Feliz cumpleaños, Imago Dei

Se cumple un año de haber iniciado este blog. Si bien la pandemia fue el gatillo que dio el arranque, era algo que ya venía planeando al menos seis meses antes. Me sentía muy cómodo con mi consulta clínica, ayudando a cambiar el mundo de a uno (como suelo decir). Sin embargo, pensé que podía favorecer a más personas si lograba que lo que tenía aprendido se pueda transmitir. La experiencia, más el sustento teórico que había venido adquiriendo a partir de aquel día en el que sentí el llamado (entonces inexplicable) a matricularme en la carrera de Psicología, podían servir a un público más amplio a través de los medios sociales.

Entonces fui investigando sobre cómo llevar mi trabajo profesional a dichos medios. Pero no me daba el tiempo para arrancar (o no me decidía). Cuando la Covid-19 nos obligó a recluirnos en nuestros hogares (hoy hace un año exacto), sospeché que no sería simplemente una cuarentena (es decir, cuarenta días), sino que era probable que tomara algo más. Las pandemias, lo había leído, solían erradicarse en un año, como mínimo. Y eso apenas se había declarado pandemia días antes. Así que, intuyendo que tendría más tiempo libre, me propuse iniciar aquello tan postergado. Debo confesar que también lo hice pensando en la posibilidad de publicitar mi trabajo y seguir atendiendo en línea (algo que ya había comenzado de a poquito un par de años antes). Y agradezco a Dios que, con esa ayuda y con otras, la cantidad de clientes bajó en esas primeras semanas, pero nunca hasta cero como sí ocurrió en octubre de 2019.

Cierto, el primer artículo que subí ya lo había sacado en mi blog personal por la coyuntura de las Protestas de Octubre, precisamente, y solo quité lo circunstancial. Cierto también, el siguiente que publiqué nació como parte de la iniciativa Lizarz, en la que nos embarcamos con mis dos queridos amigos Felipe y Roque, aunque no había sido lanzada todavía. Recién el tercero, Contra el aislamiento, C.A.O.S., fue el primero que escribí con este blog en mente, y vio la luz el 24 de marzo. Ya para esto puse a andar las redes sociales, como con pasos de bebé, con el fin de apuntalar esta bitácora psicológica. Poco a poco les voy dando autonomía de vuelo, aunque en esto tengo mucho que aprender todavía.

Pero no vine a contarles solo esta historia que flota en el Internet. En realidad quiero tratar de cómo esto, que comenzó siendo ese espacio autoconvocado con el fin hablar de psicología, se terminó convirtiendo en una herramienta de crecimiento personal. He de empezar diciendo que este año tan peculiar para la humanidad, ha sido de cambios para mí. Algunas pérdidas, es cierto, pero asimismo muchas ganancias, tanto en lo profesional como en lo privado. Bueno, algunas cosas privadas también las he compartido aquí (cambio de casa, perrita nueva -y ya son dos-, etc.). Creo que en mi práctica psicológica, aparte de que la he tenido que llevar casi completamente en línea (en proporción inversa a todos mis años anteriores), ha manifestado un enorme avance, y en gran parte se lo debo a este blog.

En esto, y no es por echarme flores ni darme autobombo, no se trata solo de las muestras de gratitud y reconocimiento que he recibido en esta nueva etapa, o de tener más clientes que los meses anteriores. Si bien siento una inmensa gratitud con el verdadero Sanador, que actúa a través de mí con toda esa gente tan necesitada en estos momentos difíciles, sé que aquello responde en gran parte a esta circunstancia complicada. De todas maneras, sí estoy convencido de que el aprendizaje alcanzado a través de la preparación de cada artículo me ha vuelto un mejor profesional. Siento que en un momento tan exigente, en el cual la gente se percibe más sola, más angustiada, menos fuerte y menos resistente, la Providencia me mandó muchos vehículos de aprendizaje que fui transmitiendo pero también incorporando a mi práctica terapéutica.

Debo reconocer que, y no soy el primero en decirlo, lo que uno aprende en la universidad se diluye entre las obligaciones de ir aprobando materias para graduarse, y más bien poco va quedando en la cabeza. Ojo, que no estoy restando la importancia que tiene la academia en la formación y la educación del profesional. Más bien, creo que lo que se adquiere en las aulas nos modela para cumplir la labor que responde a nuestra vocación. Y, alguien ya lo dijo también, nos da no tanto los conocimientos, sino el saber dónde buscarlos. De todas formas, esos conocimientos solo adquieren sentido en la práctica. Es como aprender a leer música: esas notas en sí mismas no dicen nada hasta que son interpretadas en un instrumento. Y eso es lo que venía haciendo cuando nos llegó la pandemia.

Es entonces que aquello que estaba aplicando, un poco como eco de lo recibido en la universidad, otro poco por mi autoformación en otras ramas de las ciencias humanas, y el resto por intuición, comienza a tomar una forma teórica. Las lecturas que realizaba para sustentar mis publicaciones estaban definiendo mi figura como psicólogo de una manera que ni en mis sueños más locos hubiera imaginado. De pronto, Maslow, Carl Rogers, Martin Seligman, Fromm o Frankl (entre muchos otros) me hablaban con una voz nueva. De pronto, todo encajaba, todo cobraba sentido. De pronto, mi técnica en consulta adquiría una seguridad inusitada. Ya nada volvería a ser igual.

Mi intención, al escribir esto, no es -lo repito- darme palmaditas en la espalda yo mismo. Más bien, lo que busco es celebrar este año de venir compartiendo cosas que fui aprendiendo o afianzando. Con inmensa gratitud, con Dios, autor último y primero de toda obra, y con cada una de esas personas con las que me fui encontrando y que (sin quererlo) fueron dando origen a temas para esta bitácora que, al irlos profundizando, se iban convirtiendo en fuente de herramientas terapéuticas para ellos mismos. Gratitud, pero también un llamado a otros profesionales a hacer lo mismo. ¡Llenemos cada vez más la Web de conocimiento para ayuda de todos! Y, en el camino, volvámonos mejores y más conscientes en nuestra labor diaria.

No sé hasta dónde me lleve esta aventura por los medios sociales, lo que sé es que no quiero parar.

¡Gracias a todos!

Foto gracias a Top Flavor (haga sus pedidos)

Juventud, ¿divino tesoro?

Cuestiono aquí aquel poema de Rubén Darío, Canción de otoño en primavera, que canta «Juventud, divino tesoro, / ¡ya te vas para no volver!», y sería muy popular, logrando que su primer verso se repita de boca en boca por más de un siglo. Cuestiono, decía, porque considero que ser joven no es necesariamente algo que debamos atesorar, si bien tampoco es correcto menospreciar esta etapa de la vida. Cuestiono también, porque al tratar la juventud estamos hablando de algo que no tiene límites tan definidos.

