Ejercitarse para ser felices

El ser humano es una integralidad de mente, cuerpo y alma. No “tenemos” un cuerpo, sino que somos un cuerpo. Por consiguiente, es lógico que percibamos que, cuando nos aqueja un dolor físico, sintamos dolor emocional también e incluso nuestro espíritu se vea debilitado. Y funciona en todos los sentidos: dolencias fisiológicas que tienen un componente sicológico o flaquezas espirituales que provienen de malestares corporales. Y así. El hecho es que no podemos separar ninguno de esos componentes como si los otros no existieran. Por esto, hacer ejercicio no beneficia únicamente mi cuerpo, sino todo mi ser. De eso vamos a tratar ahora.

El otro día me topé con un estudio de Max Oberste y otros investigadores (en su mayoría de la Universidad de Colonia, Alemania) que analiza el Ejercicio aeróbico agudo para recuperarse del agotamiento mental. En él descubren que las estrategias de regeneración cognitiva generalizadas, como mirar televisión, son menos efectivas que el ejercicio aeróbico, ya que una sola sesión de este beneficia la recuperación del bienestar subjetivo, mientras ver televisión conduce a un aumento de la calma pero también de la vigilia. El mismo Max Oberste, junto con un equipo muy similar, encontró asimismo que el ejercicio aeróbico agudo mejora el rendimiento posterior del control de interferencias, que es la capacidad (por ponerlo sencillo) de concentrarse en la tarea sin atender a estímulos externos a ella. Varios estudios (como el de Merom et al.) apuntan a los beneficios terapéuticos del ejercicio. Robert S. Weinberg y Daniel Gould señalan que las facilidades tecnológicas, sumadas a los estresores del mundo actual, afectan al bienestar de la persona a través de condicionantes en la actividad física que realizamos cotidianamente.

Es interesante que la palabra ejercicio tiene un pariente cercano: ejército. Esto se debe a que vienen de exercere, «ocuparse», de ex, «fuera», y arcere, «cerrar, vallar, defender», de la raíz indoeuropea *areq-, «guardar». Por eso también contamos con todas las acepciones que tienen que ver con ejercer una labor. Es decir, en la palabra ejercicio encontramos el sentido de la acción, así como la de protección. Es muy común la noción de que al ejercitar el cuerpo estamos fortaleciendo nada más nuestro aspecto externo. Resulta lógico, pues los efectos del ejercicio en el sistema musculoesquelético se nota a simple vista, mientras que nadie puede comprobar con los sentidos el influjo en lo mental, en lo afectivo o en lo espiritual, pues son intangibles.

Cuando acudimos al ejercicio como una respuesta a la inactividad de la vida moderna, nos quedamos con una parte de sus beneficios. No queremos que nuestro cuerpo se desgaste, se atrofie, se enferme y muera. En realidad, esto resulta casi inevitable. ¿Para qué ejercitarnos, entonces? Porque no se trata de evitar la muerte o la decadencia, sino de sentirnos mejor, más felices… más vivos. Nadie pone en duda el efecto positivo en nuestra salud corporal, pero pocos reflexionan sobre su efecto en la salud sicoafectiva y la espiritual. Por esta razón son tan interesantes la serie de investigaciones que se vienen haciendo en este sentido.

Me parece digno de atención el estudio sobre el efecto del ejercicio aeróbico en la recuperación mental. No nos es extraño pensar que el agotamiento se cura con descanso, entendiendo este como inacción, mientras más completa, mejor. Entonces, cuando hemos hecho un esfuerzo físico muy exigente lo único que queremos es pegarnos un baño caliente y acostarnos a dormir. Lo curioso es que tendemos a hacer esto también cuando estamos exhaustos emocionalmente. Es más, no pocas veces confundimos el agotamiento mental con el fisiológico. Incluso, el cansancio espiritual con cualesquiera de los otros. Recuerden la escena del huerto, cuando los amigos de Jesús sucumbieron al agotamiento y no pudieron orar con el Maestro.

Entendamos bien esto: el ejercicio físico puede restarnos energía física, pero nos brinda energía anímica. Y es entendible: el trabajo físico libera endorfinas en nuestro cuerpo; mientras más exigente, mayor nivel de ellas se produce. Ya le daremos lugar en otro artículo a estas sustancias, pero nos basta decir que son las responsables de la reducción del dolor y de generar sensación de bienestar. Por consiguiente, a más ejercicio, más endorfinas y más bienestar. Por esto no resulta extraño que dentro de los deportistas de élite los números acerca de depresión o suicidio sean muy inferiores al promedio de la población. De todas formas, los deportistas también son seres humanos y pueden sufrir estas condiciones, más aún cuando se los ve como héroes de masas y se les exige demasiado (ya hablé sobre Maradona o Carapaz).

El sicólogo Pablo del Río señala que “sólo con la práctica deportiva de 30 minutos de ejercicio aeróbico de 3 a 5 días a la semana se obtiene el 47 % de reducción de síntomas de depresión, tiene mejores resultados que los fármacos y la terapia”. Pero esto no queda ahí, porque los estudios apuntan a beneficios tan complejos como recuperación de la plasticidad neuronal, de la mejoría en la atención o de la formación de sinapsis o conexiones cerebrales que nos ayudan a aprender y a planificar. En resumen, que el ejercicio le da a nuestras neuronas las sustancias necesarias para poder cumplir sus funciones de mejor manera.

Si comenzamos a valorar nuestro cuerpo como parte integral de quienes somos, y comprendemos que un organismo enfermo se traduce en una mente y un espíritu poco sanos, le daremos la importancia que tiene al ejercicio físico. Y lo digo porque yo también fui de quienes lo despreciaba como asunto de vanidosos. Hasta que me entendí como un individuo: un ser que no se puede dividir entre cuerpo, mente y alma, sino que es las tres cosas juntas. Por esto, si nos sentimos agotados por el trabajo o las preocupaciones, no nos tiremos a enchufarnos a Netflix o TikTok. Salgamos a caminar, bailemos como locos, saquemos la bicicleta de la bodega. Al terminar veremos no solo que ya no estamos cansados, sino que tenemos mucha más claridad para enfrentar el siguiente período.

Cuidemos nuestra vida a través del ejercicio, para poder seguir dando vida a los demás.

Imagen de StockSnap en Pixabay

Reiniciar

Los informáticos saben que muchos problemas se resuelven reiniciando la computadora. A veces, llegan a tal extremo que no tratan de encontrar el origen del fallo y regresan el aparato al estado de fábrica, lamentablemente borrando todo. ¿Tiene virus? Formateo. ¿Se está quedando sin memoria? Formateo. ¿Un programa no se abre? Formateo. ¿Vi a mi ex en el Facebook? Formateo. Fuera de chiste, este último es el ejemplo que me lleva a relacionar ese reinicio en los aparatos electrónicos con un reinicio en nuestras mentes. ¿Se puede reiniciar o formatear nuestra mente? Cuando hablé sobre sanar vínculos topé el tema del deseo de que aquello que me hizo daño no hubiera pasado y borrar esas memorias como en la película de Michel Gondry. Eso, es evidente, no se puede. O sea, formatear la mente, negado. Pero reiniciarla sí, aplastar un Ctrl+Alt+Supr y que todo arranque de nuevo, sin perder nada, solo usándolo de otra manera.

