¿Qué hace que, en condiciones normales, queramos levantarnos cada mañana? Porque, si estamos muy abatidos por el dolor o el cansancio, es muy probable que no tengamos ganas de hacerlo. Y precisamente en estos dos estados de ánimo descubrimos esa chispa que motiva nuestro día a día. Pienso en el tema de Víctor Heredia donde canta: «solo me hace falta que estés aquí con tus ojos claros / ¡ay!, fogata de amor y guía / razón de vivir mi vida». En resumen, hay algo por lo cual vencemos todo obstáculo físico, mental o espiritual, una razón de vivir. Algo que los japoneses llaman ikigai.
El término ‘ikigai‘ (生き甲斐) comprende dos palabras japonesas: ‘iki‘ (生 き) que significa ‘vida, vivo’ y ‘kai‘ (pronunciado como ‘gai‘, 甲 斐) que significa ‘efecto, resultado, fruto, valor, uso, beneficio, provecho’. Es decir, una razón para estar vivo, un significado para la vida, algo que hace que valga la pena vivir, una razón de ser. De todas formas, si estamos usando aquí este concepto es porque es mucho más amplio que lo anterior. Según el antropólogo Chikako Ozawa-de Silva, para una generación mayor en Japón, su ikigai debía «ajustarse al molde estándar de empresa y familia», mientras que la generación más joven informó que su ikigai se trataba de «sueños de lo que podrían llegar a ser en el futuro». Es una idea que remite no solo a la ocupación o la profesión, sino también a la misión que tenemos en la vida, a la vocación, al sentido mismo, todo junto. No se queda en el simple propósito, que puede ser un llamado que viene de afuera («usted nació para ser médico»), que los japoneses llaman shimei. Es un sentido vital interno que no es individual, sino que juega un papel dentro del grupo humano y la sociedad. Es encontrar lo que amamos a partir de amarnos nosotros mismos.
Héctor López, ingeniero residente en Japón, y Francesc Miralles, periodista, hicieron una investigación en Okinawa, el lugar con la mayor población de centenarios del mundo, para averiguar de dónde venía sus ganas de vivir. La respuesta solía ser ikigai. Ellos fluyen (recordamos a Csíkszentmihályi) con lo que hacen y en ello son felices. Y no podemos evitar pensar en el sentido último de la vida que estudió Frankl, a través de la autorrealización de los psicólogos humanistas. Temas que se han tratado en este blog, y que se contienen en el artículo sobre la psicología positiva, donde hablaba acerca del PERMA de Seligman para el bienestar. Algo similar al modelo de bienestar psicológico desarrollado por la psicóloga Carol Ryff, formado por seis dimensiones: autoaceptación, relaciones positivas, propósito en la vida, crecimiento personal, autonomía y dominio del entorno. Según Michael Steger, psicólogo fundador y director del Center for Meaning and Purpose (Centro de Sentido y Propósito), encontramos nuestro sentido de vida cuando entendemos el significado que tiene lo que hacemos al relacionarlo con un objetivo al cual apunta nuestra existencia. Yokoi Kenji Díaz señala que la diferencia entre shimei e ikigai está en que el primero es una realización personal hacia afuera, el segundo proviene de encontrar lo que yo soy; es la unión de trabajo y amor.
A veces nos pasa que no podemos culminar una tarea (o ni siquiera la iniciamos) porque no le vemos objeto. Como es así, tampoco entendemos por dónde comenzar ni cómo realizarla. La procrastinación (posponer las tareas) muchas veces tiene que ver con esta ausencia de finalidad: ya que no sé para qué hago esto, tampoco sé de qué manera debo hacerlo y no me animo a iniciar. Lo que vemos en una pequeña labor, puede verse también en lo más grande, en la vida misma. Si no he podido encontrar el sentido de mi existencia, todos los caminos que tome serán largos y tortuosos, y esperaré hallar situaciones placenteras para poder sentir que soy feliz. Al no ser la vida un campo de rosas, pensaré que soy miserable y que nada vale para nada. Si no tengo claro a dónde voy, difícil poder llegar.
El ikigai es una fuerza interior que me permite tomar las riendas de mi vida. Encuentro mi vocación-misión y la llevo a la acción, impulsado por el amor, partiendo del conocimiento de mí mismo, mis capacidades y debilidades. Y esa es mi ruta, la de nadie más, y por ello solo yo puedo descubrirla y andarla. Le doy valor a todo lo que hallo en este viaje, lo malo y lo bueno, lo feo y lo bonito, lo falso y lo verdadero. Porque lo negativo resulta un obstáculo que me permite aprender y fortalecerme, e incluso ver más claramente mis debilidades y habilidades. El ikigai, en consecuencia, no me viene dado, lo voy construyendo y lo voy descubriendo. Y me sostiene en el día a día, y lo mantengo en el tiempo.
Hablaba con un cliente que me contaba de una pelea que tuvo con su novia, donde pensó haber conocido un lado de ella que no sospechaba. Uno muy desagradable para él. Pasados los días (y algunas discusiones) fue dándose cuenta de que esas espinas no invalidaban la rosa ni el esfuerzo y el tiempo gastados en ella. En esto pienso siempre en el Principito. ¿Por qué? Porque esa pelea les permitió observarse a sí mismos desde adentro y poder mostrar ese aspecto también al otro. Lograr comprender esto dentro de un propósito como pareja y del sentido vital de cada uno consiguió que esa pelea -incluso- tenga un valor positivo detrás del dolor causado. Visualizar la relación en sus claroscuros también les dio el regalo de un nuevo impulso como pareja. Es lo que se logra cuando lo que hacemos y lo que nos pasa son piezas que encajan dentro de nuestra razón de vivir.
La felicidad, ya se ha dicho, no es un estado sino un descubrimiento. Me voy sintiendo feliz conforme me encuentro a mí mismo y al sentido de mi vida. Entonces, mi vocación me llama a varias cosas: a formar una familia, a seguir una carrera, a ayudar al prójimo, a practicar algún deporte… Son cosas en las cuales soy bueno y me gusta hacer, me hacen sentir un aporte en los distintos grupos humanos a los que pertenezco y que además me dan un sustento. Entonces, no bajo los brazos ante las derrotas, sino que me vuelvo a poner de pie, me sacudo el polvo y regreso al camino. El ikigai está en las pequeñas y en las grandes cosas que me hacen sentir vivo y que estoy en la vía a ser lo que puedo ser. Y ese ser es el que el Creador mismo ha sembrado en mí.
Todo está en descubrir ese ikigai.
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