De la excusa al autoengaño

En mi familia ampliada existe un dicho: “muera la gallina con su pepita”, aduciendo a algo que a uno le encanta hacer a pesar de saber que le causa daño (como fumar). Aunque no lo he oído en otros ámbitos, sé que no es exclusivo nuestro y es resultado de modificaciones de un original (“viva la gallina…”) que se consigna en el Quijote, quién sabe cuántas generaciones atrás, y que tenía el sentido de que se prefieren los achaques de la enfermedad a la cura (como el malestar de la gripe en lugar del jarabe de cebolla). En todo caso, ambos hablan de una misma realidad: la diferencia entre lo que uno piensa y cómo actúa. El existencialista católico Gabriel Marcel tenía una frase para esto: “cuando uno no vive como piensa acaba pensando como vive”. Y san Pablo: «puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero». Tratamos de tener coherencia, diríamos.

Leon Festinger, psicólogo social estadounidense, ideó una explicación para este fenómeno: la disonancia cognitiva. Disonancia, como dos notas que no suenan armónicamente y causan una sensación desagradable; cognitiva (del latín cognoscere, ‘conocer’) al ser información procesada a partir de la percepción, la experiencia y las características propias de cada sujeto. Festinger definió originalmente la disonancia como una discrepancia «entre dos elementos cognitivos», aunque hoy sabemos que pueden ser otros elementos: emociones, sensaciones, etc. La teoría de la disonancia cognitiva postula que cuando en una situación de libre elección no actuamos de acuerdo con nuestras actitudes, se produce un malestar interno. De todas formas, realizar una acción inconsistente con nuestras convicciones por obligación o cuando podemos obtener una gran recompensa o evitar un gran castigo («justificación externa suficiente»), no conduce a la disonancia. Esta se desencadena principalmente cuando la discrepancia se refiere a la imagen de uno mismo, según Andrzej Malewski. Daryl Bem, por su parte, formuló una teoría de la autopercepción que afirma que las personas deducen sus actitudes de su propio comportamiento como lo haría un observador externo.

Sea cual fuere la explicación científica, lo cierto es que cuando hay una discrepancia entre nuestros pensamientos y nuestros actos o emociones, tendemos a cambiar algo con el objetivo de calmarnos. Santo Tomás de Aquino hablaba de la sindéresis, la capacidad natural para realizar juicios sensatos y rectos, como una habilidad, tanto especulativa como práctica, que nos impulsa al bien. Por extraño que suene, todos los seres humanos estamos atraídos a buscar el bien, el problema está en qué consideramos bien, un concepto que puede estar más o menos desordenado, dependiendo de nuestra historia personal. Y en esta consideración entra el proceso cognitivo del que hablamos: ¿por qué hice esto que percibo como malo, si yo siempre busco el bien, pues soy una buena persona? Festinger señalaba tres salidas a esta disyuntiva:

  • Cambiar uno de los elementos que están en colisión entre sí.
  • Reformular el significado de uno de los elementos incompatibles.
  • Agregar un nuevo elemento cognitivo, cuya tarea es reducir la contradicción entre los elementos existentes.

Ejemplo: sé que fumar hace daño a la salud, mía y de los que me rodean. Posiblemente dejaría de fumar y si lo hago sería en espacios abiertos o diría que existen estudios que demuestran que no es nocivo. También podría restarle importancia diciendo que “de algo hay que morirse”. O por último saldría a hacer ejercicio al aire libre para sacar todos los elementos nocivos del organismo.

Es frecuente que cuando realizamos algo que sabemos que está mal (es decir, que le hace daño a alguien) encontremos una excusa para quitarnos esa culpa o terminemos diciendo que en realidad no está mal. Llegamos tarde, y hablamos del tráfico, del jefe que no me dejó salir, de un dolor de cabeza, de una llamada que se demoró. O sea, trataremos de demostrar que la responsabilidad siempre queda fuera de nosotros. Sin embargo, también somos capaces de ver ese retraso como una reacción positiva a la impuntualidad de los demás: yo debo hacer notar que mi tiempo es valioso y no puedo esperar a nadie. El momento en el que el resto cambie, yo también. Inclusive, llegamos a percibir que no tiene ninguna importancia, porque igual las reuniones comienzan tarde.

En fin, que nos autoengañamos muchas veces. En algún sitio leí estos días una frase diciendo que el autoengaño no existe, porque nosotros sabemos que es mentira lo que decimos. Yo estoy convencido de que hay procesos mentales que nos impulsan a creer de forma genuina en lo que expresamos, porque necesitamos mostrar que somos buenos y hacemos bien las cosas. Incluso podemos oír a un psicópata diciendo que sus víctimas merecían la muerte que él les dio. Lo dicho, él busca el bien, de una manera muy retorcida ciertamente, pero el bien al fin y al cabo. Sin embargo, fuera de este ejemplo patológico, pienso que esta tendencia al recto juicio nos puede resultar beneficiosa cuando crea discrepancia entre nuestras acciones y lo que pensamos. Quizás ese sea el llamado de alerta para entendernos mejor, como individuos y raza humana, y llevar los principios que defendemos hacia algo cada vez más elevado. Tal vez sea una forma de entender la voz de la conciencia.