Como es usual, quiero principiar delimitando conceptos. Nos dice el Diccionario de la Real Academia que juventud nos viene del latín iuventus, –ūtis, que significa «período de la vida humana que precede inmediatamente a la madurez». Este término viene de iuvenis (joven), relacionado con iuvare (ayudar), que a su vez proceden de la raíz indoeuropea *yeu, fuerza juvenil. Es interesante ver que esta etimología nos lleva a entender que la juventud está relacionada con la capacidad para ser un miembro activo de la sociedad, ayudando a su desenvolvimiento. Antes de ella, esta capacidad no se ha desarrollado, y después se va deteriorando. Es lógico, por consiguiente, que no exista un acuerdo en cuanto a las edades que enmarcan esta etapa de la vida. Por ejemplo en la Antigua Roma, según Varrón (c. I a.C.), la juventud iba de los treinta a los cuarenta y cinco años; mientras para Isidoro de Sevilla (alrededor del siglo VI), entre los veintiocho a los cincuenta se les consideraba jóvenes.

Esto ya nos hace pensar que quizás la juventud es menos una condición física o de edad y más un estado mental. El padre Fosbery suele decir: «¿Te sientes viejo?, tienes la edad de tus pecados; ¿te sientes joven?, tienes la edad de las cosas que amas». Yo me adhiero a esa consideración. Entendamos la juventud como la época de la vida cuando alcanzamos nuestra plenitud en cuanto a proyectos, sueños, objetivos y la energía para llevarlos adelante. Por consiguiente, los errores (pecados) resultan un peso difícil de cargar, mientras las relaciones personales y nuestro sentido de vida son el impulso hacia cualquier meta. Jóvenes somos, entonces, mientras mantenemos esperanza en nosotros mismos y el resto.

Pero seamos más objetivos, y señalemos que las Naciones Unidas señalan para la juventud un rango de edad de entre quince y veinticuatro años, y la OMS de entre diez y veinticuatro años. Es la edad en la que las personas van construyendo de forma más o menos consciente su relación con el mundo. En tal sentido, el proyecto de autorrealizacion (en términos de Maslow) en esta etapa se refiere a un plan de crecimiento propio y cada vez más autónomo, afianzando la identidad. La persona va descubriendo su vocación y el propósito de su existencia, en respuesta a lo que va hallando en sí mismo y en su entorno. Es en esta etapa cuando más evidenciamos la realidad humana como seres en construcción. Es por esto que haya individuos que se resisten a superar los años juveniles, en lo que Dan Kiley ha llamado el «síndrome de Peter Pan».

Este síndrome también se explica porque al final de la juventud la belleza física suele degradarse. La norma es que la tersura de la piel, la tonicidad muscular y la armonía de los rasgos se desarrolle en la adolescencia y vaya desapareciendo progresivamente en la adultez. Por eso no sorprende que la industria de la belleza procure estereotipos juveniles, y mercadee productos para conservarlos. La naturaleza quiere ser vencida por la cosmética, cumpliendo los deseos de aquellos exploradores que anhelaban la fuente de la juventud. Lo cual se puede relacionar también con la salud. El objetivo de la sociedad parece ser permanecer jóvenes y bellos por siempre.

«¿Qué está ocurriendo con nuestros jóvenes? Faltan al respeto a sus mayores, desobedecen a sus padres. Desdeñan la ley. Se rebelan en las calles inflamados de ideas descabelladas. Su moral está decayendo. ¿Qué va a ser de ellos?».

¿Cuántas veces hemos oído o leído frases similares? O las habremos dicho nosotros mismos. Podemos pensar que es este un fenómeno reciente, debido a la influencia de los medios y la tecnología. Sin embargo, es algo que ya se viene hablando prácticamente desde los albores de la humanidad, tanto es así que la frase que he citado pertenece a Platón, hace casi dos milenios y medio. Por ser esta una edad abierta al cuestionamiento, no es extraño que sea una etapa de rebeldía, y por tanto se abra una brecha generacional con las cohortes anteriores (padres, abuelos, etc.). El resultado es este: una generación que no entiende a la otra.

Tomando en cuenta todo lo anterior, podemos entender al poeta nicaragüense. El adulto añora su juventud, porque es la época de la ilusión y la belleza. Pero la nostalgia es parte de la naturaleza humana, reflejada en aquel dicho de «cualquier tiempo pasado fue mejor». No podemos detener el tiempo, que es como un caudal infinito, y por eso nos enfocamos en lo hermoso del pasado y lo amenazante del futuro, para concluir que el presente es menos agradable que el ayer. Recordamos con ternura la persona que fuimos y miramos con temor la que seremos. Luego, parece fácil anhelar aquellos días en que, como dice el poema, se disfruta la primavera y la carne es ligera, sin pensar que «la Primavera / y la carne acaban también».

Debemos aceptar la realidad de que la vida está conformada por etapas, y que debemos transitarlas cuando corresponde y aprovechar sus partes positivas y negativas. Muchas culturas valoran la sabiduría alcanzada por la edad, algo que se ve reflejado en la estructura eclesial católica. A los sacerdotes se les llama presbíteros (ancianos en griego) porque entendemos que su conocimiento y experiencia se ponen al servicio de todos los fieles. ¿Por qué, entonces, secundar a una sociedad que persigue incesante la juventud eterna? ¿No será mejor valorar los méritos de cada edad? En consecuencia, no nos descuidemos a nosotros mismos hasta dejar deteriorar nuestro cuerpo, nuestra mente, nuestra afectividad, nuestro espíritu. No dejemos de soñar, de ilusionarnos. Pero también demos importancia al aprendizaje y la experiencia que se acumulan con los años. Vivamos la vida como nos llega.

Entender cada etapa de la vida nos hace dar valor a todas dentro de la historia de cada persona.

Foto de Andrea Piacquadio en Pexels

El poder del sí

Así como en un artículo anterior había hablado de lo importante que era saber decir no, sobre todo en la educación de los hijos, ahora quiero tratar del sí. Porque sin el necesario equilibrio entre afirmación y negación, entre la autoconfianza y el límite, no podemos hacer uso sano de nuestra libertad y no alcanzaremos una autoestima saludable. El sí reafirma nuestras posibilidades, y con él aprobamos también lo que otro nos ofrece. Saber usar el sí de manera adecuada nos impulsa hasta el ser que podemos llegar a ser.

Cuando hablábamos del no, recordábamos a Allers, quien recalcaba la importancia del conocimiento de sí en nuestra conciencia vital, y de cómo este nos permitía ir más allá, hacia la apreciación de nuestra dignidad, que nos empuja al infinito. Igual, a los fundadores de la terapia Gestalt, quienes subrayan nuestra necesidad de aceptar lo que nos sirve y rechazar lo que no en orden a nuestro crecimiento. De aquí podemos pasar al concepto de autorrealización de Maslow, quien esbozaba el complejo de Jonás (que ya hemos mencionado) como ese rechazo a alcanzar todas nuestras potencialidades. Este puede darse cuando el niño no se desarrolla en un medio en el que se le permita generar expectativas realistas de lo que es posible y adecuado para sí mismo y los demás, según Nathaniel Branden, psicoterapeuta canadiense, reforzando su autoestima. Si falla la libertad con límites que defenderá el propio Maslow.

