El TOC espiritual

La persona humana es una integralidad de cuerpo, mente y alma. Muchas veces lo que se sufre físicamente se traduce en una alteración psicoafectiva o un desequilibrio espiritual, o ambos. Y eso se cumple también cuando la fuente de las afecciones es cualquiera de los otros. Por eso, un trastorno mental puede tener orígenes espirituales o verse reflejado en síntomas en el alma. Hay personas que evidencian un trastorno obsesivo-compulsivo (TOC) en cuestiones del espíritu, e incluso consideran que esa es la forma en que debe vivir una persona que ama a Dios.

El TOC está compuesto de obsesiones (pensamientos, impulsos o imágenes recurrentes y persistentes) que se tratan de aliviar con compulsiones (comportamientos o actos mentales repetitivos). Esta es, obviamente, una simplificación de lo que dice el DSM-5 (siglas en inglés de la quinta versión del Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders -Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales-), con fines de comprensión. El doctor en psicología Jordán Abud habla de sus efectos en la vida moral, relacionándolo con el concepto teológico de escrúpulos, esa condición que según san Alfonso “teme el pecado donde de hecho no existe”.

Tal cual podemos ver muy gráficamente en películas como “Mejor… imposible”, el individuo que sufre de TOC puede estar lavándose las manos cada que toca algo “contaminado” (según su obsesión) y llevar a cabo complejos rituales (como evitar las líneas de las veredas) para mantenerse bien. El TOC espiritual lleva a la persona a creer que el pecado está en todo y en todos, y que es necesario acudir al sacramento de la penitencia cada que puede y confesar varias veces lo ya perdonado. O a basar su fe en los pequeños ritos más o menos místicos que efectúa cada hora de cada día.

Ojo, con esto no quiero desprestigiar la vida interior de nadie, menos aún de aquellos consagrados cuyo día a día no solo que puede sino que debe estar centrado en sus ejercicios espirituales de fe, sacramentos y oración. Estoy hablando más bien de aquellos que en el fondo hacen depender su relación con el Padre Misericordioso casi exclusivamente de los actos externos. Y pienso que este hecho se ha visto reflejado de manera mucho más patente en estos días de cuarentena, cuando las iglesias están cerradas y la vida religiosa ha debido dar un giro hacia la interioridad mucho más notorio.

El TOC está directamente relacionado con el pensamiento mágico, del cual ya hablé en otro artículo. Quien lo sufre llega a pensar que, por ejemplo, si el cuchillo no está a la derecha sino a la izquierda puede caerle algún tipo de enfermedad extraña, y por eso debe tenerlo a ese lado. De igual manera, si no reza el rosario en la mañana puede pensar que Dios se enojará con él. No da valor al acto de contrición perfecto ni a la comunión espiritual, que de hecho son fuente, base y requisito de los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía. Se siente abrumado y envuelto entre sombras porque considera que su salvación se ha alejado hasta no poder ir a una iglesia y confesarse y comulgar.

Seguramente todos los católicos hemos oído de aquellos que objetan una vida cristiana que no se centra en breviarios, novenas y adoraciones, considerándola menos valiosa e incluso pecaminosa ante los ojos del Señor. No únicamente tienen obsesiones y compulsiones individuales, sino que instan a comunidades enteras a llevarlas a cabo. Y esto, lamentablemente, hace que aquellos enemigos de la fe vean una razón de peso para tachar a las personas religiosas de enfermitos que encuentran al demonio en todas partes. Como decía un amigo, el Diablo ni está en todo, ni es ajeno a nada. No podemos ni negarnos a ver su influencia, ni pensar que está metido en cada cosa.

Es por esto que el doctor Abud dice que muchas veces dejamos de ver este tipo de actitudes obsesivo-compulsivas y las consideramos simplemente piedad, e incluso una prueba de fe envidiable. En realidad, deberíamos preocuparnos, porque una fe y una piedad sanas se basan en tres puntos: presencia de Dios, ofrecimiento de vida, rectitud de intención. Es decir, pido al Señor que intervenga en cada cosa que realizo, le ofrezco mi vida para que haga con ella lo que sea conforme a su Voluntad, y por ello trato de que cada acto sea efectuado con amor y dirigido hacia mi salvación y la del resto de almas. ¿Necesito rezar todo el tiempo para lograr eso? Tal vez no. ¿Necesito juzgar y condenar cada acto que considero que no se ajusta a los preceptos que tengo en mi cabeza? Probablemente eso sea fariseísmo y no verdadero amor.

La palabra escrúpulo viene del latín, y significa piedra diminuta. Por esto se usaba para denominar a los minutos en el mundo romano (diminuto y minuto tienen, como se puede ver, el mismo origen). O sea que los escrúpulos tienden a fijarse en lo más pequeño, sobredimensionarlo y por tanto generar angustia y ansiedad. Hemos de ser obedientes a la realidad. Debemos recordar que Dios es misericordioso y nos ama inmensamente, y nuestra respuesta a ese infinito amor no es la compulsión, sino nuestra propia medida de misericordia (“misericordia quiero, y no sacrificio”). Este tema da para muchísimo más, y es probable que le dedique otro artículo o más. Pero creo que esto es lo fundamental.

Seguramente iremos volviendo poco a poco a tener acceso a templos e iglesias, y con esto a los sacramentos. Aunque no debemos olvidar que toda muestra externa es un vehículo de la Gracia, pero no es necesaria porque el Padre providente es todopoderoso. Tratemos de notar en nosotros mismos y nuestra vida espiritual si no tenemos síntomas de TOC que tengan más que ver con el pensamiento mágico que con la fe en un Dios que nos ama más allá de la temporalidad. Trabajemos en nuestra psicología para curar el componente mental en esto. Y pongamos nuestra alma en sus manos y tratemos de estar a la altura.

Con todo el amor del que el Amor nos ha hecho capaces.