Deberíamos tratar de analizar nuestras disonancias cognitivas y encontrar la salida que más nos haga crecer y que permita que nuestros actos e ideas aporten a la sociedad y a los que más queremos. No se trata de justificarnos ni de mentirnos a nosotros mismos. Se trata de estar conscientes de esos dos elementos en discrepancia y entender qué debemos cambiar en ellos para buscar la felicidad. Muchas veces, esto se puede centrar únicamente en darle un sentido más grande que nuestra vida (la justificación externa suficiente). Este sentido hará que todo sacrificio de nuestras tendencias más profundas tengan una motivación lo bastante libre y proporcionada. Y si esta motivación es la bienaventuranza, ese ideal de ser perfectos como Dios, estaremos en el camino correcto.

La libertad y el sentido nos darán la paz mental que necesitamos.

Idiosincrasia o ideología

Encontré en el blog Blueberry, que sigo, un muy interesante punto de vista, y muy válido, acerca de cómo uno no debe ir por la vida esperando que los otros nos den las respuestas. Sin embargo, considero que lo podemos completar. Es verdad, no tenemos que vivir «conquistando idiosincrasias» ajenas, como dice la autora, porque la misma palabra lo indica: ídios en griego apunta a aquello que es propio de un individuo (por extensión, de un colectivo). La idiosincrasia es mía o, por último, común a los distintos grupos humanos a los que pertenezco (mi familia, mi país, mi religión, etc.). Pero nadie me la puede transmitir y peor imponer: yo la construyo mientras voy viviendo, pues es una imagen de mí mismo. Pienso, en cambio, que se trata de no dejarse inundar por ideologías.

La ideología es para Karl Marx y Friedrich Engels, quienes le dieron el sentido actual a la palabra, el conjunto de principios que explican el mundo en cada sociedad. Al tratarse de una normativa particular, muchas veces están divorciadas de la realidad. Para el psicólogo funcionalista William James, mientras tanto, la importancia y significación personales (idiosincrasia) era el criterio primordial, así como la libre voluntad, la capacidad de compromiso y decisión para alcanzar los diversos estados de conciencia a través de la introspección. James, con su estudio del self, se relaciona con la importancia de la individualidad en la psicología humanista, como la de Maslow, quien entre sus necesidades de crecimiento mencionaba a la idiosincrasia como forma de las necesidades de singularidad.

Creo que el punto saludable, como casi siempre, es el equilibrio entre los dos polos. Entre el completo aislamiento físico, intelectual, emocional, por un lado, y la total permeabilidad a todo lo externo por el otro. Lo que me devuelve mi dignidad como individuo único es el saber escoger aquello que me influye porque sintoniza con mi esencia. No soy un títere de lo que los demás me dicen, pero tampoco soy una isla que tiene que aprenderlo todo por la propia experiencia, desde cero.

Me subo en hombros de gigantes, como decía Newton, y miren que la ciencia no sería la misma sin él. Soy lo que soy gracias a lo que los demás me han dado porque me he moldeado con altos ejemplos. Pero la decisión ha sido siempre mía, pues -a la final- soy yo quien ha elegido libremente. Me moldeo aprendiendo de los demás.

Ese equilibrio es el esencial. Yo mismo encuentro el sentido de la vida, pero tengo guías que me ayudan en esa labor, la más importante. Como seres sociales, mi autoconcepto surge tanto de mi autoimagen como de lo que me transmiten los demás de su percepción acerca de mí. De igual forma, no podríamos aprender casi nada si nadie nos lo enseña. Entonces, no es negativo en sí escuchar opiniones ajenas, lo malo es depender de ellas. Ahogar nuestra propia voz para oír nada más lo que nos viene de afuera.

El ser humano transcurre su vida esperando respuestas. Como diría Fito Páez, «uno pasa buscando, y perdiendo certezas». Sin embargo, cuando esa búsqueda se traduce en angustia, muchas veces las personas comienzan a perseguir esas respuestas desesperadamente, hasta debajo de las piedras. Y en esa ansiosa persecución pueden dejarse llevar por cualquier canto de sirenas. Es ahí donde pierden su identidad, su idiosincrasia, en aras de ideologías que les dan algún sentido de pertenencia. Esto les da seguridad por un tiempo, pero como no llenan su necesidad de crecimiento, de actualización, ese llamado a la trascendencia, se quedan cortas.

Es entonces necesario apoyarse en el conocimiento y las experiencias de otros, agradecer los consejos y opiniones que nos dan otras perspectivas de la vida y de nuestra propia realidad. Sin embargo, no podemos perder nuestra esencia dependiendo solo de ellas. Yo no dejo de ser yo si escojo racionalmente aquello que tomo de los otros. Es más, es importante aprender a aprehender, a adquirir información de todas partes pasándola por el tamiz de mis principios, mi vocación y el sentido de mi vida.

Reconocerme es también reconocer mis influencias.

¿Es posible el distanciamiento social?

