La clave para una relación de pareja sana: amarte a ti mismo

A menudo buscamos la fórmula secreta para construir una relación de pareja exitosa. Nos enfocamos en mejorar la comunicación, ser más comprensivos o encontrar a la persona “indicada”. Si bien estos elementos son importantes, la raíz de un vínculo sano y duradero se encuentra en un lugar mucho más profundo y personal: la relación que cultivamos con nosotros mismos. No podemos ofrecer lo que no poseemos. Si no nos valoramos, será imposible construir una conexión basada en el respeto y la autenticidad. Este artículo explora por qué el amor propio es el cimiento de cualquier relación saludable y te ofrece pasos prácticos para fortalecer ese vínculo interior.

Carl Rogers afirma que “la curiosa paradoja es que cuando me acepto tal como soy, entonces puedo cambiar”; solo gracias a esa autoaceptación es posible construir relaciones. Karol Wojtyła (san Juan Pablo II) sostiene que “la persona que no se ama a sí misma es incapaz de amar verdaderamente a otro”, enfatizando que el amor a los demás surge de la plenitud interior y el reconocimiento de la propia dignidad. Esta idea la encontramos también en la perspectiva bíblica, el mandato de “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mc 12, 31) no coloca el amor propio en contraposición al amor al prójimo, sino que lo asume como base: solo quien sabe cuidarse y valorarse puede hacerlo con los demás. La doctrina católica, además, enseña que somos llamados a amar como Dios nos ama, reconociendo en nosotros mismos ese valor y dignidad que luego se traduce en relaciones basadas en el respeto y la entrega recíproca.

El amor propio no es egoísmo, como ya vimos en otro artículo. Es el acto de reconocer nuestro valor, cuidar de nosotros y aceptarnos con virtudes y defectos. Sin la base de la autoaceptación corremos el riesgo de depender de la validación de alguien más para sentirnos completos. Cuando buscamos en el otro una solución a nuestros vacíos internos, no estamos construyendo amor, sino apego. Esta dependencia emocional nos hace vulnerables a relaciones tóxicas que no nos aportan; más bien, nos quitan. Nos conformamos con menos de lo que merecemos porque la idea de estar solos nos aterra.

Uno de los mayores riesgos de una relación deficiente contigo mismo es buscar pareja con el fin de huir del vacío. La soledad no debería ser un enemigo que evitar, sino un espacio para el autoconocimiento y la reflexión. Es en esos momentos de quietud donde podemos escucharnos, entender nuestras emociones y sanar las heridas. Quienes no logran disfrutar de su propia compañía a menudo buscan a alguien por necesidad, no por elección. Si eres de esas personas que dicen que no pueden estar solas y saltas de una relación a otra, es muy probable que te sientas incómodo contigo mismo. Al fortalecer tu conexión con tu yo integral, aprendes a reconocer tu valor y, como resultado, dejas de aceptar vínculos que no te respetan o no te hacen crecer.

Una relación sana no se trata de dos mitades que se unen para completarse. Se trata de dos personas completas que eligen caminar juntas, compartiendo su plenitud. Cuando aprendemos a atendernos a nosotros mismos con compasión y respeto, desarrollamos la capacidad de también ofrecer eso a los demás. El amor maduro no busca alguien que le dé lo que le falta, sino donarle lo que tiene. Quien no es feliz y espera que sea el otro el que le haga feliz, se chocará con la dura realidad. Por ello, hay que sanar heridas e identificar vacíos para trabajarlos, pues no es responsabilidad de nuestra pareja el curarnos, es nuestra. Asimismo, no somos el apostolado del novio: no está para convencer, convertir o arreglar. Cada uno debe asumir la tarea de su propia sanación; apoyándonos mutuamente, sí, pero como un acto de autonomía que nos prepara para amar desde la libertad, no desde la carencia.

Luego de estas reflexiones, pasemos a algunos consejos prácticos:

5 Pasos para Fortalecer la Relación Contigo Mismo

  1. Dedica tiempo a estar solo. La soledad es una aliada. Practica actividades que goces en tu propia compañía, como leer, caminar en la naturaleza, escribir o reflexionar nada más. Aprende a disfrutar de ti mismo.
  2. Practica la gratitud persona. Al final de cada día, anota tres cosas que valoras de ti mismo. Pueden ser logros, cualidades o simples gestos amables que tuviste. Este ejercicio fomenta un diálogo interno más positivo.
  3. Reconoce y trabaja en tus debilidades. Amarte no significa ignorar tus defectos. Significa abrazarlos como parte de tu humanidad mientras te comprometes a crecer y mejorar. Así, continuando lo anterior, anota tres cosas que debes trabajar.
  4. Encuentra un espacio para la reflexión profunda. Ya sea a través de la oración, la meditación, la escritura de poemas o un diario, o la terapia, busca un momento regular para conectar con tus pensamientos y emociones más profundas. Conócete.
  5. Sé paciente y compasivo contigo. Como cualquier relación importante, el vínculo contigo mismo requiere tiempo, paciencia y compromiso. Habrá días difíciles en los que te defraudas; lo crucial es no abandonar el proceso.

Amar a otra persona es un acto de entrega, pero para poder hacerlo de verdad, primero debes pertenecerte a ti mismo, conocer qué tienes para ofrecer, con sus partes feas y bonitas. Al cultivar una relación interior basada en el respeto, la honestidad y el cariño, no solo transformas tu propia vida, sino que también sientas las columnas para atraer y construir el tipo de amor que en realidad deseas. Antes de desesperarte buscando novia, haz una pausa y pregúntate: ¿la relación que tienes contigo mismo refleja el amor y el respeto que anhelas recibir de una pareja? Construye ese cimiento primero. La plenitud que encuentres en tu interior será el regalo más grande que podrás ofrecer a ti mismo y, eventualmente, a alguien más.

Quien se construye a sí mismo puede construir relaciones saludables.

Relaciones Saludables: La Clave Espiritual

Cuando nos detenemos a contemplar la existencia enfocados en la vida interior, nos damos cuenta de que nuestras relaciones no son solo intercambios de palabras y gestos, sino espacios donde cuerpo, mente y alma están presentes siempre. Si bien reconocemos esta riqueza tridimensional en cada persona de forma usual, el aspecto espiritual suele quedar en la sombra, eclipsado por urgencias cotidianas o el mundo de los sentimientos. Debemos atrevernos a mirar este lado espiritual para integrarlo en el complejo arte de amar.

La investigadora Annette Mahoney ha publicado varios estudios, junto con algunos colegas, que revelan que las parejas que integran prácticas espirituales a su relación muestran niveles más altos de satisfacción, resiliencia y apoyo mutuo. Viktor Frankl señalaba: “La vida nunca se vuelve insoportable por las circunstancias, sino solo por falta de significado y propósito”, recordándonos la importancia de buscar juntos un horizonte trascendente. Según el Journal of Family Psychology, las parejas que comparten y dialogan sobre valores de fe reportan mayor estabilidad y profundidad emocional en su vida conjunta.

Hay algo intensamente humano en compartir principios que no solo orientan, sino que transforman. La benevolencia (desear el bien del otro), la compasión (comprender el dolor del otro) y el sentido de trascendencia (de lo que está más allá de las propias vidas) alejan a los vínculos del inmanentismo y la inmediatez. Mientras más lejos esté el horizonte hacia el que miran juntos, la pareja se enfoca menos en pequeñeces que puedan traer conflictos. Cuando dos personas convergen en valores espirituales, sostienen una unión que se fortalece en los momentos de crisis. Es ahí donde las afinidades en la fe se convierten en imán; no para igualar, sino para convocar el encuentro.

El camino de la pareja puede verse como un viaje compartido hacia lo trascendente, hacia aquello que es más grande que ellos mismos. Orar juntos, meditar o conversar sobre el sentido último de la vida ayuda a abrir de par en par las puertas del corazón, permitiendo mostrar tanto la fuerza interior como las propias fragilidades. Cuando caminamos, compartiendo nuestras luchas y victorias con honestidad y nos apoyamos en la búsqueda, alimentamos no solo la fe personal, sino el vínculo mismo, propiciando una evolución conjunta. Cuando entendemos nuestras vidas como rutas a la santidad, cada paso que damos juntos hacia esa meta es un aliciente para el amor y se vuelve un cemento fortísimo que une a la pareja ante cualquier prueba.

