Medio en serio, medio en broma, solemos decir (o pensar) esta frase cuando alguien nos dice que hace algo que nos duele porque nos ama. El también bastante escuchado «te pego porque te quiero». Me resuenan las palabras de La Ley en su canción El duelo: «ese instinto taurino de tu ser / me obligó a azotarte / tiernamente». Si bien el tema trata más bien sobre sadomasoquismo, podemos entender que detrás del daño que el uno le hace al otro hay amor. Retorcido, pero amor al fin. Justamente quiero hablar de estas formas de expresar amor que terminan siendo poco o nada amorosas, pues llegan a través de la violencia y el abuso. Algo de esto ya topé cuando analizaba la mente del abusador. Veamos.
En la película Luz de gas (1944) de George Cukor (basada en la obra de teatro de Patrick Hamilton), una mujer interpretada por Ingrid Bergman pretende ser convencida por su marido (Charles Boyer) de que se está volviendo loca. A partir de la década de los 70 del siglo pasado, dicha estrategia de manipulación de la realidad del otro se ha comenzado a llamar ‘gaslighting‘ (luz de gas) por esta cinta. Ya en 1980 aparecieron artículos académicos que señalaban que la necesidad de establecer vínculos de pareja por parte de las mujeres las vuelve más vulnerables a la explotación de su apego, la luz de gas. «Es posible que el encendedor [el que usa esta técnica] ni siquiera sepa que está haciendo algo estratégico o manipulador«, nos dice la doctora Robin Stern, quien ha escrito un excelente libro sobre el tema. Por otra parte, Juan Luis Linares nos recuerda la teoría del doble vínculo, surgida en la escuela de Palo Alto, que nos habla de una comunicación con dos mensajes simultáneos y contradictorios, normalmente uno verbal y otro factual (con los actos), el uno al servicio del contenido (cognitivo) y otro al servicio de la relación (emocional). Y señala que, ahí donde la respuesta instintiva sería la huida ante la paradoja, el ser humano puede metacomunicar; es decir, hablar de qué y cómo estamos comunicando. Pero no siempre podemos tomar ninguna de las dos opciones: es el caso de un niño. El doble vínculo suele surgir cuando esta comunicación paradójica y de imposible respuesta se da en una relación de dependencia que vuelve trascendental la interacción. Como la de padres e hijos o entre los esposos.

¿Cómo puede un padre que daría la vida por su hijo infligirle tanto daño como para causarles traumas (heridas) de por vida? Y sin embargo, es lo que hacemos casi todos los papás, como ya hablé en el artículo del día del padre. ¿Cómo mi mamá que me decía que me amaba me partía a palos por cualquier pequeñez? ¿O me hacía sentir que no servía para nada? Lo que puede pensar el adulto que revive esos momentos es que su madre en realidad no lo amaba. Mentía. El mensaje verbal del tipo «esto me duele más que a ti» o «lo hago por tu bien» se recibe junto con el dolor causado por la violencia física o emocional. El niño no puede huir ni tratar de entender por qué tiene que comprender que su mamá lo ama aunque en los hechos le esté lastimando. La paradoja se instaura pues la relación madre-hijo es una de las más trascendentes en la vida de una persona, y la mayor en los primeros años. Las heridas que quedan son muy grandes y difíciles de superar. A veces, imposibles.
Un individuo que ha crecido en una relación con un doble vínculo como el relatado tenderá a repetirlo en su vida de adulto. O siendo el actor (agresor) o el receptor (víctima). Es probable que en ninguno de los dos casos se dé cuenta de lo que está pasando: es una respuesta natural para su cerebro. Esta dinámica puede conducir a la luz de gas: no logro manejar que el otro no actúe como yo espero o tolere mis errores y busco (a nivel inconsciente) hacerle sentir mal por eso. Que le duela, así aprende. La letra con sangre entra. Hemos confundido el diálogo benevolente con la lucha de poder. Y, como subraya el mismo Linares, es una dinámica circular: el efecto se convierte en causa. Al ser maltratado, me siento insuficiente y sigo siendo una frustrante decepción para los demás, que vuelven a hacerme daño, a ver si así me enderezo. Y así al infinito.