En muchos lugares, del confinamiento se ha pasado a lo que se ha llamado en algunos sitios “nueva normalidad”, basada en el regreso a las actividades con ciertas restricciones. Esto ha llevado a duras críticas hacia estas medidas, ante el repunte de contagios en muchos de los lugares que han adoptado dichas normas. Yo no quiero caer en la falacia de que correlación implique causalidad (o sea, que cuando dos cosas disminuyen o crecen al mismo tiempo, una es causa de la otra) sin suficientes datos. Sí es claro que existen muchos casos documentados de personas que, en semáforo rojo, naranja o amarillo, y a pesar de toda ley restrictiva, siguen incumpliendo las normas de aislamiento o distanciamiento social. ¿Podemos juzgarlos así, sin más? ¿Es este en verdad posible para el ser humano?

En realidad, no es una respuesta fácil de sí o no. Tomando en cuenta que somos sociedades de fisión-fusión, la primatóloga chilena Isabel Behncke señala que el confinamiento y la distancia social aumentan el conflicto. Una sociedad de fisión-fusión es aquella en la que sus miembros se agrupan y separan según ciertos criterios de afinidad: la protección, la consecución de alimentos, la perpetuación de la especie, el juego, etc. Los humanos tenemos un grupo en casa, vamos a la oficina y nos involucramos en equipos de trabajo, luego salimos a divertirnos con un grupo de amigos. Esto nos ha vuelto sociedades complejas, según Federica Amici, Filippo Aureli y Josep Call, produciendo un desarrollo cognitivo gracias a esos retos. Hemos generado herramientas que nos ayudan a enfrentarlos, lo que se llama el Cerebro Social, como son la mentira, la adulación, la manipulación, el chantaje, pero también la amabilidad, la empatía, el autocontrol.

Luego, es lógico entender la necesidad de la gente de salir de su casa. Necesito el contacto, necesito abrirme y compartir no solo con las personas con las que cohabito un espacio, sino con gente incluso que no conozco. Eso permite que mi cerebro permanezca activo y ejercitar mi músculo social. Esto en niños y adolescentes es incluso más necesario, pues se van construyendo procesos neuronales importantes fruto de la interacción social, como nos recordaba Lev Vygotsky. Esto sin contar los aspectos económicos que son los que más se toman en cuenta para pasar a la “nueva normalidad”. Ya he venido hablando algo de esto en artículos anteriores, pero creo que es pertinente enfocarnos en algunos puntos más.

Pienso que es muy fácil condenar como irresponsable a quien sale a visitar a los parientes o hace fiesta con los amigos. En realidad, objetivamente, no deja de serlo. Pues hay que tomar en cuenta de que, aunque mi posibilidad de contagio sea muy baja, y la de curarme incluso sin ninguna atención médica muy alta, no puedo decir lo mismo de todas las personas, menos aún de los grupos más vulnerables. Además, recordemos, estamos hablando de posibilidades. La realidad es bastante más incierta. Sin embargo, el argumento que más me mantiene confinado en mi caso particular es pensar en el resto: si yo enfermo y necesito ir a un hospital, seré un número más que se suma al colapso del sistema de salud. Y eso sin tomar en cuenta que en el camino probablemente haya contagiado a mucha más gente.

Pero tal vez estos argumentos no estén tan claros para la mayoría de individuos. Incluso, no creo que sean muy conscientes de cómo sus impulsos más básicos los están empujando a faltar a las normas y convenciones sociales en tiempos de pandemia. Es muy posible que sigan funcionando bajo las órdenes del pensamiento mágico más que por la obediencia a la realidad: tal cual un niño se pone un traje de Superman y piensa que puede volar, o un adolescente que va a 120 Km/h en una calle porque se siente un piloto formidable. Nunca le ha pasado nada, ¿por qué le tiene que pasar ahora?

El proceso mental del ser humano es muy complejo. No basta con decir “quédate en casa”, o incluso “¡¡¡quédate en casa, chch, HDLGP, -bip-, -bip-!!!”. Habría que apelar a esos mecanismos de adaptación superiores, que nos han permitido sobrevivir en sociedades complejas de fisión-fusión como la nuestra. El más importante: el autocontrol. Puedo necesitar enormemente visitar a mis papás, porque no los veo más de cuatro meses, pero me controlo. Sé que tengo que protegerme, protegerlos a ellos y –más que nada– a esos desconocidos a quienes les podría estar quitando los cuidados necesarios para poder seguir vivos.

Entonces, ¿es posible el distanciamiento social? Sí, es posible. La humanidad tiene suficientes recursos como para mantenerse conectada sin necesidad de recurrir al contacto físico, aunque no sea exactamente lo que necesitamos. Y, sobre todo, podemos inhibir esas necesidades y volverlas una dádiva hacia el otro y la sociedad entera. Mi sacrificio es un aporte a mi entorno.

Pienso en los demás para poder ser feliz.

¿Necesito defender mi labor?

Debo confesar que durante muchos años, y desde que era estudiante, no me asumí dentro de ninguna corriente psicológica (por otra parte, algo bastante común en primerizos). En realidad, gracias a mi característica apertura, eso funcionó en mí no solo en cuanto a lo profesional, sino incluso en lo religioso, político y aun en mis gustos: cristiano “no alineado”, “ni de derechas ni izquierdas ni centros”, “amante de Bach y los Iracundos”. Sin embargo –excepto en los gustos– la experiencia me ha enseñado que uno debe alinearse en aquello que uno siente que más compagina con su esencia. Y esto también me ha pasado con la escuela psicológica. Definirse sin necesidad de perder la apertura.