Cuando enfrentamos a un niño con sus capacidades, este crece seguro de ellas y de todo lo que puede alcanzar si es constante en sus esfuerzos. Para esto, nosotros mismos como padres debemos confiar en esas capacidades. Y esta confianza inicia cuando creemos en nosotros mismos. Es decir, si somos parte de un círculo vicioso de falta de confianza y desaprobación, caemos en la tiranía del no. «No puedes hacerte un huevo frito, te vas a quemar», «no le digas nada, yo te defiendo», «no uses ese aparato, yo lo hago por ti», «no empieces tu tarea hasta que yo no te pueda ayudar». En lugar de apoyarlos, los estamos volviendo inválidos. Porque nosotros mismos crecimos siéndolo, y la vida nos obligó a ir aprendiendo a sobrevivir solos. Y muchas veces, ni así lo logramos.

Entonces, ¿podemos decirles «sí, tú puedes» siempre? El mejor ejemplo es cuando aprendemos a andar en bicicleta. Tal vez seamos de esos bichos raros que lo hicimos solos. Pero lo más probable es que nuestro papá nos fue sosteniendo hasta comprobar que alcanzamos el manejo del equilibrio necesario. O, si no podía estar ahí, le delegaba esa función a las rueditas, que al momento de sentirnos seguros eran quitadas. Aun así, el mensaje de «tú puedes» está implícito. Tú puedes con apoyo, primero, y tú puedes solo, después. Sin embargo, no podríamos manejar una bici si ese papá nos hubiera dicho que no lo hagamos porque nos vamos a caer. La seguridad no viene de hacerlo todo siempre solos, aunque sí es claro que la inseguridad es consecuencia de no hacerlo nunca.

El niño que crece con estos «sí, puedes», crece sabiendo que deberá estar consciente de sus límites también. Pero esos límites los va empujando siempre un poco más allá, hasta donde la realidad le permite. Por eso es también fundamental el contacto con la realidad. Todo ello se compone de los noes que ya analizamos y de los síes que ahora vemos. Como adulto voy conociendo cada vez más mis potencialidades, y lucho día a día para volverlas acciones concretas que respondan a mi sentido de vida. Sin embargo, voy a tener caídas y tropiezos, obstáculos y barreras. Entender esto y no dejarme vencer es un fruto de todos los sí que recibí de chico. «¿Quieres aprender a tocar piano? Sí, puedes, pero vas a tener que esforzarte para demostrar todo tu talento». De ahí a la realización personal hay un enorme camino, aunque lleno de satisfacción y alegría.

La ruta a la autovalidación, compuesta por el valor que me doy yo mismo y que percibo que me dan, comienza por saber decir sí. Saber no implica hacerlo siempre, sino determinar cuándo conviene. Y esa conciencia no es fácil de tener, pues requiere habernos entrenado en ella. Es más fácil si comenzamos de pequeños, pero nunca es tarde para empezar. Aprender a darnos valor también conduce a dosificar los síes que damos a los demás. Si quieres alcanzar todo tu potencial, inicia diciéndole sí a tus sueños, a tus proyectos, a tus empresas. Se trata de ser consistente, no de ser perfecto. Resolver problemas, aceptar errores y seguir adelante. Porque crees en ti mismo, y sabes hasta dónde puedes llegar. El secreto está en el poder del sí.

Digamos sí a nuestras esperanzas, para tener la dicha de caminar hacia la felicidad con confianza.

Foto por aleksandrdavydovphotos

Hoy no quiero pensar

No es solo un título para el artículo. En verdad, hoy no tengo ganas de que mi mente trabaje mucho, pues he tenido una semana exigente. Sin embargo, la idea de mis artículos no es hablar nada más de mí, sino que intento brindar algo a quien pase por aquí. Y ahora lo que me gustaría dejarles es la idea de que, así como el cuerpo, la mente también se agota y necesita descansar. De lo que quiero hablar ahora es de estos mecanismos que llevan al cansancio y cómo salir de ellos.

Así como el cuerpo en realidad nunca descansa porque siempre hay procesos fisiológicos en marcha, aun cuando dormimos, la mente en sentido estricto tampoco se puede detener. El cerebro está trabajando todo el tiempo, y de hecho una de las más fundamentales labores para nuestro desarrollo se da en algunas fases del sueño. En esas horas donde aparentemente nuestro cerebro no hace nada, varios estudios (como el de un grupo de investigadores dirigidos por el profesor Marcos G. Frank) demuestran que la fase REM (movimiento rápido de los ojos por sus siglas en inglés) del sueño es muy útil para nuestra plasticidad neuronal. Este es el proceso que modula las respuestas a los estímulos, tanto externos como internos, y desarrolla conexiones que, por ponerlo simple, son las que posibilitan nuestro desenvolvimiento en el mundo.

Visto esto nos damos cuenta de que los sueños no solo que no son tiempo perdido, sino que además son vitales para nuestro crecimiento. Es por esto que mientras más aumenta nuestra edad, menos necesitamos dormir. Sin querer meterme a honduras neurocientíficas, es conveniente poner la frase del título dentro de este contexto. No es que necesitamos dejar de pensar literalmente, de forma simple buscamos que nuestra mente haga un esfuerzo menor y se distraiga. Como cuando nos vamos de vacaciones, que no es que en verdad no hacemos nada sino que cambiamos de ambiente y de actividad por lugares y actos más relajados. Nuestra mente también puede pensar en cosas menos pesadas y menos exigentes.

Un ejemplo es este artículo que escribo ahora. Es usual que me tome días pensar lo que voy a publicar, incluso meses desde que me surge la idea y la voy madurando en mi cabeza. Luego lo voy escribiendo, investigando y sustentando, corrigiendo. Es evidente que este proceso unas veces me sale mejor que otras, pero me hace sentir confiado de que el resultado al menos no será un desastre. Este contenido, mientras tanto, lo voy redactando sobre la marcha, y ni siquiera la idea fue pensada antes de entrar a digitarla. Me dije: no he tenido tiempo, no tengo ganas, estoy cansado, voy a escribir lo que buenamente se me vaya ocurriendo solo por mantener mi constancia.

Así que no sé si el resultado de esta divagación sea útil a nadie. (En realidad, ¿existe alguna garantía de que algo redunde en ayuda para alguien?) Pero quiero dejar el mensaje de que necesitamos a veces ser un poco irresponsables. Un poco. Lo suficiente para sostener nuestros compromisos, pero no tanto como para que estos se transformen en una soga en el cuello. Amar comienza por uno mismo, y una forma de amor es cuidar el descanso. Yo soy un defensor del tiempo del sueño, incluyendo la siesta. No porque apruebe la vagancia, sino justo porque creo que no se puede trabajar en nada, ni en uno, si no se ha generado antes esa plasticidad neuronal, y si no se ha permitido a la mente salir de vacaciones cuando lo necesitó. Los colapsos nerviosos (como el conocido como surmenage, el síndrome de fatiga crónica) terminan dañando nuestra capacidad de reacción y sus consecuencias son más costosas que haber descansado las horas necesarias.

