Damos cierre a esta serie sobre cómo enfrentar el aislamiento, justamente buscándole el sentido. Como dijo el psicólogo vienés Viktor Frankl, la crisis de sentido es la mayor causa de trastornos psicoafectivos hoy en día. Porque si sabemos a dónde vamos, el camino lo llevamos con alegría, entusiasmo y constancia, aunque tengamos que tomar desvíos o detenernos por alguna causa. Si hoy pudiera decirte que salgas (recuerda, quédate en casa) sin contarte el destino, es muy probable que estes preguntándome a cada minuto ¿a dónde vamos? Y si nunca te diera una respuesta, dejarías de verle objeto a ese viaje y hasta te detendrías enojado.
Esto funciona para las cosas grandes (¿para qué vivo?) como las más pequeñas (¿para qué estoy leyendo esta palabra?) y todo el espectro en el medio. Tal cual he señalado en la bienvenida a este sitio, Imago Dei, en cuanto a lo más grande, se trata de responder a la necesidad de sentirme imagen de Dios, tensionado hacia esa perfección en una búsqueda incesante. Y luego voy subordinando todos mis propósitos, planes y actos a esa búsqueda. Cuando tengo claro ese sentido último (la Santidad, en términos católicos) voy a procurar ordenar cada espacio de mi vida para alcanzar esa meta final. Y solo entonces todo lo anterior (Conexión, Aceptación, Orden) empieza a cobrar valor.
Nuestras relaciones personales, desde la que tenemos con cada miembro de la familia íntima hasta aquella con el señor que nos hizo la última entrega, son la fuente primordial de sentido de nuestras vidas. Los sobrevivientes del avión Uruguayo que se estrelló en los Andes, lograron salir de la montaña porque todos sus esfuerzos se encaminaron a volver a abrazar a sus seres queridos. Aún en la crisis más fuerte, y por limitadas que sean las opciones, podemos elegir de forma libre qué vamos a hacer si encontramos para qué hacerlo. O para quién. Y esto nos lleva a aceptar la realidad, conociéndola y buscando cómo trabajar en ella para alcanzar la meta que anhelamos.
Decía nuestro sociólogo de cabecera, Marshall McLuhan, que para las sociedades letradas (y diría yo, para los individuos por igual), el paso de la Galaxia Gutenberg (los impresos) a la Constelación Marconi (las ondas electromagnéticas) es traumático. El ser humano posmoderno vive dentro de una nube de señales de radiofrecuencia (radio, televisión, celulares, etc.), no solo en el sentido físico, sino también psicológico. El libro es un medio caliente, según la clasificación de McLuhan, al requerir más intervención del receptor del mensaje, mientras la Internet puede ser en gran parte frío… si se lo permitimos. Sin embargo, nos cuesta no hacerlo. Y de eso, precisamente, se trata la capacidad de darle sentido a la tormenta informativa que recibimos a diario.
Podemos intervenir en los mensajes que nos envían de varias maneras: seleccionando, entendiendo y compartiendo, con inteligencia y profundidad. Entonces le doy un propósito a cada letra que me llega: hay basura, hay cosas que me divierten, hay datos que me ayudan, hay reflexiones que me enriquecen. Si no sé distinguir, ¿qué sentido tiene estar clavado en un aparato por donde pasan ríos de bits sin ninguna función? Como decía San Pablo, “todo me está permitido, pero no todo me conviene”. Si busco un propósito en lo que leo, oigo o veo en mi celular, deberé comenzar entendiendo qué me conviene y qué no. Y lo demás lo desecho, sin ningún cargo de consciencia. La tía Tota no se va a resentir si no veo el video que compartió conmigo sobre el enésimo descubridor de la cura del CoViD-19.
Y entonces me refuerzo en mi rutina, bien planeada, en donde haya espacio para todo: informarme, distraerme, organizarme, compartir con otros, encontrarme a mí mismo en el silencio de la oración. Le doy un sentido a eso porque es parte de un cosmos que gira en torno a mi bienestar y al fin último de mi vida. Me levanto a preparar el desayuno pues quiero comenzar el día con los nutrientes necesarios para las tareas que me he propuesto o me han propuesto otros. Hago esas tareas con mi mayor enfoque y entrega con el fin de poder sentirme satisfecho con mis habilidades. Si logro aprovechar mis cualidades, me daré cuenta de que he avanzado un paso más hacia la perfección.
Nada puede perderme si tengo claro el destino. Si al agente 13 del Superagente 86 le decían por qué tenía que estar escondido en un librero, le hubiera resultado más llevadero. Aún ante el peor embate de las olas que me desvíen, podré encontrar el rumbo de nuevo si tengo claro el puerto al que me dirijo, y qué voy a hallar ahí. A quién voy a hallar, qué haré con esa persona, qué le voy a contar. Y no gano nada dejándome abatir por la tempestad, o incluso tirarme al agua derrotado; igual que tampoco he avanzado si simplemente sigo izando las velas como si nada hubiera pasado. Tomo las decisiones que tengo que tomar para darle frente a la tormenta, con esperanza, y las pongo en práctica. Sin prisa, pero sin pausa, como se dice. Y porque soy libre, más libre que esos vientos.
Si estoy aislado por mi propia decisión, me será más fácil darle sentido. Pero incluso si lo hago por decreto puedo decidir libremente no solo cumplir con esa orden, sino encontrarle lo positivo. Muchas personas sufren y seguirán sufriendo y pagando con la salud y la vida esta pandemia. Aun así, no tengo por qué ser aquel que llore nada más por estar encerrado y no poder hacer las cosas que estoy acostumbrado. De ese sacrificio puedo sacar algo que me vuelva más fuerte, y que haga crecer también a los demás. Cuando salgamos de esto, nada será igual. Y espero que sea para mejor.
Un abrazo virtual, hasta que me lean la próxima vez.
Un comentario en “Contra el aislamiento, Sentido”