Quienes hayan leído algunos artículos de este blog habrán notado que dicha escuela es la humanista, fundada en una antropología personalista y cristiana. No con esto quiero decir que desdeñe herramientas de otras tendencias que puedan ser útiles en cada caso particular. Esto, hoy, define mi práctica profesional, y también (como es lógico) me enfrenta con cuestionamientos por parte de colegas y clientes/pacientes. Pero… ¿preciso justificarme, necesito defender mi labor profesional? Debería entender, por un lado, que toda actividad está sujeta a críticas, unas veces positivas y otras negativas; en algunos casos destructivas y, en otros, constructivas. Por otro lado, mi reacción es similar a la de cualquier ser humano enfrentado consigo mismo a través de la opinión del resto.

Para mí fue clave ver cómo Carl Rogers, uno de los padres de la psicología humanista, enfrentó las valoraciones de sus colegas y pacientes. En un principio, estas le tiraron abajo, pero luego le permitieron reafirmarse en un pensamiento: su prioridad eran sus clientes. Y eran ellos los que buscaban su salud y por tanto los únicos que podían encontrarla, él solo los acompañaba y guiaba en ese proceso. Se dio cuenta de que no era él quien tenía que decirle qué hacer al paciente, ni cómo ni cuándo; si actuaba así, en realidad estaba buscando afianzar su propia autoestima, demostrarle a alguien o a sí mismo su inteligencia o conocimientos. Todo esto enmarcado en un concepto clave de la corriente humanista: la actualización de la que Maslow habló y él mismo profundizó. Soy un ser en construcción, y como profesional –obviamente– también.

Maslow y Rogers pedían a sus colegas, científicos experimentales, que hagan estudios y comprueben sus teorías. No como una forma de lavarse las manos o de comodidad, sino más bien con una postura segura en sus convicciones: “esto a mí me funciona, necesitamos que se falseen estas experiencias”. Es decir, que se compruebe que son verdaderas o demuestre que con falsas. Hoy en día, muchos estudios se han hecho demostrando que funcionan, pero también atendiendo a lo que decía Rogers, no siempre lo hacen. Porque somos seres únicos y no a todos nos sirve igual. A uno le puede curar la penicilina, y otro morir con ella.

Partiendo de esto, y siguiendo al mismo Rogers, entiendo que para que yo de verdad sea capaz de ayudar al cliente, debo tener tres cualidades básicas: congruencia, empatía y respeto. Y le añado una cuarta: entender que el que cura es Dios, yo soy solo su herramienta. Sin embargo, todo esto no es garantía de que siempre pueda ser un elemento sanador en la otra persona. Y, aun siéndolo, es posible que esta no lo sienta así en algún punto y comience a cuestionar el proceso. Esto no es malo en sí, pues toda terapia, todo terapeuta y todo paciente puede mejorar a través del cuestionamiento saludable. Lo malo comienza cuando el psicólogo se lo toma mal o el cliente dificulta o corta el proceso por esta razón.

Uno de los principios que manejamos los humanistas, dentro de la empatía, es la correcta confianza y cercanía que debemos hacer sentir a nuestros clientes. El no presentarse como una autoridad omnisciente permite que la persona se pueda abrir de mejor manera a la terapia. Pero esto tiene su riesgo, precisamente, cuando el cliente se cree no solo con derecho, sino obligado a juzgar la labor del terapeuta si en algún punto él mismo se siente confrontado en el proceso. Nosotros debemos entonces, primero, entendernos como seres humanos (es natural que nos duela) y luego pasar a reaccionar de manera en que esto en realidad pueda colaborar no solo en el proceso, sino en mí mismo como profesional y como persona. Recuerdo entonces a Gretchen Rubin, autora de The Happiness Project, pensando que este paciente en verdad quiere ayudar a que mi intervención mejore y lo pueda acompañar de una forma más adecuada.

Siempre que recibimos críticas podemos reaccionar de una buena manera o de una mala, y esto no funciona solo en los psicólogos, sino en todos y cada uno de nosotros. La mala surge de sentirnos atacados, agredidos, y por esto necesitamos devolver el ataque, o continuar como que no fuera conmigo, o hacer cual si nada pasara y después irme a la cama a llorar por mi incapacidad. En cambio, siempre podemos encontrar caminos de crecimiento: reconocer la cuota de verdad que tiene el cuestionamiento y hacer sentir al cliente tranquilo con su afirmación; o tratar de aclarar la crítica, entender de dónde surge y poder corregir lo que sea necesario.

