Encontré en el blog Blueberry, que sigo, un muy interesante punto de vista, y muy válido, acerca de cómo uno no debe ir por la vida esperando que los otros nos den las respuestas. Sin embargo, considero que lo podemos completar. Es verdad, no tenemos que vivir «conquistando idiosincrasias» ajenas, como dice la autora, porque la misma palabra lo indica: ídios en griego apunta a aquello que es propio de un individuo (por extensión, de un colectivo). La idiosincrasia es mía o, por último, común a los distintos grupos humanos a los que pertenezco (mi familia, mi país, mi religión, etc.). Pero nadie me la puede transmitir y peor imponer: yo la construyo mientras voy viviendo, pues es una imagen de mí mismo. Pienso, en cambio, que se trata de no dejarse inundar por ideologías.
La ideología es para Karl Marx y Friedrich Engels, quienes le dieron el sentido actual a la palabra, el conjunto de principios que explican el mundo en cada sociedad. Al tratarse de una normativa particular, muchas veces están divorciadas de la realidad. Para el psicólogo funcionalista William James, mientras tanto, la importancia y significación personales (idiosincrasia) era el criterio primordial, así como la libre voluntad, la capacidad de compromiso y decisión para alcanzar los diversos estados de conciencia a través de la introspección. James, con su estudio del self, se relaciona con la importancia de la individualidad en la psicología humanista, como la de Maslow, quien entre sus necesidades de crecimiento mencionaba a la idiosincrasia como forma de las necesidades de singularidad.
Creo que el punto saludable, como casi siempre, es el equilibrio entre los dos polos. Entre el completo aislamiento físico, intelectual, emocional, por un lado, y la total permeabilidad a todo lo externo por el otro. Lo que me devuelve mi dignidad como individuo único es el saber escoger aquello que me influye porque sintoniza con mi esencia. No soy un títere de lo que los demás me dicen, pero tampoco soy una isla que tiene que aprenderlo todo por la propia experiencia, desde cero.
Me subo en hombros de gigantes, como decía Newton, y miren que la ciencia no sería la misma sin él. Soy lo que soy gracias a lo que los demás me han dado porque me he moldeado con altos ejemplos. Pero la decisión ha sido siempre mía, pues -a la final- soy yo quien ha elegido libremente. Me moldeo aprendiendo de los demás.
Ese equilibrio es el esencial. Yo mismo encuentro el sentido de la vida, pero tengo guías que me ayudan en esa labor, la más importante. Como seres sociales, mi autoconcepto surge tanto de mi autoimagen como de lo que me transmiten los demás de su percepción acerca de mí. De igual forma, no podríamos aprender casi nada si nadie nos lo enseña. Entonces, no es negativo en sí escuchar opiniones ajenas, lo malo es depender de ellas. Ahogar nuestra propia voz para oír nada más lo que nos viene de afuera.
El ser humano transcurre su vida esperando respuestas. Como diría Fito Páez, «uno pasa buscando, y perdiendo certezas». Sin embargo, cuando esa búsqueda se traduce en angustia, muchas veces las personas comienzan a perseguir esas respuestas desesperadamente, hasta debajo de las piedras. Y en esa ansiosa persecución pueden dejarse llevar por cualquier canto de sirenas. Es ahí donde pierden su identidad, su idiosincrasia, en aras de ideologías que les dan algún sentido de pertenencia. Esto les da seguridad por un tiempo, pero como no llenan su necesidad de crecimiento, de actualización, ese llamado a la trascendencia, se quedan cortas.
Es entonces necesario apoyarse en el conocimiento y las experiencias de otros, agradecer los consejos y opiniones que nos dan otras perspectivas de la vida y de nuestra propia realidad. Sin embargo, no podemos perder nuestra esencia dependiendo solo de ellas. Yo no dejo de ser yo si escojo racionalmente aquello que tomo de los otros. Es más, es importante aprender a aprehender, a adquirir información de todas partes pasándola por el tamiz de mis principios, mi vocación y el sentido de mi vida.
Reconocerme es también reconocer mis influencias.