Sin embargo, en este peregrinar, las diferencias en la experiencia de la fe pueden generar temor al desencuentro. Es posible, además, que quien se siente más avanzado en esta carrera vea al otro desde arriba, con superioridad, conmiseración, frustración y hasta con desprecio. Y también en el sentido contrario para el que está detrás. Mirarse mutuamente con amor, empatía, misericordia, sin juzgar, sana y potencia la relación, es una oportunidad de acompañamiento mutuo. Como en la cordada que sube a la montaña, el que está más alto guía al otro y van sincronizando el paso hasta llegar a la cima. La diversidad, cuando es acompañada por el respeto y la escucha, ayuda a profundizar la comprensión tanto del otro como de uno mismo.

En este sentido, una espiritualidad mal entendida puede generar heridas. El juicio, la falta de diálogo, la incomprensión o la rigidez doctrinal son capaces de levantar muros insalvables, alejándonos del amor. Practicar la humildad, la misericordia y las virtudes teologales (fe, esperanza, caridad) permite que la religión, lejos de ser tropiezo, sea senda compartida. No es casualidad que San Pablo escribiera “El amor es paciente, es servicial… todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”. Este amor, exigente, pero profundamente humano, invita a trascender el impulso inmediato a juzgarnos con dureza y elegir, cada día, entregarse y aceptar al otro con lo que tiene para darme. Vivir este amor supone un trabajo interior que sostiene y eleva cualquier relación.

La religión, en esta escalada, puede ser mucho más que un conjunto de prácticas; tiene el potencial de convertirse en un lenguaje unificador para sanar, perdonar y acompañar en el dolor. La vida cultual, la pertenencia a una comunidad y la formación con textos espirituales son insumos que ayudan a afrontar las pruebas, fomentando la empatía y la esperanza en el día a día de la relación. Una pareja que asiste junta a misa, comparte con grupos católicos y estudia la Biblia o los distintos documentos del Magisterio de la Iglesia se fortalece en sus dimensiones sacrales, apostólicas y sapienciales, dentro del marco espiritual, con un sentimiento de comprensión mutua y unión más allá del tiempo.

Cuando llegar a acuerdos parece imposible o el dolor oscurece el horizonte, la fe es una lámpara encendida en medio de la noche. Rezar juntos o buscar una guía espiritual puede abrir caminos hacia la comprensión y la reconciliación, recordando que la vida en pareja es también una peregrinación espiritual. Y si la crisis no es interna, sino que viene de las pruebas que se les presentan, con más razón se deben sostener juntos para luchar contra la adversidad, poniéndose en manos del Padre Providente.

Equilibrar cuerpo, mente y espíritu en nuestras relaciones debe ser un acto cotidiano de conciencia y humildad. A través de la espiritualidad, se abren caminos para el encuentro donde la vulnerabilidad se abraza con ternura y la búsqueda de sentido cobra luz propia. De este modo, la pareja se convierte en un espacio sagrado y misterioso (un sacramento), donde la transformación es posible y el amor se renueva cada día, no solo como emoción, sino como una decisión de trascender juntos lo inmediato y lo superficial. Con más razón si contamos con la gracia de estado propia del matrimonio, por la cual no estamos solos en nuestras batallas cotidianas, sino que Cristo está en medio de los dos.

Amar es un acto físico, psicoemocional y espiritual, porque es un acto humano.

Mi amigo Rufo (Perra vida pt.3)

He escrito en artículos anteriores las lecciones que me han dado los primeros dos perritos rescatados por mi familia, la Blanche y el Kimo. Ahora le toca el turno al más viejo, y a la vez el último en llegar, el Rufo. En este caso, voy a tomar la relación que tengo con él para graficar lo que debe ser una amistad saludable. Obvio, es una imagen, porque un animal no puede razonar, planificar ni buscar el bien del otro. Es más, no lo vamos a antropomorfizar (ni a topar siquiera este tema sobre las consecuencias negativas tanto para el ser humano como para el canino). Más bien, hay que entender que es el animal que primero domesticamos y venimos más de una decena de milenios evolucionando juntos. No por nada se dice que el perro es el mejor amigo del hombre, porque la amistad es el tipo de amor que más se acerca a nuestra relación con él.

Ha surgido una ciencia que estudia la interacción entre animales y humanos: la antrozoología. Gracias a ella tenemos bases para sostener lo que hemos visto en los artículos anteriores sobre los beneficios físicos, psicológicos e incluso sociales que se han evidenciado en los dueños de mascotas. Igualmente, la correlación entre la interacción con estos animales y la producción de las llamadas “hormonas del bienestar”, como la oxitocina, la dopamina y la endorfina. También me viene a la mente el capítulo 21 (uno de los centrales) del Principito, donde Saint-Exupéry reflexiona sobre “domesticar”. Esta palabra nos remite al término latino domus (casa); es decir, hacer parte de mi hogar algo (alguien) que viene de afuera. Por eso el zorro le habla al Principito de la necesidad de ser domesticado, de crear lazos entre ellos, de darle sentido no solo a un ser antes irrelevante, sino a la vida misma. Por ello termina diciendo: «Eres responsable para siempre de lo que has domesticado».

Tomando en cuenta lo anterior, les relato la historia del Rufo. Este perro fue rescatado por mi esposa cuando lo vio en la calle, reducido a hueso y pellejo, y medio pelado. En un principio, y ya con dos perros que cuidar y alimentar, este animal llegó de manera temporal: solo hasta poder llevarlo a un veterinario y darle los cuidados que hagan falta antes de dárselo a alguien que se pueda hacer cargo a través de una institución. Para no volver larga la historia, no hubo institución ni persona que lo acoja; así que, a pesar de mi resistencia inicial, terminó quedándose. Como se dice, no hay nada más permanente que lo temporal, y ya está con nosotros tres años. Cuando llegó, su estado era lamentable y parecía un mestizo más (como nuestros otros dos perritos). Hoy es un hermoso labrador chocolate de pelaje brillante, que con porte y garbo protege nuestra casa y nos da cariño. Posee una inteligencia impresionante, propia de su raza, aún luego de todas sus heridas y su edad.

Yo, con mi amigo Rufansky «cachetes humeantes»

En estos años no es poco lo que me ha quitado, pero ha sido mucho más lo que me ha dado. Como cualquier relación de amistad saludable. Me ha mostrado lealtad y compromiso, y yo a él. Quien en un principio no tenía siquiera un nombre para mí (nombramos lo que hacemos nuestro) ha formado un vínculo estrecho conmigo, generando una relación de confianza y seguridad entre ambos. Cierto, a veces nos fallamos, como cuando él se vuelve una bestia salvaje si se encuentra con otro perro o un humano que siente que puede amenazar la integridad de su manada y me arrastra y me tira al suelo en mi pobre intento por contenerlo. O cuando yo pierdo la paciencia con él y le doy un golpe ante lo que para él es una simple reacción según su instinto.

A pesar de que mi Rufo es un animal y no entiende las emociones, es perceptivo en extremo y puede sentirlas, buscando brindar consuelo cuando estoy triste o estresado. Se acerca y pone su cabeza sobre mi muslo, regresándome a ver con ojos de misericordia. ¿En realidad es empático? No, pero se aproxima mucho; quizás más que algunas personas. Y esto se suma a otra característica perruna: el afecto incondicional. A pesar de que lo dejo horas solo en casa o que le castigo si se porta agresivo, no me juzga ni mantiene rencores. Aun cuando su espíritu libre le lleva a querer escaparse a la primera oportunidad (y quizás eso lo condujo a ser callejero), al lograrlo siempre regresa porque sabe que este es su lugar. Su afecto es constante, independientemente de los errores que yo pueda cometer. Igual que el mío. ¿No es eso lo que se espera de una amistad, que resista el tiempo y la distancia, las equivocaciones y debilidades, y que sepa estar, nada más, cuando se la necesita?

