En estos tiempos, donde existe una lucha entre individualismo y colectivismo (como vimos en el artículo anterior), el primero tiene voz de mando cuando de las relaciones personales se trata. Hoy, si una relación no funciona, te aconsejan desecharla y a otra cosa. Incluso profesionales de la salud «cortan por lo sano»: no vale la pena seguir luchando por algo que no funciona, así que conviene hacer mutis por el foro. Pero, ¿la única salida para un vínculo tóxico es el abandono? ¿Qué estamos considerando al decidir que no podemos seguir con una persona? Y la pregunta máxima: ¿es posible cortar el lazo con alguien para siempre? Y la canción que me viene a la mente es Somebody that I used to know de Gotye, que como dice en el título, pretende que luego de una relación amorosa que ha terminado el uno acabe siendo para el otro nada más que alguien que solía conocer.
Según el sociólogo Eduardo Bericat «la mayor parte de las emociones humanas se nutren y tienen sentido en el marco de nuestras relaciones sociales». Por esto es lógico, conectándolo además con la pirámide de Maslow, que en lo relacional se juegue la estabilidad necesaria para partir hacia el autodesarrollo. En otras palabras, si me siento mal en una de mis relaciones, me estancaré en el resto de mis actuaciones. Por esto, lo más sencillo es bloquear esa relación para poder continuar con mi vida. Sin embargo, ello nos lleva a lo que el papa Francisco ha llamado la cultura del descarte: una forma de discriminación, una práctica de exclusión. Algo que se relaciona con lo que el filósofo Axel Honneth denomina la sociedad del desprecio: sujetos que buscan el reconocimiento y que al fallar son parte de un grupo que se hace a un lado. Podemos pensar que esto tiene que ver con la aporofobia de la que habla la filósofa española Adela Cortina: el miedo al pobre. Pienso que esta pobreza no es nada más financiera, sino que se refiere a todo aquel que tiene menos que nosotros en cualquier aspecto. El papa Francisco contrapone una cultura de la acogida a la del descarte. Considero que podemos conectarla con la congruencia, la comprensión empática y la aceptación incondicional de las que Carl Rogers habla como condiciones de relaciones saludables. Esto tiene que ver con la propuesta dialógica de Martin Buber que concibe al yo no como algo aislado sino siempre en relación con el otro. Concebir el yo en solitario es imposible, dice, pues sería hacerlo fuera de la historia.
«Quisiera que desaparecieras». ¿Les suena esta frase? Seguro todos la hemos oído o hasta dicho cuando hay un conflicto muy fuerte y doloroso. Son palabras que retratan de cuerpo entero la emoción que sentimos: negar la existencia del otro es acabar con el sufrimiento que nos causa el vínculo con él. Y tenemos la ilusión de poder cortarlo y que nunca más sepamos de ese individuo. Como en la película de Michel Gondry, Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, donde se ofrece el servicio de eliminar de la memoria a la persona con la que se ha tenido una ruptura. Pero, como en la vida real, en el filme vemos que el protagonista no puede realizar ese borrado por completo y quiere que el vínculo renazca, aunque no lo sabe.
Ninguna persona que ha entrado a nuestra vida puede salir. No en sentido estricto. Claro, soy capaz de dejar de hablar con ella, bloquearle en todas las redes y hasta el teléfono. No volver a tomar contacto y evitar los encuentros. Pero seguirá estando en mi historia, aunque sea como un mal sueño. Eso lo noto en las emociones que surgen cuando, si bien he puesto todas las barreras posibles entre ella y yo, vuelvo a verla o alguien tan siquiera me habla de ella. Como en ese tema de Giordano Di Marzo (cantado por Guillermo Dávila) que reza: «Los amigos hablan de tu piel morena […] / de tus fantasías y de tu belleza. / Las amigas dicen que estás cambiada, […] que te quedas callada cuando me nombran. / Eres solo una sombra y te digo que / No voy a mover un dedo […] / por tu maldito orgullo / Yo no quiero nada tuyo / Ni tu amor». O sea, no me interesa lo que pase contigo, pero igual sigo oyendo cosas sobre ti, no te esfumaste.
