Yo me entiendo

Creo que todos hemos oído a alguien responder con esta frase cuando se le pide que repita o explique lo que acaba de decir. Es natural que ante una reacción así, nos quedemos incómodos, frustrados o incluso enojados. Porque, a la final, no llegamos a entender lo que esta persona nos quiso decir, y somos capaces de ponernos a dar mil millones de interpretaciones, a cuál más arbitraria. Es por esto que aquí quiero reflexionar si es válido emitir una oración así, qué podemos comprender en ella y cuál podría ser nuestra respuesta. Y tendremos que hablar de dos cosas: la evolución del lenguaje y sus funciones. Algo que de alguna manera ya he tratado antes, mayormente cuando hablé de las redes sociales y en el artículo sobre cómo la simplificación en el lenguaje escrito nos está entonteciendo.

Primero hay que comprender la palabra lenguaje. Esta viene del latín lingua, asociada al órgano de la lengua (por metonimia), a través del occitano lenguatge. Es por esto que se la suele relacionar con la palabra en cuanto capacidad del hombre. El Diccionario de la Lengua Española consigna la primera acepción como: “facultad del ser humano de expresarse y comunicarse con los demás a través del sonido articulado o de otros sistemas de signos”. Sin embargo, también existe la de “conjunto de señales que dan a entender algo”. Esto se debe a que esta función comunicativa no se limita a la voz, sino que se extiende al gesto, la palabra escrita e incluso a las actitudes. Por esto, podemos decir que el lenguaje no es exclusivo del ser humano, sino que muchos animales lo poseen de distinta manera: el canto de las aves, la danza de las abejas, el maullido del gato, la actitud amenazante del lobo, etc. Lo que distingue al lenguaje humano es su relación directa con el pensamiento: el Homo sapiens es el único ser capaz de designar entidades abstractas (es decir, lo que no captan los sentidos) con sonidos específicos.

Esta especificidad, flexibilidad y complejidad hacen de nuestro lenguaje un misterio, al igual que mucho de lo que tiene que ver con el hombre mismo. Así, el origen del lenguaje es algo que se pierde en la penumbra de los tiempos, pues no se puede desenterrar con pala (parafraseando a Teilhard de Chardin sobre el sentimiento religioso). Las teorías son tan distintas que es difícil que podamos abarcarlas aquí. Por ejemplo, Steve Pinker, basa la suya en la continuidad. Según esta, el lenguaje humano evoluciona de sistemas prelingüísticos existentes en nuestros ancestros primates. Por esto señala que el lenguaje no es una capacidad innata de la especie Homo sapiens (como postula Chomsky), sino que proviene de sistemas comunicacionales anteriores a él de una manera progresiva y gradual. Se especula que la complejidad de nuestro lenguaje tiene que ver con la capacidad cognitiva más desarrollada de los homínidos y sus intrincadas estructuras sociales, las cuales se alimentan mutuamente.

Por todo esto, podemos decir que el lenguaje tiene múltiples funciones: referencial (informa sobre hechos concretos, p.e. “esta es una pelota”), expresiva (transmite emociones subjetivas, p.e. “me gusta jugar pelota”), apelativa (exhorta, pide u ordena una acción, p.e. “pásame la pelota”), estética (busca la belleza, p.e. “la redonda ilusión del futbolista”), fática (centrada en la relación, p.e. “juguemos pelota”), metalingüística (hablar de lo que hablamos, p.e. “¿qué entiendes cuando digo ‘pelota’?”). Tenemos, asimismo, muchos modelos funcionales, y he usado el de Roman Jakobson por parecerme más completo. El punto aquí es entender que el lenguaje, como herramienta comunicativa, no transmite únicamente conocimientos. Transmite emociones, pensamientos, puntos de vista, apreciaciones sobre lo bello, etc. En definitiva, al hablar comunicamos mucho más que lo que dicen las palabras.