Pienso que la más saludable para ambas partes en un proceso terapéutico es actuar –justamente– con congruencia, empatía, respeto y ofreciéndolo al Sanador. Congruencia, porque no puedo esperar que el cliente aprenda a reaccionar de forma correcta si yo no lo sé hacer. Empatía, entendiendo que el cuestionamiento se fundamenta en el malestar de la persona, y debo buscar comprenderlo. Respeto, logrando que mis palabras le den seguridad en el proceso que está llevando (no tanto en mí como persona, aunque parte de ahí) pero haciéndole ver que siempre es positivo poder ajustar algunas tuercas. Y, obviamente, actuando como un buen católico que lo pone en manos de Dios y entiende que nadie es perfecto, salvo Él mismo.

En conclusión, esto que me ha servido como psicólogo, le puede ser útil a otros colegas, aunque creo que son lecciones de vida que podemos aplicar todos. Cuando alguien cuestione nuestra labor, debemos buscar entender por qué lo hace, agradecer la ayuda que quiere darme, y asumir la parte de verdad que tenga para poder llevarla a mi mejoramiento personal, como ser en construcción y en permanente actualización. Con más razón si ese cuestionamiento puede cambiar la dirección de un trabajo de acompañamiento del cual depende el bienestar de otro. Asumir nuestras debilidades no nos hace peores, nos enfrenta con nuestra propia esencia, nos vuelve más obedientes a la realidad.

Acepto las críticas para crecer.

¿Psicología positiva o falta de realismo?, pt.2

En esta ocasión, nos pasaremos para el otro lado, a esas otras preguntas. ¿Basta con tener pensamientos positivos para ser felices? ¿Quien desea algo con todo su corazón siempre lo obtiene? ¿Enfocados en nuestras capacidades nada más, nuestros problemas desaparecen? ¿Es suficiente creer y soñar? Evidentemente, esto toca otros temas que ya he tratado, como pensamiento mágico o esperanza activa, que pueden leer en este mismo blog. Pero no se queda ahí, y ahora lo quiero relacionar con la corriente psicológica positiva de la que venimos hablando. Pues tenemos los medios sociales invadidos de gurúes del bienestar que nos ofrecen felicidad instantánea, solo siguiendo ciertas fórmulas maravillosas (a veces con costo, otras sin él). ¿Son charlatanes o tienen razón, al menos un poco?

Rafael Pardo, autor de “Felicidad tóxica: El lado oscuro del Pensamiento Positivo”, señala el peligro de olvidarse de la genética o el medio en el que nos desenvolvemos para alcanzar nuestras metas. Esto se da porque lo opuesto del pesimismo no es el optimismo, es la falta de conexión con la realidad. Enfocarnos en lo positivo de nuestra vida no quiere decir desconocer lo negativo, sino darle su justo valor. Martin Seligman nos recuerda: “la vida inflige los mismos contratiempos y tragedias en el optimista como en el pesimista, pero el optimista las resiste mejor”. Entonces, no se trata de hacer a un lado los obstáculos, sino de prepararse con el fin de superarlos con una mentalidad fortalecida. Para ello, deberemos trabajar tres dimensiones, según sus estudios: placer, compromiso y sentido. Si juntamos esto a los cinco elementos del bienestar (PERMA), tendremos claro por dónde caminar.

Cuando Seligman se refiere a placer, no está hablando de la segunda acepción del diccionario; es decir, algo que disfrutamos de manera hedonista. Más bien se acerca a la etimología del término (recogida en la tercera acepción), que viene de una raíz indoeuropea que significa plano, y que esta palabra comparte con otras como plato, plaza, playa, etc. De ahí se tomó el sentido de aquel lugar en el que el navío reposa. Entonces, el placer del que habla Martin Seligman es realmente el sitio de descanso en nuestra mente. Nos enfocamos en emociones positivas, habiendo cubierto las necesidades básicas de la pirámide de Maslow, equilibrados entre el pasado, el presente y el futuro.

Luego, este placer no se basa en lo externo y sensible, sino en lo interno, profundo y significativo. Lo relaciono con las palabras de Jesús, “¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?”. Es frecuente que los iluminados del pensamiento positivo (a veces utilizando herramientas como la PNL o la mindfulness) se enfoquen en esto: “¿de cuántas cifras esperas que sean tus ganancias este mes?”, “¿siempre soñaste con un Lamborghini o un Maserati?” y otras cuestiones por el estilo. Como dije en el artículo anterior, no bastará con esos objetivos, pues siempre se querrá más, y ya que son pequeños y concretos, una vez alcanzados se nota el vacío de que no era eso lo que en verdad se esperaba. Era algo más profundo y más grande que la vida misma.

Entonces llegamos al compromiso y el sentido. Ya no se trata de alcanzar metas, se trata de hacerlo construyendo una buena vida, virtuosa, con propósito. Así, esos objetivos chiquitos se ordenan hacia ese fin. En consecuencia, tal vez ya no quiera un Lamborghini, sino únicamente un transporte que me traiga la suficiente comodidad y tranquilidad como para poder dedicar mi pensamiento a los fines verdaderos de mi vida. Para esto, contar con un carro, una bicicleta o una patineta, de la marca que sean, me servirán. He puesto mi punto de vista más lejos, cada vez más allá de estas pequeñas metas tangibles. Y si lo llevo hacia aquello que trasciende mi limitada vida, mucho mejor.