No se diga si es que hablamos de esos vínculos permanentes, que no se desvanecen ni hasta luego de la muerte, como son los familiares. Aunque tengas la familia más disfuncional del mundo, aunque tu padre te haya abandonado o tu madre te haya dicho que ojalá no hubieras nacido, no puedes evitar sentir la necesidad de afecto que viene de ellos. Y aunque lo niegues. Un vacío afectivo que después irás buscando llenar con otras relaciones o incluso con cosas o vicios. Pues a una pareja la podemos dejar y no volver a saber de ella, hasta cierto punto; a un amigo lo «banearemos» y huiremos de su presencia; pero ese miembro de la familia es parte de nuestra historia de manera indeleble. En el caso de los padres, aunque los odiemos y los consideremos muertos, ahí siguen hasta en el documento de ciudadanía.
Por esto, pensar que para nuestra salud mental debemos cortar los vínculos y buscar relacionarlos solo con la gente que nos aporta es iluso y hasta nocivo. No. Debemos sanarlos. Hemos de tratar de trabajarlos en nuestro interior, para después actuar con ellos de una manera positiva y proactiva. Es decir, no intentar matar en vida a la persona que nos hizo daño, sino saber qué podemos esperar de ella y qué espera ella de nosotros. Como decía una cliente el otro día: asumir quién es quién. No pedir peras al olmo, como veíamos al hablar de expectativa y esperanza. Si una persona no puede darme cariño porque nunca lo recibió, la solución no es ni tratar de cambiarlo ni desear que desaparezca. La solución es aceptar que esa es una relación en la cual no puedo esperar cariño, aunque tal vez sí un buen rato tomando un café.
Además, ¿pensaste alguna vez que si una persona es inadecuada para ti también puede serlo para los demás? No es la regla, pero pasa. ¿Y si tú eres esa persona inadecuada? Por ejemplo, a quien tiene un trastorno límite de personalidad le cuesta mantener relaciones saludables. En consecuencia, si todos deciden cortar con él por ser tóxico, es probable que se quede solo. ¿Es justo, humano, actuamos con amor? Para nada. Estamos condenando al otro por el simple hecho de ser un pobre emocional, por tener muy poco que ofrecer en lo afectivo. En cambio, si lo acogemos, no para que sea un esposo o amigo íntimo, pero sí para apoyarlo y darle algo del afecto que mendiga, estaremos avanzando un pasito hacia su propia curación. Y dando nos hacemos más ricos. Es como asumir que a un pordiosero no le puedo pedir que sea inversionista en mi negocio, pero sí darle un sanduchito para que calme un poco su hambre. No tengo por qué encerrarlo en una celda y que desaparezca.
Comprendamos que cuando comenzamos a entablar relaciones con una persona, esta llegó para quedarse. Nuestra decisión es de qué manera es más saludable que se quede, cuánta distancia física, espiritual o emocional tenemos con ella. Mantener las cosas positivas y desechar las negativas. No necesariamente debemos alejarnos, aunque si corresponde evitar el contacto frecuente porque nos lastima, habrá que hacerlo. Pues siempre se puede sanar los vínculos a través de la aceptación de lo que es el otro y de cuánto tiene para ofrecerme (aun siendo poco o nada) y cuánto puedo darle yo. En contra de los mensajes que leemos a diario, para tener una vida feliz no necesitamos cortar con quienes nos hacen daño, sino sanar esas heridas, saber poner esa relación en el lugar justo y esperar lo que es realista. Eso es amor, y el amor siempre devuelve el ciento por uno.
Amar incluso al enemigo, sin necesidad de aprobar sus actos.
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