Obras son amores

A quienes me siguen, no les he contado que este mes lo he dedicado a hablar sobre el amor. Algún perspicaz lo puede haber notado, aunque no es un tema que sea ajeno al blog. Para mí, este mes es el del amor, pues es el mes del Sagrado Corazón de Jesús, símbolo del amor humano y divino de Cristo por los hombres. Y este es el artículo que cierra el mes, así que trataré de dejar una especie de corolario sobre lo hablado: el amor que todo lo puede y ante el cual nos debemos rendir, las discusiones en la pareja, el amor propio, el paternal, el caritativo y el incondicional. En mi opinión, no hay nada que resuma más lo anterior que lo que reflejamos en el amor. Y se muestra en el viejo adagio que presento en el epígrafe: «obras son amores, y no buenas razones». Este se ve contenido en el título de una comedia del gran Lope de Vega, aunque es posible que haya sido un refrán popular ya desde mucho antes, pues la vemos citada en la Florinea, de Juan Rodríguez Florián, en el siglo previo. Pero, ¿qué quiere decir esta frase? ¿Es siempre aplicable?

Podríamos entenderla rápidamente como el hecho de que para demostrar amor no bastan las palabras, sino que hay que llevarlo a la práctica. Es lo que Jesús ya decía con su «no todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial». Por esto, Santiago decía que una fe sin obras está muerta. Y la primera carta de Juan, la epístola del amor, subrayaba: «no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad». San Gregorio de Nisa, teólogo del siglo IV, consideraba que hay tres cosas que manifiestan y distinguen la vida del cristiano: la acción, la manera de hablar y el pensamiento, en orden descendente de importancia, pero ascendente en cuanto al tiempo. Es decir, primero se piensa, luego se habla y al fin se actúa; sin embargo, esto último es lo que más demuestra la caridad. De todas formas, todo lo anterior se vuelve confuso cuando entendemos la palabra y el acto como evidencia externa de un mundo interno, que además debe ser interpretado. Esto tiene consecuencias no siempre positivas: Rogers decía que el niño no puede separar el acto de la persona, por lo que un reproche a sus errores lo interpreta como una descalificación de él mismo. Si el adulto no ha aprendido a realizar esta separación, solemos juzgar a los demás por lo que nos hacen. Y en esto también entra el error de atribución fundamental de Lee Ross: tendemos a pensar que el comportamiento del resto es causado por sus características personales y no por sus circunstancias, mientras juzgamos al revés cuando se trata de nosotros mismos.

Esto último nos lleva a cuestionar el refrán: ¿realmente puedo considerar que una persona es mala porque me hizo daño, o buena si me hace bien? ¿Ese daño y ese bien son absolutos, o es lo que yo siento basándome en mi historia? ¿Puedo en verdad decir que el otro me ama solo porque veo que hace lo que yo espero de él? Estas preguntas se dejan de lado en las relaciones, pues seguimos teniendo la dificultad de separar al individuo del hecho. Entonces, una buena persona es la que más se acerca a mi ideal de ser humano, y una mala persona la que más se aleja. Si yo me juzgo muy duramente, también puedo considerarme horrible y dejarme de amar, o -en sentido contrario- defender mi autoimagen minimizando mis errores.

Creo que no podemos medir el amor, ni siquiera por las obras. No pienso que Cristo se refiriera a eso cuando hablaba de que «por los frutos les conocerán» (sobre todo si nos prevenía de ver la paja en el ojo ajeno). Retomando los artículos anteriores: ¿puedo valorar el amor de mi padre, de mi esposa, de mi amigo, por el daño que me han hecho? ¿O podría ser que esos actos los realizaron con amor, aunque uno desordenado y hasta patológico? Pienso que el amor se refleja también en la palabra, pero antes que nada en la intención. Lo malo es que hasta ahora no se ha inventado una máquina que juzgue intenciones (que bien les haría a los árbitros de fútbol).