Usar esta analogía implica entender qué pasa en un aparato cuando se reinicia. En términos sencillos (tampoco soy un experto) existe un espacio en la memoria del dispositivo que sirve para mantener los procesos que se están corriendo. Por ejemplo, si en la computadora estamos usando el navegador de Internet para responder una carta, al mismo tiempo tenemos abierta la utilidad de oficina para poder redactar esa respuesta, y aparte está funcionando una aplicación para escuchar música, todo eso se almacena en la ROM (memoria de solo lectura por sus siglas en inglés). Supongamos que el reproductor de música tiene un fallo y deja de funcionar, es posible que se quede en ese espacio de memoria y haga que el resto de procesos tengan que tomarlo en cuenta, lo cual disminuye el rendimiento. Hay veces en las que existen actividades que no detectamos, pero que el aparato inició por cierta necesidad, y que por alguna razón no puede completar. Quedará flotando en esa misma memoria. Y así. Al reiniciar, todo se vacía y comienza de nuevo.

Nuestro cerebro tiene algo parecido a la ROM: la memoria de trabajo u operativa. La memoria de trabajo es un sistema cognitivo con una capacidad limitada que puede retener información temporalmente. Esta se usa para el razonamiento y la guía de toma de decisiones y el comportamiento. El concepto fue acuñado por George Miller, Eugene Galanter y Karl Pribram. Existen algunos estudios, como el de I-Jung Chen y Chi-Cheng Chang sobre la ansiedad y el rendimiento en el aprendizaje de idiomas, en los cuales se ve que esta disminuye los recursos de la memoria de trabajo y con ello las actividades cognitivas. Esto tiene que ver con la carga cognitiva, que es la carga que soporta la memoria de trabajo mientras se realiza una tarea. Obviamente todo esto es un constructo teórico, porque nuestra mente no es una máquina, pero sirve para entender su funcionamiento.

La carga cognitiva se divide en tres partes: la extrínseca (que procede de afuera), la intrínseca (que viene de la tarea) y la pertinente (lo que en realidad nos sirve). Al igual que en un dispositivo electrónico, tenemos variables externas a la aplicación que intervienen en su funcionamiento: si otro programa está usando memoria de forma simultánea, por ejemplo. Asimismo, condicionantes que vienen de la aplicación misma: un virus que la ha infectado y hace que “se cuelgue”. Y lo que nos interesa: la información que debe procesar la aplicación para que obtengamos el resultado que queremos. Si uno de los elementos previos vuelven más lento o de plano obstruyen el proceso, la solución muchas veces es reiniciar para que esa memoria se libere y el proceso empiece de forma limpia. Es lo que ocurre con nuestra memoria cuando tenemos procesos mentales que distraen de lo que queremos lograr.

Muchas veces, al estar enfrascados en una tarea intelectual, el ruido (no solo sonoro) del exterior se inmiscuye en nuestro cerebro. Estamos sentados en una silla incómoda, nos llaman a pedir un favor, hay luces parpadeantes en la calle, etc. Esta carga cognitiva extrínseca suele ser más fácil de manejar: me cambio de silla, pedimos que nos den tiempo con el favor, cerramos la cortina. No siempre es tan sencillo, y no siempre es tan externa. Muchas veces es nuestra misma mente enviando mensajes fuera de contexto. Por ejemplo, estamos pensando en qué hacer mañana con el trabajo pendiente y nos comienzan a invadir las ideas sobre las cuentas por pagar, la pelea con nuestra pareja, el contexto político o la salvación de las almas. En fin, que no podemos “concentrarnos” en lo que debemos hacer por tener muchas preocupaciones. Esto ya no es tan fácil de resolver. ¿O sí? Veremos.

El problema más común está en la carga cognitiva intrínseca, es decir, la que nos trae la tarea misma. ¿Puedo enfrentar este conflicto con mi esposo? ¿Seré capaz de pedirle un aumento al jefe? ¿Y si mi hija no acepta mis consejos y se va de la casa? Me propongo hacer algo (resolver el conflicto, pedir el aumento, aconsejar), y ello me ocasiona inseguridades y temores. Es evidente que esto tiene que ver con nuestra historia, cómo aprendimos a reaccionar a ciertas circunstancias y el refuerzo que tuvimos en esos aprendizajes. Si siempre (o casi) que discuto con mi esposo terminamos distanciados, no querré ese desgaste. Si cada vez que pedí aumento me lo negaron, no me arriesgaré. Si mi hija no tolera mis palabras, no desearé soportar una escena. El punto es entender esa historia y saber qué puedo corregir aquí y ahora.

Claro, lo ideal es enfocarse en la carga cognitiva pertinente, dejando de lado todo ruido externo o interno. Acallando las voces de nuestra mente que nos distancian de nuestro propósito. Para esto lo prudente es reiniciar, como si la mente fuera un aparato electrónico. ¿Cómo se hace esto? Debemos desconectarnos por un tiempo (segundos, minutos, días, meses) hasta saber que podemos recomenzar limpios y sin otros pesos. ¿Necesito pedir un aumento? Debo entender que las veces anteriores fueron distintas y fijarme en los errores que cometí para no repetirlos. Una vez que mi mente dejó de lado esas ideas, puedo enfocarme en qué, cuándo y cómo voy a decirlo para que sea una petición realista y realizable. Y si al pensar en todo esto comienzo a sentir que la presión que tengo en casa para conseguir un aumento me atormenta, primero he de entender de dónde viene esa presión y resolverla, pues si no lo hago no llegaré a nada. Mi cabeza debe sentirse libre de todo aquello que no es por lo que vine.

Nuestra mente se desarrolla aprendiendo comportamientos y pensamientos que terminamos repitiendo aunque no nos hagan bien. El secreto para realizar de la mejor manera todo lo que nos proponemos es el enfoque, y muchas veces debemos reiniciar con ese fin. Dejar decantar las ideas, aceptar y manejar de manera positiva las emociones, apartar los pensamientos intrusivos y los distractores externos. Como si volviéramos a empezar de cero, sin una historia y sin cargas innecesarias. Pongamos nombre y visualicemos esas cargas para poder apartarnos de ellas. Grafiquemos: si mi carga es la preocupación económica, imaginemos que es un símbolo de dólar que tiramos a la basura para abrazar lo que en verdad debemos resolver. Cuando quitamos polvo y paja y nos quedamos con el condumio, todo es más fácil de llevar. Mucha de la ansiedad negativa viene de no saber qué hacer con esa memoria saturada que vuelve más lento e invivible nuestro propósito. Permitamos que la mente tenga ese reinicio, esa oxigenación, y retomemos.

Aquello en lo cual tenemos puestos cerebro y corazón es lo que en realidad alcanzaremos.

Yo me entiendo

Creo que todos hemos oído a alguien responder con esta frase cuando se le pide que repita o explique lo que acaba de decir. Es natural que ante una reacción así, nos quedemos incómodos, frustrados o incluso enojados. Porque, a la final, no llegamos a entender lo que esta persona nos quiso decir, y somos capaces de ponernos a dar mil millones de interpretaciones, a cuál más arbitraria. Es por esto que aquí quiero reflexionar si es válido emitir una oración así, qué podemos comprender en ella y cuál podría ser nuestra respuesta. Y tendremos que hablar de dos cosas: la evolución del lenguaje y sus funciones. Algo que de alguna manera ya he tratado antes, mayormente cuando hablé de las redes sociales y en el artículo sobre cómo la simplificación en el lenguaje escrito nos está entonteciendo.

