Esta frase implica aspectos de muchos fenómenos. Desde el más simple, como enfrentar una discusión con la petición de silencio, hasta el bloqueo del escritor que puede destrozar la vida de un autor urgido a publicar, pasando por la negación a hablar por teléfono (o medios sociales en general) o de contarle lo que ocurre a un terapeuta, entre varios más. Es probable que desmenuce cada uno en algún momento, pero hoy voy a tratarlos en general. En un artículo anterior hablé del silencio como respuesta de amor, hoy me enfoco en él en tanto síntoma de un dolor más profundo. Y lo hago desde mi propio deseo de silencio.
Así es. El terapeuta también puede sentirse compelido a callar. El escritor se enfrenta con miedo al papel en blanco. El músico no puede sacar una nota de su instrumento, el operario se paraliza ante la máquina apagada. En fin, no todo el tiempo podemos ser productivos y debemos aceptarlo. Al otro lado está el mutismo selectivo cotidiano: no me siento con buen ánimo para resolver un problema en alguna relación, no quiero contestar los requerimientos de alguien (así sea por algo tan simple como pedir una taza de azúcar). Tengo mis límites, y hoy los alcancé.
Me acuerdo de un corto que vi recientemente (“Prestando mis alas” de Sofía Cabrera) sobre un proceso terapéutico en línea que comienza con la cliente/paciente que no habla hasta que la psicóloga encuentra una vía para entrar en ese silencio. En mis años de experiencia en consulta no he tenido un hecho igual, pero sí he percibido estos sentimientos, e incluso algunos pacientes me los confesaron luego, cuando faltaban a las sesiones o no respondían a mis mensajes pidiendo confirmación de nuestra cita. Siempre lo he entendido como parte de este fenómeno de estar “desbordado”. De no saber cómo contener las emociones que produce todo proceso (no solo el de una terapia psicológica) que nos confronta entre un ideal de persona (o de trabajo, relación o meta individual o colectiva) y la realidad no siempre tan amable.

En estos tiempos en los que la conexión con el otro es omnipresente, es mucho más fácil llegar a ese punto de desbordamiento. Teletrabajo, llamadas y mensajes de texto, videoconferencias, clases y reuniones online, recordatorios de cursos y eventos a distancia… la lista se vuelve interminable. Entonces, es natural ver el teléfono cuando suena una llamada y paralizarse. Igual que se paraliza el escritor ante la máquina de escribir al sentir que no puede avanzar en ese proyecto que ya tiene una fecha tope o el marido cuando la esposa no deja de forzarle a hablar sobre algún problema de pareja.
Sin embargo, asumir esta realidad no significa mantenerse en ella con cierta comodidad. Debo luchar. El buen combate de la fe, decía san Pablo, y lo aplico aquí. Porque la fe es “la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve”. Yo puedo no ver un momento en el cual mi agobio ante el acoso conectivo me deje en paz, pero soy capaz de tener la certeza de que de esta me levantaré sabiendo manejarlo. O esa presión a contarle a alguien algo, o resolver tal o cual dilema. Hoy no quiero hablar, mañana sí.
Cuando creé este archivo y me enfrenté a la página en blanco, pensé –como siempre– en seguir la estrategia usual: ir a mi lista de temas de los que quiero hablar, meditar por dónde puedo abordarlo y apoyarme en aquellos que ya lo han tratado. Pero no. No tenía ganas de hacerlo. Quería silencio. A la final, pensé en que podría ayudar a alguien con este mismo sentimiento y comencé a escribir. Esto es lo que salió. Notarán que no tiene la estructura que suelo usar, y se debe a eso. Solo flui en el proceso, dejé que el artículo se escriba. Puedo pensar que es el Espíritu Santo (la «musa» que llaman algunos), pero para eso debería esperar a saber que este texto ayudó a alguien. El caso es que hice lo que sé que funciona: comenzar a usar palabras. Porque en el principio era la Palabra, y la Palabra era Dios.
Disculpas por el silencio, y las diversas formas que le doy cuando estoy desbordado.
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