Perra vida

Entre los consejos para enfrentarnos a la soledad y el aislamiento que solemos oír o leer mucho en estos días, uno habla de albergar a una mascota. Voy a contar aquí que yo he sido reacio a tener animales en mi departamento porque se volvería difícil cuidar de su bienestar en un espacio cerrado, lo cual resulta cruel para la mascota e insalubre para los dueños. A la final, unas semanas antes de iniciar el confinamiento por la CoViD-19, una persona cercana a una persona cercana nos ofreció hacernos cargo de una perrita que su familia había rescatado, y a la cual no podían seguir cuidando. Luego de mucho razonar, ponerlo en discusión familiar e incluso oír a mi ángel de la guarda que me aconsejaba recogerla, lo hicimos. Y ahora entiendo por qué.

Antes de escribir este artículo recordé a Martín de Porras (luego cambiado a Porres), limeño, que entre fines del siglo XVI e inicios del siguiente ayudaba con diversas labores en el convento de Nuestra Señora del Rosario (conocido como Santo Domingo) de su ciudad. Se cuenta que tenía una inmensa caridad por los necesitados, y un aprecio y cercanía increíbles con los animales, domésticos y no tanto. La conocida imagen del santo dando de comer en el mismo plato a un perro, un gato y un ratón seguramente tiene sustento en la realidad, según podemos ver en los documentos de su proceso de beatificación. Lo admirable es que se conoce que tenía el don de comunicarse con dichos seres. E incluso los llamaba al buen comportamiento.

Hay un relato donde consta que San Martín recogió a un perrito viejo, uno de los tantos que solía asistir, y luego de curarlo y protegerlo hasta que se recuperó, lo despachó aconsejándole que no se vuelva a meter en peleas. No sé si el perro le haría caso, pero ese episodio me hizo pensar en la historia de la Blanche (mi perrita). Hoy la acaricié y vi la herida grande que tiene en su cuello, y medité, viéndola a los ojos: ¿cuánto dolor habrá pasado este animalito? ¿Cuál habrá sido el motivo de este corte tan profundo? ¿Una pelea callejera, o acaso sus primeros dueños permitieron o incluso infligieron este dolor en ella?

Blanche de la dinastía Blanche, princesa de Oklahoma.

El caso es que no me importa. Este animalito ha venido a traernos paz y alegría en estos tiempos de estrés acumulado, angustia por el porvenir y sensación de impotencia. Y nos une. Esta perrita mueve su cola al vernos, y corre a saludarnos como si nos hubiéramos ausentado cinco meses, cuando estuvimos en la misma casa, aunque en otros cuartos. No me interesan sus heridas, pero sé que nosotros ayudamos a curar las más profundas que debe tener, y que se reflejan en esos sustos desmedidos con cualquier ruido o hecho medianamente violento. Si fuera un ser humano, diría las heridas del alma, pero sé que en ella son más bien memoria instintiva.

Recuerdo los experimentos de Pavlov, y todos esos primeros intentos por hacer de la psicología una rama científica en pleno derecho. Claro, junto con Wundt, Ebbinghaus, Watson y otros. Y me pregunto: ¿qué nos distancia realmente de los animales y sus respuestas a los estímulos? ¿Es que ellos tienen consciencia, inteligencia, emociones y sentimientos? Entonces respondo que sí, claro que las tienen; pero de igual manera que sabemos que poseen alma (ánima, eso que les da vida), si bien no inmortal, lo que les falta es la consciencia de sí mismos y el sentido de trascendencia.

Cuando mi perrita se trepa a mis piernas no me está demostrando amor, porque no conoce quién soy ni de dónde viene toda nuestra historia. Sabe que le doy cariño, que la cuido y le doy seguridad, y entiende que si me compensa con muestras de apego, yo la seguiré protegiendo. Es simple instinto de supervivencia, al cual nosotros, como seres humanos, damos valor antropomorfizado, confundiéndolo con amor. Todo esto lo entendía San Martín de Porres quien, tal cual lo hizo San Francisco, aún a pesar de esta conciencia estaba seguro de que merecían el tiempo que les dedicaba como criaturas del Señor. Es por eso que nos duele tanto cuando perdemos a una mascota, no porque la amemos realmente, sino porque deja un hueco en nuestras vidas, en nuestras relaciones. Un hueco de afecto.

Los sentimientos de los animales nos ayudan a entender mejor los nuestros, no como algo igual sino como una imagen simplificada. Cuando hablamos de vida de perros, entendemos que son animales solitarios que necesitan de su jauría para protegerse, y que las personas muchas veces vivimos así. Lejos de los demás, en la calle, buscándonos el pan entre la basura. Siendo heridos por nuestros congéneres. Y ni siquiera necesitamos ser echados de nuestro hogar para sentirnos de esta manera.

La Blanche me hizo pensar en que todos llevamos heridas, pero siempre podemos dar amor, siempre más. Aun cuando sintamos que nos han quitado algo, que nos cercenaron el futuro, el hombre es capaz de amar toda la vida. Hasta la muerte.

Y ahí radica nuestro valor.

No estoy bien

Aunque ponga todas las ganas, no me siento bien. Por más que vengan los demás con sus consejos, en persona o en línea, no puedo estar tranquilo. Si bien estoy consciente de que tengo muchas cosas que agradecer no soy capaz de hacerlo porque me hallo solo, aislado, inseguro, preocupado. Busco razonar cómo estoy y sé que no es para tanto, o que puedo encontrar salida a mi dolor, y de todas formas me molesta cuando me dicen “pon de parte”. Sé qué debo hacer, ya me lo han repetido tanto.

Sin embargo, no es tan fácil; suele ser más sencillo juzgar que actuar. El psicólogo humanista Carl Rogers decía que muchas veces nos encasillamos en los diagnósticos y olvidamos a la persona sufriente; pero también nos hablaba del cliente en lugar del paciente, es decir aquel que es participante activo de su proceso de sanación y no únicamente un sujeto pasivo. También consideraba que no lograremos trabajar en nosotros mismos y nuestros pensamientos y sentimientos si no podemos aceptarnos a nosotros y nuestras emociones.