Primero hay que comprender la palabra lenguaje. Esta viene del latín lingua, asociada al órgano de la lengua (por metonimia), a través del occitano lenguatge. Es por esto que se la suele relacionar con la palabra en cuanto capacidad del hombre. El Diccionario de la Lengua Española consigna la primera acepción como: “facultad del ser humano de expresarse y comunicarse con los demás a través del sonido articulado o de otros sistemas de signos”. Sin embargo, también existe la de “conjunto de señales que dan a entender algo”. Esto se debe a que esta función comunicativa no se limita a la voz, sino que se extiende al gesto, la palabra escrita e incluso a las actitudes. Por esto, podemos decir que el lenguaje no es exclusivo del ser humano, sino que muchos animales lo poseen de distinta manera: el canto de las aves, la danza de las abejas, el maullido del gato, la actitud amenazante del lobo, etc. Lo que distingue al lenguaje humano es su relación directa con el pensamiento: el Homo sapiens es el único ser capaz de designar entidades abstractas (es decir, lo que no captan los sentidos) con sonidos específicos.

Esta especificidad, flexibilidad y complejidad hacen de nuestro lenguaje un misterio, al igual que mucho de lo que tiene que ver con el hombre mismo. Así, el origen del lenguaje es algo que se pierde en la penumbra de los tiempos, pues no se puede desenterrar con pala (parafraseando a Teilhard de Chardin sobre el sentimiento religioso). Las teorías son tan distintas que es difícil que podamos abarcarlas aquí. Por ejemplo, Steve Pinker, basa la suya en la continuidad. Según esta, el lenguaje humano evoluciona de sistemas prelingüísticos existentes en nuestros ancestros primates. Por esto señala que el lenguaje no es una capacidad innata de la especie Homo sapiens (como postula Chomsky), sino que proviene de sistemas comunicacionales anteriores a él de una manera progresiva y gradual. Se especula que la complejidad de nuestro lenguaje tiene que ver con la capacidad cognitiva más desarrollada de los homínidos y sus intrincadas estructuras sociales, las cuales se alimentan mutuamente.

Por todo esto, podemos decir que el lenguaje tiene múltiples funciones: referencial (informa sobre hechos concretos, p.e. “esta es una pelota”), expresiva (transmite emociones subjetivas, p.e. “me gusta jugar pelota”), apelativa (exhorta, pide u ordena una acción, p.e. “pásame la pelota”), estética (busca la belleza, p.e. “la redonda ilusión del futbolista”), fática (centrada en la relación, p.e. “juguemos pelota”), metalingüística (hablar de lo que hablamos, p.e. “¿qué entiendes cuando digo ‘pelota’?”). Tenemos, asimismo, muchos modelos funcionales, y he usado el de Roman Jakobson por parecerme más completo. El punto aquí es entender que el lenguaje, como herramienta comunicativa, no transmite únicamente conocimientos. Transmite emociones, pensamientos, puntos de vista, apreciaciones sobre lo bello, etc. En definitiva, al hablar comunicamos mucho más que lo que dicen las palabras.

En este sentido, no parece válido decir “yo me entiendo”. Las funciones lingüísticas tienden a transmitir un paquete de información entre el emisor y el receptor, como entre la estación de radio y el aparato en la casa (¡este ejemplo suena tan antiguo!). Luego, sería absurdo pensar que el hablante satisfaga su necesidad solo expulsando información, sin esperar que el oyente la entienda. Sería como que el radiodifusor se contente con transmitir, aunque no haya receptor que capte esa señal. Si hablamos para que los demás capten nuestra señal, ¿por qué escudarnos tras un “yo me entiendo” cuando no lo hacen?

Aquí es donde reflexionamos sobre las funciones del lenguaje. Si nuestra intención es informativa, no tiene sentido cerrar el diálogo con un “yo me entiendo”, porque es claro que el contenido no fue recibido y no informé nada. Sin embargo, si la función es expresiva, tiene todo el sentido, pues esa frase refleja mi frustración ante la incomprensión del otro. Esas palabras generan un malestar en él que lo puede impulsar a un esfuerzo extra hacia ese entendimiento. Pero en este mismo aspecto, también habla de un victimismo que no conduce a nada. Ya que la victimización nos viene del aprendizaje de “guagua que llora no mama”, por supuesto que tendemos a presentarnos como sufrientes para que el otro se sienta culpable y no tener que intentar explicarnos mejor. Tiene, por consiguiente, una función apelativa: “si no me entiendes no es cosa mía, sino tuya, haz un esfuerzo”.

Ante esto, pienso que la función más importante en esta frase es la metalingüística. Es una persona derrotada, que no encuentra caminos para expresarse, aunque sienta que lo hace lo suficientemente claro. Por eso él se entiende, no el otro. ¿Qué hay que cambiar, entonces? Es evidente que él tiene que actuar para lograr la comprensión. Es algo similar a la muletilla que muchos usan: “¿entiendes?”. O aquel “no nos estamos entendiendo” o, más directo aun, “no me estás entendiendo”. O esa un poco más elaborada: “ante tus argumentos no vale la pena seguir discutiendo”. Todas estas palabras tienen detrás el sentido de mostrar que uno siente que está explicando bien, mientras los demás no hacen el trabajo que les toca para comprender. Es el otro el que se tiene que acercar a mi posición, y no movernos ambos a un acuerdo.

Todo este análisis sobre una simple y común oración tiene como fin hacernos ver que la comunicación humana es un fenómeno muy complejo. Se manifiesta en el habla, pero proviene de algo más profundo y tiene connotaciones mucho más determinantes. Por esto, para comunicarnos bien no basta “mover nuestra lengua”, por decirlo en criollo. U oír sin reaccionar. Hay que escuchar de forma activa (lo señala Rogers), porque hablamos para tratar de entendernos, con el fin de expresar nuestras emociones, y así movernos al cambio, encontrarnos y lograr avanzar juntos. No lanzamos palabras al viento por si alguien se anima a recogerlas, transmitimos emociones y pensamientos para fortalecer relaciones. Si no buscamos esto en nuestras comunicaciones, de nada sirve lo bonito que hablemos.

Hablar para encontrarnos, ese es el punto de todo.

Foto de Andrea Piacquadio en Pexels.com

El miembro fantasma

El ser humano tiende a querer llenar sus vacíos con algo, porque ese vacío duele. Es como cuando una persona pierde una parte de su cuerpo y siente que ahí le sigue doliendo o produciendo alguna sensación desagradable. Pero, al igual que tratar de rascar o frotar ese miembro fantasma para calmar la picazón o el ardor, no podemos llenar el vacío en nuestra vida con nada. Esos vacíos son la muerte de un ser querido, alguna pérdida muy importante, los sueños no cumplidos, etc. Y con lo que se busca llenarlo es, normalmente, con placer efímero o riesgos innecesarios (o los dos a la vez). Esta es la historia del síndrome del miembro fantasma mental.