El Rufo me puede mantener en tensión si hay que abrir la puerta de calle (para que no se escape) o al sacarlo de paseo (para que no se lance al ataque), y a la vez es capaz de reducir mi estrés solo sentándome junto a él y acariciándolo. Cuando me asalta la ansiedad o la depresión, interactuar con él me da la dosis de oxitocina que necesito para mi bienestar emocional. ¿Quién, sino mis tres perros, me ayudan a combatir la soledad día a día, cuando mi familia sale a sus labores y yo me quedo trabajando en casa? Pero sobre todo este labrador que se acuesta a mis pies, bajo mi escritorio, y me hace sentir importante y querido todo el tiempo. Una amistad sana me proporciona eso: esa sensación de que solo con unos minutos de estar sentados juntos, oyendo música o tomando una cerveza, este amigo es mi cable a tierra que se lleva la soledad y las vicisitudes cotidianas con su mera presencia.

Una temporada les sacaba solo a mis perros a pasear por las calles aledañas a mi casa, en una urbanización cerrada. Al principio, todo fue bien, porque mayormente eran sitios sin mucha concurrencia; sin embargo, tiempo después hicieron un conjunto habitacional en ese lugar y cuando se pasaron a vivir otros dueños de perros, comenzaron los problemas. Con uno en particular, tuve algunos altercados; en parte con razón porque solo al Rufo le sacaba con correa, ya que los otros dos no son agresivos, aunque sí juguetones. No obstante, las maneras de esta persona eran siempre violentas y desconsideradas. Como dicen, sacaba lo peor de mí, aunque yo era libre de caer en su juego. La cuestión es que luego de la última pelea llegó un gran aprendizaje para mí. Después de que este individuo dejó la puerta de su casa abierta para que su perra salga sin supervisión, con el consecuente ataque de mi Rufo, él reaccionó pegándole una patada, y perdí la compostura. Empujándole y gritándole como no hago nunca, terminé alejándome para no volver.

Decidí aprender a controlar mejor a mis perros, sacándolos a pasear frente a mi casa y con correa, con la ayuda de mi hijo (y de mi esposa, cuando puede). Sé que para el Kimo y la Blanche es frustrante, ellos que corrían libres antes y ahora están constreñidos con esas ataduras, pero para mí y el Rufo es una tranquilidad saber que no va a pasar nada grave y nadie lo va a volver a agredir. Algo similar me ocurre con la pirotecnia, porque de los tres perritos, el Rufito es el único que realmente se pone mal con ella, y nos mete en graves predicamentos.

Cuidar de un perro me ha traído un sentido de propósito y rutina nuevos, sobre todo con este labrador chocolate, intenso pero cariñoso, miedoso ante los ruidos, pero aguerrido cuando de defender su manada se trata. Mi amigo Rufo me ha enseñado lo que es el amor incondicional que trae la amistad, pues, aunque no lo sepa conscientemente, más que ninguno de los otros dos y a pesar de sus heridas y traumas, está ahí para mí y para mi familia, llueve, truene o relampaguee. O bueno, no si truena porque le tiene pavor también a los rayos. Mi amigo Rufo me ha hecho sufrir, pero también me ha dado un afecto especial. Como un buen y entrañable amigo que pareces conocer toda la vida y que sabes que, aunque no sean perfectos, siempre se querrán. Mi amigo Rufo me ha reafirmado lo que sé sobre la amistad.

Esa amistad que nace del darse y estar ahí. Simplemente ahí.

El líder natural

Muchas veces, el liderazgo de una persona se ve enmascarado por los acontecimientos. Aquel líder designado puede no estar a la altura de la circunstancia, no porque no tenga la voluntad o las capacidades, sino porque las condiciones han cambiado. Entonces surge el líder natural para tomar la posta, aún sin reconocimiento y sin que nadie se lo diga. Simplemente porque alguien debía hacerlo y él siente que tiene que ser ese alguien. Un caso muy dramático que grafica esto ha sido retratado por el director Juan Antonio Bayona en una película que está causando furor en estos días.

Es el caso de los jóvenes uruguayos, pertenecientes a un equipo de rugby, que en 1972 cayeron en un accidente de aviación en medio de los Andes y terminaron sobreviviendo dos meses y medio en las condiciones más inclementes. Marcelo Pérez, el capitán del equipo, fue el primer líder en comenzar a ponerse de pie luego del percance. En parte, porque se sentía responsable de sus compañeros y, por otro lado, por haber sido quien instrumentó el viaje. Organizó a los ilesos para poder rescatar al resto de pasajeros supervivientes, despejando el fuselaje con el fin de pasar la noche. Racionó la escasa provisión de bebida y alimento que tenía el grupo. También puso a trabajar al equipo de manera ordenada en la elaboración de ingeniosos utensilios que permitieron su sostenimiento en la montaña. Sin embargo, cuando a los 10 días se enteran de que dejaron de buscarlos, el capitán se desploma. Lamentablemente, menos de una semana después, se produjo un alud que sepultó los restos del avión y ocho personas más murieron asfixiadas bajo la nieve, entre ellas Marcelo Pérez.

Como dice Víctor Frankl en «El hombre en busca de sentido», la resiliencia humana viene cuando nos enfrentamos a los problemas y encontramos sentido en la vida. En tiempos difíciles, ser un líder no solo significa aguantar el sufrimiento, sino también mantener la esperanza en algo mejor. Según Carl Rogers, trabajar juntos de verdad implica compartir vivencias y colaborar en alcanzar metas en las que confiamos mutuamente. Carol Dweck, en «Mindset«, nos dice que tener una mentalidad de crecimiento es clave para el éxito, ya que nos permite ver los desafíos como algo positivo en lugar de algo que da miedo. Si aplicamos la teoría de Maslow a los sobrevivientes de los Andes, vemos cómo buscan la satisfacción emocional y la autorrealización, dándole un propósito de salida a su día a día, una vez que logran cubrir sus necesidades básicas y de seguridad.

Roy Harley logró cavar para recuperar a los que quedaron bajo la nieve. Uno de los que fueron salvados fue Roberto Canessa, quien estaba iniciando sus estudios de medicina, y que inició la labor de curación de los que habían sido librados de estos desastres. Él fue uno de los primeros en pasar de la pasividad de esperar que llegaran las operaciones de rescate, a intentar salir por ellos mismos. Y fue quien tomó la difícil y macabra, pero necesaria, iniciativa de sacar los cuerpos de los fallecidos del fuselaje y que sirvieran de alimento para poder sustentar sus débiles humanidades. Participó en las distintas excursiones que buscaban esa puerta de escape de la inhóspita cordillera. Y fue quien llegó a los Maitenes, en Chile, para al fin encontrar ese tan ansiado salvamento, junto con Fernando Parrado.

“Nando” Parrado merece un análisis aparte. Luego de que el avión se estrella, Parrado es dado por muerto durante tres días, pero se repone y logra sostener los últimos momentos de su hermana, quien lo acompañaba en el vuelo junto con su madre (fallecida al instante). A pesar de esos dolores y de que en algún momento pensó que no daba más, se levanta y lidera las expediciones en busca de una salida a ese infierno nevado. Y cuando la última de ellas, acompañado por Canessa y Antonio Vizintín (quien debe volver a los restos del avión para poder disponer de su ración de comida), parece no tener buen futuro, pues sólo pueden ver montañas a su alrededor y sienten su empresa culminar en derrota, es quien toma la decisión y se la dice a Roberto: o se quedaban ahí y morían, o seguían y morían luchando.

Nuestras montañas pueden ser muy variadas, según lo que a cada grupo, empresa o comunidad le toca. Pero el líder natural, que es muchas veces quien menos se espera, el que se “da por muerto”, termina conduciendo a todos hacia la solución, hacia la salvación. Nosotros podemos ser ese líder, si asumimos que si no lo hacemos tal vez nadie tenga la entereza para hacerlo. Lo único que se necesita es tomar esa decisión: por difícil que se vea el camino, la opción es detenerse o morir en la lucha. Es decir, no hay peor pelea que la que no se enfrenta. Es solo una cuestión de actitud.