El otro día leí que Elon Musk trató de dormir menos tiempo, a ejemplo de Alva Edison que descansaba a intervalos cortos durante todo el día. Se dio cuenta de que no funcionaba igual si no dormía al menos seis horas seguidas. Es importante conocerse uno mismo y saber qué necesita. No sé si el “mago de Menlo Park” hubiese sido más “productivo” si descansaba más horas, pero sí me quedo con el testimonio de Musk. La idea que uno debe tener es que, si uno se cuida a sí mismo, puede en verdad ser un aporte para los demás, para su entorno más cercano, como ciudadano y como persona. Cuidarnos significa cuidar nuestro sentido de vida.

Así que si en algún momento sientes que tu mente hizo demasiado esfuerzo y necesita descanso, mándala de vacaciones. Lee un libro que te desconecte, distráete con una película o un buen yutubero. Sal al parque y juega con tus hijos. Conversa con tus amigos por el mero gusto de compartir con ellos (con bioseguridad en tiempos de pandemia, por supuesto). La gente más “exitosa” (desconfío de esta palabra) no es la que más horas le dedica al trabajo, sino quien más le dedica a cuidarse a sí mismo, no como un acto egoísta, más bien para partir de ahí hacia el cuidado del prójimo. Quien no se ama no puede decir que ama al otro y peor que ama a Dios quien lo creo.

Dejar de pensar, a veces, resulta el más altruista de los actos.

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Todos somos psicólogos

En verdad, el título se presta a una posible confusión. Se puede interpretar como que la Psicología es una rama completamente innecesaria, pues cualquiera sería capaz atender sus problemas mentales e incluso los de otros. O que no es una ciencia, sino que se basa en la intuición y las experiencias del psicólogo, por lo que no hace falta estudiar. Sin embargo, aquí quiero contar -a manera de flashback– la historia de la Psicología y su consecuencia social: el psicologicismo. Todo gracias a una reflexión de G. K. Chesterton cuando visitó por segunda vez Norteamérica, al ver que era una sociedad bastante influida por este fenómeno.

Como suelo hacer, quisiera comenzar hablando de las palabras y su historia. Psicología viene del griego clásico ψυχή (psykhé), mente, y λογία (logía), que quiere decir tratado. Sin embargo, es importante anotar que psykhé desciende de una raíz indoeuropea que significa respirar. Es inevitable encontrar la relación entre la respiración y los procesos mentales en la tradición judeocristiana. El alma en esta tradición es el aliento vital, y de ahí la conexión con la mente se da porque la diferenciación entre estas dos ideas es bastante reciente. Es curioso que el término comience a usarlo un poeta, Marko Marulić, y que de ahí hasta Wundt, quien funda la Psicología como ciencia, haya pasado por usos teológicos y filosóficos (Christian Wolff, es de obligatoria mención). Pero no será hasta Freud, al filo del siglo XX, cuando tanto la ciencia como sus teorías comiencen a alcanzar al gran público. Entonces nace el psicologicismo en nuestra sociedad postmoderna. El diccionario de la Real Academia define este concepto como la «tendencia que hace prevalecer el componente psicológico en las disciplinas a cuyo estudio se aplica». En este sentido tiene una vertiente filosófica (que explica esta definición) en David Hume o John Stuart Mill. Sin embargo, aquí uso el término para referirme a una sociedad que no entiende bien los procesos mentales y aun así los usa como excusa para casi todo.

Chesterton, «príncipe de las paradojas», escribía «La era in-psicológica», iniciando la tercera década del siglo pasado. Se sorprendía de la difusión de la Psicología (o al menos de sus teorías) entre los postmodernos, que no se compadecía con su falta de comprensión de la mente humana, a diferencia de generaciones anteriores. Cito: «nuestros padres no hablaban de psicología; hablaron de un conocimiento de la naturaleza humana. Pero lo tenían, y nosotros no». Pues decía que esta época, que llama la Edad del Placer y de la Psicología, lo confunde todo, y se olvida del principio de las cosas. Quiere aprender a volar antes de aprender a gatear. Quiere entender la mente humana antes de tener un encuentro con el hombre.

Precisamente, la labor de Wilhelm Wundt fue aproximar la mente humana a un estudio empírico, experimental. Buscar entenderla como se entiende la química del agua o el crecimiento de un tejido celular. Le restó valor a la intuición y la imaginación, y en gran parte gracias a eso la Psicología se volvió una ciencia en todo su derecho. Sigmund Freud entendió este enfoque, pero también comprendía que la psiquis es mucho más compleja que los mecanismos cerebrales. Por esto pretendió construir un edificio lo más sólido posible dentro del cual podamos estudiar esa complejidad de una manera más clara y sistematizada. Y real, hasta cierto punto. Y lo digo así, pues en su búsqueda de darle estructura a algo tan poco medible como es nuestro componente psicoafectivo, terminó usando más su propia imaginación que un método científico.

La escuela de Freud, el psicoanálisis, es responsable de la mayoría de conocimientos que el ciudadano de a pie tiene acerca de la ciencia psicológica. Hay que reconocer que estos, en gran medida, son el andamiaje sobre el cual se sostiene cualquier estudio posterior de la mente. A nadie es ajeno el concepto de inconsciente. Si bien no fue Freud quien lo inventó, sí le debemos la popularización de su uso para referirnos a aquello que se escapa de nuestra consciencia. Ideas como los mecanismos de defensa, los complejos, los traumas, las neurosis, e incluso el concepto mismo de la psicoterapia se los debemos a él y a sus discípulos. Desconocer este inmenso aporte para la Psicología sería tan poco grato como olvidar a nuestros ancestros.

Pero existe el lado oscuro, el que se ha llamado psicologicismo. El pretender que conocemos tanto de la mente humana como para decir que podemos comprender al resto y predecir y enjuiciar sus movimientos, así como justificar los nuestros, es un riesgo en esta «Era de la Psicología». Etiquetamos a las personas, nos etiquetamos nosotros. Soy depresivo, eres bipolar, es esquizofrénico. Yo me parapeto detrás de mis «trastornos», y utilizo el diagnóstico ajeno como arma arrojadiza. «No me digas nada, tengo depresión», «¿no me entiendes?, tengo un ataque de pánico», «no sé qué esperar de él, ¡es tan bipolar!», «mejor no te juntes con ella, es neurótica». Los conocimientos científicos se divulgan por los medios y, como el «teléfono dañado», terminan manipulándose y arrugándose hasta perder su forma.