El síndrome del miembro fantasma es un fenómeno por el cual una persona a quien se le ha amputado un miembro percibe sensaciones como si aún estuviera ahí. Existía la explicación de que el cerebro seguía recibiendo los impulsos nerviosos del miembro perdido, hoy se piensa que el cerebro tiene áreas específicas para cada parte del cuerpo. Por tanto aunque el miembro ya no esté, esa área neuronal seguirá buscándolo. Es lo que señala Vilayanur S. «Rama» Ramachandran, neurólogo indio que habla de que estas sensaciones se toman “prestadas” de secciones vecinas a la del miembro amputado. De todas formas, no entendemos todavía las causas para que, entre el 50 y el 80% de los pacientes tengan estas sensaciones. Parece ser que esto disminuye cuando el cerebro logra reorganizar esta información sensorial.

En lo emocional, pasa algo similar. Sentimos que ya no tenemos cierta cosa o que nunca la tuvimos a pesar de lo importante que hubiera sido en nuestra vida. La ausencia de padre del hijo de una madre soltera, los padres del niño fallecido por “muerte de cuna”, el individuo que sufrió la pérdida de un amigo cercano en un accidente… Todos estos son casos de “miembros” amputados. Cada persona tiene su lugar en nuestra mente, pero sobre todo en nuestro corazón. Y ese lugar que no está ocupado marca nuestra vida para siempre.

Hay ocasiones en las que nuestro inconsciente tiene la idea de poder llenar ese vacío. Es como la ilusión inalcanzable de regresar a ese ser querido o ponerlo en el sitio donde siempre debió estar. Entonces, el hijo busca la figura paterna en relaciones de pareja autoritarias; los padres se apresuran a tener otro hijo para olvidar al fallecido; el amigo se hunde en las drogas y las situaciones peligrosas. ¿No se valoran, no valoran la vida? Es evidente que el valor ha cambiado de foco: ahora es simplemente el vacío que quieren llenar.

Detrás de cada conducta a todas luces dañina para uno mismo o los demás está la necesidad de llenar un vacío. Es calmar el dolor del pie amputado. Es imposible, pero la profundidad de nuestra mente no se da cuenta o no lo quiere reconocer. Decía Alfonso Barrera: “los baldados lo saben: el miembro que más duele es el perdido”. Y recuerdo (mi tío Carlos me lo enseñó) todo esto dentro del marco de lo que hemos llamado el reciclaje emocional: la única manera de darle una respuesta saludable a esa pérdida es transformar esa emoción devastadora en energía creativa. Pieter van der Meer de Walcheren lo señalaba: “el arte es el canto de una privación”. Por eso vemos tantas novelas, películas, canciones que nos hablan de amores no correspondidos, de historias trágicas, de pérdidas irreparables, de sueños inconclusos. Es el canto de la privación.

Si logramos detectar nuestros vacíos y darles una respuesta creativa, conseguiremos atravesar la vida sin que ese miembro perdido nos siga doliendo. Nos hará falta, lo extrañaremos cuando vayamos a hacer algo que antes realizábamos sin dificultad gracias a él. Sin embargo, no nos detendrá, porque habremos logrado reorganizar esa zona para que no tome sensaciones de otras partes. Pues no hay relación sexual que cure la falta de amor, ni persona (por buena que sea) que suplante a otra, ni necesidad que llene el vicio o el deporte extremo. Lo único que nos permite seguir caminando sin mirar atrás es la certeza de que ese vacío representa algo valioso que tal vez perdimos o nunca tuvimos, pero que podemos sentir que no nos hace falta ante el resto de joyas que Dios nos ha regalado. Porque todos hemos perdido algo, aunque no todos sabemos superarlo.

El amor nos lleva a entender el vacío y transformarlo en emociones fructíferas, con creatividad.

Imagen por Erik Smit en Pixabay

Nos estamos entonteciendo

Hace unos días, mi colega y amiga María José Barona compartió en su página de Facebook un artículo que escribió hace bastante tiempo Christophe Clavé, profesor de estrategia de la HEC (Escuela de Estudios Superiores de Comercio) de París. En él se señala que el coeficiente intelectual promedio ha venido bajando en las últimas décadas. Clavé le echa la culpa al atrofiamiento del lenguaje. Cuando escribí mi artículo explicando por qué ya no soy psicólogo, pues le quito esa p inservible a la palabra, reflexioné algo sobre el lenguaje. Diríamos que esta es la otra cara de la misma moneda. Es un tema que me apasiona, y en el cual hay mucha tela que cortar.

Christophe Clavé señala que «el coeficiente intelectual medio de la población mundial, que desde la posguerra hasta finales de los años 90 siempre había aumentado, en los últimos veinte años está disminuyendo«. Y señala que es el regreso del llamado efecto Flynn, según el cual desde la Segunda Guerra mundial hasta el comienzo de este milenio el coeficiente promedio subía unos puntos por década. Clavé menciona las novelas distópicas 1984 y Fahrenheit 451, en las cuales regímenes totalitarios controlan la población a través del manejo de varios aspectos de la cultura, entre ellos el lenguaje. Noam Chomsky estudió bastante el lenguaje, y nos dijo que el niño lo aprende gracias a que poseemos estructuras cerebrales que reconoce una gramática universal, una identidad básica en el idioma. Incluso desde antes de nacer, el ser humano va desarrollando su edificio neuronal gracias a la comunicación con otros seres a través de la lengua. Es decir, la lengua es una herramienta de pensamiento, y por tanto mientras más compleja es, mayor es su aporte a nuestro desarrollo cognitivo.

Recuerdo que la misma «Pocho» Barona me prestó hace algunos años un libro que me fue ayudando a entender mejor la evolución de la lengua española (aparte del que ya mencioné de Ángel Rosenblat): Palabralogía (la vida secreta de las palabras) de Virgilio Ortega. En él, el autor afirmaba que seguimos hablando latín, en gran parte el mismo que usaba el pueblo de Hispania hace casi un milenio. Y justo mi reflexión va hacia esta perenne lucha entre el habla popular y la lengua culta.

Antes, la distinción entre el lenguaje que utilizaban las personas cultivadas y el pueblo ignorante se asemejaba mucho a la que se podía hacer entre la lengua oral y la escrita. Hoy, con un porcentaje de alfabetización mundial que se acerca al 85%, esta analogía es cada vez más inútil. En realidad, en la actualidad gente de distintos niveles de educación usan la escritura como herramienta primordial de comunicación. Esto se debe en gran parte a los sistemas electrónicos de mensajería que popularizaron el e-mail, a partir de mediados de la última década del siglo anterior; los mensajes de texto (SMS) y los ‘chats’ a inicios de este. Ahora, aunque el acceso a internet no alcanza la mitad de la población mundial, la otra mitad lo usa profusamente para comunicarse con personas cercanas o lejanas.

Es por esto que, hoy por hoy, no es que no leamos. Es que leemos cosas escritas en lenguaje coloquial, o -en todo caso- muy simple. La evolución idiomática siempre es llevada por este lenguaje, pues el hablante modifica la lengua y las academias (si las hay, como es el caso del español) terminan aceptando lo que ya es de uso común, oralmente pero sobre todo en lo escrito. Cuando la imprenta aún no había democratizado la palabra escrita, era más fácil distinguir dónde comenzaba el habla culta y dónde terminaba la popular. Hoy no es tan sencillo.