He iniciado este artículo en primera persona no únicamente como un recurso literario, sino que yo también formo parte del ejército que hoy en día no está tan equilibrado ni en paz como quisiera. No se hable siquiera de aquellos que no están orientados hacia darle el sentido a cada aspecto de su vida y no pueden ser tan conscientes de la realidad y de cómo enfrentarla. Es cierto, he escrito ya algunos artículos de cómo afrontar esta pandemia, primero acercándonos a una comprensión de la realidad y luego encontrando un propósito a nuestra reacción hacia ella. Aun así, he de confesar que soy escéptico sobre el papel de estos escritos.

No es que lo sea por un pesimismo enfocado en lo negativo de estas épocas, que podría parecer lógico. Más bien, soy escéptico porque entiendo que cada persona tiene su proceso, y mis palabras simplemente se suman a las miríadas de frases que bombardean los ojos y oídos de todos hoy por hoy. Como decía en mi artículo anterior inspirado en el Principito, la comprensión es una de las bases de las relaciones humanas, junto con el amor y los actos que los vuelven concretos. Y esto incluye la relación conmigo mismo y la Trascendencia.

A veces es muy fácil decirle a la otra persona que “ponga de parte” para que esté bien. Como dice Rogers, muchas veces el racionalismo de la sociedad posmoderna nos lleva a pensar que es cuestión de tener claro lo que hay que hacer para ponerlo en práctica. Sin embargo, es como pedirle a una persona con el manual de operaciones de una complejísima máquina que la ponga a producir inmediatamente. Obvio, las instrucciones ayudan, pero tiene que ver con muchas otras cosas. ¿Está preparado el operario, la máquina está conectada, el producto está listo para ser vendido? En fin, podríamos pensar mil condiciones, y si hablamos de personas, estas se multiplican casi hasta el infinito.

Entonces, no basta con la comprensión. Hay que aceptarse, y hay que aceptar que puedo estar mal porque las circunstancias son propicias para estarlo. Lo que cambia es pensar qué voy a hacer con eso, cómo actuar: me siento mal, pero no quiero sentirme mal, y menos estar así por siempre. En resumen, abrazar mi dolor, pero como la razón para impulsarme hacia el bienestar. Este confinamiento que nos pone tan ansiosos, no solo por el encierro, sino sobre todo por la incertidumbre, puede ser visto como una etapa lógica de dolor. Pero solo eso, una etapa. Tengo que trabajar sobre ese dolor y saber qué voy a hacer con él para poder salir de esta renovado, crecido, más sabio.

Carl Rogers decía que agradecía ser capaz de acercarse al entendimiento del otro, y con él ayudar a curarlo. Y sin embargo, se sentía incomprendido por todos sus colegas, enfocados en el síntoma y la experimentación, como si el ser humano se redujera a un animal de laboratorio. En muchas ocasiones, debo confesar, me he sentido identificado. ¡Cuántas veces no me vieron otros psicólogos con sospecha, porque no hacía toda la historia clínica del “paciente” y enumeraba los síntomas para cotejarlos con el manual de trastornos de turno! Siempre he conversado con ellos diciendo que nos dejemos de etiquetar y etiquetarnos (escuelas, corrientes, patologías y enfermedades) y nos encontremos con el otro. La respuesta, en varias ocasiones, han sido comentarios que me hacen sentir un profesional mediocre.

Dicen por ahí que hoy es el día del psicólogo. Esta vocación me llegó sin esperarla, y la amo como eso: un don que no pedí y recibí de Arriba. Del Gran Sanador. Y por eso, doble responsabilidad. De ahí que hoy declare firmemente que, si bien me identifico con el humanismo, no pertenezco a ninguna escuela de manera excluyente, y no por eso dejo de ser menos profesional y científico en mi labor. Declaro que no me interesan los membretes, y que mi única preocupación es el bienestar del otro. Y comienzo por el mío, aceptando mis debilidades y mis momentos bajos, pero poniendo en acto día a día mis potencialidades. Y creo que cada uno de nosotros debería hacer lo mismo: el camino a la salud comienza por conocernos, comprendernos y aceptarnos. Y luego ponernos en marcha.

Con todo el amor, declaro que no estoy bien, pero decido estar de película.

Fidelidad y felicidad

Estas dos palabras, pocas veces relacionadas entre sí en las cosas que leemos por ahí, están íntimamente ligadas. Cuando descubrimos la fidelidad, reducimos nuestros conflictos internos, las complicaciones en la vida. Ojo, no desaparecen, sino que cobran otro sentido y dejan de ser un lastre.

Antoine de Saint-Exupéry, mundialmente conocido por ser el autor del Principito, tuvo una tortuosa relación con su esposa, Consuelo. No únicamente por su oficio de aviador, que lo obligaba a ausentarse constantemente, sino porque esas ausencias implicaban una vida libertina. Sin embargo, en un punto de su historia entendió el valor de la fidelidad, no solo a su esposa, sino a todo: patria, religión, humanidad. Fidelidad al otro. Porque, como él mismo decía, el hombre es un nudo de relaciones, y todo depende de por quién (o qué) nos dejamos domesticar. Y hacía eco de las palabras de Cristo: “El que es fiel en lo mínimo, lo es también en lo mucho”. O, a decir del filósofo personalista Emmanuel Mounier, alcanzamos la madurez cuando hemos elegido fidelidades más grandes que nuestra propia vida.

La fidelidad, como síntoma de amor, empieza por uno mismo. Uno decide ser fiel, sin imposiciones; si no, no es fidelidad, sino esclavitud. Soy fiel a aquello que amo. Pongamos un ejemplo muy prosaico: no puedo ser fiel a otro club de fútbol simplemente porque me han dicho que es lo que me toca. Recuerdo alguna vez que un equipo de Ecuador llegó a la final de la Copa Libertadores de América, y me decían que debía hinchar por él, si no, no podía llamarme ecuatoriano. Entonces, se pusieron en juego dos fidelidades: la que me une al equipo de mis amores (otro, evidentemente), y la que me une a mi patria. ¿Cuál de las dos representaban más fidelidad a mí mismo, a mis convicciones y principios? Ahí radicaba la esencia de todo.

El sentido de la vida a través de las fidelidades. Lecciones del Principito.