Es por esto que los psicólogos profesionales le hemos de dar la contra a ese psicologismo imperante. ¿Cómo? Dejando de quedarnos en las palabras difíciles para afianzar nuestra propia seguridad de autoridades incuestionables. Usando el diagnóstico como una luz de guía, no como un estigma que define a la persona. Dejando de verla y tratarla como un paciente y no como un cliente; es decir, como alguien que se pone en nuestras manos mágicas para ser curado, en lugar de ser herramientas en su propio descubrimiento. Fijarnos menos en el síntoma y más en las potencialidades. Volver al encuentro con el otro como principio del acercamiento a la mente humana, y sobre todo al cuidado de su salud.

El hombre siempre será un misterio, y la única salida es el encuentro con él.

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Lecciones de vida de MasterChef, pt.3

Con este artículo cierro mi análisis desde el punto de vista psicológico de los mensajes encontrados en este talent show que en Ecuador ha llegado al final. Los jueces Carolina Sánchez, Irene González y Jorge Rausch repiten estas palabras hasta que los concursantes se las llegan a grabar, usándolas como reglas del juego. Considero que calzan como máximas de vida si las sabemos aplicar de manera conveniente.

Repito una vez más que no busco entrar en profundidades sobre este formato, aunque atendiendo a Marshall McLuhan, «el medio es el mensaje», y en este caso podemos ir asimilando estas normas porque vemos cómo se aplican en un concurso y realmente son claves para lograr ganarlo. Quien entiende las reglas de la vida emprende un camino con sentido y significado, de una manera más entusiasta y con menos dificultades. De eso se ha tratado esta serie.

  • Si me trae suflé le juzgo suflé

Como dice el refrán, «que no nos pasen gato por liebre». No es raro que nos quieran «engatusar», ofreciéndonos la luna y las estrellas, y que resulten promesas sin cumplir. Nosotros también podemos terminar haciéndolo por miedo a la soledad. El cocinero que presenta cualquier cosa llamándolo suflé, con la idea de que ese nombre impresionará a los jueces, terminará siendo bajado a la realidad pues como suflé estaba terrible, aunque pudo haber sido un buen pastel de choclo, por ejemplo. Si usamos una bonita lírica para enganchar a alguien y mantenerlo a nuestro lado, tarde o temprano terminaremos siendo puestos en evidencia.

  • Si nos traes dos platos, ¿cuál juzgamos? 

De una manera parecida a la anterior, no está bien «jugar a dos naipes» (o barajas), a ver cuál me resulta. El cocinero al que se le pide un plato y lleva dos al atril, puede hacerlo creyendo que está jugando con ventaja, porque es seguro que uno de los dos estará mejor que el otro; lo malo es que los jueces solo probarán uno. Cuando queremos jugar con esta ventaja, «ir a la fija», normalmente terminamos como el perro del hortelano, «sin pan ni pedazo». Debemos presentarnos como somos, sin doblez, sin pensar que podemos mostrar la cara que creemos más amable para ser aceptados. A la final, siempre verán lo que realmente tenemos para dar.

  • Hay que balancear sabores

Una de las principales lecciones de MasterChef, y del arte culinario en general, es esta: encontrar el balance perfecto. En la cocina, aprender a equilibrar el dulce, el ácido, el amargo, el salado y el umami (el quinto sabor, lo sabroso) es el secreto de una buena sazón. Por eso es importante probar lo que se prepara, para entender esos picos de sabor y resaltar lo que se quiere resaltar. En la vida, nada es absolutamente alegre, ni doloroso, ni triste, ni sacrificado, ni divertido. La gracia está en hallar el balance entre todo eso. No buscar que la vida sea diversión y gozo para pasarla bien, como tampoco dolor y amargura para que nos compadezcan. Sacrificio y disfrute en la justa medida.

  • Aprende a escuchar

Otro de los fundamentos de MasterChef y de la vida. «El que obedece no se equivoca, se equivoca el que manda», reza un adagio moral. Saber escuchar, interpretar las señales y leer los signos, entender las etapas, aceptar las críticas y asumir la realidad, ahí está la esencia de una vida ordenada y que camina a la felicidad. Si un chef me dice que tengo que dejar de usar la cama de lechuga bajo una proteína caliente porque se torna «un horrrrorrrr» y lo vuelvo a hacer, ya debería saber que me van a dar palo por eso. Si no puedo ser obediente a la realidad y sigo estampándome contra el piso queriendo obtener resultados distintos haciendo siempre lo mismo, no debería frustrarme y buscar culpables. Dios nos llama a aprender de nuestros errores y oír a quienes saben más. Ese es el sacramento de la Penitencia.

  • Limpia tu estación

La última y -para mí- más importante lección de vida: recoger nuestros desperdicios. Yokoi Kenji Díaz habla de la relación entre la prosperidad y lavar la loza (lavar los platos sucios). Es que si el cocinero no va limpiando lo que ensucia, luego ese desorden y suciedad impide que prepare un plato higiénico, suculento y atractivo. Si en nuestra vida no sabemos recoger lo que hemos tirado, reconocer errores, reparar daños, difícilmente podemos ser lo que podemos ser, ni tener las relaciones que buscamos. La organización comienza por aceptar nuestra responsabilidad en el desorden. Y esto nos da paz mental.

Aquí sí, doy fin. Tal vez MasterChef solo sea una franquicia más de telerrealidad que juega con la emotividad del consumidor. Sin embargo, en ella podemos encontrar verdaderas joyas sobre cómo manejar nuestras emociones, adquirir aprendizajes y perseguir nuestros sueños a través de disciplina, orden y esfuerzo. Cuando sabemos buscar, podemos encontrar maravillas aun en lo que aparece como más superfluo y banal. Este talent show no es la excepción, y dejarnos influir por esos mensajes puede ayudarnos a ser mejores día a día, poniendo atención a cada detalle pero sin perder de vista el gran cuadro que es nuestro propósito final.

La vida es una batalla que se gana con pasión, orden y obediencia a la realidad. Pero sobre todo con amor.

Lecciones de vida de MasterChef, pt.2

Venía hablando desde el punto de vista psicológico del talent show del momento en varias partes, y en Ecuador donde acaba de finalizar, enfocándome en los mensajes constantes de los jueces Carolina Sánchez, Irene González y Jorge Rausch. Decía que son palabras que se repiten hasta grabarse los concursantes, usándolos como reglas del juego, y que pienso que calzan también como máximas de vida si las sabemos aplicar de manera conveniente.

Repito, no busco entrar en profundidades sobre este formato, pero creo que conviene hacer acuerdo sobre que siempre existe la oportunidad de sacar una enseñanza positiva de cualquier fuente, incluso de lo que muchos consideran telebasura. Es a lo que me refería en mi publicación sobre el consumo inteligente de lecturas cuando citaba a Borges. Como escribía en el artículo anterior, no se trata de cuán real sea la telerrealidad, lo importante es poder aprender algo de ella. Recordemos, además, lo que señalaba McLuhan cuando nos hacía ver que «el medio es el mensaje».