Ahora nos sorprendemos de encontrar textos que tengan vocablos «complicados». Es más, el «corrector de estilos» automático que uso para escribir esto me sugiere que cambie algunas palabras por otras más simples. Hemos bajado la vara, y debemos adaptarnos al lector más básico, en lugar de proponer a ese mismo lector que expanda sus conocimientos y se fuerce a entender lo que digo. Es una sociedad acomodaticia, y buscamos confort más que crecimiento. Esto, conviene decirlo, es natural por un lado y poco saludable por otro. Natural, porque los seres vivos buscan el equilibrio (la comodidad) para sentirse tranquilos: un perrito no saldrá a cazar pues tiene comida en su plato. Sin embargo, el hombre siempre busca su autorrealización, su actualización (Rogers, Maslow) y eso implica que no se siente conforme si puede tener algo mejor o ser él mismo una persona más completa.

De todas formas, vivimos en un mundo gobernado por el llamado «cuarto poder», que ahora no solo es la prensa, sino los medios sociales. Y ese es un mundo que busca la salida fácil y la respuesta inmediata. Un mundo hedonista, anestésico y analgésico. En un mundo así, la palabra escrita no dista mucho de la hablada, para que el esfuerzo de entenderla sea cada vez menor. Porque aquí y ahora, el que se aburre se va y deja de seguirte. O sea, deja de leer lo que le puedas aportar.

La plasticidad neuronal aumentó mucho, en promedio, en el siglo pasado debido en gran parte al avance de la imprenta. La gente no solo tenía más facilidad para acceder a libros de todo tipo (científicos o de ficción), sino que muchas publicaciones periódicas (revistas, diarios, etc.) podían llegar a cada hogar. Y el lenguaje en ellos obligaba al lector, por un lado, a esforzarse por entender una palabra nueva atendiendo al contexto y, por otro, a buscarla en el diccionario o una enciclopedia si no la lograba comprender. Eso no solo ampliaba su vocabulario, sino que era un ejercicio mental que desarrollaba su capacidad cognitiva.

Hoy, es raro que el lector de redes sociales, blogs o noticias se tope con un término que no entiende. Y si eso pasa, basta un par de clics y ya tiene el significado. Esto ha producido una generación de lectores acomodados a no aprender a pensar más allá de lo establecido por el mainstream, por lo común y corriente. Pues esto rebasa la gramática o la ortografía, o el léxico utilizado. Estamos ante un límite en las ideas, en el pensamiento fuera de la caja. No solo que no queremos hablar mejor, sino que nos rehusamos a pensar y expandir los límites de nuestro entendimiento.

La comodidad en sí no es mala, pues es la que (junto con la necesidad) ha generado la tecnología y la invención. Si el hombre pudo ponerle ruedas al carromato y tener que hacer menos fuerza para jalarlo, y se le ocurrió domesticar animales que lo hagan por él, eso le permitió usar esa energía en otro tipo de cosas. La comodidad es la base del desarrollo de la humanidad. Pero si la intención del desarrollo infinito es suplantada por la de la inacción infinita, entonces eso que representaba una ampliación de sus órganos ahora es una atrofia de su uso (McLuhan).

Busquemos ampliar nuestros horizontes no solo con viajes físicos sino también intelectuales. No sigamos entonteciéndonos con una utilización simplista del lenguaje, por el contrario esforcémonos por escribir y -sobre todo- leer cosas que nos exijan, que nos obliguen a pensar, imaginar y aprender. Solo así la humanidad recuperará ese efecto Flynn para poder seguir creciendo como sociedad. Y, por qué no, que eso nos impulse hacia un encuentro, a ser más humanos, porque mientras más conocemos, más amamos.

Que la lectura vuelva a ser un ejercicio importante para desarrollar nuestras mentes.

Imagen por VSRao en Pixabay

No puedo superarlo

Un ruido fuerte te tira al piso de forma automática. Oler un perfume en particular te pone a llorar. La sola mirada de cierto plato de comida te produce náusea. Es la respuesta inconsciente a una herida en nuestra historia. Como aquella del tema de Cuco Sánchez, No me toquen ese vals, donde el protagonista dice que todo le recuerda a «ella», sobre todo, «ese vals», pues «solo ella lo cantaba / como ella nadie más». Lo curioso es que comienza contando que se está acostumbrando a su ausencia, para terminar gritando resignado «¡qué voy a acostumbrarme, Dios, qué va!». Autoengaño puro y duro versus obediencia a la realidad. Traigo esto a colación para hablar de lo difícil que nos resulta superar el trauma, en una dificultad directamente proporcional al daño causado por él. Hace pocos días se cumplieron 20 años de la caída de las Torres Gemelas en Nueva York, y los sobrevivientes han referido sus secuelas en algo que se suele conocer como trastorno por estrés postraumático (TEPT). Un tema muy amplio, que apenas esbozamos aquí.

La palabra trauma viene del griego τραῦμα (herida), de la misma raíz indoeuropea de donde nos llega trigo, trillar y triturar. Es claro ver que no estamos hablando de un rasguño pequeño, sino de algo muy fuerte, que destroza. De ahí también traumatismo y traumatología. El Diccionario de la Lengua Española lo define como «choque emocional que produce un daño duradero en el inconsciente» y «emoción o impresión negativa, fuerte y duradera». En lo físico, «lesión duradera producida por un agente mecánico, generalmente externo». Es útil la imagen de un trauma corporal, como la fractura de un hueso, pues es algo análogo a lo que sucede en nuestra mente: hemos recibido un impacto externo tan fuerte que nos tritura en lo emocional, y si no lo curamos nos afectará para toda la vida. Imaginemos esa fractura que dejamos pasar por no ir al médico, permitimos que nos duela hasta que nos vamos acostumbrando. Aunque exteriormente parece que todo volvió a la normalidad, ya no podemos usar ese miembro como lo hacíamos antes.

El concepto de trauma ha ido modificándose en sicología desde el siglo XIX. En 1889, el neurólogo alemán Herman Oppenheim llama “neurosis traumática” a una explicación física de un problema emocional, pensando en pequeños cambios moleculares en el sistema nervioso. Otro neurólogo, Jean-Martin Charcot, comenzó a señalar que el terror experimentado durante un accidente generaba síntomas de histeria. Luego la escuela de sicoanalistas usó el término trauma de manera profusa, iniciando por Freud. Pierre Janet, filósofo, sicólogo y neurólogo francés, propuso en 1904 que cuando una persona experimenta emociones violentas, no las puede integrar con los esquemas existentes en su mente y genera memorias que lo alertan ante posibles eventos similares. Esto nos lleva al concepto de estrés postraumático, que se detecta sobre todo como una consecuencia sicológica de la guerra.

Sin embargo, el estrés postraumático no se refiere (o no debería) únicamente a eventos notoriamente catastróficos. Depende de qué causa el trauma (la herida), lo cual cambia de persona a persona. Por esto Richard Lazarus, teórico del estrés, consideraba que ningún hecho tenía por qué ser estresante de por sí. Con esto desmentía de algún modo la Escala de Reajuste Social (SRRS) de Holmes y Rahe, que hacía un «ranking» de eventos estresantes, desde una violación menor a la ley (en un básico 11) hasta la muerte de la pareja (con un altísimo 100). El sicólogo Enrique Echeburúa, piensa que la intensidad y la gravedad de un hecho produce una especie de «empacho emocional», por el cual la mente no lo puede digerir apoyado en sus recursos sicológicos normales. Peter Levine, que ha impulsado una terapia somática para enfrentar los traumas, nos recuerda que «cuando un árbol joven es herido crece alrededor de esa herida», lo cual es la base para que piense que el trauma se puede curar.

