Esta sabrosa manera de decir, frecuente en la sierra ecuatoriana, puede traducirse como “no me hagas enojar”. Esto suele enviar el mensaje de que el culpable de mi ira es el otro, como para lavarnos las manos ante cualquier crítica por nuestro mal carácter. Sin embargo, el mismo fósforo puede encender las hojas secas, pero no el cemento. Vienen a mi mente muchas canciones que hablan de esta emoción, más si tenemos unos cuantos géneros particularmente rabiosos (metal, rap, punk…). Y está Rage Against the Machine (Rabia Contra la Máquina). Pero me acuerdo sobre todo de un tema que le dio la fama a un grupo salido justo de la onda punk, aunque vestidos de niños buenos: el Devuélveme a mi chica de Hombres G. En el mejor estilo agresivo pasivo, le ensarta unas cuantas amenazas al traicionero que le quitó la novia, pero escondido tras la esquina: dice que le va a destrozar el coche, aunque se acomoda en hacer que le pique el cuello. Muestra de cómo circula la ira por nuestra cabeza, enfocándose en palabras hirientes que reflejan dolor.
Pero, ¿qué significa el término ira? Según el Diccionario de la Lengua Española, es un “sentimiento de indignación que causa enojo”; además “apetito o deseo de venganza”. Esta última definición que no se compadece con el difícil pero posible aprendizaje del manejo de la ira. El vocablo nos viene del latín ira, procedente de la raíz indoeuropea *eis-, mover rápidamente, pasión. Es decir, contiene la idea de un impulso inmediato como reacción a algo. Son interesante los conceptos que ha traducido, por ejemplo en la Biblia. Sobre todo el contenido en la palabra griega ὀργή, orgé, deseo o pasión violenta que se extiende hacia algo o alguien. Por tanto, alude a la segunda acepción mencionada por la RAE, una agresividad que es condenable. También traduce θυμός, thymos, que quiere decir ánimo, con un matiz de aire caliente, y que es usada para significar la cólera divina ante el pecado. Es así como la usa Cristo y luego Pablo.
Estas dos acepciones, la indignación y sentimiento de venganza, el enojo y el ánimo caliente ante la injusticia se evidencian en la actuación de Jesús. Él mismo se muestra muchas veces airado frente a la hipocresía de los fariseos o la comercialización de la fe. De todas formas, no deja de condenar la ira que falta al amor por el prójimo. Esto nos muestra que la ira en sí misma no es mala, lo malo es de dónde proviene y a dónde la llevamos. La ira de Dios surge del disgusto ante el pecado y termina en el juicio que solo a Él le corresponde. Aun así, se dice que es “lento a la ira y rico en misericordia”, pues “la misericordia triunfa sobre el juicio”. Cuando la ira del hombre es ocasionada por el sentimiento de que algo no está bien y nos lleva a buscar un cambio, esa ira puede ser positiva. Si, por el contrario, nace en el egoísmo y las pasiones desenfrenadas, conduciendo a la venganza y el daño, no es capaz de buscar el bien. Sea cual sea la fuente, la ira es una respuesta adaptativa: ante una amenaza el organismo se prepara a enfrentar o huir. Por esto, la ira genera una serie de reacciones fisiológicas que no desaparecen hasta encontrar el equilibrio. De ahí que la ira contenida también nos enferme. Se trata, entonces, de entender la ira para poder darle una correcta respuesta.
En el Sermón de la Montaña, Jesucristo da tres niveles de faltas de ira y tres castigos: el movimiento interno que merece el juicio, el desprecio que conlleva el consejo y el actuar despiadadamente que lleva al infierno. No se queda ahí, nos llama a reconciliarnos con el hermano, algo que termina subrayando san Pablo: «si se aíran, no pequen; no se ponga el sol mientras estén airados, ni den ocasión al Diablo». En esta visión bíblica de la ira se concentran los siguientes pasos básicos para manejarla:
- Entender el disparador.