  • Se debe saber para quién cocinas

No es lo mismo darle algo a una persona que a otra. Aunque por el encargado de la tienda sienta un amor de hospitalidad, como prójimo, no voy a llegar con un regalo por San Valentín, que en cambio tendría buen efecto en mi esposa. Si le vamos a preparar carne en palito a un grupo de críticos gastronómicos, lo más probable es que nos manden con viento fresco. Cada individuo, cada relación, tiene sus propios retos y necesidades, y por esto a cada uno le mostramos un aspecto distinto de nosotros. De esa manera equilibramos las relaciones y nos sentimos alegres en ellas.

  • Se trata de sacar un plato

«Lo perfecto es enemigo de lo bueno», reza una máxima que consignó Voltaire. Es frecuente que, enfocados en resultados espectaculares, no alcancemos a dar nada. Por brindar algo original, exquisito y hermoso podemos terminar sin emplatar nuestra preparación. Queremos ser profesionales, padres, cristianos perfectos. Luego, nuestras limitaciones nos frustran y nos golpean contra el piso. El sentimiento de mediocridad también nos lleva a la inacción. Y llegamos a sentir y hacer sentir que no tenemos nada que ofrecer. El objetivo debe ser hacerlo lo mejor que podamos, y procurar que sea cada vez mejor.

  • Uno es tan bueno como el último plato

Conectado con lo anterior, las buenas obras pasadas no son excusa para actuar mal hoy. Ciertamente, no somos infalibles, pero eso no debe ser pretexto para no procurar cada vez hacerlo bien. Aunque un concursante haya venido cocinando delicioso, si el último plato del reto de eliminación es un despropósito, «un horrrrorrrr», tendrá que irse. Es lo que ocurre con los esposos correctos y dedicados que un mal día meten las patas hasta el fondo. Ese dolor es mucho más difícil de curar que el que produce conocer los defectos de la persona y convivir con ellos desde el inicio. Ante eso, pocas veces hay «tiempo extra».

  • El que comete más errores es quien abandona la competencia

Como lo venimos diciendo, nadie es perfecto y podemos equivocarnos. Por esto, quien más busca ser ese ideal de persona al que está llamado tiende a ser más apreciado y valorado por los demás. El cocinero que más aprende de sus errores termina cometiendo menos cada vez, y se queda hasta la final. En la vida, quien no saca lecciones de las malas críticas termina frustrado y se queda solo, culpando a todos de su desdicha. Mientras tanto, el que más se esfuerza por entender sus debilidades va avanzando hacia la meta última que se ha planteado, y se siente feliz en el camino.

  • Nadie gana Masterchef sin saber hacer postres

Hay que conocer cómo cerrar lo que se ha iniciado. El postre es el plato que se queda en las papilas del comensal, y si todo el menú fue espectacular pero el postre da asco, se marchará sin querer volver. Hemos de pensar cada instante de nuestra vida como ese postre, ese momento final, y si nos esmeramos por dejar ese buen sabor de boca en quienes nos rodean, todos querrán que no nos vayamos nunca. Buscarán construir relaciones duraderas con nosotros. Además, como «nadie sabe el día ni la hora» (nos enseñó Jesús) y «nadie se muere la víspera», debemos estar preparados para cuando nos encuentre la muerte.

He continuado, y aún no termino. Pienso que me quedan las lecciones principales, así que no dejen de buscar el siguiente artículo de la serie.

Seguirá continuando

Lecciones de vida de MasterChef, pt.1

El talent show del momento en Ecuador, y en algunas otras partes de Latinoamérica, es MasterChef. Aquí está acercándose al final, por lo cual he querido hablar un poco de él desde el punto de vista psicológico. Quizás no tanto de los efectos de la telerrealidad en el espectador o, sobre todo, en el participante; más bien de ciertos mensajes constantes por partes de los jueces Carolina Sánchez, Irene González y -principalmente- Jorge Rausch. Son palabras que se repiten hasta grabarse los concursantes, usándolos como reglas del juego, buscando la ansiada victoria. De todas formas, considero que calzan también como máximas de vida si las sabemos aplicar de manera conveniente.

Sin querer entrar en profundidades sobre este formato de contenido, hay que tomar en cuenta que los «realities» enganchan por la sensación de cercanía que se tiene con los protagonistas. El concepto de ser programas que son espontáneos, sin guiones y con personas comunes es sumamente atractivo. Percibimos que ese que veo en la pantalla podría ser yo… es más, solemos pensar «la próxima temporada me inscribo». Más allá de si todo esto es verdad o no, es capaz de llevarnos a creer que lograr entrar en una competencia de este tipo nos arreglaría la vida. Sobre todo en ciertas profesiones consideradas «menores» por los estereotipos sociales, como la música o la cocina, resulta apetecible entrar en uno de estos programas y, gracias al reconocimiento obtenido, dejar una vida de esfuerzo y sacrificio para hacer lo que nos gusta y ganar mucho dinero. Esta es la razón por la cual considero que analizar estos mensajes oídos en MasterChef y trasladarlos a la cotidianidad nos ayuda a entender el cuidado, trabajo y dedicación que necesita todo lo que hacemos.

  • Todo entra por los ojos

Como decía Julio César, según Plutarco: «La mujer del César no solo debe ser honrada, sino además parecerlo». Esto no puede oponerse a la idea de que «el libro no se juzga por la pasta», sino complementarse. Tal vez un plato sea delicioso, pero si su presentación no es atractiva, no lo voy a querer probar siquiera. De todas formas, la preparación no se queda en lo visual, porque lo importante está en su sabor. Igual, puedo ser una buena persona, inteligente, trabajador, pero debo mostrarlo si quiero ser un aporte para los demás, que me «prueben», sin quedarme en las apariencias.

  • ¿Probaste?

Esta idea continúa la anterior. No podemos saber si lo que realizamos está bien hecho a menos que nos involucremos en ello. Probar lo que cocinamos en el fogón es meternos en los sentidos del comensal, sin contentarnos por cómo se ve el plato. Si un vegetariano no puede probar el lomo de res que va a servir, puede atinar por suerte, pero no por haber balanceado sabores. No se está involucrando. Hemos de estar seguros de que lo que hacemos es lo que tenemos en mente, y no solo cumplir con la entrega. Y eso se aplica también a las relaciones.

  • Lo mejor del plato es lo que no se pone

O como decía van der Rohe: «menos es más». Muchas veces pensamos que debemos sobreabundar en muestras de los esfuerzos que hacemos para que la gente los apruebe. Y buscamos la aceptación de los demás a través de la demostración de lo buenos que somos. Queremos llenar el plato de ingredientes, como si eso ilustraría nuestra habilidad en la cocina. Y a veces esa exageración termina dañando la preparación. Debemos dar lo justo, lo que podemos dar y el otro necesita, no hace falta demostrarle nada a nadie.