Hablemos del sesgo de correspondencia, o error de atribución. Cuando somos hijos, lanzamos los juicios más duros hacia nuestros papás hasta el momento de ser padres nosotros. Entonces nos damos cuenta de todo lo que ellos hicieron para procurarnos un crecimiento sano. Esto se debe a que las equivocaciones de nuestros progenitores se quedan grabadas a fuego en nuestro ser y, de forma inconsciente, calificamos a través de ellas a las personas que las cometieron. Nuestro cerebro más básico resiente de ellas, e incluso lo llegamos a decir: yo no voy a ser como mis papás. Cuando tenemos hijos, la responsabilidad nos desborda, y pensamos que somos unos grandes padres viviendo situaciones demasiado difíciles. Esto nos puede empujar a reconsiderar las actuaciones de nuestros mayores, y a entender que hicieron lo mejor que pudieron con lo que tenían. O no.

Este ejemplo, con la mira puesta en la paternidad, se puede aplicar a cualquier relación humana. Tendemos -por ejemplo- a pensar que una persona que nos alza la voz no nos ama. ¿Por qué les gritamos a nuestros hijos, entonces? ¿Por qué lo hacemos para que ellos mismos dejen de gritar? «Ah, eso es diferente», podemos replicar. No, no es diferente. Gritamos porque no somos capaces de contener una emoción y llegamos a hacer daño. Mucho daño. Es una equivocación porque somos débiles, vulnerables a nuestra parte irracional; no lo hacemos para afectar a nadie. Pero ese grito puede dejar una grave herida en nuestro niño. Cuando crezca y le alce la voz a alguien, estará repitiendo la historia. Muchas veces lo hará con amor, pero de una manera poco amorosa. Y esa persona podrá pensar que no le ama y se aleje, causando en él más frustración. Como vemos, acabamos repitiendo patrones que no somos conscientes de haber aprendido.

¿Obras son amores? Sí, en términos absolutos. Nadie puede decir que ama a alguien si no es capaz de procurar su bien. No obstante, somos limitados. Ojalá siempre fuéramos capaces de saber lo que es bueno para el otro y de dárselo. Esto, tristemente, no es verdad. En el fondo de nosotros tenemos el pensamiento de todo lo bueno, verdadero y bello que le queremos dar a la persona amada, y se lo decimos. Pero llevar esa teoría a la práctica, ese ya es otro cantar. En consecuencia, miremos a los demás desde nuestras limitaciones para poder comprender las suyas. Y amarlos y recibir amor incondicional. La única medida del amor, ya se lo dijo mucho, es amar sin medida. Y aun en ese amor infinito nos podemos equivocar. Si bien la intención será la correcta, quizás los otros no lo juzguen así, porque verán los frutos. El amor debe ser un reflejo del que Dios nos tiene. Cuidemos no solo el fondo, sino la forma, pero también aprendamos a no juzgar al prójimo únicamente por lo que vemos de ellos. El capitán del Titanic juzgó al iceberg por su punta.

Ama y haz lo que quieras: si callas, calla por amor; si gritas, grita por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor.

San Agustín de Hipona

Que el amor sea la única guía para saber demostrar amor.

Foto de Daria Shevtsova en Pexels.com

Publicado por pfreilem

Mi vocación por el estudio de la afectividad y la mente humana, y de cómo estas se integran con la fisiología y la espiritualidad, surge del propósito vital de hacer de este un mundo mejor, de persona en persona. Estoy convencido de que a través de la búsqueda del conocimiento de uno mismo y la comprensión de la realidad, podemos generar cambios no solo en nuestra individualidad, sino en los distintos espacios colectivos que habitamos. Psicólogo licenciado por la Universidad Técnica Particular de Loja, he realizado Diplomados en Psicología Cristiana y Antropología Cristiana por la Universidad FASTA (Mar del Plata, Argentina) y he participado en el Curso de Estilos de Pensamiento con el Dr. Robert Sternberg, (Boston, Estados Unidos de América) y el Seminario Psicología & Persona Humana (Lima, Perú). He efectuado prácticas en diversas instituciones empresariales y educativas. He actuado como facilitador de intervenciones apreciativas para el cambio profundo en las organizaciones. Poseo una amplia experiencia en charlas de formación, consejería y en consulta privada, gracias a la cual he podido responder a un llamado personal de incidir en la paz social a través del encuentro con la paz interior.

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