Pues no se trata de ser fiel a otro, a otros, porque sean perfectos o porque es lo único que conozco. No puedo ser fiel si no he conocido la posibilidad de ser infiel. Como el Principito cuando se dio cuenta de que existían cinco mil rosas, aparte de la suya. Él se había alejado, un poco agobiado por los defectos de su rosa, como el mismo Saint-Exupéry de Consuelo, seguramente. El zorro le ayudó a darse cuenta de que lo que amaba en su rosa era lo que había construido con ella, no sus imperfecciones. Podía encontrar miles de rosas mejores, tal vez, pero ninguna como la suya, que llegó de quién sabe donde, solo para ser cuidada.

Es curioso, pero el Principito (como el autor) no entendieron el amor junto a la persona amada, sino lejos. Porque el amor exige separaciones. En esta época de confinamiento voluntario o impuesto, hemos valorado las relaciones, los lazos que nos atan a aquello que amamos, aun a pesar de las distancias. Ciertamente, a veces nos separa apenas un clic, pero no hay contacto, no hay posibilidad de compartir más que una imagen de nosotros. Y a pesar de todo esto, seguimos fieles a nuestros amigos, familia, creencias. No habíamos sentido tanto el valor de los sacramentos como cuando los vimos lejanos; no nos advertimos tan parte de una Iglesia como cuando vimos a un papa rezar junto a nosotros, aunque solo y a través de la pantalla.

El farolero del Principito era fiel a una consigna. Tal vez ridícula, tal vez innecesaria, pero que había nacido de algo, de alguien. Muchas veces puede parecer absurdo lo que hacemos por otro: darle una mano con la computadora, prestarle el celular para su videoconferencia. Soportarle las iras y los bajones. Pero no es innecesario, porque llevo luz donde había tinieblas. Salgo de mí mismo para estar con el otro, a pesar de sus debilidades. Porque esa es la consigna que me he impuesto, pues quiero serle fiel.

Saint-Exupéry voló hacia la muerte un 31 de julio de 1944, y años después encontraron la pulsera que llevaba, con su nombre y el de Consuelo grabados. Cuando entendió el valor del amor por esa mujer, imperfecta como él, nunca más se alejó de ella aunque volara al otro extremo del mundo. Y no se volvió a distanciar de sus convicciones, esas fidelidades que había elegido. Si escogemos nuestras rosas, nuestros zorros, nuestras consignas, difícilmente perderemos la felicidad. Nos habremos dejado domesticar y nos habremos domesticado nosotros mismos. Pues le dimos un sentido a nuestra vida, y a través de él todos nuestros nudos habrán ganado un propósito.

Que miremos al cielo y veamos en cada estrella esos abrazos que volveremos a dar cuando todo esto termine. Fieles a nuestros lazos.

Nota: Este artículo fue inspirado por una llamada de la Providencia, que hacía resonar la voz del Principito por todos lados en las últimas semanas. Y para eso acudí al libro de mi tío Carlos Freile, “El Principito: el sentido de la vida”, fruto de un profundo estudio que nace del amor a su autor. Gracias, Carlos.

Saltar al vacío

Esta acción puede tener connotaciones negativas o positivas, según quién la diga o la oiga. Si se trata a de una persona con tendencias suicidas que ha alcanzado un nivel de desesperanza insoportable, la frase debería disparar las alarmas para poder asistirlo. Pero no estoy hablando de ese tipo de saltos, sino de los saltos de fe, esos que se dan confiando en que hay algo mejor al otro lado. Como la escena de Indiana Jones y la última cruzada, donde el protagonista ve un precipicio que se le dice que debe salvar; cree y parece que se lanza a la muerte, pero encuentra un puente camuflado.

En este punto, quiero recordar al psicólogo estadounidense Abraham Maslow. Sí, el de la famosa pirámide de necesidades que jerarquiza nuestras preocupaciones, desde las más básicas (fisiológicas) hasta las superiores (autorrealización). Maslow forjó además el concepto de complejo de Jonás, refiriéndose al personaje bíblico del libro del mismo nombre (con el episodio de la ballena), quien se resistió muchas veces a cumplir la misión encomendada por Dios, por sentirse incapaz de hacerlo. Dicho complejo habla de un miedo inconsciente al éxito, pues este nos sacaría de la zona de confort para llevarnos a esfuerzos cada vez mayores hacia la grandeza, hacia el propósito último de nuestra vida. Y ese movimiento cuesta, incomoda, duele. Es una lucha diaria.

Al complejo de Jonás lo relaciono con “el miedo al gol”: ese que hace que un futbolista, incluso delante del arco solo, yerre el tiro. El comentarista promedio y el aficionado común lo critican duramente y se preguntan ¿cómo un jugador profesional puede fallar algo tan fácil? Hasta un niño la hubiera metido al arco. No obstante, tal vez ese jugador procesó, a nivel subconsciente, las consecuencias de hacer ese gol: más fama, pero más responsabilidad; más dinero, pero más exigencia. Equipos más importantes, torneos más difíciles. Los deberes del éxito, en consecuencia. Y posiblemente no se sienta capaz de tan pesada carga. Nos puede pasar a él, a ti, a mí.

En nuestra vida diaria, muchas veces tenemos miedo al gol. Y procrastinamos. La gente espera demasiado de nosotros, y no estamos a la altura, pensamos. Nos mandan a predicarles a los ninivitas, y huimos en un barco hacia Tarsis, como Jonás. Es decir, nos confían una tarea y no creemos poder llevarla a cabo, así que preferimos dejarla de lado para otro momento. En gran parte de las ocasiones, no son simples tareas sino nuestros mismos propósitos y metas. Estimamos que solo son sueños, y debemos despertar a la realidad de que son imposibles de realizar.

El salto de fe no es botarse a lo loco, es confiar en que más allá de ese vacío está algo mejor, lo que andaba buscando, el destino de mi viaje. Y va a costar valentía y esfuerzo, y muy posiblemente sufrimiento, pero llegaré allá grande, enorme, orgulloso de mí mismo y con herramientas para combatir lo que venga, hacia el siguiente salto. Precisamente, hablamos de fe no solo en el sentido religioso, sino también en el significado básico del término: fiarse de algo, de alguien. Indy confió en lo que decía un diario, si bien detrás de él estaba su propio padre, que era en quien en verdad aprendió a confiar para dar ese paso aparentemente en el vacío.