El pensamiento positivo no se identifica obligatoriamente con la psicología positiva, mientras no es obediente a la realidad. Ni me quedo paralizado por los problemas, ni “me hago el loco” como que no existieran. Tomo el dolor, lo acepto, lo entiendo y trato de hacer algo con él, algo que responda a mi fin último. Y ese fin último debería ser la bienaventuranza, porque de no ser así, no estamos siendo fieles a nuestra esencia, aquella que busca encontrarse con el Padre al término de mis días. De esta manera comienzo a comprender mi ser y mis circunstancias para trabajar sobre ellos, reconciliado con mi pasado, comprometido con mi presente y esperanzado en mi futuro.

Como un barco que aspira llegar a puerto tras una fructuosa travesía.

¿Psicología positiva o falta de realismo?

En algunas ocasiones, mis clientes/pacientes me han cuestionado con frases lapidarias de este sentido: “usted no me ayuda, parece que no comprende lo mal que me siento”, “no todo es siempre tan color de rosa”, “me hablas de realidad, pero no te enfocas en mis problemas”, “si fueras más profesional me darías un diagnóstico del trastorno que tiene mi mujer”. Yo entiendo que todas estas ideas surgen de una necesidad de entender, primero, y del dolor que viven, por otro lado. Existimos en una sociedad, además, que busca huir del sufrimiento y no enfrentarlo y darle sentido.

Es lógico y natural que actuemos así. Es una forma del instinto de conservación animal que nos ha llevado a programar nuestro inconsciente para evitar las causas de dolor. Algo similar al hecho de que un perrito no vuelva al sitio donde fue maltratado o trate de no tener contacto con un objeto que le hizo daño, pues en ellos ve una amenaza a su integridad física, es decir, su vida. Por eso, nuestra memoria da mayor importancia a los hechos negativos que a los positivos, porque de esa manera traduce esas pulsiones que nos alejan de la muerte. Evidentemente, de forma racional sé que el hecho de tener una mala experiencia amorosa no me va a matar (a menos que siga los pasos del joven Werther), pero el inconsciente me cuida de volver a tener otra igual por el desgaste que me produjo.

Por esta misma lógica, quizás, las corrientes psicológicas se han enfocado mayormente en la patología y en el trastorno. Ante esto, a inicios del siglo pasado y comienzos de este, el psicólogo norteamericano Martin Seligman propuso que se debía hacer una contraparte positiva al Manual de Trastornos (el DSM), enfocándose en lo que podría ir bien en lugar de en lo que podría ir mal. Señalaba que existían cinco elementos del bienestar (usando en inglés la palabra mnemotécnica PERMA): emociones positivas, compromiso, relaciones positivas, sentido y logro. Había bebido de las fuentes humanistas de Rogers y Maslow, así como de la idea del flow (flujo) de Mihály Csíkszentmihályi, psicólogo húngaro-estadounidense, la cual habla de fluir en un estado de completo compromiso con una actividad por sí misma, como un músico de jazz. Trataré estos conceptos en otra ocasión. Es así que la psicología comienza a darle mayor importancia a lo positivo en la mente humana y ya no tanto a lo patológico.

Es, pues, comprensivo que este enfoque deje perplejos a muchos. ¿Cómo curar la herida de alguien si no tratamos el dolor que produce? Porque para sanar debemos estar comprometidos con la salud, con la vida misma. Si el enfermo no quiere curarse, no habrá medicina que funcione. Querer estar bien, y no simplemente saber qué me aqueja para ir por la calle con esa etiqueta o pegársela a los demás: “soy depresivo”, “tiene esquizofrenia”, “este alumno es THDA”, “el jefe tiene trastorno bipolar”. No me sirve entender mi dolor, si ello no se transforma en un vehículo para alcanzar el bienestar.

Por esto Aristóteles hablaba de la eudaimonía (εὐδαιμονία), palabra griega que viene de las palabras eu («bueno») y daimōn («espíritu»; sí, de donde viene «demonio»). Decía que el ser humano busca el buen espíritu, la felicidad, a través de la virtud conforme a la razón. Y santo Tomás de Aquino (como no) llevaba esa felicidad hacia la bienaventuranza, es decir el encuentro con el Bien Supremo, Dios. Ellos consideraban que el obrar del hombre siempre apuntaba a un fin, en una escala que va desde lo sensible hasta lo trascendente. La búsqueda de ese fin le da sentido a la vida, y mientras más trascendente es el fin, más se ajusta a nuestra sed de infinito (coherente con nuestra imago Dei). Por esto, si el fin del individuo es la riqueza, querrá llevar ese fin cada vez más allá; es así que el avaro nunca tiene el dinero que desea, aunque tenga billones. Por tanto, su vida siempre estará cargada de frustración, porque nunca alcanzará esa finalidad.

El bienestar del hombre se basa en la búsqueda de la felicidad, que más que un sentimiento estable es la autopercepción de encontrarse en el camino de construir dicho bienestar, a través de sus cinco elementos constitutivos. Los creyentes sabemos que todo eso apunta a un solo fin último: la Salvación. Y a ella llegamos trabajando nuestras virtudes, en parte don inmerecido y hábito que cultivamos. Los santos y los héroes no lloran sus angustias sino que desarrollan sus dones. Se enfocan en lo positivo, no en lo negativo, en el fin último y no en el síntoma patológico. Alcanzar la felicidad es un camino que se gana paso a paso, con fe, esperanza y amor.