Crecemos en relaciones de doble vínculo y terminamos rodeándonos de ellas. ¿Qué hacer?
1. Darnos cuenta.
Si somos víctimas o victimarios, el primer paso es identificar el problema: ¿siento tanto miedo de la reacción a mis errores que tengo que inventar historias para taparlos? Como el niño que esconde el jarrón roto para que no lo castiguen y termina diciendo que ahí nunca hubo un jarrón. ¿Me han repetido tanto que estoy loca, que invento cosas, que ahora me lo estoy creyendo? El clásico «no es lo que piensas». Date cuenta.
2. Confía en tu percepción.
Es cierto, a veces existen distorsiones por razones concretas, como el daltónico no puede ver correctamente el color verde. Pero si le han dicho que ese color es verde y viene alguien a decirle que no invente, que es amarillo, debería dudar. Con más razón si ha sido capaz de dejar de lado las distorsiones. Piensa en qué es verdad conforme a la evidencia y, si no estás seguro, pide una opinión imparcial.
3. Anular las luchas de poder.
En las relaciones, no se trata de quién tiene la razón, sino de encontrar la solución a los problemas. Incluso en una relación jerárquica como padre-hijo, no puede existir el afán de salirse con la suya. Mi pequeño ocultó el jarrón porque me tiene miedo, ¿no debería eso cuestionarme sobre mis estrategias pedagógicas? Quizás ambos nos equivocamos.
4. Metacomunicación.
Si ambos lados de la relación pueden expresar lo que sienten, no solo con lo que está pasando sino con los mensajes que están recibiendo, los dos y la relación crecen y se fortalecen. Si soy capaz de decirle a mi esposa que me explique por qué me está gritando para señalarme algo que quiere que corrija, no solo podré hacerlo, sino que ese encuentro me acercará más a ella. Comprender es básico para ordenar el amor.
Ejemplo práctico:
Mi pareja se concentra únicamente en su teléfono mientras estamos juntos. Dos opciones:
a) Me levanto y me voy, porque ya sé que eso me molesta tanto que no puedo lidiar con la ira y podría destrozar todo o hacerle daño a ella. Ella se extraña, pero piensa que seguro salí al baño. Luego le escribo un mensaje contándole que me fui porque no aguanto su actitud. «¿Qué actitud?», piensa ella. «Es un loco», concluye. Y agarra sus cosas y se va.
b) Comienzo a pensar por qué me molesta tanto. Entiendo que ella dice que le gusta estar conmigo porque me ama, pero a la vez me ignora por completo. He puesto mucho esfuerzo en esta relación, y no es justo que sea lo que recibo a cambio. Le detallo todo esto, y le pido que me explique por qué se comporta así. Ella responde que no se había dado cuenta del daño que me causaba, y promete no volverlo a hacer, toma el aparato y lo guarda. Nos abrazamos felices.
Existen relaciones que pueden tener vínculos muy fuertes (el matrimonio, la paternidad) y sin embargo actuar de una manera contradictoria, haciendo sentir que tal vínculo es delicado o nulo. Cuando aprendemos a buscar entender al otro para tener un encuentro con él, estas distorsiones tienden a desaparecer. Los niños no son capaces de hacerlo, pero si nosotros se lo mostramos podrán lograrlo cuando crezcan. Tenemos no solo el derecho, sino la obligación de aceptar nuestras emociones y saberlas transmitir correctamente. En el ejemplo anterior lo que cambia en la segunda opción es la actitud de encuentro, de diálogo, sin distorsiones y sin luchas de poder. Si crecimos en climas doblevinculares, nos resulta difícil salir de la primera opción, simplemente porque no nos damos cuenta ni de por qué nos sentimos así, ni buscamos entender las razones ocultas en el mensaje paradójico de la otra persona. Pero si nuestra meta y nuestro camino es el amor, la luz llegará y propiciaremos el encuentro. Con nuestros hijos, nuestra pareja, nuestras familias y amigos. Con todos.
Ordenar el amor es el camino para sanar sus expresiones.
Foto por Flora Westbrook en Pexels