La fe puede tener muchas dimensiones, pero comienza en uno mismo y llega hasta Dios, y de regreso. Todo salto de fe es, a la larga, un salto de confianza en la misión que Él nos ha confiado, y por consiguiente en nuestras propias capacidades, que son los instrumentos que la Providencia nos dio para poder responder a ese llamado. Si no nos creemos capaces, estamos ignorando a ese Padre que sí cree en nosotros, porque sabe que nos dio esas potencialidades.

A veces debemos tomar el diario y confiar en ese Padre que lo escribió. Y dar ese salto al vacío. Coger el camino y salir a Nínive, convertir el gol y a los ninivitas, sin miedo a la grandeza para la que fuimos creados. Es posible, y los resultados valen la pena.

Nos vemos al otro lado.

Responder al miedo con amor

En tiempos de pandemia, el amor suele resultar oscurecido por el miedo. En artículos anteriores hablé del amor, y de que este nos puede salvar. ¿Pero cómo amar si nos sentimos encerrados, ayudar si estamos prohibidos de salir? Podemos vivir una apatía bastante comprensible, pero también un exceso de sentimientos que nos desborden. Manejar las emociones en nuestro interior para poder salir hacia el otro es fundamental en estos momentos.

Catalina Benincasa conoció de cerca esos sentimientos. Ella nació durante los primeros brotes de la peste negra, una plaga que asoló Europa a lo largo del siglo XIV y es considerada una de las peores pandemias de la historia. Hay una anécdota que cuenta su biógrafo, Raimundo de Capua, que habla de esto y también de la diferencia entre fe y pensamiento mágico. Raimundo había acudido al saber que un amigo estaba moribundo por el contagio, y se cruzó en el camino con Catalina, de quien conocía que “hacía milagros”. Inmediatamente le increpó por permitir que muera alguien tan querido y útil. Catalina, algo enojada, le dijo “¿soy yo acaso Dios para librar a un hombre de la muerte?”. Lo que no sabía fray Raimundo era que Catalina ya había actuado con toda la fe, entrando a la habitación del enfermo y diciéndole que se levante, que no podía estar de ocioso, y este se incorporó repuesto.

Vemos en esta escena el comportamiento que habríamos de tener en momentos en los que la desesperación parece ganarnos. ¿Debemos esperar la solución mágica de nuestros problemas, o confiar nuestros actos al poder del amor, ese que ponemos en la oración, en la fe que surge de él, porque es un regalo de aquel que es el Amor? Fray Raimundo conocía a la portentosa dama (santa Catalina de Siena) muy bien, pues era su confesor. Sabía que ella no dudó nunca en asistir a los enfermos de la peste bubónica, no solo con su cuidado físico, sino sobre todo afectivo y espiritual. Más allá de la sanación que se relata, realmente increíble, se ve por un lado el buen humor ante la desgracia, y la fe inquebrantable de saber que es un instrumento de Dios, pero al mismo tiempo una absoluta seguridad en que no es ella la que actúa, sino la Voluntad Divina.

No tuvo miedo. Ni de contagiarse, ni de aceptar el destino que el Señor había deparado a fray Mateo en su supuesto lecho de muerte. Ni de detener en seco a quien sea, aún su confesor, si este llegaba a equivocarse con la fuente verdadera de esa salud. Pero, ¿dónde está la lección psicológica de todo esto? Está, precisamente, en entender que ante la adversidad, la única salida es el amor. Ese que no nos detiene en la incertidumbre y la ansiedad, sino que nos mueve a hacer algo por el otro. Catalina era feliz, aún con todas las complicaciones que se le presentaron tanto a ella, como a la Orden Dominicana a la que pertenecía, a la Iglesia y al mundo entero. Sabía que no se podía quedar en eso, y que debía pensar en darle sentido a todos esos obstáculos.

Santa Catalina de Siena celebra este año el 50º aniversario de su proclamación como doctora de la Iglesia y los 640 años de su muerte. Creo que vale la pena honrar su memoria recordando que nuestra naturaleza es fuego, si la chispa que lo enciende es el amor. Estar seguros, como ella, que somos capaces de maravillas, siempre y cuando eso que hacemos lo hagamos con un sentido que vaya más allá del aquí y del ahora. No se trata de salvar una vida solamente porque duele perderla, sino porque esa vida puede ser testimonio de algo mucho más inmenso, infinito, eterno. Debemos encendernos de amor y actuar a pesar de la incertidumbre.

Sin miedo a nada.

Disciplina de los hijos en tiempos pandémicos

La mayoría de los papás estamos desbordados con la disciplina en la casa en esta época de cuarentena obligada o voluntaria. Parece que los chicos son monstruos inmanejables, criaturas fuera de este planeta que entienden idiomas extraños y no el nuestro. Bombas que explotan con la menor chispa de frustración. Seamos honestos. ¿No estamos nosotros igual? ¿Cómo exigirles disciplina si no podemos controlar nuestras propias emociones?

Dice Becky Bailey, psiquiatra dedicada a la educación de los padres en lo que ha llamado “disciplina consciente”, que no podemos pedir a los niños nada que no seamos capaces de cumplir nosotros mismos. Para enseñar autocontrol, es necesario aprender a controlarnos. Nadie da lo que no tiene. La Dra. Bailey nos recuerda que los tiempos han cambiado, y nosotros también debemos hacerlo. Y eso suena más oportuno aún en estos días. En un momento en el que la incertidumbre no es solo algo común, sino una realidad global, la ansiedad que esta genera es casi inevitable, y ella toca a todos. Pero hemos de viajar del temor al amor.