Cuando hemos pasado un evento que nos ha marcado, la mente tiene dos vehículos de reacción: o guarda una memoria traumática, o bloquea el recuerdo de manera parcial o completa (amnesia disociativa). No nos sorprenda que una persona no deje de sentir náusea cuando se le muestra nada más la imagen de una torta de atún cuando una le produjo una infección en algún momento de su vida. Por el contrario, no es extraño que un chico que vivió, por ejemplo, un doloroso divorcio paterno en su infancia haya olvidado por completo los años que rodearon ese hecho. La memoria se transforma en un recurso de protección para nuestro inconsciente, pues evita volver a sentir el mismo dolor, en un caso, o revivirlo con el recuerdo.

Los choques de los aviones en el WTC el 11 de setiembre de 2001 fue un evento traumático para el mundo, en mayor o menor medida.

Leí el testimonio de una persona que sobrevivió a la caída de las Torres Gemelas, habiendo trabajado en ellas. Si hubiese llegado cinco minutos antes, hubiera sido aplastado por la explosión dentro del ascensor; sin embargo, cuando llegó al edificio donde estaba su oficina vio a la gente saliendo despavorida, junto con una nube de humo. Por ello, logró salvarse al escapar del lugar en un tren subterráneo (luego de algunos eventos que lo impulsaron a ello). Es interesante (y muy doloroso para quien lo vive) como su memoria traumática lo prevenía de los viajes en avión o hasta en carro. Cuenta que cuando fue a ver una película que trataba el tema del 11-S, sin pensarlo se lanzó al suelo el momento en que los parlantes reprodujeron la explosión que él escuchó ese día. Lo que más le afecta hoy es la culpa: «¿por qué yo sí y por qué otros no?».

Esto es lo que Lifton y Olson describieron como el síndrome del superviviente en 1976. Es en realidad una parte del TEPT, pues son pensamientos intrusivos que se meten en la cabeza sin que los busquemos y nos regresan de alguna manera a emociones pasadas. Y nuestra mente tiende a buscar culpables para descargar un poco del peso de esa carga emotiva. El síndrome del superviviente nos hace sentir esa culpa a nosotros porque la responsabilidad de haber seguido adelante cuando tantos otros no lo lograron nos obliga a pensar que no merecemos esta suerte. Es una manera algo retorcida con la cual nuestro inconsciente pretende regresar a aquellos que ya no están. Hacemos una especie de trueque imaginario: yo me voy para que el otro vuelva.

Si bien, como decía al inicio, el TEPT se refiere sobre todo a dramas muy fuertes (desastres naturales, accidentes, muertes repentinas, amenazas a nuestra vida) podemos sentir una suerte de estrés postraumático proporcional a la gravedad o la intensidad del evento (como señala Echeburúa). Si me enfermé comiendo ostras y terminé en el hospital, es posible que sienta una reacción adversa con solo volver a pensar en ostras. Si la separación que sufrí con mi pareja fue sumamente dolorosa y hasta cierto punto inesperada, seguiré soñando en ella por mucho tiempo e incluso sentiré culpa por el daño que yo le infligí (aunque haya sido más bien al revés). La mente guarda programaciones para poder enfrentar los hechos cotidianos, pero si un hecho se sale de esa normalidad, grabará otra manera de reaccionar para no verse nuevamente afectado por algo igual.

Es probable que, de una u otra forma, todos hayamos experimentado heridas en nuestra historia que nos condujeron a una memoria traumática (o a un bloqueo de esos recuerdos). El punto es que nadie puede controlar esa programación hasta que no asume el hecho y aprende a vivir con él sin querer modificarlo. Porque, mientras la máquina del tiempo no exista, el pasado es algo que no es susceptible de cambio. Lo único que tenemos para actuar es el aquí y el ahora. Más allá, solo está la película que se pasa nuestra mente y así nos cuida de repetir ese trauma. Asumir que nuestros vacíos no se van a llenar con nada y que nuestras heridas solo se curan cuando las aceptamos y le vamos pasando el alcohol de nuestros propósitos y nuestros sueños, nos permite romper ese círculo del TEPT. Eso es resiliencia; eso es crecer, como el árbol, alrededor de nuestras heridas.

A través del amor y el propósito, el futuro siempre es más brillante que el ayer.

Foto por RODNAE Productions en Pexels.com

Juzgar el acto, no al actor

Ya en otras ocasiones, sobre todo en el artículo acerca de la mala gente, he hablado de la tendencia que tenemos a decir que una persona que hace algo terrible es perversa. También funciona al otro lado de la moneda, quien realiza una obra maravillosa se califica como una buena persona. No nos detenemos a considerar las circunstancias, ni nos ponemos en su lugar para imaginar qué hubiéramos hecho nosotros. Es más, la mayoría pensamos que somos buenos aún a pesar del daño que hemos cometido a lo largo de la vida. ¿Quién puede juzgar quién es bueno y quién es malo? Por otra parte, somos capaces de caer en la tentación de irnos al otro extremo: como no podemos juzgar a los demás, no podemos tampoco decir si su actuación es correcta o no. No juzgar al otro es misericordia, juzgar los actos es justicia, ambas cualidades del Padre bueno que son una muestra de Amor.

Carl Rogers nos señala que el niño no puede separar el acto de la persona, y existen adultos que no han logrado hacerlo tampoco. Este es un ejercicio de pensamiento abstracto que no es sencillo, pues implica entender que detrás de cada hecho no está solo la intención consciente de su protagonista, sino cosas más profundas en su mente y muchas variables externas. Recordemos que Lee Ross trató sobre el concepto del sesgo de correspondencia o error fundamental de atribución, según el cual tendemos a darle poca importancia a la situación y demasiada a la disposición del individuo en cuanto a lo que hace. Por esto, solemos juzgar a la persona porque comete un error mientras nos justificamos por los nuestros. Jesús, en cuanto a esto, nos dio dos máximas que resultan lapidarias, ambas en el contexto del Sermón de la Montaña: «con la medida con que midan se les medirá» y «saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la paja del ojo de tu hermano».

La palabra juzgar viene del latín iudicare (dictar un veredicto), de manera análoga a la palabra juicio, del latín iudicium (veredicto), derivan de ius (derecho, ley) y dicare (indicar); es decir, indicar lo que es de derecho, justo. Veredicto, a su vez, junta dos palabras latinas, vere y dictum que quieren decir ‘con verdad’ y ‘dicho’, dicho con verdad. Por su parte, el término ‘justo’ (de donde provienen ‘justicia’ y ‘justificar’, que es “hacer justo”) también nos llega de la voz latina ius, que se asocia con la raíz indoeuropea *yeu-dh, recto. O sea que al juzgar estamos buscando llamar la atención sobre lo que es recto. ¿Qué es recto, en términos morales? Lo que conduce al bien. En consecuencia, podríamos decir que una persona es recta, pues encamina sus actuaciones a lo que es bueno, verdadero y bello; sin embargo, es difícil (si no imposible) determinar si esto es realmente así, pues no somos tan conscientes como quisiéramos.

