Un ruido fuerte te tira al piso de forma automática. Oler un perfume en particular te pone a llorar. La sola mirada de cierto plato de comida te produce náusea. Es la respuesta inconsciente a una herida en nuestra historia. Como aquella del tema de Cuco Sánchez, No me toquen ese vals, donde el protagonista dice que todo le recuerda a «ella», sobre todo, «ese vals», pues «solo ella lo cantaba / como ella nadie más». Lo curioso es que comienza contando que se está acostumbrando a su ausencia, para terminar gritando resignado «¡qué voy a acostumbrarme, Dios, qué va!». Autoengaño puro y duro versus obediencia a la realidad. Traigo esto a colación para hablar de lo difícil que nos resulta superar el trauma, en una dificultad directamente proporcional al daño causado por él. Hace pocos días se cumplieron 20 años de la caída de las Torres Gemelas en Nueva York, y los sobrevivientes han referido sus secuelas en algo que se suele conocer como trastorno por estrés postraumático (TEPT). Un tema muy amplio, que apenas esbozamos aquí.
La palabra trauma viene del griego τραῦμα (herida), de la misma raíz indoeuropea de donde nos llega trigo, trillar y triturar. Es claro ver que no estamos hablando de un rasguño pequeño, sino de algo muy fuerte, que destroza. De ahí también traumatismo y traumatología. El Diccionario de la Lengua Española lo define como «choque emocional que produce un daño duradero en el inconsciente» y «emoción o impresión negativa, fuerte y duradera». En lo físico, «lesión duradera producida por un agente mecánico, generalmente externo». Es útil la imagen de un trauma corporal, como la fractura de un hueso, pues es algo análogo a lo que sucede en nuestra mente: hemos recibido un impacto externo tan fuerte que nos tritura en lo emocional, y si no lo curamos nos afectará para toda la vida. Imaginemos esa fractura que dejamos pasar por no ir al médico, permitimos que nos duela hasta que nos vamos acostumbrando. Aunque exteriormente parece que todo volvió a la normalidad, ya no podemos usar ese miembro como lo hacíamos antes.
El concepto de trauma ha ido modificándose en sicología desde el siglo XIX. En 1889, el neurólogo alemán Herman Oppenheim llama “neurosis traumática” a una explicación física de un problema emocional, pensando en pequeños cambios moleculares en el sistema nervioso. Otro neurólogo, Jean-Martin Charcot, comenzó a señalar que el terror experimentado durante un accidente generaba síntomas de histeria. Luego la escuela de sicoanalistas usó el término trauma de manera profusa, iniciando por Freud. Pierre Janet, filósofo, sicólogo y neurólogo francés, propuso en 1904 que cuando una persona experimenta emociones violentas, no las puede integrar con los esquemas existentes en su mente y genera memorias que lo alertan ante posibles eventos similares. Esto nos lleva al concepto de estrés postraumático, que se detecta sobre todo como una consecuencia sicológica de la guerra.
Sin embargo, el estrés postraumático no se refiere (o no debería) únicamente a eventos notoriamente catastróficos. Depende de qué causa el trauma (la herida), lo cual cambia de persona a persona. Por esto Richard Lazarus, teórico del estrés, consideraba que ningún hecho tenía por qué ser estresante de por sí. Con esto desmentía de algún modo la Escala de Reajuste Social (SRRS) de Holmes y Rahe, que hacía un «ranking» de eventos estresantes, desde una violación menor a la ley (en un básico 11) hasta la muerte de la pareja (con un altísimo 100). El sicólogo Enrique Echeburúa, piensa que la intensidad y la gravedad de un hecho produce una especie de «empacho emocional», por el cual la mente no lo puede digerir apoyado en sus recursos sicológicos normales. Peter Levine, que ha impulsado una terapia somática para enfrentar los traumas, nos recuerda que «cuando un árbol joven es herido crece alrededor de esa herida», lo cual es la base para que piense que el trauma se puede curar.
