de nuestro sentido vital, aporta a nuestra felicidad.
Buscar trabajo, en consecuencia, no tiene por qué ser una tortura desesperanzada sino una espera paciente y alegre.
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