  • Lo que no está en el plato, no se prueba

Por su parte, este es el complemento del principio anterior. Como dice el dicho: «obras son amores y no buenas razones». No podemos calificar únicamente las intenciones del otro, sino los actos. Con nuestras palabras somos capaces de conocer el ideal de las personas, pero solo a través de cómo actuamos demostramos en verdad lo que buscamos. No sirve hablar de una deliciosa salsa que se quedó en la estación si no está ahí para aderezar nuestro plato. Aquello que queremos que el otro juzgue en nosotros ha de ser presentado, y no parte de un discurso.

Comienzo aquí, pero no termino aquí. Aún me quedan algunas lecciones, y se van poniendo mejores, así que los espero en el siguiente artículo.

Continuará

Soy lo que consumo

Con esta publicación doy cierre -por lo pronto- a esta pequeña serie que trata del cuidado sobre lo que consumimos, aunque da para mucho más. La idea que encabeza esta publicación nos viene de Feuerbach, refiriéndose a la alimentación: «si se quiere mejorar al pueblo, en vez de discursos contra los pecados denle mejores alimentos. El hombre es lo que come». De ahí la hemos venido ampliando hasta referirse a todo lo que una persona puede consumir: objetos, ideas, experiencias, sentimientos, conocimientos, etc. Habíamos hablado, por ello, del consumo de lecturas y de emociones; hoy pretendo hacerlo de una forma más general.

Erich Fromm en 1965 se refería al ser humano como “homo consumens”, quien “ha llegado a ser el gran lactante, siempre a la espera de algo y siempre decepcionado”. Como el bebé que siente necesidad instintiva de comer sin entender por qué ni cuánto, el hombre postmoderno no se esfuerza solo para subsistir, sino para consumir compulsivamente en busca de llenar un vacío que no comprende. Gilles Lipovetsky, filósofo y sociólogo francés, escribe sobre una felicidad paradójica: «la sociedad que más ostensiblemente festeja la felicidad es aquella en la que más falta… aquella en que las insatisfacciones crecen más deprisa que las ofertas de felicidad«. El individuo inmerso en el consumismo busca saciar su sed de infinito de una forma desordenada, con cosas finitas. «Esa es la materia de la que están hechos los sueños, y los cuentos de hadas, de una sociedad de consumidores: transformarse en un producto deseable y deseado» señala Zygmunt Bauman. De ahí que Sidney J. Levy, investigador seminal del marketing, escribiera ya en 1959 de lo que ahora se conoce como consumo simbólico: las empresas «venden símbolos a los consumidores, debiendo así los empresarios prestar atención al significado de los símbolos que ofrecen en el mercado«. Los productos también envían mensajes sobre quienes los consumen.

Veámoslo en la práctica. Una persona podría comprar un reloj porque necesita saber la hora. Entonces puede hacerse de un digital chino de hasta $15, o un Patek Philippe de diez millones de dólares. Es que, ese reloj no señala el tiempo únicamente, sino que envía un mensaje sobre quien lo usa, y que se interpreta de manera distinta según el espectador. Para un profano en este tipo de objetos le podría dar lo mismo, o como máximo apreciar que el uno se ve más bonito que el otro o que parece más cómodo. El conocedor, mientras tanto, podrá armarse una imagen del usuario del reloj, como alguien sin prestigio, poder ni capacidad; o todo lo contrario. En resumen, no compramos solo un producto, sino un símbolo.

La sociedad de consumo tuvo gran empuje con la Revolución Industrial del siglo XIX, pero ya se venía gestando desde los albores de la humanidad. Basta leer la Bhagavad-gītā o la Biblia para encontrar ejemplos de aquello. Sin embargo, los estudiosos del tema relacionan el concepto en sí con capitalismo, sobreproducción, obsolescencia programada y ocio. No voy a entrar en esto. Lo que sí es claro es que no solo somos lo que consumimos, sino que consumimos símbolos de lo que queremos o creemos ser. El individuo come, lee, escucha, ve, usa aquello con lo que se identifica. Ser vegano es algo más que buscar una alimentación más saludable; es un mensaje de preocupación por el ambiente y los otros seres vivos. Escuchar heavy metal no es nada más cuestión de gustos; envía señales de rebeldía y oposición al sistema y lo establecido. Más allá de cómo lo interpreta su entorno, el individuo busca pertenecer y manda signos para atraer a quienes advierte como iguales. Perseguimos ser parte de un grupo al cual se percibe como selecto y superior en algún aspecto. Incluso quienes persisten en comprar cosas baratas pueden querer pertenecer a una élite intelectual que rehúye al mercado capitalista.

Aquí cabe la pregunta: ¿estamos conscientes de esos mensajes ocultos en lo que consumimos y vemos consumir a los demás? ¿Estos condicionan nuestro comportamiento? El ser humano tiende a dar mayor valor a aquello que resulta más difícil de conseguir. Si el oro se encontrara en el jardín de la casa sería menos valioso que un trébol que se obtiene subiendo a cierta montaña del Himalaya. Lo vulgar carece de interés, lo único es un bien deseable. Es lo que se llama «efecto fetiche»: deseamos más lo que percibimos que escasea. Y eso ocurre también con las relaciones. Una persona que «se hace la difícil» parece tener más valor que una «ofrecida»; quien se hace respetar es más deseado que quien está siempre disponible para lo que sea. Nuestras relaciones también entran en este mercado de precios, y con ellas, las personas. Queremos vernos como el grupo de pertenencia del que nos consideramos parte.

Podemos dar valor a todo según el aporte que significan en nuestras vidas. Una galleta no es más rica porque venga de tal o cual casa comercial europea o de la tienda de la esquina, sino porque deleita mi paladar. Una película de Weerasethakul no es mejor porque sea bien reseñada por la crítica, sino por traer algo a mi realidad, como pudo hacerlo un corto de la Pantera Rosa. De no verlo así, podemos estar buscando estatus y no servicios. Una pareja no es mejor porque sea más admirada o ansiada por el grupo de personas a quienes deseo pertenecer, sino por cuánto está dispuesta a construir una vida junto a mí, con amor.

El momento en el que valoramos las distintas cosas que consumimos por cuánto enriquecen nuestro día a día, ordenadas además al fin último que perseguimos, encontramos el verdadero gozo que obtenemos de ellas. Y nos satisfacen, porque entran dentro de un orden vital que va más allá de lo inmanente e inmediato. Por el contrario, cuando las consideramos bienes de consumo simbólico a través del cual generamos sentimientos de pertenencia, nunca nos sentiremos contentos con ellos. Como dije, desde un caramelo hasta los vínculos con otros. Para esto, debemos partir de nuestro propio valor, de la construcción saludable de la autoestima, que no estén condicionados por algo externo sino por quiénes somos y qué hacemos.

Encontrar el valor en todo a través de cuánto nos da y en nosotros por cuánto damos, es la llave a la felicidad.

