Soy lo que consumo

Con esta publicación doy cierre -por lo pronto- a esta pequeña serie que trata del cuidado sobre lo que consumimos, aunque da para mucho más. La idea que encabeza esta publicación nos viene de Feuerbach, refiriéndose a la alimentación: «si se quiere mejorar al pueblo, en vez de discursos contra los pecados denle mejores alimentos. El hombre es lo que come». De ahí la hemos venido ampliando hasta referirse a todo lo que una persona puede consumir: objetos, ideas, experiencias, sentimientos, conocimientos, etc. Habíamos hablado, por ello, del consumo de lecturas y de emociones; hoy pretendo hacerlo de una forma más general.

Erich Fromm en 1965 se refería al ser humano como “homo consumens”, quien “ha llegado a ser el gran lactante, siempre a la espera de algo y siempre decepcionado”. Como el bebé que siente necesidad instintiva de comer sin entender por qué ni cuánto, el hombre postmoderno no se esfuerza solo para subsistir, sino para consumir compulsivamente en busca de llenar un vacío que no comprende. Gilles Lipovetsky, filósofo y sociólogo francés, escribe sobre una felicidad paradójica: «la sociedad que más ostensiblemente festeja la felicidad es aquella en la que más falta… aquella en que las insatisfacciones crecen más deprisa que las ofertas de felicidad«. El individuo inmerso en el consumismo busca saciar su sed de infinito de una forma desordenada, con cosas finitas. «Esa es la materia de la que están hechos los sueños, y los cuentos de hadas, de una sociedad de consumidores: transformarse en un producto deseable y deseado» señala Zygmunt Bauman. De ahí que Sidney J. Levy, investigador seminal del marketing, escribiera ya en 1959 de lo que ahora se conoce como consumo simbólico: las empresas «venden símbolos a los consumidores, debiendo así los empresarios prestar atención al significado de los símbolos que ofrecen en el mercado«. Los productos también envían mensajes sobre quienes los consumen.

Veámoslo en la práctica. Una persona podría comprar un reloj porque necesita saber la hora. Entonces puede hacerse de un digital chino de hasta $15, o un Patek Philippe de diez millones de dólares. Es que, ese reloj no señala el tiempo únicamente, sino que envía un mensaje sobre quien lo usa, y que se interpreta de manera distinta según el espectador. Para un profano en este tipo de objetos le podría dar lo mismo, o como máximo apreciar que el uno se ve más bonito que el otro o que parece más cómodo. El conocedor, mientras tanto, podrá armarse una imagen del usuario del reloj, como alguien sin prestigio, poder ni capacidad; o todo lo contrario. En resumen, no compramos solo un producto, sino un símbolo.

La sociedad de consumo tuvo gran empuje con la Revolución Industrial del siglo XIX, pero ya se venía gestando desde los albores de la humanidad. Basta leer la Bhagavad-gītā o la Biblia para encontrar ejemplos de aquello. Sin embargo, los estudiosos del tema relacionan el concepto en sí con capitalismo, sobreproducción, obsolescencia programada y ocio. No voy a entrar en esto. Lo que sí es claro es que no solo somos lo que consumimos, sino que consumimos símbolos de lo que queremos o creemos ser. El individuo come, lee, escucha, ve, usa aquello con lo que se identifica. Ser vegano es algo más que buscar una alimentación más saludable; es un mensaje de preocupación por el ambiente y los otros seres vivos. Escuchar heavy metal no es nada más cuestión de gustos; envía señales de rebeldía y oposición al sistema y lo establecido. Más allá de cómo lo interpreta su entorno, el individuo busca pertenecer y manda signos para atraer a quienes advierte como iguales. Perseguimos ser parte de un grupo al cual se percibe como selecto y superior en algún aspecto. Incluso quienes persisten en comprar cosas baratas pueden querer pertenecer a una élite intelectual que rehúye al mercado capitalista.

Aquí cabe la pregunta: ¿estamos conscientes de esos mensajes ocultos en lo que consumimos y vemos consumir a los demás? ¿Estos condicionan nuestro comportamiento? El ser humano tiende a dar mayor valor a aquello que resulta más difícil de conseguir. Si el oro se encontrara en el jardín de la casa sería menos valioso que un trébol que se obtiene subiendo a cierta montaña del Himalaya. Lo vulgar carece de interés, lo único es un bien deseable. Es lo que se llama «efecto fetiche»: deseamos más lo que percibimos que escasea. Y eso ocurre también con las relaciones. Una persona que «se hace la difícil» parece tener más valor que una «ofrecida»; quien se hace respetar es más deseado que quien está siempre disponible para lo que sea. Nuestras relaciones también entran en este mercado de precios, y con ellas, las personas. Queremos vernos como el grupo de pertenencia del que nos consideramos parte.

Podemos dar valor a todo según el aporte que significan en nuestras vidas. Una galleta no es más rica porque venga de tal o cual casa comercial europea o de la tienda de la esquina, sino porque deleita mi paladar. Una película de Weerasethakul no es mejor porque sea bien reseñada por la crítica, sino por traer algo a mi realidad, como pudo hacerlo un corto de la Pantera Rosa. De no verlo así, podemos estar buscando estatus y no servicios. Una pareja no es mejor porque sea más admirada o ansiada por el grupo de personas a quienes deseo pertenecer, sino por cuánto está dispuesta a construir una vida junto a mí, con amor.

El momento en el que valoramos las distintas cosas que consumimos por cuánto enriquecen nuestro día a día, ordenadas además al fin último que perseguimos, encontramos el verdadero gozo que obtenemos de ellas. Y nos satisfacen, porque entran dentro de un orden vital que va más allá de lo inmanente e inmediato. Por el contrario, cuando las consideramos bienes de consumo simbólico a través del cual generamos sentimientos de pertenencia, nunca nos sentiremos contentos con ellos. Como dije, desde un caramelo hasta los vínculos con otros. Para esto, debemos partir de nuestro propio valor, de la construcción saludable de la autoestima, que no estén condicionados por algo externo sino por quiénes somos y qué hacemos.

Encontrar el valor en todo a través de cuánto nos da y en nosotros por cuánto damos, es la llave a la felicidad.

Photo by Max Fischer on Pexels.com

Publicado por pfreilem

Mi vocación por el estudio de la afectividad y la mente humana, y de cómo estas se integran con la fisiología y la espiritualidad, surge del propósito vital de hacer de este un mundo mejor, de persona en persona. Estoy convencido de que a través de la búsqueda del conocimiento de uno mismo y la comprensión de la realidad, podemos generar cambios no solo en nuestra individualidad, sino en los distintos espacios colectivos que habitamos. Psicólogo licenciado por la Universidad Técnica Particular de Loja, he realizado Diplomados en Psicología Cristiana y Antropología Cristiana por la Universidad FASTA (Mar del Plata, Argentina) y he participado en el Curso de Estilos de Pensamiento con el Dr. Robert Sternberg, (Boston, Estados Unidos de América) y el Seminario Psicología & Persona Humana (Lima, Perú). He efectuado prácticas en diversas instituciones empresariales y educativas. He actuado como facilitador de intervenciones apreciativas para el cambio profundo en las organizaciones. Poseo una amplia experiencia en charlas de formación, consejería y en consulta privada, gracias a la cual he podido responder a un llamado personal de incidir en la paz social a través del encuentro con la paz interior.

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