El momento en el que aprendemos a conocer aquello que ocasiona que perdamos el control, tenemos la mitad de la batalla ganada. Porque el manejo de la ira no depende de saber detener la reacción cuando dejamos de estar conscientes (“perdemos la cabeza”) pues es inútil. Es como querer maniobrar el bote cuando está cayendo por una cascada. Esta comprensión viene de dos fuentes importantes: nuestros vacíos del pasado y las heridas en la relación presente. Ambas son acumulativas, como el vaso que se va llenando hasta derramarse. Se derrama por la frustración, por la impotencia ante una situación que no es puntual, sino que viene de nuestra historia.
Por esto, anticiparse al disparador es el único camino para que la ira no termine haciéndonos explotar y arrojando esquirlas a los demás. En mi caso, entendí que este ‘trigger’ era que me hagan sentir inútil, y que venía de mi infancia. Al ponerle una alarma a esa idea, cuando me llega la ataco ahí, en el acto. He logrado reducir en un altísimo porcentaje el malestar que generaba mi descontrol. Le puse el cascabel al gato.
- Darle tiempo a la reacción.
No siempre la ira proviene del mismo punto. A veces, esa ira tiene un motivo justo e inesperado. Como Jesucristo al ver los comerciantes en el templo. Cuando sentimos ira por algo que consideramos injusto, es un reflejo limitado de la ira de Dios. Es que “el celo de mi casa me consume”. Si vemos a un niño grande abusando de un chiquito nos encendemos de cólera, y es normal. Peor si ese chiquito es nuestro hijo. Sin embargo, si reaccionamos “en caliente” (recuerden el origen de thymos), es probable que nos equivoquemos. Si saltamos y le caemos a patadas al niño abusador, estaremos actuando igual que él.
Si logramos enfriarnos, contar hasta diez (como se suele decir), se puede dar una respuesta realmente buena. Yo he logrado encontrar la estrategia de distanciamiento adecuada en cada caso. Es usual que diga, “perdón, ya vuelvo”. Se trata de buscar el espacio y el tiempo donde podemos calmarnos, respirar y pensar mejor la situación. Dependiendo, puede tomar diez segundos o diez días. De esta forma estaremos capacitados para actuar de una manera racional y así encontrar una solución.
- Poderlo expresar.
Saber comunicarnos para que la otra persona entienda el motivo de mi ira me ayuda a canalizarla de una manera positiva. Se comprende mejor una palabra que un golpe sobre la mesa. Hay que conocerse uno mismo y saber qué está pasando en nosotros para poder decir qué nos hace falta con el objetivo de reaccionar de otra manera. Siempre necesitamos ayuda, no se trata de reprimir la ira ni de permitir que explote, se trata de explicar cómo y por qué tenemos iras y cómo esperamos solucionarlo.
Al lograr que otros nos entiendan, comenzando por comprendernos nosotros mismos, abrimos la puerta al cambio. Antes, la ira me llevaba a lanzar cosas e incluso lastimarme golpeando paredes. Obvio, nadie entendía qué me pasaba y la reacción solía hacer que la cosa se ponga peor. Ahora, como he aprendido a darme un tiempo para reprimir mi respuesta instintiva (de agresión ante la amenaza) ya no necesito ese desfogue y logro comunicar el origen y la posible salida a mi frustración. Las soluciones, ahora, llegan de la mano del crecimiento.
Sentir ira no es un problema, este aparece al no saber cómo darle una respuesta sana y que conduzca a resolver la situación. Cuando logramos entender, pausar y explicar aquello que nos produce iras, conseguimos no solo sacarnos del pecho esa emoción, sino encontrarle un lado positivo. Si no tiene, es factible ir disminuyendo esas iras porque llegamos a darle su justo valor, sin sobredimensionar lo que nos pasa, sino entendiéndolo en su contexto, lo más objetivamente posible. La ira que nos llevaría a la modificación de una conducta injusta o dañina no debe ser reprimida, por el contrario, se ha de manejar de forma correcta.
A través de la ira bien canalizada motivamos el mejoramiento constante.
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