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San Valentín en soledad

Muchas personas llegarán a este 14 de febrero sin una pareja, y eso les hará sentir terriblemente solas. Pero, ¿necesariamente debemos celebrar ese día con alguien más? ¿De qué se trata esta fecha? Y, ¿qué significa estar solos? Ya en otros artículos he hablado del tema del amor ordenado, y en particular el del amor de pareja. En concreto quiero meditar, como continuación de la publicación anterior, sobre el amor romántico en cuanto bien de consumo. Es decir, cuando se usa el amor como pretexto para consumir, no solo cosas materiales, sino ideas y emociones. E incluso, relaciones y personas. Sé que el tema es complejo, démosle una visión general.

Pimero, convendría entender de dónde surge la relación entre el 14 de febrero, san Valentín y el día del amor. Existe en el santoral más de un Valentín, con diversas cualidades e historias (mayormente apócrifas), y dos en particular que se celebran en esta fecha. Una de ellas ha sobresalido: la de san Valentín de Roma, mártir del siglo III, declarada su festividad a fines del V, quien según la más antigua tradición devolvió la vista a la hija de su carcelero. Posteriores adiciones narraban que le había escrito una carta de amor firmada como «tu Valentín». Incluso se ha dicho que casaba soldados cuando era prohibido. Cuánto de esto es cierto y si tiene conexión con algún ritual primaveral de fertilidad o apareamiento, no está bien documentado. Es bastante claro que en la Inglaterra del siglo XVIII la celebración del amor cortesano los 14 de febrero fue ocasión de regalar flores, confitería y, sobre todo, tarjetas románticas («valentines«). En el siglo siguiente, mayormente por la popularización del correo, dicha costumbre alcanzó grandes dimensiones, y para fines del siglo XX se había tomado el mundo entero, potenciado por firmas comerciales.

Eva Illouz, socióloga y escritora franco-israelí, señala que la intersección «entre una emoción (el amor romántico) y la esfera económico-cultural del consumo […] se da mediante dos procesos: la romantización de los bienes de consumo y la mercantilización del amor romántico«. Esta doble vía ha conseguido cosificar no solamente las relaciones amorosas, sino incluso a las personas mismas. Erich Fromm reflexionaba que «creamos máquinas que obran como hombres y producimos hombres que obran como máquinas. El peligro del siglo XIX era que nos convirtiéramos en esclavos; el peligro del siglo XX es que nos convirtamos en robots». Yo añadiría que el del siglo XXI es convertirnos en avatares, aquellas representaciones gráficas de los usuarios dentro de un ambiente informático. Esto ya lo mencioné hablando de los medios sociales, y puede estar asociado con el efecto Proteo.

La sociedad posmoderna ha transformado el amor de pareja de muchas formas: lo ha vuelto inmediato, hedonista, descartable, utilitario. Un producto de la sociedad de consumo. Pero esto es el resultado de muchas variables que han ido influyendo en ello, pues la cultura de occidente viene tendiendo a esto incluso desde antes de la Revolución Industrial. Y la evolución de la fiesta de San Valentín es una muestra de ello. En una interacción perpetua, la cultura incide sobre las costumbres y viceversa, y ambas modelan la sociedad. Después de todo, somos seres en relación, y como tales encontramos siempre formas nuevas de conectarnos. Incluso a riesgo de volver dicha conexión en algo meramente instrumental.

Que una cita romántica sea muy poco diferente a ir a comprar un helado o una camisa, no es solo resultado de los intereses mercado y el capital. La sociedad moderna ha ido restando valor a los vínculos perdurables, para toda la vida, en aras de un hecho práctico: si construir relaciones requiere un trabajo arduo y constante, ¿no es preferible quedarse con la parte bonita y sencilla del amor de pareja? Entonces, poco a poco pero constantemente, los vínculos se vuelven líquidos (como dice Bauman), pierden su forma y su solidez y se adaptan al momento y la circunstancia de una manera ligera. El compromiso, en consecuencia, deja de tener sentido. Lo que prima es el placer.

Este es el mejor caldo de cultivo para una banalización del encuentro de pareja. Las citas amorosas valen por la satisfacción individual obtenida, con independencia del futuro que se le vea a la relación misma. Se busca vivir un permanente estado de enamoramiento; o sea, de un sentimiento gratificante de pertenencia sin complicaciones. En cuanto estas comienzan a surgir, a otra cosa, mariposa. No vale la pena gastarse en algo que no es divertido ni liviano. El amor se ha desordenado, pues donde debería buscarse el bien de la pareja se busca la comodidad del yo. No es que no hay amor, es que se desorienta. Y mientras más se inicien relaciones con distintas personas, más novedad se busca, y los rituales románticos pueden repetirse, motivando el consumo de productos pensados para satisfacer esas necesidades.

Concretemos con un ejemplo. Una pareja que ha estado junta 29 años ya no busca el ritual de la rosa y el chocolate. Su amor se ha consolidado y ha formado una familia, con sus propios retos y logros. Si bien es saludable que tengan momentos en los que compartan como pareja, sin hijos, muy probablemente esos encuentros tendrán otra dinámica que la que funcionaba cuando estaban en su período de cortejo. Ya no son tan «detallistas» en cuanto al regalo material, pero lo son más en la dádiva diaria: el desayuno hecho con cariño, el ceder ante el gusto cinematográfico del otro, la mano tomada y la caricia dada un poco al descuido y de forma espontánea. Ya no se responde a una necesidad de aceptación, sino a un sincero deseo de sentir y hacerse sentir. Esta entrega ya no necesita de tarjetas compradas en un almacén, sino de una palabra honesta en el momento adecuado, y que seguramente refleja ese amor de una manera más contundente. Las casa comerciales, entonces, salen perdiendo.

San Valentín es la excusa perfecta para sobrevalorar el amor hedonista y dejar de lado el cotidiano compromiso. Por esto, cuando una persona no tiene pareja en esa fecha, percibe que toda su red de relaciones no posee valor, se siente sola. Al final, el ambiente la ha condicionado a esas emociones. Asimismo, hay personas que rehúyen ese momento por el gasto que implica (económico, pero también emocional). De ahí el chiste de que se pelea con la enamorada el 13 de febrero y se reconcilia el 15. Aquí hay mucha tela que cortar, sin embargo me quiero quedar con la idea de que una relación sólida, perdurable y comprometida no necesita de sanvalentines, pues se enfoca en el cuidado diario del otro, a través del don de uno.

Si este es un año donde vamos a pasar solos el 14 de febrero, démosle otro sentido, ya no pesimista y solitario, sino de preparación para darle respuesta a nuestra vocación, sea esta al matrimonio o a la soltería. No necesitamos a alguien a nuestro lado para estar completos, y una relación cobra sentido cuando es un vínculo que construimos como parte del propósito de vida que encontremos. Si algo podemos rescatar de aquella historia del San Valentín festejado es su preocupación por el otro, aunque no sea su pareja. Y, aun siéndolo, el regalo que le dio fue buscar su bien. Si este día tendremos alguien a nuestro lado, hagámosle sentir esa dádiva preciosa que es el don de sí mismo. Dándonos crecemos, y lo hacemos juntos, que es mejor.

Que este San Valentín demostremos amor al otro, más allá del consumismo que nos rodea.

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