Los tiempos han cambiado, nuestros hijos no viven el mismo mundo que nosotros vivimos, peor el que vivieron nuestros padres. Entonces, no podemos juzgar sus comportamientos como se juzgaban los nuestros. Más allá aún, no creo que es igual calificar actitudes en tiempos de coronavirus a hacerlo días antes de que este apareciera en nuestro entorno. Porque las circunstancias no son iguales, y el ambiente que percibimos hoy condiciona nuestra libertad de actuar como siempre lo hicimos.

Existen varios estudios sobre el comportamiento humano en circunstancias especiales: aislamiento, soledad, libertad de movimientos limitada. Los resultados pueden ser aterradores. Como vemos en el arte o en la vida imitándolo, desde una isla (como “El señor de las moscas” o “Robinson Crusoe”), hasta una ciudad en caos (como las que resultaron de las grandes guerras), pasando por una prisión (“Expreso de medianoche”o “En el nombre del padre”) o un confinamiento por secuestro (véase el testimonio de Bosco Gutiérrez), las condiciones singulares exigen reacciones particulares. Si bien no estamos en una isla, una cárcel o una población devastada, es evidente que el clima de nuestro hogar no puede ser el mismo que si cumpliéramos las rutinas de siempre.

No podemos exigir a los chicos que estén tranquilos, que no reaccionen violentamente o tengan baja tolerancia a la frustración, si los adultos nos mostramos frustrados, violentos, nerviosos e intranquilos. No podemos saber por qué gritan, chillan, lloran o pelean si no estamos dispuestos a oírlos porque la angustia del día a día nos sobrepasa. Casi siempre, las reacciones de los hijos son un espejo de las de sus padres. Claro, un mayor de edad no se tira al piso a patalear, pero sí puede alzar la voz para castigar a su hijo porque no guardó sus zapatos en el sitio.

¿Qué propongo entonces? ¿Que la disciplina quede abolida en estos tiempos de pandemia? Por supuesto que no. Propongo oír más al otro, pero también oírnos más a nosotros mismos. ¿Es normal que me sienta como me siento, que reaccione como lo hago? No lo es. Pero, ¿por qué estoy tan susceptible y emocional? Obvio, porque mi día a día actual no es el regular. Sin embargo, la respuesta no se queda ahí, sino que debo buscarla más profundo. Tema de consulta psicológica, no dejes de llamarme [guiño cómplice].

Escuchar. Escuchar al hijo, saber qué siente, por qué está explotando con cosas pequeñas nos ayudará a entender cómo conducir su disciplina. Generar alternativas, quizás para sobrellevar este período, pero seguramente para entenderlo mejor y poder ayudarle más a crecer saludablemente de aquí en adelante. Y tal vez eso implique ceder un poco en mis reglas, eso sí sin perder el respeto y los límites necesarios. Acosarlo algo menos, porque tal vez esa presión sea una traducción de la que el mundo me está metiendo a mí. Si puedo pasar por alto que mi hijo no haya terminado su desayuno, tomará mejor que sea más firme en exigir respeto a su hermana.

Criar hijos es una gran responsabilidad, pero no nos la impusieron, viene del amor. Y con amor debemos actuar para sacarla adelante. El amor sabe oír, es paciente, misericordioso, compasivo.

Y nadie va a juzgarnos por eso.

Pensamiento mágico vs. Fe

En el artículo anterior, había hablado de que muchas veces no amamos correctamente al objeto del amor, porque no lo conocemos. Me enfoco hoy en algo que ha tenido bastante visibilidad en estos tiempos de pandemia: la relación con Dios. Porque el encierro ha traído una manera distinta no solo de vivirla, sino también de mostrarla. Y es entonces cuando cierta gente muestra maneras de entender a Dios que promueven el desentendimiento y el alejamiento entre personas. Huelga decir que cuando digo “Dios” estoy mencionando a un Ente Creador, a la (o las) figuras divinas de cada sistema de creencias.

El hombre construye desde el albor de los tiempos, y el inicio de su propia vida, una relación con la Trascendencia. Dice el psicólogo Viktor Frankl que este es el centro vital del ser humano, junto con su relaciones con las personas; es decir, las distintas formas de amor de las que hablamos antes. Porque todas estas relaciones le dan sentido a nuestra vida. Incluso aquellos que no creen en ninguna forma divina (y en esto recuerdo a G.K.Chesterton) buscan un sentido más allá de su propia vida: un legado material, intelectual, en sus hijos, en una empresa, etc. Y este sentido priorizan sus relaciones.

Detrás de todo esto está la ya analizada ansia de infinito, eso que nos tensiona hacia la imagen de Dios que estamos llamados a imitar. Pero entonces debemos preguntarnos ¿quién es Dios para nosotros? Esa imago Dei del Génesis puede darse la vuelta, para crear un dios a nuestra imagen y semejanza, el conocido señor grandote de barba que recuerda mi tío Leo; o el consabido botiquín de primeros auxilios que nos da todo lo que necesitamos. O aquel genio de la lámpara que está ahí para concederme deseos.

Y es este dios-genio el que tiene que ver con la idea de Dios que algunas personas poseen, y que es el origen de varias confusiones respecto a lo que son las religiones, y por consiguiente a muchos rechazos. Los tres grandes monoteísmos (que representan la mayoría de los fieles del mundo) consideran a Dios (o Yavé o Alá) como un ser que está más allá de nuestras miserias humanas pero no las olvida, cuidando de cada una de sus creaturas. El cristianismo, además, lo ve como a un Padre amoroso, que sabe lo que necesitamos y espera nuestra fe para sostener esas necesidades.