La “Sociedad de la Nieve”, como ellos mismos se llamaron (y que da título a la película de Bayona), funcionaron como el equipo de amigos que eran, y eso fue un elemento importantísimo para salir de ahí. Pero necesitaban quién los conduzca. Y Canessa y Parrado fueron esos líderes naturales que supieron echarse el equipo al hombro cuando todo parecía perdido, simplemente porque podían. Aunque no lo tomaran así, como se puede entender en estas palabras de Nando, “¿quién quiere ser líder de unos condenados a muerte?”.

El líder natural da el primer paso aun cuando sienta que no puede más.

¿Para quién publico?

Un joven Charly García (que cumplió 70 años hace poco) se preguntaba ¿Para quién canto yo entonces?, allá por el 74. En su letra, expresa algo que ahora estoy sintiendo con mis publicaciones en redes: ¿vale la pena el esfuerzo? “Si los humildes nunca me entienden / Si los hermanos se cansan / de oír las palabras que oyeron siempre / Si los que saben no necesitan que les enseñe”, dice Charly. ¿A quién le escribo, si muchos no asimilan mis ideas, o ya las conocen? En realidad, plantearme esto en este momento puede resultar terapéutico, pero también busco una respuesta. Una que quizás nunca llegue. Pues, como sella García, “y yo canto para usted / el que atrasa los relojes / el que ya jamás podrá cambiar / y no se dio cuenta nunca que su casa se derrumba”. Si escribo para ayudar a la gente… ¿en verdad alguien quiere esa ayuda?

Me viene a la mente el poema de Vicente Aleixandre, ¿Para quién escribo?…: “Para todos escribo. Para los que no me leen sobre todo escribo”. Mientras, Jorge Luis Borges manifestaba escribir “como un desahogo”. “Eso no quiere decir que yo crea en el valor de lo que escribo, pero sí en el placer de escribir”, concluía. Asimismo, Antonio García Teijeiro, escritor gallego, expresaba: “comencé a escribir para conocer el mundo y, sin darme cuenta, empecé a conocerme mejor”. Es decir, uno escribe, primero, para uno mismo: para desahogarse, para expresarse, para conocerse… para sentir que está haciendo algo por el mundo. En mi caso, he seguido a Umberto Eco cuando nos presenta la recepción crítica como estrategia ante los mensajes de los medios de comunicación de masas (y hoy las redes sociales). Eco considera que esta forma de resistencia frente a la manipulación de la verdad es una guerrilla semiológica, de significados. Y recordando a McLuhan, que consideraba que la información se ha convertido en el principal de los bienes, sentencia que esta ”se ha transformado en industria pesada”. El padre Fosbery, por su parte, considera que la lucha por el poder ha pasado de la confrontación a la convergencia, a través de la Revolución Cultural, un proceso de “confrontación en frío” desde una óptica gramsciana. Y a esto hay que darle respuesta.

Es decir, durante este año y medio he venido publicando para formar parte de esa respuesta a una mainstream que desvaloriza al ser humano, que le da más peso a la imagen que a la esencia, que cosifica las emociones y que banaliza los vínculos. Y me confronté con el espejo, dándome cuenta de que es lo que vengo haciendo, por distintos medios, desde que soy adolescente. ¿Para quién escribo? Para un supuesto lector a quien pienso ayudar a ver que la vida tiene sentido en el momento en el que encontramos el nuestro y lo vamos construyendo con cada acto, cada idea y cada palabra. Aparte de las reflexiones que he hecho sobre lo que he obtenido al escribir, como se ve en artículos como el que celebraba las 100 entradas del blog, surge una pregunta: ¿escribo para quien no me lee, como manifestaba Aleixandre?

No es que no haya tenido respuesta a mis publicaciones. Sin embargo, siento que ella es más hacia mí como persona que hacia el contenido de mis posts. Son muestras de cariño y hasta gratitud, porque vienen casi en su totalidad de gente que me conoce en la vida real, más allá de las plataformas virtuales. ¿Escribo para el aplauso y el like? Absolutamente no, por eso me he sentido contento, por qué negarlo, de esos mensajes y “me gusta”, aunque les he dado el justo valor de caricias de afecto. Acicalamiento social, por ponerlo de otra manera.

Es por esto que en este momento de mi vida me enfrento a la decisión de seguir o no en esta labor. He procurado ser constante y no descuidar los medios sociales, a pesar del tiempo que me toma hacerlo, para poder ir creciendo en ellos y servir más y mejor. Y es precisamente por esto que ahora me cuestiono esta constancia. Es sobre costo-beneficio: le dedico demasiado tiempo en comparación con los resultados que percibo. Estoy sacrificando otras cosas que están más arriba en mi lista de prioridades que visibilizar un mensaje de fe, esperanza y amor en el ciberespacio. Y eso que no he dado el salto al video, que lo he pensado infinidad de veces. No lo he realizado justo porque sé el trabajo, el esfuerzo y el tiempo que ese medio exige. Si el mero hecho de tomar unas fotos, encontrar imágenes y escribir textos (además buscando sustentarlos) se ha llevado gran parte de mis días en esta etapa… ¿vale la pena?

Hoy le pongo una pausa a mi presencia en los medios sociales. No sé hasta qué punto, quizá solo le dé el espacio que se merece en mi vida, con lo cual le dedicaré algún tiempo libre en lugar de enfocarme en esto como en una ocupación dentro de mi labor profesional. Tal vez deje de publicar por completo mientras encuentre un motivo de peso para seguirlo haciendo. Es posible que la pausa dure una semana o… para siempre. El caso es que en este momento de mi vida ya no me veo como un “influencer” (que nunca lo fui), sino como un sicólogo católico que debe atender a sus prioridades dentro de su vocación-misión. Cuidar más de mis relaciones y no descuidar mi quehacer profesional, pues ahí sí he visto frutos contantes y sonantes.

La vida sigue, conforme a mi ikigai.

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Día de los Difuntos

El 2 de noviembre, varias Iglesias cristianas celebran el Día de los Fieles Difuntos, también conocido como Día de los Muertos o de los Finados. Es una fecha para recordar a las personas que nos han dejado, pero desde el punto de vista del fiel que reza por las almas de quienes aún no pueden alcanzar la visión beatífica, el encuentro con Dios cara a cara. Oramos como Iglesia Peregrina por la Iglesia Purgante para que lleguemos a ser todos Iglesia Triunfante. Desde el punto de vista psicoafectivo, le damos valor a ese contacto con nuestros seres queridos que ya no están con nosotros, de alguna manera como parte de la etapa final del duelo. Cuando pienso en esto, siempre recuerdo la canción de Sui Generis, El show de los muertos, con su frase inicial “Tengo los muertos todos aquí…”. Un tema que se refiere a los desaparecidos, pero se hace extensivo al dolor que produce el fallecimiento de un ser querido.

En un artículo donde hablaba de cómo confrontar con la muerte, citaba a Viktor Frankl: “si el hombre fuese inmortal, podría demorar cada uno de sus actos hasta el infinito”. Elisabeth Kübler-Ross, en sintonía, afirma que “todo final es un luminoso principio”. La sicoterapeuta especializada en duelo, Cate Masheder, recuerda que «la muerte es parte de la vida. Va a pasar. Todos vamos a sentir tristeza, todos vamos a echar de menos a alguien, todos vamos a morir«. Hay que tener en mente algo que señala Montoya Carrasquilla, a quien ya cité cuando hablé del miedo a la ruptura: «en ninguna otra situación como en el duelo, el dolor producido es TOTAL: es un dolor biológico (duele el cuerpo), psicológico (duele la personalidad), social (duele la sociedad y su forma de ser), familiar (nos duele el dolor de otros) y espiritual (duele el alma)”. Por esto, y otra vez según Kübler-Ross, transitamos por distintas fases de duelo. Y cuando pienso en la celebración de los difuntos, pienso que es muestra de que, luego de las fases de negación, ira, negociación y depresión, viene la de aceptación. Asumimos la pérdida como una realidad inevitable y alcanzamos la paz gracias a dicha comprensión.

