Ya en otras ocasiones, sobre todo en el artículo acerca de la mala gente, he hablado de la tendencia que tenemos a decir que una persona que hace algo terrible es perversa. También funciona al otro lado de la moneda, quien realiza una obra maravillosa se califica como una buena persona. No nos detenemos a considerar las circunstancias, ni nos ponemos en su lugar para imaginar qué hubiéramos hecho nosotros. Es más, la mayoría pensamos que somos buenos aún a pesar del daño que hemos cometido a lo largo de la vida. ¿Quién puede juzgar quién es bueno y quién es malo? Por otra parte, somos capaces de caer en la tentación de irnos al otro extremo: como no podemos juzgar a los demás, no podemos tampoco decir si su actuación es correcta o no. No juzgar al otro es misericordia, juzgar los actos es justicia, ambas cualidades del Padre bueno que son una muestra de Amor.
Carl Rogers nos señala que el niño no puede separar el acto de la persona, y existen adultos que no han logrado hacerlo tampoco. Este es un ejercicio de pensamiento abstracto que no es sencillo, pues implica entender que detrás de cada hecho no está solo la intención consciente de su protagonista, sino cosas más profundas en su mente y muchas variables externas. Recordemos que Lee Ross trató sobre el concepto del sesgo de correspondencia o error fundamental de atribución, según el cual tendemos a darle poca importancia a la situación y demasiada a la disposición del individuo en cuanto a lo que hace. Por esto, solemos juzgar a la persona porque comete un error mientras nos justificamos por los nuestros. Jesús, en cuanto a esto, nos dio dos máximas que resultan lapidarias, ambas en el contexto del Sermón de la Montaña: «con la medida con que midan se les medirá» y «saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la paja del ojo de tu hermano».
La palabra juzgar viene del latín iudicare (dictar un veredicto), de manera análoga a la palabra juicio, del latín iudicium (veredicto), derivan de ius (derecho, ley) y dicare (indicar); es decir, indicar lo que es de derecho, justo. Veredicto, a su vez, junta dos palabras latinas, vere y dictum que quieren decir ‘con verdad’ y ‘dicho’, dicho con verdad. Por su parte, el término ‘justo’ (de donde provienen ‘justicia’ y ‘justificar’, que es “hacer justo”) también nos llega de la voz latina ius, que se asocia con la raíz indoeuropea *yeu-dh, recto. O sea que al juzgar estamos buscando llamar la atención sobre lo que es recto. ¿Qué es recto, en términos morales? Lo que conduce al bien. En consecuencia, podríamos decir que una persona es recta, pues encamina sus actuaciones a lo que es bueno, verdadero y bello; sin embargo, es difícil (si no imposible) determinar si esto es realmente así, pues no somos tan conscientes como quisiéramos.
El otro día tuve una conversación en una red social con una querida amiga sobre este tema. Ella, apegándose a los principios cristianos, consideraba que no se podía juzgar los actos, pues el único que puede hacerlos es Dios. En sentido estricto, tiene razón, ya que un juicio, que por definición y etimología debe ser justo, recto, verdadero, solo le corresponde a quien conoce la verdad completa de un hecho. Ningún hombre tiene esa capacidad, en consecuencia solo el ser Omnisciente (el que conoce todo) podría juzgar a la persona a través de sus actos. Pero esto es entrar en complicaciones teológicas o filosóficas. En lo práctico, juzgar los actos sin juzgar al actor nos permite entender cómo reaccionar y corregir lo que haga falta.
Si, con un afán misericordioso en extremo, decidimos no dar nuestro veredicto sobre lo que ha hecho alguien (incluyéndome), puedo caer en el peligro de aceptar todo, de dejar pasar tanto lo bueno como lo malo, lo falso como lo verdadero, sin cernir ni filtrar. Me acuerdo con esto de una hermana carmelita que decía que a nadie se le podría negar la eucaristía, pues Dios que es el amor puro no le quitaría la posibilidad de acercarse a él. Esto es olvidar lo que nos remarca san Pablo en la primera carta a los Corintios: “el que come el pan o bebe la copa del Señor indignamente peca contra el cuerpo y la sangre del Señor”. Si no juzgamos nuestros actos, entonces, no podemos saber cuándo somos dignos o no. Y si ese juicio no viene de uno más amplio sobre los actos como tales, en cuanto correctos o no, no podemos entender qué está bien y qué está mal.
Por contra, una visión demasiado judicial puede pasar por alto las circunstancias en las que se dieron los hechos. Esto es considerar al hombre como una máquina que siempre debería actuar según la programación y si no, hay que desecharla. Se divide al mundo entre los nuestros (los justos, los buenos) y los enemigos (los perversos). Es el otro extremo de la visión de Dios: como Él nos juzgará en el último día, yo ya adelanto ese juicio para condenar al pecador y así sentirme justificado porque no soy como él. Dejo de mirar a la persona y me enfoco en el mal. También existen los escrupulosos que se incluyen en el grupo de los juzgados, los indignos, que por sus flaquezas no alcanzarán nunca la misericordia divina. Esto, por su parte, es ignorar que el ser humano es débil por naturaleza y lo que juzgará el Padre es el amor con el que actuamos, abandonándonos a su amor.
En definitiva, quien no juzga a la persona tratando de participar de la misericordia con la que el Creador nos ve es capaz de entender al otro como se entiende a sí mismo, como imagen de Dios herida por el pecado. Sin embargo, no podemos dejar de juzgar el bien o el mal en nuestros actos, precisamente para buscar esa perfección a la que nos llama nuestra sed de infinito, nuestra ansia de encontrar al Padre, nuestra búsqueda de la felicidad última. Lo que hace daño a alguien, a mí o a otro, está mal. Que ese mal puede ser cometido por múltiples causas no siempre bajo nuestro control hace que nos acerquemos a la persona para ayudarlo a corregir, a perseguir lo correcto, a enderezar su camino. Comenzando por mí, siempre por mí.
Amar es juzgar el acto para buscar el bien, nunca al actor pues es humano.
Foto por EKATERINA BOLOVTSOVA en Pexels.com