Desde genocidios y asesinatos en serie hasta el pensamiento de que “la vida ya le devolverá el daño”, pasando por procesos legales obsesivos y eternos, la venganza es una fuerza que ha movido muchos actos terribles en la historia humana, y en la historia de cada ser humano. Siempre me gustó la frase aquella de que “la venganza es un plato que se sirve frío”, que se dice que aparece por primera vez en Las amistades peligrosas, de Pierre Choderlos de Laclos. Me gusta porque me trae a la mente varias obras de arte que se refieren a esta idea de que un daño recibido lleva a planear una reacción de desquite que puede tomar muchos años en ejecutar. Pero, ¿se imaginan el peso que tiene esa persona sobre sus hombros aun antes de cometer cualquier acto? Por esto ahora voy a hablar de las consecuencias sicológicas de la venganza y, en la otra mano, del perdón.
En su famoso manual de terapia Gestalt, Perls, Hefferline y Goodman dicen que la emoción es una fuente de información que nos ayuda a adaptarnos al mundo. Por esto no sorprende que la doctora Olga Klimecki-Lenz, investigadora del Centro Suizo para la Ciencia Afectiva de Suiza (CISA), apunte que la amígdala, responsable de la recepción de información del entorno y la modulación de la respuesta emocional a esa información, se active cuando experimentamos un daño emocional. Esto dispara un sentimiento de pérdida de seguridad, de donde surge miedo y angustia. La reacción instintiva lleva a la agresividad como mecanismo de defensa, y cuando esta se ha desatado, se llega a un sentimiento de alivio y equilibrio. Un estudio del 2018 de la Universidad de Ginebra encontró que el disparador de la mayoría de actos de venganza es el rechazo. David Chester y C. Nathan DeWall, de la Universidad de Kentucky, señalan que los que se sienten rechazados se comportan agresivamente pues “la venganza tiene un papel más importante y activo en la reparación del estado de ánimo de lo que pensábamos”. Por tanto, la venganza “no radica tanto en el deseo de hacerle daño a alguien, sino en cómo hace sentir a los que la cumplen”.
Esto se debe, según el sicólogo Martín Villanueva, a que la energía vital que motiva la autorrealización del individuo puede expresarse de manera negativa cuando se percibe una amenaza que no sabe cómo manejar. En estos casos puede manifestarse mediante odio, agresividad, rencor, envidia… y, por supuesto, el deseo de venganza. Kevin M. Carlsmith, Timothy D. Wilson y Daniel T. Gilbert han demostrado que a este mal manejo subyace la falta de empatía que origina un círculo vicioso de emociones negativas. De ahí que Viktor Frankl declare que “si no está en tus manos cambiar una situación que te produce dolor, siempre podrás escoger la actitud con la que afrontes ese sufrimiento”. En 2006, la Asociación de Psicología Americana (APA) publicó una recopilación de investigaciones en torno a la sicología del perdón en la cual lo define como un proceso que ocasiona el cambio de actitud hacia un ofensor. El resultado sería la disminución en el deseo de venganza hacia él, a pesar de sus acciones, abandonando dichas emociones negativas. Frederic Luskin, director del proyecto Stanford Forgiveness Project, señala que “el perdón debe ser visto por quien lo concede como un favor autodirigido que viene a otorgar beneficios internos, no externos”.
En resumen, el deseo de venganza es natural, pues es una respuesta inconsciente al sentimiento de rechazo. De alguna manera tratamos de dejar una declaración de principios: lo que hiciste estuvo mal y mereces un castigo. Si bien surge de algo tan básico como la reacción instintiva a una amenaza, es un aprendizaje adquirido como parte del condicionamiento educativo: un error trae una pena consecuente. De alguna manera, se relaciona con la justicia, aunque ella no busca el sufrimiento del culpable, sino su rehabilitación. Por contra, el vengativo quiere ver el dolor en su agresor, y que este sea proporcional o incluso mayor al daño infligido, y ni siquiera espera la reposición del mal. Por esto es un plato que se sirve frío, porque el único fin es que el culpable pague hasta la última gota de sangre con la suya propia, y debe hacerlo sin esperarlo, como no lo hizo la víctima.
Aunque sea un sentimiento común y natural, no por eso nos trae buenas consecuencias. Porque nosotros no escogemos nuestras emociones, pero sí la respuesta frente a ellas, como decía Frankl. Tanto la venganza como el perdón tienen más efecto en uno que en la persona a la que los dirigimos. El dolor ante una pérdida o una herida nos puede durar mucho tiempo, según vayamos viviendo las fases del duelo. Pero si a ese tiempo le aumentamos el que trae el resentimiento (volver a sentir), y más aún el plan de desquite, el dolor permanece muchísimo más, pues no lo liberamos. El perdón, al contrario, nos permite soltar esa carga y fluir con los acontecimientos. ¿Lo que pasó nos rompió el corazón? Dejemos que sane, no aumentemos el tamaño de la herida reviviéndolo.
Pongamos un ejemplo: la mejor amiga de esta chica se fue con su novio. La chica sufre, es natural, y desearía que su amiga y su novio sientan lo que ella siente. Camino uno: va procesando su dolor, entiende que si él la dejó es porque la relación no tenía futuro, decide que su amiga no era tan sincera y su amistad no le iba a hacer bien a la larga. Perdona a ambos y sigue con su vida, conoce otro chico y se rodea de personas más honestas, lo cual le vuelve más segura y alegre. Camino dos: comienza a maquinar una trama, de forma que tanto su examiga como su exnovio paguen por lo que le hicieron. Habló con conocidos para fraguar una traición, buscando un chico que le coquetee a su examiga. Ideó un plan muy elaborado con el fin de que sus agresores sientan todo su dolor. Cuando ya lo tiene listo, se entera de que los dos “ex” también rompieron. Queda devastada y, además, con el plan frustrado. ¿Cuál de los dos caminos sería el más beneficioso para aquella chica?
El amor no busca desquite ni retribuciones, busca enmienda, salud y reparación. El camino del perdón trae estas cosas y más. Nos hace sentir más en paz, porque tratamos de ayudar al otro a reconocer sus errores, pero también entendemos nuestra cuota de responsabilidad. Nadie merece ni mal ni bien, simplemente vivimos las consecuencias de nuestras decisiones libres. Y muchas veces la gente nos hace bien o mal no porque lo escojamos o ellos lo hagan, sino porque tenemos una historia que condiciona nuestros actos. El perdón nos lleva a la comprensión del otro en esta dimensión falible, débil, y a través de ella a escoger opciones cada vez más sólidas, íntegras y sanas. Amar no significa permitir que nos sigan haciendo daño, ni olvidarlo, sino buscar el cambio comenzando por uno mismo. Y este inicia en el perdón.
Perdonar es demostrar amor al que nos hizo daño, no para aprobar ese daño, sino para quitarnos su peso.
Imagen: La pieza de venganza Chūshingura. Cortesía del Museum für Kunst und Gewerbe Hamburg. Europeana