El día de los difuntos es una celebración de la vida, aunque parezca distinto. Es un recordatorio de que la existencia no termina aquí, sino que la muerte es el inicio de algo más grande y más hermoso: la felicidad eterna. Y de que para eso tenemos que andar el camino recto, que no es el más amplio y pavimentado. Nos hace presente que estamos juntos, que nos salvamos juntos. De que la herencia está intacta, y nadie nos la podrá quitar. El día de los muertos es un día de los vivos, de los que sin ser santos aún perseguimos la santidad a cada paso. No por nada se liga al día de Todos los Santos, el 1 de noviembre. No por nada todos los santos que han alcanzado la luz final se juntan a todos los fieles difuntos que están ansiando alcanzarla.

Es por todo esto que esta fecha me habla de la última etapa del proceso de pérdida. Relaciono entonces todo lo que nos lleva a alcanzar esta etapa en nuestros duelos personales con el que llevamos como comunidad de creyentes. El primer elemento es que hemos aceptado la realidad de la muerte y la conducimos más allá de nuestras vidas. Asumimos el dolor que trae el vacío de quienes amamos con la esperanza de que lleguen a las moradas del Padre. Entendemos que no hay posible reencuentro en esta vida, pero aspiramos que este se dé en la otra. Por esto oramos por ellos y ofrecemos nuestras pequeñas obras para que lleguemos a gozar juntos de esa bienaventuranza eterna. Aceptamos lo inevitable e irreversible de la muerte pues esperamos el infinito de la gloria del Creador.

Cuando recordamos a nuestros difuntos, traemos al hoy las vidas de quienes partieron ayer. No negamos su ausencia, valoramos los recuerdos de su estancia en este mundo. Hacemos memoria de las lecciones que nos dejaron y asumimos que somos continuadores de un legado de amor. Ya no nos quedamos en las lamentaciones de lo que ya no tenemos, como si al irse corporalmente se hubieran llevado todo. No, nada más ya no contamos con su presencia física. El dolor se tradujo en nostalgia, la necesidad en gratitud. Al festejar a los fieles difuntos rememoramos cada cosa que compartimos y que nos ha hecho lo que hoy somos.

Esta es una celebración de familia, de la familia cristiana. Juntamos todos nuestros muertos y compartimos emociones y oraciones. Dejamos de lado las miserias humanas y alabamos la obra del Espíritu Santo en nuestras vidas, como creyentes y como Iglesia. Puede existir un espacio para el llanto, pero uno esperanzado, confiando en la vida futura, en la misericordia del Padre. Hemos abandonado nuestras pequeñeces y nos asumimos como parte de una comunidad enorme que une el pasado, el presente y el futuro temporales con la gloria eterna. Nos sentimos acogidos y comprendidos, porque todos compartimos sentimientos y pensamientos similares. La muerte no ha vencido, pues Cristo hace nuestra su victoria.

El día de los difuntos es la memoria viva y constante de la realidad humana, en parte efímera y en parte eterna. Algo que se une al “polvo eres, y en polvo te convertirás”. De esta nada física, el Señor puede sacar santidad. Por eso unimos nuestras plegarias para celebrar la vida de nuestros seres queridos, santos conocidos o anónimos, y pedimos por que pronto puedan gozar, si no lo están haciendo ya, de la bienaventuranza última. Confiamos encontrarnos en este sentido final de salvación, a través de nuestras obras y de nuestra oración. A través de la fe, la esperanza y el amor. Como una sola familia, unida en un día para celebrar la vida de quienes se nos han adelantado.

Celebremos a los difuntos con esa sencilla fe de que su alma está presente en el legado que dejaron en nuestras vidas.

Imagen modificada de comecuamex.com

El sicólogo me dijo

Últimamente he estado viendo publicaciones de algunos colegas que me han hecho cuestionar qué responsabilidad tenemos sobre la vida de nuestros pacientes/clientes. Es comprensible que tengamos diferencias de puntos de vista en cuanto a escuelas sicológicas, bases antropológicas o incluso creencias religiosas. Sin embargo, esto no debería ser un justificativo para introducir en las personas ideas irresponsables con el bien, la verdad y la belleza. Ayer en la mañana oía la canción de Green Day, Basket case, que habla un poco de esto. Trata de los ataques de pánico de Billie Joe Armstrong, que lo llevaron a pensar que estaba loco (el título significa algo así como “loco de atar”, o “caso perdido”). En una parte dice “fui a un loquero / para analizar mis sueños / ella dijo que es falta de sexo lo que me bajonea”. Desde mi punto de vista, hacer ver la sexualidad como la cura a un trastorno de ansiedad es, cuando menos, ligero. Y lo conecto con mi artículo anterior: no es extraño que muchos sicólogos hagan sentir al cliente como alguien que merece una retribución (léase venganza) ante el daño recibido. Y no se dan cuenta de la fiera que pueden estar desatando.

Carl Rogers siempre resaltaba la habilidad que debe tener el terapeuta de respetar quién es el cliente y no juzgarlo, y creer en su propia capacidad de cambio. Esto se refleja en las tres condiciones para una terapia exitosa: empatía, aceptación positiva incondicional y congruencia. El ser humano tiene una dimensión social muy importante, en la cual los vínculos (la relación Yo-Tú, en términos de Buber) deben buscar la salud, no la ruptura. Resulta incongruente considerar que el vínculo es descartable y, es más, que el placer sentido en el dolor del otro es sanador. Y dicha incongruencia puede generar una disonancia cognitiva, ante la cual (según Festinger) el individuo buscará reducir la tensión modificando sus valores o sus conductas, o justificándose. Se le está dando una “mirada desde abajo” al otro, como decía Allers, sin ver en él sus potencialidades y su posible crecimiento.

Por esto, motivar la ruptura de vínculos en el paciente/cliente resulta en un conflicto interno extra que tendrá que resolver. Y si esto le lleva a cambiar valores o conductas que buscaban el bien, pero que ahora deben desaparecer porque entran en conflicto con las actuales que esperan el mal del otro, el terapeuta está irrespetando la esencia del consultante. A esto le añadimos que la relación saludable necesita de empatía, aceptación y coherencia (subrayamos a Rogers). Es decir, que no porque el otro no sea lo que yo espero hay que juzgarlo y condenarlo. ¿Por qué, si los demás deberían aceptar que no soy perfecto, yo sí estoy en posición de exigirles que lo sean? ¿Cómo pedir que el otro entienda lo que siento si yo no lo hago? ¿Puedo esperar congruencia si yo no la tengo? Pero se nota que la vida se mira desde un solo lado, aun por parte de muchos sicólogos.

El valor del perdón y del sacrificio ha parecido perderse en los profesionales de la salud mental. ¿Por qué perdonar al que abusó de ti? ¿Sacrificarse por alguien tiene sentido? Según ciertas corrientes, quien ha sufrido el daño de otra persona debe alejarse, olvidarse, trabajar en sí mismo y esperar que la vida se encargue del agresor. Pero, primero, ¿es esto realista? Y, segundo, ¿es saludable? Por otra parte, quien se ama a sí mismo no tiene por qué odiar al resto. Como citamos a José-Vicente Bonet en el artículo sobre amor propio, lo malo no es amar al otro sino despreciarse uno mismo. Así que sacrificarse, hacer o dejar de hacer una cosa por algo más grande que uno no es el problema, sino olvidar nuestras necesidades por miedo a lo que el otro haga o diga. Se han confundido las cosas.

