En artículos anteriores, sobre todo hablando del odio al diferente, traté el tema del estereotipo. Lo hice más en cuanto al daño que puede producir en lo social si no conseguimos salir de él. Es decir, como el estereotipo que se me atribuye llega a hacerme sentir separado o incluso que se me quiten derechos. Aquí más bien busco ver el otro lado: entender el mundo solo a través de los estereotipos me pone en riesgo de equivocarme al momento de interactuar con las personas. Es posible que no vea al otro como individuo, sino que parta del grupo en el cual lo categorizo para confiar o no en él. Y eso puede resultar ciertamente peligroso para mí.
El término estereotipo proviene del adjetivo francés stéréotype y deriva de las palabras griegas στερεός (estéreos), ‘firme, sólido’ y τύπος (typos), impresión. Fue utilizado por primera vez en 1798, en el negocio de la impresión, por Firmin Didot, para describir una plancha que duplicaba cualquier tipografía. La plancha de impresión duplicada, o el estereotipo, se utilizaba en lugar del original. Fuera de la imprenta, la primera referencia al estereotipo fue en 1850, como un sustantivo que significaba imagen perpetuada sin cambios. Sin embargo, no fue hasta 1922 que el periodista estadounidense Walter Lippmann utilizó por primera vez la palabra ‘estereotipo’ en el sentido sicológico moderno en su obra Opinión pública. Como vemos, el sentido original nos conduce a ver el estereotipo como una imagen fija en nuestra mente a través de la cual buscamos entender el mundo.
Como decía Gordon Allport, los estereotipos nos sirven para meter la realidad en categorías y así poder comprender quiénes somos y de quiénes nos debemos cuidar, entendiendo qué caracteriza al grupo al cual pertenecemos y qué a los demás, señalan Dorwin Cartwright y Ronald Lippitt. Así como estereotipar nos mantiene en una actitud defensiva, según Carl Rogers, también puede hacernos bajar la guardia cuando entendemos al otro como un semejante.
Una vez, una cliente me habló de que cierta noche estaba sola y decidió entrar a un bar para oír música en vivo. En un principio lo hizo con cautela, pero al ver que era un «bar gay» se sintió confiada y se sentó en la barra, pidió una cerveza y se relajó. Lo siguiente que se acuerda es verse con la ropa ensangrentada, caminando sola por las calles. No quiero darles más detalles, que son muy duros y dolorosos, pero es claro que la drogaron para abusar de ella y robarle. Lo cuento pues pienso que este caso de la vida real refleja de cuerpo entero lo peligroso de manejarse por estereotipos. «Los homosexuales son tan dulces… ¿qué mal pueden hacerme?». Primero, no sabía si todos los que estaban en ese bar eran homosexuales, incluido el barman; y, luego, su experiencia con homosexuales no tenía por qué generalizarse al resto. Estereotipos.
El primer peligro de acudir al molde, a la etiqueta, para juzgar al otro es equivocarme y -como en la historia de arriba- confiar sin conocer. Sentirse seguro con un individuo o un colectivo porque cuento con un esquema mental que me hace pensar que no tengo razones para temer. En otras palabras, o es de los míos o es de un grupo cercano y por ello no va a hacerme daño. Es como estar en una situación conocida: me siento seguro y las reacciones de alerta se apagan para poder seguir sin estrés. Como el animal que entra al bosque en el cual creció. Sin embargo, en ese bosque puede haber un factor diferente que represente una amenaza que no sea capaz de enfrentar. El aprendizaje previo (el estereotipo) no funciona si hay un elemento nuevo.
El segundo peligro es el contrario: me equivoco porque desconfío sin conocer. Me puedo sentir inseguro con una persona o una situación por haber vivido algo similar antes y pensar que se va a repetir a la fuerza. Suele ocurrir que estamos cómodos en ambientes que consideramos nuestros, con gente conocida o -como vimos antes- que juzgamos como iguales. Por el contrario, se prenden las alarmas si el ambiente no es familiar, y tendemos a huir. La ansiedad negativa en general es una respuesta al miedo a lo desconocido. Si la persona o el entorno no calza en ningún estereotipo, o -peor aún- le puedo poner la etiqueta de «enemigo», es lógico que no quiera arriesgarme. Y es posible que me esté perdiendo de oportunidades muy importantes: conocer personas con las cuales podamos construir relaciones saludables y fructíferas, que lleven a formar una familia o tener oportunidades de trabajo… Quién sabe. Perdernos de conocer a otro porque le tenemos un miedo ciego nos termina aislando en zonas de confort tóxicas.
El estereotipo nos ayuda a entender el mundo y le ahorra trabajo a la mente el momento de discriminar entre lo que es potencialmente útil y lo que puede ser dañino. Lo malo es encerrarnos en esos carteles o membretes y, a la final, ponernos en riesgos innecesarios. Para vivir una vida plena debemos estar abiertos al encuentro, a conocer lugares y gente, a profundizar más allá de las apariencias. Por eso se dice que no hay que juzgar el libro por la pasta. Como esa Biblia con la cubierta destrozada que tenemos en casa: leerla es dejar entrar al Espíritu Santo, aunque resulte incómodo y hasta desagradable ese exterior destruido. El otro puede ser de los míos o no, pero no debo dejar que la primera imagen me quite la posibilidad de entablar una relación con él. Tal vez se vea como alguien con quien no quiera estar, pero ser una persona que defina mi futuro. La decisión de ir más allá del estereotipo es mía.
Abrirse al encuentro con el otro es permitir que el futuro oxigene mis días.
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