Como los santos y los héroes, trabajemos nuestras virtudes para llevarlas a la felicidad última.

Amor propio vs. Egocentrismo

Al ordenar nuestra percepción de la realidad, y nuestros conceptos e ideas, podemos relacionarnos mejor con nuestro entorno y con nosotros mismos. Por esto, creo que es muy importante hablar sobre la correcta distinción entre los conceptos del título. Nuestra sociedad, producto de la suma -mayormente- de dos visiones complementarias pero distintas del mundo (la judeocristiana y la grecorromana) ha tendido a menospreciar el amor por uno mismo (el self de la psicología) considerándolo egoísta. Ya hablé algo de esto en mi artículo sobre el amor verdadero, pero quiero profundizar aquí.

La contraposición entre amor propio y egocentrismo justamente apunta a entender que no son la misma cosa. El que se ama a sí mismo no tiene por qué despreciar al otro, y viceversa. El secreto está en el amor ordenado, y aquí también voy a recordar a santo Tomás de Aquino. Quien se ama a sí mismo de una manera desordenada se queda en lo sensible y en lo externo, pues no se conoce bien. Es por esto que muchas veces el amor propio se confunde con el egocentrismo y la ausencia de aquel con la humildad. Entonces nos encontramos con dos formas de pecado, por exceso o por falta.

José-Vicente Bonet sostenía de una manera similar a Erich Fromm, y no se distancian del Doctor Angélico, que lo opuesto a la autoestima “no es la heteroestima, o estima de los otros, sino la desestima propia”. Carl Rogers consideraba que el origen de los problemas de muchas personas es que se desprecian. Al no tener una verdadera consciencia de la realidad sobre quiénes son, se encuentran con una incongruencia que les produce malestar. Abraham Maslow, en su jerarquía de las necesidades humanas, describe la necesidad de aprecio, que se divide en dos aspectos, el aprecio que se tiene uno mismo y el respeto y estimación que se recibe de otras personas.

Tomando en cuenta todo esto, entendemos que el amor por uno mismo es vital para amar a los otros. Decía el Aquinate que el amor con que uno se ama a sí mismo da forma a la amistad, cuando nos comportamos con el prójimo como con nosotros mismos; de igual manera que entre las cosas que el hombre ama como pertenecientes a Dios, está amarse a sí mismo. Y esto no se contrapone con el morir a uno mismo, es decir, la renuncia voluntaria a mis deseos, afectos o intereses (es el concepto de abnegación). Porque no abandono mi amor propio, sino mi amor desordenado por las creaturas en lugar del Creador. Ejemplo práctico: renunciar a mi deseo de pasar los días tirado en una hamaca comiendo chocolates para dedicarme enteramente al servicio no es dejarme de amar, sino encontrarle un sentido más grande a mi propia vida. En definitiva, amarme más y mejor.

Este es un viaje que siempre sigue el camino del autoconocimiento y la obediencia a la realidad. Según Rogers, el concepto de sí mismo se compone de tres factores: autoimagen, autoestima, y Yo ideal. La autoimagen es vernos al espejo y reconocernos, saber quiénes somos (el espejo físico y el del alma). La autoestima es valorar (estima significa eso) dicha autoimagen y aceptar nuestras partes buenas, verdaderas y bellas, así como las malas, falsas y feas. De aquí partimos hacia un sueño: nuestro self ideal. Asumimos quiénes somos para proyectarnos a algo siempre mejor. Nuestro autoconcepto, en consecuencia, estará en permanente construcción, actualizando de forma constante cómo nos vemos, cuánto nos aceptamos y cuánto queremos crecer.

Quizás es por esto que la posmodernidad habla tanto de autoestima. Porque es el centro de donde parten todas nuestras relaciones de amor. Si la autoestima es saludable, no estamos en guerra ni con nosotros mismos, ni con los demás (lo dice Nathaniel Branden). En un círculo virtuoso, pasamos de reconocer el amor de Dios hacia nosotros, en nosotros, para poder luego regarlo a los demás. De Dios a uno mismo hacia el otro y de vuelta. Ya que, como dice Benedicto XVI, “quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don”. Una vez más, nadie da lo que no tiene, y quien no encuentra el amor del Padre en sí mismo, difícilmente podrá amar a ninguna persona de manera ordenada, ni siquiera al Creador. De la philautía hacia el agápē, pasando por todas las formas de amor.

Amarse uno mismo, sin falsas humildades ni orgullos, es el inicio de un camino en el cual uno se hace dádiva, y esa dádiva da sentido a mi vida. Me amo a mí mismo porque quiero alcanzar la santidad, no porque me enfoco en mis impulsos más básicos. Y ese amor lo transfiero a quien quiera recibir ese regalo de bienaventuranza, y no me lo quedo como el que guarda la lámpara bajo la cama. Porque ese amor nace de Dios, y a Él lo retorno. Todo este proceso me hace más sano, más fuerte, más feliz.

A través de mi amor, hasta alcanzar las estrellas.