Cuando hemos pasado un evento que nos ha marcado, la mente tiene dos vehículos de reacción: o guarda una memoria traumática, o bloquea el recuerdo de manera parcial o completa (amnesia disociativa). No nos sorprenda que una persona no deje de sentir náusea cuando se le muestra nada más la imagen de una torta de atún cuando una le produjo una infección en algún momento de su vida. Por el contrario, no es extraño que un chico que vivió, por ejemplo, un doloroso divorcio paterno en su infancia haya olvidado por completo los años que rodearon ese hecho. La memoria se transforma en un recurso de protección para nuestro inconsciente, pues evita volver a sentir el mismo dolor, en un caso, o revivirlo con el recuerdo.

Leí el testimonio de una persona que sobrevivió a la caída de las Torres Gemelas, habiendo trabajado en ellas. Si hubiese llegado cinco minutos antes, hubiera sido aplastado por la explosión dentro del ascensor; sin embargo, cuando llegó al edificio donde estaba su oficina vio a la gente saliendo despavorida, junto con una nube de humo. Por ello, logró salvarse al escapar del lugar en un tren subterráneo (luego de algunos eventos que lo impulsaron a ello). Es interesante (y muy doloroso para quien lo vive) como su memoria traumática lo prevenía de los viajes en avión o hasta en carro. Cuenta que cuando fue a ver una película que trataba el tema del 11-S, sin pensarlo se lanzó al suelo el momento en que los parlantes reprodujeron la explosión que él escuchó ese día. Lo que más le afecta hoy es la culpa: «¿por qué yo sí y por qué otros no?».
Esto es lo que Lifton y Olson describieron como el síndrome del superviviente en 1976. Es en realidad una parte del TEPT, pues son pensamientos intrusivos que se meten en la cabeza sin que los busquemos y nos regresan de alguna manera a emociones pasadas. Y nuestra mente tiende a buscar culpables para descargar un poco del peso de esa carga emotiva. El síndrome del superviviente nos hace sentir esa culpa a nosotros porque la responsabilidad de haber seguido adelante cuando tantos otros no lo lograron nos obliga a pensar que no merecemos esta suerte. Es una manera algo retorcida con la cual nuestro inconsciente pretende regresar a aquellos que ya no están. Hacemos una especie de trueque imaginario: yo me voy para que el otro vuelva.
Si bien, como decía al inicio, el TEPT se refiere sobre todo a dramas muy fuertes (desastres naturales, accidentes, muertes repentinas, amenazas a nuestra vida) podemos sentir una suerte de estrés postraumático proporcional a la gravedad o la intensidad del evento (como señala Echeburúa). Si me enfermé comiendo ostras y terminé en el hospital, es posible que sienta una reacción adversa con solo volver a pensar en ostras. Si la separación que sufrí con mi pareja fue sumamente dolorosa y hasta cierto punto inesperada, seguiré soñando en ella por mucho tiempo e incluso sentiré culpa por el daño que yo le infligí (aunque haya sido más bien al revés). La mente guarda programaciones para poder enfrentar los hechos cotidianos, pero si un hecho se sale de esa normalidad, grabará otra manera de reaccionar para no verse nuevamente afectado por algo igual.
Es probable que, de una u otra forma, todos hayamos experimentado heridas en nuestra historia que nos condujeron a una memoria traumática (o a un bloqueo de esos recuerdos). El punto es que nadie puede controlar esa programación hasta que no asume el hecho y aprende a vivir con él sin querer modificarlo. Porque, mientras la máquina del tiempo no exista, el pasado es algo que no es susceptible de cambio. Lo único que tenemos para actuar es el aquí y el ahora. Más allá, solo está la película que se pasa nuestra mente y así nos cuida de repetir ese trauma. Asumir que nuestros vacíos no se van a llenar con nada y que nuestras heridas solo se curan cuando las aceptamos y le vamos pasando el alcohol de nuestros propósitos y nuestros sueños, nos permite romper ese círculo del TEPT. Eso es resiliencia; eso es crecer, como el árbol, alrededor de nuestras heridas.
A través del amor y el propósito, el futuro siempre es más brillante que el ayer.
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