Para sanarme yo no necesito lastimar a nadie. ¿O cuando alguien me patea y yo le devuelvo el golpe me curo? Esa es la lógica de quien apoya el aborto por violación… aunque ese es otro tema. Quizás una relación no funciona y esto es porque no podemos caminar juntos y punto, y por eso nos hacemos mucho daño. Si nos damos cuenta a tiempo, seremos capaces de entender que el hecho de que amemos a esa persona no significa que sigamos dándonos oportunidades ad infinitum. Pero tampoco significa que pensemos en que ese amor ha de transformarse en odio, y que no pueda haber una ruptura saludable porque deberíamos sacarnos los ojos. El consejo que suelen dar muchos sicólogos es que lo olviden y sigan adelante con su vida, que lo bloqueen y no vuelvan a frecuentar los mismos círculos que la pareja. Y hasta cierto punto puede ser saludable si no saben manejar la separación pues vienen de una codependencia. Sin embargo, es imposible olvidar la relación como si no hubiera existido o, peor aún, esperar que la otra persona sufra para que se dé cuenta del mal que me hizo.

El sacrificio tiene iguales tintes: el hecho de que yo debo velar por mí mismo y cuidarme no está reñido con velar por el otro y cuidarlo. Si actúo en bien de la familia, la amistad, el amor, sin olvidarme de mí, no tendría por qué hacerme daño. Muy al contrario, este tipo de actos y pensamientos altruistas benefician nuestra salud integral (física, mental y espiritual). Lo malo comienza al dejar de ser yo para pasar a intentar ser lo que quiere el otro. Cuando pierdo mi voz y desisto de decidir sobre mi vida. Siempre podré elegir hacer algo por mi hijo, por mi esposa o por mi amigo, aunque eso me represente un sufrimiento. Será un sufrimiento que tenga sentido y que terminará haciéndome estar mejor.

Veamos unos ejemplos prácticos:
1. Juan no tiene dinero para alimentar a su familia y alguien pasó dejándole un platito de arroz. Juan lo reparte entre su familia y él solo toma una taza de café en agua.
2. El esposo de María le cuenta cómo está planeado el festejo de Navidad con la familia de él. Ella le expone que hace tres años que no le permite pasar las fiestas con la familia de ella. Él le grita que si quiere estar con esa familia, se largue de una vez y no vuelva. María termina pasando un año más con la familia de su marido.
En ambas situaciones, el protagonista está dejando de lado lo que quisiera, su bien más inmediato. En ambas situaciones, alguien más se beneficia de esa renuncia. La diferencia radica en el sentido: Juan se sacrifica por que su familia tenga algo de comer pues los ama; María se priva de un derecho legítimo por miedo al conflicto, el rechazo y la soledad. Juan tomó una decisión libre, María una decisión condicionada. Por esto, las consecuencias también son muy distintas, ya que mientras María se siente herida y despreciada, Juan está satisfecho y feliz junto a su familia.

Amar es la respuesta al miedo y al sufrimiento carente de sentido. La respuesta no es el odio, el egoísmo y la venganza, aunque sea en ese velado mensaje de “busca tu felicidad sin pensar en lo que sientan los demás”. Porque amar le da sentido -precisamente- al sufrimiento. La Palabra se hizo carne y murió en la cruz por nosotros. ¿Fue una vida desperdiciada por el sacrificio? ¿Es que no se amó como debía? Cristo, el amor perfecto, nos mostró el cumplimiento pleno de ese triple mandamiento: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. Tenemos el poder de vivir relaciones saludables, aunque sean distantes, con cada persona por más daño que nos haya hecho. El punto está en respetarnos y respetar, en amarnos y amar. Como nuestro Padre lo hace.

Amar es la respuesta más sana ante quienes nos han herido.

Foto por cottonbro en Pexels.com

Venganza o perdón

Desde genocidios y asesinatos en serie hasta el pensamiento de que “la vida ya le devolverá el daño”, pasando por procesos legales obsesivos y eternos, la venganza es una fuerza que ha movido muchos actos terribles en la historia humana, y en la historia de cada ser humano. Siempre me gustó la frase aquella de que “la venganza es un plato que se sirve frío”, que se dice que aparece por primera vez en Las amistades peligrosas, de Pierre Choderlos de Laclos. Me gusta porque me trae a la mente varias obras de arte que se refieren a esta idea de que un daño recibido lleva a planear una reacción de desquite que puede tomar muchos años en ejecutar. Pero, ¿se imaginan el peso que tiene esa persona sobre sus hombros aun antes de cometer cualquier acto? Por esto ahora voy a hablar de las consecuencias sicológicas de la venganza y, en la otra mano, del perdón.

En su famoso manual de terapia Gestalt, Perls, Hefferline y Goodman dicen que la emoción es una fuente de información que nos ayuda a adaptarnos al mundo. Por esto no sorprende que la doctora Olga Klimecki-Lenz, investigadora del Centro Suizo para la Ciencia Afectiva de Suiza (CISA), apunte que la amígdala, responsable de la recepción de información del entorno y la modulación de la respuesta emocional a esa información, se active cuando experimentamos un daño emocional. Esto dispara un sentimiento de pérdida de seguridad, de donde surge miedo y angustia. La reacción instintiva lleva a la agresividad como mecanismo de defensa, y cuando esta se ha desatado, se llega a un sentimiento de alivio y equilibrio. Un estudio del 2018 de la Universidad de Ginebra encontró que el disparador de la mayoría de actos de venganza es el rechazo. David Chester y C. Nathan DeWall, de la Universidad de Kentucky, señalan que los que se sienten rechazados se comportan agresivamente pues “la venganza tiene un papel más importante y activo en la reparación del estado de ánimo de lo que pensábamos”. Por tanto, la venganza “no radica tanto en el deseo de hacerle daño a alguien, sino en cómo hace sentir a los que la cumplen”.

Esto se debe, según el sicólogo Martín Villanueva, a que la energía vital que motiva la autorrealización del individuo puede expresarse de manera negativa cuando se percibe una amenaza que no sabe cómo manejar. En estos casos puede manifestarse mediante odio, agresividad, rencor, envidia… y, por supuesto, el deseo de venganza. Kevin M. Carlsmith, Timothy D. Wilson y Daniel T. Gilbert han demostrado que a este mal manejo subyace la falta de empatía que origina un círculo vicioso de emociones negativas. De ahí que Viktor Frankl declare que “si no está en tus manos cambiar una situación que te produce dolor, siempre podrás escoger la actitud con la que afrontes ese sufrimiento”. En 2006, la Asociación de Psicología Americana (APA) publicó una recopilación de investigaciones en torno a la sicología del perdón en la cual lo define como un proceso que ocasiona el cambio de actitud hacia un ofensor. El resultado sería la disminución en el deseo de venganza hacia él, a pesar de sus acciones, abandonando dichas emociones negativas. Frederic Luskin, director del proyecto Stanford Forgiveness Project, señala que “el perdón debe ser visto por quien lo concede como un favor autodirigido que viene a otorgar beneficios internos, no externos”.

En resumen, el deseo de venganza es natural, pues es una respuesta inconsciente al sentimiento de rechazo. De alguna manera tratamos de dejar una declaración de principios: lo que hiciste estuvo mal y mereces un castigo. Si bien surge de algo tan básico como la reacción instintiva a una amenaza, es un aprendizaje adquirido como parte del condicionamiento educativo: un error trae una pena consecuente. De alguna manera, se relaciona con la justicia, aunque ella no busca el sufrimiento del culpable, sino su rehabilitación. Por contra, el vengativo quiere ver el dolor en su agresor, y que este sea proporcional o incluso mayor al daño infligido, y ni siquiera espera la reposición del mal. Por esto es un plato que se sirve frío, porque el único fin es que el culpable pague hasta la última gota de sangre con la suya propia, y debe hacerlo sin esperarlo, como no lo hizo la víctima.