La esperanza activa.

El otro día conversaba con unos amigos sobre varias emociones que son producto del esperar que se dé algo que deseamos en nuestra vida. A veces, esa emoción es muy negativa: falta de fe, abatimiento, ansiedad inmanejable porque no vemos frutos. Otras, significa continuar esperando, más como una inercia que con verdadera confianza. Lo que realmente nos da paz es sentir que ordenamos nuestra esperanza hacia un fin mayor, que subordina todos los demás. Por ejemplo, cuando buscamos ganar una maratón, aunque para eso debamos pasar muchas pruebas previas, mayormente dolorosas o incluso frustrantes. El ejemplo es de san Pablo.

El filósofo alemán Ernst Bloch decía que la esperanza es la más humana de las emociones, que responde a otras emociones de expectación negativas y pasivas como el temor y la angustia. Señala que le da amplitud a los hombres, porque los saca de sí. ¿Por qué es la más humana? Porque un animal no espera, simplemente sobrevive. Si a la persona se le quita la esperanza, se le quita su esencia. Y, como recuerda Bloch, es una cualidad que nos rebasa: cuando uno tiene esperanza, la tiene no solo para él mismo, sino para los demás. Nos abrimos a una esperanza colectiva, que busca el bienestar de todos, desde mi más cercano familiar o amigo, hasta la patria, la Iglesia y la humanidad entera. La esperanza última es aquella por la cual confiamos en llegar a ver a Dios cara a cara. En palabras de santo Tomás de Aquino, es la «virtud infusa que capacita al hombre para tener confianza y plena certeza de conseguir la vida eterna y los medios […] necesarios para alcanzarla». Infusa, es decir, Dios nos la infunde. Nos salvamos salvando. Amamos y esperamos.

Pero si nos quedamos en pensar en la virtud infusa, en el don, podemos acostarnos a esperar que todo nos llueva desde el Cielo, incluso el Cielo mismo. Si la Salvación, el regalo más grande, requiere que yo lo acepte (es decir, que actúe en respuesta), con más razón cualquier otra cosa que esperemos. San Agustín sentenciaba, “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”. Nuestra respuesta máxima y fundamental es aceptar la presencia del Padre en nuestras pequeñas vidas. La esperanza activa es precisamente esto: tener esperanza no significa sentarse a esperar. «¿Por qué no me llega el novio ideal?». Encerrado entre tus cuatro paredes, sin abrirte a conocer gente que quizás en un primer momento te parezcan insoportables, nunca vas a encontrar esa persona. «¿Por qué no tengo el trabajo perfecto?». Si no metes carpetas, acudes a entrevistas, pruebas opciones, jamás podrás saber qué ocupación es la que más va a llenar tu vida. «¿Por qué Dios no me da el reloj, el celular, el carro, la casa, que tanto le pido?». Tal vez porque Dios quiere que tengas algo mucho mejor que esas cosas materiales.

Antes hablé de la contraposición entre fe y pensamiento mágico. Es muy probable que este sea la fuente de una esperanza pasiva, o viceversa. Pues hay casos en los que la esperanza en que se dé algo que he pedido con fe fuera un paquete que ordené que me traigan y el motorizado se ha perdido. La esperanza brota de la fe, pero también de las obras. Y cuando lo entendemos así, nuestra vida se pone en movimiento, sin dejar la oración. Nos abandonamos a la bondad de un Padre providente, que entiende mejor que nosotros qué es lo que necesitamos, pero que también nos oye con paciencia. Con la paciencia que da ser el Señor de la Historia; o sea, de tener el tiempo en sus manos, aquel tiempo en el cual nosotros vivimos y nos desenvolvemos.

Por esto, también, ocurre muchas veces que aquello que esperamos no nos va a llegar hoy, porque debemos trabajarlo más, porque no estamos listos, porque no podríamos manejarlo. ¡Cuántas veces no habremos pensado: «si esto lo hubiera tenido antes, no lo hubiese valorado»! Esperar -entonces- no es dormirse en los laureles, porque nadie dijo que esto sería fácil. Por eso existe el viejo adagio: «la esperanza es lo último que se pierde». Pues cuando hemos abandonado la esperanza dejamos de luchar, todo sentido se desvanece. La depresión, en gran medida, es desesperanza. Es dar la vida por perdida.

Cuando asumimos la realidad de la espera, podemos darle sentido. Por eso también se dice que la paciencia es la madre de todas las virtudes, porque de ella (de la «cualidad del que sufre») sale la fuerza que nos permite aceptar el dolor que produce no tener eso que ansiamos y dejarlo en manos de la Perfecta Voluntad. Amar es esperar. El zorro espera que el Principito lo domestique para poder oír al trigo reír. El Principito espera regresar a su rosa, aun sabiendo que no es perfecta. La vida es una espera desde el día en que tomamos conciencia de nuestros sueños. La espera se traduce en esperanza, y la esperanza, en movimiento. Ese motor que nos impulsa a buscar el bien, el bien para mí y para el otro, el bien para aquel que más lo necesita aunque no lo sepa.

La esperanza activa nos mueve al crecimiento individual y colectivo, porque nace del amor.