Es aquí donde entra el “mali, male, mala” de San Agustín que mencioné en el artículo anterior. Decía el sabio de Hipona, ante la impaciencia de pensar que Dios no escucha nuestras oraciones que, o estamos alejados de Él cuando pedimos, o no sabemos pedir, o pedimos cosas que van a terminar haciendo daño. Explico qué tiene que ver esto con lo anterior:

  • Si consideramos que la oración me va a dar inmediatamente lo que pido, independientemente de mí y de mis circunstancias, y además del plan de Dios en mi vida, eso es pensamiento mágico, no fe. Entender que la realidad es algo que abarca mucho más que mis deseos particulares es salir del egoísmo, acercarme más a la Voluntad Divina y aceptar que hay cosas que no van a cambiar simplemente porque yo quiero. Si no, somos malos (mali).
  • Si consideramos que la oración es como un billete de lotería, que si rezo por ahí un día a ver si así Dios me oye, eso es pensamiento mágico, no fe. Nuestras oraciones deben ser reflejo de una confianza total en el Señor de la Historia; es decir, en que hay un Padre bueno que quiere nuestra oración con el sencillo propósito de fortalecernos en esa confianza, pero que aun así ya sabe lo que necesitamos antes de que se lo pidamos. La respuesta es fe y paciencia, porque si no pedimos mal (male).
  • Si consideramos que la oración me va a dar justo lo que reclamo, sea lo que sea, eso es pensamiento mágico, no fe. Estimar el rezo como la llave para cumplir cada una de mis aspiraciones, y encima de manera inmediata, es porque necesito perspectiva para entender que no todas ellas me convienen a mí o al resto. Estoy pidiendo cosas malas (mala).

Podemos aquí entonces dejar bien claro qué es el pensamiento mágico y por qué es tan dañino para nosotros y la Religión. Porque estamos hablando de una valoración falsa y divorciada de la realidad, de que cualquier creencia en algo sobrenatural tiene que solucionar ipso facto todos mis problemas, alejar de mí todos los males, evitar toda complicación y saciar toda apetencia. Eso está más cercano al paganismo primitivo que a la consciencia científica, que no está reñida con la fe religiosa. Mientras más nos alejamos de aquellas ilusiones, más entendemos lo realmente sobrenatural, que es más cuotidiano de lo que podemos imaginar.

Pensamiento mágico es creer que Dios, u Ormuz, o el Monstruo del Espagueti Volador, van a darme un carro último modelo simplemente porque se lo pido. Y si no me lo da es claro que ese ser no existe. Por supuesto, no siempre es un carro, sino la salud o la vida de alguien querido. Recuerdo la escena de Tierras de penumbra en la cual C.S.Lewis le dice a su hijo adoptivo que él había dejado de creer en Dios al morir su madre cuando tenía nueve años. Claro que Lewis volvió al cristianismo algunas décadas después, luego de haber perdonado a Dios, con quien estaba «muy molesto por no existir».

Pensamiento mágico, por último, es pensar que Dios va a impedir que nos alcance la Covid-19, por el simple hecho de que se lo pedimos. O, en el sentido contrario, que si existe una pandemia es señal de que no puede haber un Creador tan cruel. Porque eso sería magia, no un hecho sobrenatural. Todo pasa por una razón, y el virus que causa una enfermedad (sin profundizar en consideraciones teológicas) es parte del equilibrio del Universo, no algo salido de la nada como un castigo o un error de programación.

El bienestar psicoafectivo surge, ya lo hemos visto, del conocimiento de la verdad, de la obediencia a la realidad, y de la aceptación y consiguiente adaptación a ellas. No podemos conseguir paz mental si antes no asumimos que Dios tiene un plan para cada uno de nosotros y para toda la humanidad, que va mucho más allá de nuestra salud corporal. Dios nos quiere íntegros y fuertes. Nos quiere libres, para enfrentar el dolor y el sufrimiento como una vía para alcanzar la Salvación. Y solo entonces podremos vivir felices, pase lo que nos pase.

Y más que seguro de que resulta bien.

¿Existe el amor verdadero?

Es muy común oír que, en relaciones de pareja debemos buscar el amor verdadero. Eso me suena mucho más a Disney que a la realidad. Y voy a dejar de lado a Frozen, que es quizás la película de esa cadena que le da un giro a ese concepto, acercándose más al del amor real. También oímos cosas como que el amor acaba, se ama poco o mucho, amar duele, amor a primera vista o amor ciego, se hace el amor… En fin, todas ideas que provienen de visiones erradas o limitadas del amor. Paso a explicar por qué.

El amor es un concepto muy amplio, seguramente tanto como el de vida que vimos en un artículo anterior. De manera similar que con este, los griegos tenían algunas palabras para expresar el amor, según el tipo del que se tratara. Yendo del más cercano a uno hasta el más global, tenemos: philautía (φιλαυτία), el amor a sí mismo; storgē (στοργή), el amor familiar; érōs (ἔρως), el amor de pareja; philía (φιλία), el amor de amistad; xenía (ξενία), el amor de hospitalidad; y agápē (ἀγάπη), el amor caritativo. Podríamos intentar otras gradaciones o clasificaciones, como las que han hecho John Alan Lee y sus seguidores. Usando algunas de esas palabras e incluyendo otras que no significaban precisamente amor (el término latino ludus o los griegos manía y pragma), nombraron sus distintos tipos como si fueran una rueda cromática. O los cuatro amores de C.S.Lewis, que toma los términos griegos (excepto philautía y xenía) para categorizar las formas de amor en dos clases, según sean de dádiva o de necesidad.

Sin embargo, quiero con esto enfocarme nada más en la idea de que el amor no es únicamente el amor de pareja o erótico (en el sentido griego), que se ha llamado también romántico. Muchas veces nos da cosas decir que amamos a nuestro padre, o a un amigo, o al tendero de la esquina. Es que creemos que solo se puede amar a la novia o la esposa, porque amor implica necesariamente contacto físico. Incluso, se confunde ese amor simplemente con el contacto físico (de ahí el “hacer el amor”). Entonces sí, el amor es capaz de acabarse, y se puede amar a primera vista o no ver lo que se ama. Pero no por eso deja de ser verdaderamente amor, aunque desordenado y limitado.

El punto aquí es que no se puede amar lo que no se conoce, decía San Agustín. Y entonces recordamos el término bíblico דַעַת (da’at), que viene de yadá (ידע) que significa “conocer”, y que es al que se refieren muchos pasajes, como el de «conoció el hombre a Eva, su mujer» (Gen 4, 1). En otra mala interpretación, se piensa entonces que conocer es tener relaciones sexuales y ya está. La verdad es que se refiere no al conocimiento en el sentido grecolatino que solemos manejar, que es meramente intelectual, con el cual yo puedo conocer a una persona con solo haber oído su nombre o visto alguna vez. En el sentido hebreo, el conocimiento se experimenta, es profundo e íntimo. Por eso el esposo “conoce” a su mujer.