Aunque sea un sentimiento común y natural, no por eso nos trae buenas consecuencias. Porque nosotros no escogemos nuestras emociones, pero sí la respuesta frente a ellas, como decía Frankl. Tanto la venganza como el perdón tienen más efecto en uno que en la persona a la que los dirigimos. El dolor ante una pérdida o una herida nos puede durar mucho tiempo, según vayamos viviendo las fases del duelo. Pero si a ese tiempo le aumentamos el que trae el resentimiento (volver a sentir), y más aún el plan de desquite, el dolor permanece muchísimo más, pues no lo liberamos. El perdón, al contrario, nos permite soltar esa carga y fluir con los acontecimientos. ¿Lo que pasó nos rompió el corazón? Dejemos que sane, no aumentemos el tamaño de la herida reviviéndolo.

Pongamos un ejemplo: la mejor amiga de esta chica se fue con su novio. La chica sufre, es natural, y desearía que su amiga y su novio sientan lo que ella siente. Camino uno: va procesando su dolor, entiende que si él la dejó es porque la relación no tenía futuro, decide que su amiga no era tan sincera y su amistad no le iba a hacer bien a la larga. Perdona a ambos y sigue con su vida, conoce otro chico y se rodea de personas más honestas, lo cual le vuelve más segura y alegre. Camino dos: comienza a maquinar una trama, de forma que tanto su examiga como su exnovio paguen por lo que le hicieron. Habló con conocidos para fraguar una traición, buscando un chico que le coquetee a su examiga. Ideó un plan muy elaborado con el fin de que sus agresores sientan todo su dolor. Cuando ya lo tiene listo, se entera de que los dos “ex” también rompieron. Queda devastada y, además, con el plan frustrado. ¿Cuál de los dos caminos sería el más beneficioso para aquella chica?

El amor no busca desquite ni retribuciones, busca enmienda, salud y reparación. El camino del perdón trae estas cosas y más. Nos hace sentir más en paz, porque tratamos de ayudar al otro a reconocer sus errores, pero también entendemos nuestra cuota de responsabilidad. Nadie merece ni mal ni bien, simplemente vivimos las consecuencias de nuestras decisiones libres. Y muchas veces la gente nos hace bien o mal no porque lo escojamos o ellos lo hagan, sino porque tenemos una historia que condiciona nuestros actos. El perdón nos lleva a la comprensión del otro en esta dimensión falible, débil, y a través de ella a escoger opciones cada vez más sólidas, íntegras y sanas. Amar no significa permitir que nos sigan haciendo daño, ni olvidarlo, sino buscar el cambio comenzando por uno mismo. Y este inicia en el perdón.

Perdonar es demostrar amor al que nos hizo daño, no para aprobar ese daño, sino para quitarnos su peso.

Imagen: La pieza de venganza Chūshingura. Cortesía del Museum für Kunst und Gewerbe Hamburg. Europeana

Nada personal

El inicio de muchos de nuestros males suele ser el hecho de que todo lo sentimos como si fuera dedicado a nosotros. Percibimos que si una persona dice algo o hace un gesto es con el fin de agradarnos o causarnos daño. Suena duro, pero en realidad no somos tan importantes. Obvio, para mí yo soy el ombligo del mundo, si bien en verdad soy uno entre muchos. Incluso en las relaciones, que están centradas en las dos personas, las cosas que cada uno hace o dice no tienen que ver de manera exclusiva con el otro, sino con muchas circunstancias externas e internas. El fenómeno inverso es sentir que ninguna de las actuaciones de los demás van dirigidas a nosotros. Algo que podríamos interpretar en la canción ochentera de Soda Stereo que lleva el título de este artículo (y que es lo primero que me viene a la mente con estas dos palabras). Aunque dicha letra se refiere más bien a lo impersonal de los medios de comunicación y la cosificación de los individuos en la era del consumo, también detecto aquí una soledad existencial. De estos dos aspectos de lo personal en la comunicación voy a hablar.

Uno de los cuatro acuerdos toltecas, según el mejicano Miguel Ruiz, reza: “no te tomes nada personalmente”. Lo explica así: “nada de lo que hacen los demás es por ti. Lo que otros dicen y hacen es una proyección de su propia realidad”. Esto tiene que ver con una distorsión cognitiva (una idea irracional) que solemos tener: la personalización, que consiste en relacionar los hechos externos con uno mismo sin una base suficiente. El sicólogo y gurú de la autoayuda Wayne Dyer señala que “si eres objetivo, descubrirás que lo que en realidad te ofende es cómo consideras que deberían comportarse los demás”. En consecuencia, perdemos la noción de la realidad que nos permite encontrarnos con el prójimo. Decía Martin Buber que en este encuentro “lo esencial no ocurre en uno y otro de los participantes ni tampoco en un mundo neutral que abarca a los dos y a todas las demás cosas, sino, en el sentido más preciso, ‘entre’ los dos, como si dijéramos, en una dimensión a la que sólo los dos tienen acceso”. Es decir, el encuentro implica un deseo de conocer y entender al otro, de penetrar en su vida. El sicólogo norteamericano Martin Lyden, por esto, considera que las personas susceptibles son aquellas que poseen menos empatía, que les cuesta sentir con el otro. “Cuando no tomarte nada personalmente se convierta en un hábito firme y sólido, te evitarás muchos disgustos en la vida”, aconseja el mismo Ruiz.

Recuerdo que un cliente, antes de su primera cita, me llamó algo después de la hora fijada. Comenzó un diálogo más o menos así:
– Vea, amigo, usted me ha dado mal la dirección. ¿No quiere que vaya?
Cabe anotar que yo envío la dirección completa y detallada, la ubicación del GPS e incluso una imagen con el mapa por si ninguna de las anteriores funciona.
– Qué raro… ¿Qué le dice el GPS?
– ¡Yo no uso esas tonterías! Usted me pone tal calle y tal avenida, pero eso no existe.
Le explico cómo esa calle en su lado este no tiene ninguna otra que le cruce hasta la avenida, aunque en el oeste sí hay una, que es por donde debería llegar y girar a la derecha.
– No, amigo, estoy en el sitio que usted dice, pero el letrero pone otra cosa… Si no quiere que vaya, dígame, porque sí le voy a pagar.
– Si está ahí, ya salgo para que vea dónde es.
– Pero yo creo que estoy en otra parte.
– Confíe en mí, ya salgo.
En efecto, salí a la calle, le vi y le hice señas. Felizmente ya nos conocíamos de vista por otras situaciones, así que en seguida llegó. Entonces me explicó muy enojado que ahí, en donde debía estar el nombre de la calle, decía “Salida a la avenida”, y que yo no le di bien las indicaciones y le tuve dando vueltas. Por supuesto, no vio el letrero con el nombre de la calle, sino que solo se fijó en ese que era más grande.

Cuento esta anécdota para mostrar cómo nuestras concepciones nos pueden hacer observar la vida de maneras muy negativas, sintiendo que tenemos al mundo en contra. Este cliente asumió que, ya que no veía el letrero con el nombre de la calle, no quería atenderle pues yo tenía la idea de que, como nos conocíamos, él no me iba a pagar. Podemos ver que detrás de esos pensamientos existe mucha inseguridad, quizá por haber vivido en un mundo muy falso y egoísta. Es posible que ya haya tenido esa predisposición desde antes de salir a la cita, y al ver el letrero más grande que no era lo que esperaba, lo hizo calzar con esa predisposición. Mis intenciones, por supuesto, estaban muy alejadas de toda esa historia. En realidad, suele ocurrir que nos hacemos películas de lo que sienten y piensan los demás, y casi nunca son reales, pues tienen más que ver con nuestra historia, nuestras heridas y vacíos, que con la relación o la persona misma.

Mohamed Alí (Cassius Clay)

Yo suelo hacer la analogía con Mohamed Alí (Cassius Clay). Su característica principal era “bailar” alrededor de su contrincante, evitando que le pegara, con las defensas bajas y causando el desequilibrio físico y mental del otro para aprovechar y golpear. En la vida, solemos ir con las defensas altas, solo recibiendo puñetazos y dejándonos tumbar. Ni siquiera vemos de dónde llegan los porrazos, nada más los aguantamos. En otras palabras, nos pegan porque estamos ahí para que lo hagan. La única manera de evitar que nos lleguen los golpes es actuar como Alí: esquivando los embates del oponente. Si el otro está enojado, frustrado, dolido, ofuscado, es probable que se lance a descargar esos sentimientos, no por odio ni falta de amor, sino porque somos quien tiene al frente. Si pudiéramos leer su mente, veríamos que quiere hacer daño a su propio sentimiento de impotencia, no a nosotros. Como el contrincante de Cassius Clay, que no ve en él a un enemigo, sino a un obstáculo entre sí mismo y el título.

