En mi familia ampliada existe un dicho: “muera la gallina con su pepita”, aduciendo a algo que a uno le encanta hacer a pesar de saber que le causa daño (como fumar). Aunque no lo he oído en otros ámbitos, sé que no es exclusivo nuestro y es resultado de modificaciones de un original (“viva la gallina…”) que se consigna en el Quijote, quién sabe cuántas generaciones atrás, y que tenía el sentido de que se prefieren los achaques de la enfermedad a la cura (como el malestar de la gripe en lugar del jarabe de cebolla). En todo caso, ambos hablan de una misma realidad: la diferencia entre lo que uno piensa y cómo actúa. El existencialista católico Gabriel Marcel tenía una frase para esto: “cuando uno no vive como piensa acaba pensando como vive”. Y san Pablo: «puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero». Tratamos de tener coherencia, diríamos.
Leon Festinger, psicólogo social estadounidense, ideó una explicación para este fenómeno: la disonancia cognitiva. Disonancia, como dos notas que no suenan armónicamente y causan una sensación desagradable; cognitiva (del latín cognoscere, ‘conocer’) al ser información procesada a partir de la percepción, la experiencia y las características propias de cada sujeto. Festinger definió originalmente la disonancia como una discrepancia «entre dos elementos cognitivos», aunque hoy sabemos que pueden ser otros elementos: emociones, sensaciones, etc. La teoría de la disonancia cognitiva postula que cuando en una situación de libre elección no actuamos de acuerdo con nuestras actitudes, se produce un malestar interno. De todas formas, realizar una acción inconsistente con nuestras convicciones por obligación o cuando podemos obtener una gran recompensa o evitar un gran castigo («justificación externa suficiente»), no conduce a la disonancia. Esta se desencadena principalmente cuando la discrepancia se refiere a la imagen de uno mismo, según Andrzej Malewski. Daryl Bem, por su parte, formuló una teoría de la autopercepción que afirma que las personas deducen sus actitudes de su propio comportamiento como lo haría un observador externo.
Sea cual fuere la explicación científica, lo cierto es que cuando hay una discrepancia entre nuestros pensamientos y nuestros actos o emociones, tendemos a cambiar algo con el objetivo de calmarnos. Santo Tomás de Aquino hablaba de la sindéresis, la capacidad natural para realizar juicios sensatos y rectos, como una habilidad, tanto especulativa como práctica, que nos impulsa al bien. Por extraño que suene, todos los seres humanos estamos atraídos a buscar el bien, el problema está en qué consideramos bien, un concepto que puede estar más o menos desordenado, dependiendo de nuestra historia personal. Y en esta consideración entra el proceso cognitivo del que hablamos: ¿por qué hice esto que percibo como malo, si yo siempre busco el bien, pues soy una buena persona? Festinger señalaba tres salidas a esta disyuntiva:
- Cambiar uno de los elementos que están en colisión entre sí.
- Reformular el significado de uno de los elementos incompatibles.
- Agregar un nuevo elemento cognitivo, cuya tarea es reducir la contradicción entre los elementos existentes.
Ejemplo: sé que fumar hace daño a la salud, mía y de los que me rodean. Posiblemente dejaría de fumar y si lo hago sería en espacios abiertos o diría que existen estudios que demuestran que no es nocivo. También podría restarle importancia diciendo que “de algo hay que morirse”. O por último saldría a hacer ejercicio al aire libre para sacar todos los elementos nocivos del organismo.
Es frecuente que cuando realizamos algo que sabemos que está mal (es decir, que le hace daño a alguien) encontremos una excusa para quitarnos esa culpa o terminemos diciendo que en realidad no está mal. Llegamos tarde, y hablamos del tráfico, del jefe que no me dejó salir, de un dolor de cabeza, de una llamada que se demoró. O sea, trataremos de demostrar que la responsabilidad siempre queda fuera de nosotros. Sin embargo, también somos capaces de ver ese retraso como una reacción positiva a la impuntualidad de los demás: yo debo hacer notar que mi tiempo es valioso y no puedo esperar a nadie. El momento en el que el resto cambie, yo también. Inclusive, llegamos a percibir que no tiene ninguna importancia, porque igual las reuniones comienzan tarde.
En fin, que nos autoengañamos muchas veces. En algún sitio leí estos días una frase diciendo que el autoengaño no existe, porque nosotros sabemos que es mentira lo que decimos. Yo estoy convencido de que hay procesos mentales que nos impulsan a creer de forma genuina en lo que expresamos, porque necesitamos mostrar que somos buenos y hacemos bien las cosas. Incluso podemos oír a un psicópata diciendo que sus víctimas merecían la muerte que él les dio. Lo dicho, él busca el bien, de una manera muy retorcida ciertamente, pero el bien al fin y al cabo. Sin embargo, fuera de este ejemplo patológico, pienso que esta tendencia al recto juicio nos puede resultar beneficiosa cuando crea discrepancia entre nuestras acciones y lo que pensamos. Quizás ese sea el llamado de alerta para entendernos mejor, como individuos y raza humana, y llevar los principios que defendemos hacia algo cada vez más elevado. Tal vez sea una forma de entender la voz de la conciencia.
Deberíamos tratar de analizar nuestras disonancias cognitivas y encontrar la salida que más nos haga crecer y que permita que nuestros actos e ideas aporten a la sociedad y a los que más queremos. No se trata de justificarnos ni de mentirnos a nosotros mismos. Se trata de estar conscientes de esos dos elementos en discrepancia y entender qué debemos cambiar en ellos para buscar la felicidad. Muchas veces, esto se puede centrar únicamente en darle un sentido más grande que nuestra vida (la justificación externa suficiente). Este sentido hará que todo sacrificio de nuestras tendencias más profundas tengan una motivación lo bastante libre y proporcionada. Y si esta motivación es la bienaventuranza, ese ideal de ser perfectos como Dios, estaremos en el camino correcto.
La libertad y el sentido nos darán la paz mental que necesitamos.