Y entonces, conocemos algo o alguien porque nos adentramos en él, y esto nos lleva a amarlo. Pero, como decía Santo Tomás de Aquino, el hecho de amarlo ya nos conduce a necesitar conocerlo cada vez más. Y, siguiendo el concepto de Aristóteles, el mismo Aquinate nos recuerda que amar es querer el bien para alguien. Regresando a los términos griegos, comienzo queriendo el bien para mí mismo, pero no me quedo en ese yo, sino que llevo ese amor propio a los demás, hasta llegar a la caridad, el amor desinteresado, ese que me hace amar a Dios para imitar su amor por mí.

El amor por mí mismo es el menos altruista, pero no deja de ser amor, y no deja de ser verdadero y necesario. Si yo no me amo, ¿cómo puedo amar al otro? Nadie está en capacidad de dar lo que no tiene. «Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo COMO A TI MISMO», reza el mandamiento. Y, como en la cartilla que le dan a uno en los aviones, en la que uno se pone la máscara de oxígeno antes de ayudar a nadie a colocarse la suya, uno busca su propio bien, se construye, se cuida y se sostiene para poder entonces buscar el bien del otro.

Es por esto que el amor crece en las dificultades; si no, no era amor (recordemos el himno a la caridad de Pablo en I Cor 13). Y también lo dice Tomás. Luego, debo conocer lo que es el amor, a mí para saber cómo puedo brindarlo, y al otro con el fin de entender cuál es el bien que necesita. Entonces, no es que amo poco o demasiado, sino que amo de manera desordenada. Amo mal. Como cuando la madre sobreprotectora no deja al niño aventurarse, para que no sufra, y no le permite crecer. No conoce de manera profunda a su hijo y sus posibilidades, y no sabe qué le hace bien. Por miedo. Es así que el amor es el único que combate al miedo, el cual es a su vez el peor enemigo del amor.

Y aquí nos topamos con el resentimiento con Dios, y por consiguiente con el rechazo a perseguir el ideal de ser cada vez más compatibles a su imagen en nosotros. Porque no conocemos a Dios, y nos peleamos con la idea limitada que tenemos de él como un mago que saca de su chistera aquello que le pedimos, sin más. Y aquí podríamos hablar también del ‘mali, male, mala’ de San Agustín, pero dejo eso para otra ocasión. Sí quiero cerrar con esta hermosa frase suya:

«Dos amores hicieron dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, hizo la ciudad del mundo; el amor de Dios, hasta el desprecio de sí mismo, hizo la Ciudad de Dios».

(Ciudad de Dios, libro XIV, cap. XXVIII).

(Este artículo estuvo inspirado en la charla «Ama y haz lo que quieras. El amor en San Agustín» del Seminarista de Fasta, David Esquivel. Gracias.

“Si no sales de esta cuarentena…”, la presión online

Con seguridad todos hemos visto aquel mensaje viral: “Si no sales de esta cuarentena con un libro leído, una habilidad nueva, un emprendimiento nuevo o más conocimientos que antes, entonces nunca te faltó tiempo, solo disciplina”. Y si no lo has hecho, ya te llegará. También es muy probable que este simple mensaje te haya puesto un poco en guardia: ¿qué voy a leer?, ¿qué voy a aprender?, ¿qué voy a emprender? Puedo apostar que más que motivado, te hallaste abrumado.

Ya hemos hablado antes en este blog sobre el sentido, y de cómo encontrar un destino nos facilita el camino. Muchas veces confundimos metas con imposiciones sociales. Las clásicas preguntas: “¿cuándo te gradúas?, ¿cuándo consigues novio (o novia)?, ¿cuándo te casas?, ¿cuándo tienes un hijo?, ¿cuándo tienes otro hijo?”, y cosas por el estilo nos ponen encima la espada de Damocles, la roca de Sísifo y demás ominosos mitos griegos. Lo mismo pasa con mensajes como el anterior, en lugar de ayudarnos a enfrentar la ansiedad del encierro, nos la aumenta.

Fundamental dar gracias por ese tipo de consejos, porque seguro se dan con verdadero interés por ayudar. Segundo, podemos hacer con ellos exactamente eso que estamos pensando: mandarlos a la zona fantasma. Claro, estoy dramatizando. La idea es agradecer y luego tomar lo que nos sirva de esos consejos o preguntas preocupadas. Porque con ellos debemos construir nuestras propias metas, encontrar nuestras propias intenciones.

Para eliminar la ansiedad en estas circunstancias, necesitamos tener claras algunas cosas:

  • Este es un período especial, probablemente único, en nuestras vidas, en las de todos. Debemos pensarlo como un paréntesis. No son unas vacaciones, pero tampoco parte de la rutina que teníamos antes.
  • Debemos elegir nuestras batallas. Lo que al uno le sirve, para el otro es tiempo perdido; lo que el uno puede hacer sin complicaciones, el otro lo siente como un yugo insufrible. Decimos por aquí, “caduno-caduno”.
  • Dividir en propósitos pequeños. Si consideramos esa meta del “crecimiento personal” como una montaña del tamaño del Chimborazo, es casi seguro que no comencemos nunca a emprender esa ruta. “Poco a poco se llega lejos”.

Ponte metas claras y cumplibles, dentro de las prioridades que tienes en tu vida. Anda midiéndote para ver cuán factibles y realistas son. Ten en cuenta, también, cuánto depende de tu propio esfuerzo y cuánto de lo externo que no puedes controlar.

La motivación viene de adentro, pero se ajusta a las circunstancias con las que se enfrenta. No es únicamente cuestión de disciplina o recursos (tiempo, dinero), sino de obediencia a la realidad y de que eso calce con el sentido último de tu vida. Solo entonces puedes proponerte lo que sea, que lo vas a lograr con fe, paciencia, trabajo y perseverancia.

Y seguro resulta bien.