El otro día tuve una conversación en una red social con una querida amiga sobre este tema. Ella, apegándose a los principios cristianos, consideraba que no se podía juzgar los actos, pues el único que puede hacerlos es Dios. En sentido estricto, tiene razón, ya que un juicio, que por definición y etimología debe ser justo, recto, verdadero, solo le corresponde a quien conoce la verdad completa de un hecho. Ningún hombre tiene esa capacidad, en consecuencia solo el ser Omnisciente (el que conoce todo) podría juzgar a la persona a través de sus actos. Pero esto es entrar en complicaciones teológicas o filosóficas. En lo práctico, juzgar los actos sin juzgar al actor nos permite entender cómo reaccionar y corregir lo que haga falta.

Si, con un afán misericordioso en extremo, decidimos no dar nuestro veredicto sobre lo que ha hecho alguien (incluyéndome), puedo caer en el peligro de aceptar todo, de dejar pasar tanto lo bueno como lo malo, lo falso como lo verdadero, sin cernir ni filtrar. Me acuerdo con esto de una hermana carmelita que decía que a nadie se le podría negar la eucaristía, pues Dios que es el amor puro no le quitaría la posibilidad de acercarse a él. Esto es olvidar lo que nos remarca san Pablo en la primera carta a los Corintios: “el que come el pan o bebe la copa del Señor indignamente peca contra el cuerpo y la sangre del Señor”. Si no juzgamos nuestros actos, entonces, no podemos saber cuándo somos dignos o no. Y si ese juicio no viene de uno más amplio sobre los actos como tales, en cuanto correctos o no, no podemos entender qué está bien y qué está mal.

Por contra, una visión demasiado judicial puede pasar por alto las circunstancias en las que se dieron los hechos. Esto es considerar al hombre como una máquina que siempre debería actuar según la programación y si no, hay que desecharla. Se divide al mundo entre los nuestros (los justos, los buenos) y los enemigos (los perversos). Es el otro extremo de la visión de Dios: como Él nos juzgará en el último día, yo ya adelanto ese juicio para condenar al pecador y así sentirme justificado porque no soy como él. Dejo de mirar a la persona y me enfoco en el mal. También existen los escrupulosos que se incluyen en el grupo de los juzgados, los indignos, que por sus flaquezas no alcanzarán nunca la misericordia divina. Esto, por su parte, es ignorar que el ser humano es débil por naturaleza y lo que juzgará el Padre es el amor con el que actuamos, abandonándonos a su amor.

En definitiva, quien no juzga a la persona tratando de participar de la misericordia con la que el Creador nos ve es capaz de entender al otro como se entiende a sí mismo, como imagen de Dios herida por el pecado. Sin embargo, no podemos dejar de juzgar el bien o el mal en nuestros actos, precisamente para buscar esa perfección a la que nos llama nuestra sed de infinito, nuestra ansia de encontrar al Padre, nuestra búsqueda de la felicidad última. Lo que hace daño a alguien, a mí o a otro, está mal. Que ese mal puede ser cometido por múltiples causas no siempre bajo nuestro control hace que nos acerquemos a la persona para ayudarlo a corregir, a perseguir lo correcto, a enderezar su camino. Comenzando por mí, siempre por mí.

Amar es juzgar el acto para buscar el bien, nunca al actor pues es humano.

Foto por EKATERINA BOLOVTSOVA en Pexels.com

El peligro del estereotipo

En artículos anteriores, sobre todo hablando del odio al diferente, traté el tema del estereotipo. Lo hice más en cuanto al daño que puede producir en lo social si no conseguimos salir de él. Es decir, como el estereotipo que se me atribuye llega a hacerme sentir separado o incluso que se me quiten derechos. Aquí más bien busco ver el otro lado: entender el mundo solo a través de los estereotipos me pone en riesgo de equivocarme al momento de interactuar con las personas. Es posible que no vea al otro como individuo, sino que parta del grupo en el cual lo categorizo para confiar o no en él. Y eso puede resultar ciertamente peligroso para mí.

El término estereotipo proviene del adjetivo francés stéréotype y deriva de las palabras griegas στερεός (estéreos), ‘firme, sólido’ y τύπος (typos), impresión. Fue utilizado por primera vez en 1798, en el negocio de la impresión, por Firmin Didot, para describir una plancha que duplicaba cualquier tipografía. La plancha de impresión duplicada, o el estereotipo, se utilizaba en lugar del original. Fuera de la imprenta, la primera referencia al estereotipo fue en 1850, como un sustantivo que significaba imagen perpetuada sin cambios. Sin embargo, no fue hasta 1922 que el periodista estadounidense Walter Lippmann utilizó por primera vez la palabra ‘estereotipo’ en el sentido sicológico moderno en su obra Opinión pública. Como vemos, el sentido original nos conduce a ver el estereotipo como una imagen fija en nuestra mente a través de la cual buscamos entender el mundo.

Como decía Gordon Allport, los estereotipos nos sirven para meter la realidad en categorías y así poder comprender quiénes somos y de quiénes nos debemos cuidar, entendiendo qué caracteriza al grupo al cual pertenecemos y qué a los demás, señalan Dorwin Cartwright y Ronald Lippitt. Así como estereotipar nos mantiene en una actitud defensiva, según Carl Rogers, también puede hacernos bajar la guardia cuando entendemos al otro como un semejante.

Una vez, una cliente me habló de que cierta noche estaba sola y decidió entrar a un bar para oír música en vivo. En un principio lo hizo con cautela, pero al ver que era un «bar gay» se sintió confiada y se sentó en la barra, pidió una cerveza y se relajó. Lo siguiente que se acuerda es verse con la ropa ensangrentada, caminando sola por las calles. No quiero darles más detalles, que son muy duros y dolorosos, pero es claro que la drogaron para abusar de ella y robarle. Lo cuento pues pienso que este caso de la vida real refleja de cuerpo entero lo peligroso de manejarse por estereotipos. «Los homosexuales son tan dulces… ¿qué mal pueden hacerme?». Primero, no sabía si todos los que estaban en ese bar eran homosexuales, incluido el barman; y, luego, su experiencia con homosexuales no tenía por qué generalizarse al resto. Estereotipos.

El primer peligro de acudir al molde, a la etiqueta, para juzgar al otro es equivocarme y -como en la historia de arriba- confiar sin conocer. Sentirse seguro con un individuo o un colectivo porque cuento con un esquema mental que me hace pensar que no tengo razones para temer. En otras palabras, o es de los míos o es de un grupo cercano y por ello no va a hacerme daño. Es como estar en una situación conocida: me siento seguro y las reacciones de alerta se apagan para poder seguir sin estrés. Como el animal que entra al bosque en el cual creció. Sin embargo, en ese bosque puede haber un factor diferente que represente una amenaza que no sea capaz de enfrentar. El aprendizaje previo (el estereotipo) no funciona si hay un elemento nuevo.