En este sentido, no parece válido decir “yo me entiendo”. Las funciones lingüísticas tienden a transmitir un paquete de información entre el emisor y el receptor, como entre la estación de radio y el aparato en la casa (¡este ejemplo suena tan antiguo!). Luego, sería absurdo pensar que el hablante satisfaga su necesidad solo expulsando información, sin esperar que el oyente la entienda. Sería como que el radiodifusor se contente con transmitir, aunque no haya receptor que capte esa señal. Si hablamos para que los demás capten nuestra señal, ¿por qué escudarnos tras un “yo me entiendo” cuando no lo hacen?

Aquí es donde reflexionamos sobre las funciones del lenguaje. Si nuestra intención es informativa, no tiene sentido cerrar el diálogo con un “yo me entiendo”, porque es claro que el contenido no fue recibido y no informé nada. Sin embargo, si la función es expresiva, tiene todo el sentido, pues esa frase refleja mi frustración ante la incomprensión del otro. Esas palabras generan un malestar en él que lo puede impulsar a un esfuerzo extra hacia ese entendimiento. Pero en este mismo aspecto, también habla de un victimismo que no conduce a nada. Ya que la victimización nos viene del aprendizaje de “guagua que llora no mama”, por supuesto que tendemos a presentarnos como sufrientes para que el otro se sienta culpable y no tener que intentar explicarnos mejor. Tiene, por consiguiente, una función apelativa: “si no me entiendes no es cosa mía, sino tuya, haz un esfuerzo”.

Ante esto, pienso que la función más importante en esta frase es la metalingüística. Es una persona derrotada, que no encuentra caminos para expresarse, aunque sienta que lo hace lo suficientemente claro. Por eso él se entiende, no el otro. ¿Qué hay que cambiar, entonces? Es evidente que él tiene que actuar para lograr la comprensión. Es algo similar a la muletilla que muchos usan: “¿entiendes?”. O aquel “no nos estamos entendiendo” o, más directo aun, “no me estás entendiendo”. O esa un poco más elaborada: “ante tus argumentos no vale la pena seguir discutiendo”. Todas estas palabras tienen detrás el sentido de mostrar que uno siente que está explicando bien, mientras los demás no hacen el trabajo que les toca para comprender. Es el otro el que se tiene que acercar a mi posición, y no movernos ambos a un acuerdo.

Todo este análisis sobre una simple y común oración tiene como fin hacernos ver que la comunicación humana es un fenómeno muy complejo. Se manifiesta en el habla, pero proviene de algo más profundo y tiene connotaciones mucho más determinantes. Por esto, para comunicarnos bien no basta “mover nuestra lengua”, por decirlo en criollo. U oír sin reaccionar. Hay que escuchar de forma activa (lo señala Rogers), porque hablamos para tratar de entendernos, con el fin de expresar nuestras emociones, y así movernos al cambio, encontrarnos y lograr avanzar juntos. No lanzamos palabras al viento por si alguien se anima a recogerlas, transmitimos emociones y pensamientos para fortalecer relaciones. Si no buscamos esto en nuestras comunicaciones, de nada sirve lo bonito que hablemos.

Hablar para encontrarnos, ese es el punto de todo.

Foto de Andrea Piacquadio en Pexels.com

Publicado por pfreilem

Mi vocación por el estudio de la afectividad y la mente humana, y de cómo estas se integran con la fisiología y la espiritualidad, surge del propósito vital de hacer de este un mundo mejor, de persona en persona. Estoy convencido de que a través de la búsqueda del conocimiento de uno mismo y la comprensión de la realidad, podemos generar cambios no solo en nuestra individualidad, sino en los distintos espacios colectivos que habitamos. Psicólogo licenciado por la Universidad Técnica Particular de Loja, he realizado Diplomados en Psicología Cristiana y Antropología Cristiana por la Universidad FASTA (Mar del Plata, Argentina) y he participado en el Curso de Estilos de Pensamiento con el Dr. Robert Sternberg, (Boston, Estados Unidos de América) y el Seminario Psicología & Persona Humana (Lima, Perú). He efectuado prácticas en diversas instituciones empresariales y educativas. He actuado como facilitador de intervenciones apreciativas para el cambio profundo en las organizaciones. Poseo una amplia experiencia en charlas de formación, consejería y en consulta privada, gracias a la cual he podido responder a un llamado personal de incidir en la paz social a través del encuentro con la paz interior.

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