Nadie quiere hacernos daño, son efectos colaterales de lo que esa persona ha vivido y está sintiendo en ese momento. Nada personal. Como aquel ladrón que te asalta con una sonrisa, pidiendo perdón: “tengo que comer, no es personal”. Incluso la gente más cercana nos puede hacer daño con agresiones de diversos tipos, y aun así no es contra nosotros. En el momento en el que regresan al modo racional, se arrepienten. Y esto se puede volver un círculo vicioso de venganzas más o menos inconscientes. Pero, pregúntate: ¿no piensas muchas veces que el otro debe cambiar, y que para que se dé cuenta hace falta caerle a golpes? O, al menos, tener una reacción muy dramática. El ser humano busca entender el mundo, lo malo es que suele hacerlo interpretando en lugar de comunicando.

Para evitar que nos hagan daño, debemos comenzar pensando que no es algo contra nosotros, sino un reflejo de lo que el otro vive. Y ponernos en su lugar y comprender cuántas de nuestras emociones provienen de lo que quisiéramos ver en él. El mundo es tan amenazante como nosotros lo queramos ver. Si pasamos la existencia con las defensas altas, solo recibiremos golpes. Cuando aprendamos a bajar los puños y encontrarnos con lo que es el otro, a través del amor y la herramienta del diálogo para conocerlo y comprenderlo, y mostrarnos ante él, podremos caminar más ligeros, sin tanto dolor preconcebido. En lugar de lanzar golpes, brindemos sonrisas. Quiero entenderte para que me entiendas y construir juntos una relación sana. Sin preconceptos.

Amar significa dejar de sentirnos el centro de todo y cruzar la calle hacia el otro.

Foto por Andres Ayrton en Pexels.com

Aprender a soltar

Es frecuente que sintamos que no estamos obteniendo los resultados que esperamos en alguna tarea o en cierto proyecto y que pensemos en qué estaremos haciendo mal. O enfrentamos un problema más o menos grave y nos preguntamos “¿por qué a mí?”, rogando al cielo justicia. Me viene a la mente Let it be de The Beatles, en la cual un desesperado Paul McCartney, ante las dificultades que enfrentaba con sus compañeros, recibe una respuesta en sueños: “déjalo ser”. Era su madre, que había muerto cuando él tenía 14 años. Él sintió, entonces, que debía permitir que todo fluyera y dejarse llevar por los acontecimientos. Una respuesta que deseaba gritarle a la gente quebrantada, a los solitarios a los que había cantado ya en Eleanor Rigby. Esta letra me ha acompañado durante casi toda mi vida y fue una de las primeras que aprendí en el piano. Sin querer hacer juicios de valor sobre la experiencia de Paul, siento que contiene un secreto que no se lo inventó él, pero que resulta difícil de entender muchas veces. Saber soltar.

El hecho de fluir con las vicisitudes es algo de lo cual ya he hablado cuando he topado temas tan distintos como la psicología positiva, el ikigai o el reguetón. Es un concepto que ha desarrollado el sicólogo húngaro-estadounidense Mihály Csíkszentmihályi. Una parte de sus ideas nos hablan de que hemos de alcanzar un equilibrio entre el desafío de la tarea y la habilidad para ejecutarla. En particular, cuando pensamos que ese desafío es demasiado alto comparado con lo que podemos hacer, sentimos preocupación, ansiedad o desmotivación acerca de nuestro propósito. Esta frustración, que viene de la impotencia, nos tira abajo: estamos más preocupados por el tamaño que tienen nuestros sueños y no por concentrarnos en lo que necesitamos para alcanzarlos. Aquí el verbo que precisamos es soltar. Si logramos aquello que el mismo Csíkszentmihályi llama atención plena (o mindfulness), un concepto que también se halla en el budismo y que luego pasó a la sicología positiva, podemos deshacernos de lo que no nos hace falta. La atención plena es la práctica de enfocarnos de forma deliberada en el momento presente, sin evaluación. Es algo que no puedo evitar relacionar con uno de los mensajes que más me han llegado de parte de Jesús: “bástele a cada día su afán”. Es decir, haz lo tuyo y el resto déjalo en manos de Dios.

En realidad, soltar no significa despreocuparse, sino atender de forma completa a lo fundamental. Cuando nuestra mente se enfoca de lleno en la tarea que estamos realizando, con “alma, vida y sombrero”, no solo la hacemos mejor, sino que nuestra mente está en paz y el corazón alegre. El estrés, en gran medida, proviene de permitir que pensamientos externos a la tarea vengan a arruinarnos el día. Ya vimos esto al hablar de resetear la mente y la carga cognitiva. Cuando mencionamos pensamientos externos también debemos tomar en cuenta aquellos que nos llevan a pensar qué más tenemos que hacer para que todo salga perfecto, según lo planeado. La verdad es que debemos asumir que esto no es posible. Los planes son guías, no trabajos terminados ni camisas de fuerza. Y los planes no pueden tener en cuenta todas las variables que intervienen (y de esto también escribí el año pasado).

Soltar significa entender hasta dónde yo puedo actuar para que los objetivos se cumplan. Porque en ese momento podremos hacernos cargo de lo nuestro, con esperanza en que todo lo demás también se adecue. Mientras no logramos esta comprensión, estamos manejando una tensión más allá de lo necesario y sobrepasando nuestras capacidades. Por esto, en el momento en el cual las cosas no salen como esperamos, nos sentimos frustrados, agotados, impotentes y desmotivados. Es como querer cargar un peso enorme solos y sin ninguna ayuda, sin esas máquinas simples de las que hablé en otro artículo. Soltar, por consiguiente, es saber asumir la responsabilidad que nos toca, y dejar que pase lo que tenga que pasar, como suele decirse. Los creyentes vemos ahí lo que le corresponde a Dios, el Señor de los Ejércitos, quien tiene a cargo todas las luchas.

Grafiquemos un poco con el mismo ejemplo del peso enorme. Pensar que despreocuparse es soltar es como querer que dicho peso se transporte solo, sin que yo intervenga. Hay gente que confunde la idea cristiana de que la fe mueve montañas (“si tuvieran la fe como un grano de mostaza…”) con quedarse rezando sin actuar con el fin de que la situación cambie. Pero Dios hace milagros, no magia. Necesita de nuestro trabajo antes de ejecutar su parte. Lo que es real en cuanto a soltar es justo esto: pedir ayuda para cargar ese peso enorme, pero también usar una polea, una palanca y planos inclinados y así poder levantarlo. Yo pongo toda mi capacidad en alzar esa montaña, aunque conozco mis límites y sé que hay alguien más fuerte que me va a dar una mano para lograrlo. Ese es el secreto.

Aprender a soltar es aprender a asumir nuestros límites. Es entender que muy poco está bajo nuestro control, y si queremos lograr nuestros objetivos tendremos que hacernos cargo de ese poco, confiando en que todo lo demás irá calzando. Y si no, pues aprender la lección y seguir adelante. Porque seguro algo dejamos de hacer o -precisamente- algo dejamos de soltar. ¿Cómo permitir que el bote se eche a la mar si estamos agarrando la soga por miedo a que cualquier cosa vaya mal? Esa es la actitud que nos carga de tensiones y ansiedades cuando emprendemos proyectos: sentir que todo depende de nosotros. El momento en el que en verdad comprendemos cuánto está en nuestras manos y cuánto no, aprendemos a soltar y dejar que el bote vaya navegando hasta donde tenga que llegar, con la guía que le dimos. Soltar significa confiar.

Soltemos todo aquello que no podemos controlar y seamos felices con el esfuerzo.

Foto por Anthony de Pexels