El segundo peligro es el contrario: me equivoco porque desconfío sin conocer. Me puedo sentir inseguro con una persona o una situación por haber vivido algo similar antes y pensar que se va a repetir a la fuerza. Suele ocurrir que estamos cómodos en ambientes que consideramos nuestros, con gente conocida o -como vimos antes- que juzgamos como iguales. Por el contrario, se prenden las alarmas si el ambiente no es familiar, y tendemos a huir. La ansiedad negativa en general es una respuesta al miedo a lo desconocido. Si la persona o el entorno no calza en ningún estereotipo, o -peor aún- le puedo poner la etiqueta de «enemigo», es lógico que no quiera arriesgarme. Y es posible que me esté perdiendo de oportunidades muy importantes: conocer personas con las cuales podamos construir relaciones saludables y fructíferas, que lleven a formar una familia o tener oportunidades de trabajo… Quién sabe. Perdernos de conocer a otro porque le tenemos un miedo ciego nos termina aislando en zonas de confort tóxicas.

El estereotipo nos ayuda a entender el mundo y le ahorra trabajo a la mente el momento de discriminar entre lo que es potencialmente útil y lo que puede ser dañino. Lo malo es encerrarnos en esos carteles o membretes y, a la final, ponernos en riesgos innecesarios. Para vivir una vida plena debemos estar abiertos al encuentro, a conocer lugares y gente, a profundizar más allá de las apariencias. Por eso se dice que no hay que juzgar el libro por la pasta. Como esa Biblia con la cubierta destrozada que tenemos en casa: leerla es dejar entrar al Espíritu Santo, aunque resulte incómodo y hasta desagradable ese exterior destruido. El otro puede ser de los míos o no, pero no debo dejar que la primera imagen me quite la posibilidad de entablar una relación con él. Tal vez se vea como alguien con quien no quiera estar, pero ser una persona que defina mi futuro. La decisión de ir más allá del estereotipo es mía.

Abrirse al encuentro con el otro es permitir que el futuro oxigene mis días.

Foto por cottonbro en Pexels.com

Rapsodia Bohemia

Un buen día de mi adolescencia comencé una etapa de audiciones de lo que hoy se suele llamar «rock clásico». Luego de haber podido demostrarle mi responsabilidad (de alguna forma) a mi tío Leo, comenzó a prestarme discos de su preciada colección. Yo se los pedía por tandas: primero los Beatles, luego John Lennon… hasta que llegó el momento de Queen. Existen canciones contadas con los dedos que han dejado una huella en mí en el sentido de grabar un episodio de manera casi fotográfica (ya les explico). Una fue Bohemian Rhapsody. Por eso ahora la uso como apoyo para hablar un poco de la memoria, de la autoimagen y de la creatividad. No, no hay análisis musicales o líricos, que de esos sobran.

La memoria episódica es un fenómeno mental por el cual recordamos momentos de nuestra vida, relacionando aprendizajes con su contexto. Es distinta a la memoria semántica pues esta guarda los conocimientos sin conectarlos con las circunstancias en que se adquirieron. En ocasiones se relaciona la memoria episódica con la fotográfica (o eidética), que es la capacidad de recordar de manera muy clara, como en una foto o un video. Hay acontecimientos que, debido al impacto que nos causaron, quedan grabados de una forma muy vívida en nuestra mente. La muerte de un ser querido, un accidente de tránsito, cuando conocimos a alguien que nos impresionó… o la primera vez que nuestros sentidos captaron algo muy impactante. Como una canción. Cuando la oyes o tan solo piensas en ella (la oyes en tu interior), un flashback pasa frente a ti.

Decía que eso me ocurre con pocas canciones. Resulta curioso que dos de ellas son de Queen: la que nos ocupa y Another one bites the dust. Son temas que por algo me golpearon y me llegaron tanto que no puedo olvidar el momento exacto en que eso pasó. De toda la música que oí por primera vez en esas audiciones juveniles de los discos de mi tío, que siempre fueron emocionantes e iluminadoras, solo esta resalta en mi memoria. Y oí muy buena música en esos LP. Música que hasta hoy está entre mi preferida, y por la que le agradezco al tío Leo por siempre. Pero esta… esta me cambió la vida. Nunca oí algo igual antes y no creo haber oído nada mínimamente cercano después. ¿Por qué, qué tiene de especial?

Existe mucho rock progresivo que posee aspiraciones artísticas similares o incluso superiores a las de este tema. En términos compositivos, poéticos, de producción o de calidad técnica, hay muchísimas obras mejores que esta creación de Freddie Mercury. Lo que hace, desde mi opinión de músico y sicólogo, que esta sea la cima de la música popular es que no es pretenciosa, sino que fue una declaración de principios y una llamada de auxilio al mismo tiempo. Algo como Help! o Strawberry fields de John Lennon. Todo eso, haciéndole un guiño irónico a la música académica. Esta mezcla hace de Bohemian Rhapsody una joya irrepetible. Es que fue una obra que estuvo en la cabeza de Mercury incluso antes del nacimiento de Queen como grupo. Como la sinfonía «coral» de Beethoven, hasta el momento de que se presente al público la fue construyendo por años con meticulosidad, cariño y cuidado. Era una terapia.

Farrokh Bulsara sufrió la exclusión desde muy pequeño. De la etnia parsi de la India, nacido en el Sultanato de Zanzíbar, un protectorado británico, este chico tímido se refugió en la música como en un escudo ante las burlas por su origen y sus cuatro dientes incisivos extras. Eso sin contar con las dudas sobre su orientación sexual que ya comenzaban a manifestarse. Así, mientras crecía en la India escuchaba y tocaba música pop occidental y se hacía llamar Freddie. Alrededor de los 18 años emigró con su familia, huyendo de la lucha étnica, y se instaló en Londres. Sus habilidades musicales le habían dado un lugar en este nuevo entorno en el cual, después de todo, se sentía más a gusto, al contrario que su estricto padre. Desde su hogar hasta la escuela, nunca sintió encajar en ningún lado más que en el escenario, lo cual lo volvió inseguro, incluso hasta la depresión («a veces desearía no haber nacido nunca»). Por eso construyó un personaje más allá de su persona, y él era quien salía a ejecutar sus composiciones.

La creatividad resultó para Mercury la llave hacia el reconocimiento. Recicló sus emociones de temor y dolor para volverlas música que sigue siendo la banda sonora de muchas vidas. Y la Rapsodia fue la mejor muestra de esto: extravagante, complicada, emocional, una mixtura casi perfecta de todo lo que se puede buscar en una obra de arte. Y debajo de eso, el grito desesperado de quien quisiera asesinar al mundo por el sufrimiento que le causó. La parte central, esa parafernalia sónica de alcances inesperados, con sus Galileos y Mamma mias, es más bien un distractor humorístico del verdadero sentimiento de desesperación. Esa canción del vaquero (como primero la llamó) o del bohemio que mata a alguien y va a confesarse con su madre para que se prepare al final inevitable, en realidad muestra a un ser vulnerable queriendo dejar el disfraz y ser él mismo, «de todos modos el viento sopla», la vida sigue.

Bohemian Rhapsody no es únicamente una canción que ha llegado a ser número uno en las listas en varias oportunidades, es una piedra miliar de la música popular. Para mí, el secreto es que Freddie Mercury hizo de ella una parte de su vida, una oportunidad para traducir sus más oscuros momentos en arte. Por eso me impactó en la primera escucha, por eso ha quedado grabada en la memoria colectiva de unas cuantas generaciones. Porque fue hecha con amor, con un amor propio débil, pero con un amor que busca despegar sin saber a dónde. Es así que quien la oye una vez, no puede olvidarla.

Más que una canción, la Rapsodia Bohemia es una declaración de principios, de amor, de miedo, de dolor.