Cuando nos detenemos a contemplar la existencia enfocados en la vida interior, nos damos cuenta de que nuestras relaciones no son solo intercambios de palabras y gestos, sino espacios donde cuerpo, mente y alma están presentes siempre. Si bien reconocemos esta riqueza tridimensional en cada persona de forma usual, el aspecto espiritual suele quedar en la sombra, eclipsado por urgencias cotidianas o el mundo de los sentimientos. Debemos atrevernos a mirar este lado espiritual para integrarlo en el complejo arte de amar.
La investigadora Annette Mahoney ha publicado varios estudios, junto con algunos colegas, que revelan que las parejas que integran prácticas espirituales a su relación muestran niveles más altos de satisfacción, resiliencia y apoyo mutuo. Viktor Frankl señalaba: “La vida nunca se vuelve insoportable por las circunstancias, sino solo por falta de significado y propósito”, recordándonos la importancia de buscar juntos un horizonte trascendente. Según el Journal of Family Psychology, las parejas que comparten y dialogan sobre valores de fe reportan mayor estabilidad y profundidad emocional en su vida conjunta.
Hay algo intensamente humano en compartir principios que no solo orientan, sino que transforman. La benevolencia (desear el bien del otro), la compasión (comprender el dolor del otro) y el sentido de trascendencia (de lo que está más allá de las propias vidas) alejan a los vínculos del inmanentismo y la inmediatez. Mientras más lejos esté el horizonte hacia el que miran juntos, la pareja se enfoca menos en pequeñeces que puedan traer conflictos. Cuando dos personas convergen en valores espirituales, sostienen una unión que se fortalece en los momentos de crisis. Es ahí donde las afinidades en la fe se convierten en imán; no para igualar, sino para convocar el encuentro.
El camino de la pareja puede verse como un viaje compartido hacia lo trascendente, hacia aquello que es más grande que ellos mismos. Orar juntos, meditar o conversar sobre el sentido último de la vida ayuda a abrir de par en par las puertas del corazón, permitiendo mostrar tanto la fuerza interior como las propias fragilidades. Cuando caminamos, compartiendo nuestras luchas y victorias con honestidad y nos apoyamos en la búsqueda, alimentamos no solo la fe personal, sino el vínculo mismo, propiciando una evolución conjunta. Cuando entendemos nuestras vidas como rutas a la santidad, cada paso que damos juntos hacia esa meta es un aliciente para el amor y se vuelve un cemento fortísimo que une a la pareja ante cualquier prueba.
Sin embargo, en este peregrinar, las diferencias en la experiencia de la fe pueden generar temor al desencuentro. Es posible, además, que quien se siente más avanzado en esta carrera vea al otro desde arriba, con superioridad, conmiseración, frustración y hasta con desprecio. Y también en el sentido contrario para el que está detrás. Mirarse mutuamente con amor, empatía, misericordia, sin juzgar, sana y potencia la relación, es una oportunidad de acompañamiento mutuo. Como en la cordada que sube a la montaña, el que está más alto guía al otro y van sincronizando el paso hasta llegar a la cima. La diversidad, cuando es acompañada por el respeto y la escucha, ayuda a profundizar la comprensión tanto del otro como de uno mismo.
En este sentido, una espiritualidad mal entendida puede generar heridas. El juicio, la falta de diálogo, la incomprensión o la rigidez doctrinal son capaces de levantar muros insalvables, alejándonos del amor. Practicar la humildad, la misericordia y las virtudes teologales (fe, esperanza, caridad) permite que la religión, lejos de ser tropiezo, sea senda compartida. No es casualidad que San Pablo escribiera “El amor es paciente, es servicial… todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”. Este amor, exigente, pero profundamente humano, invita a trascender el impulso inmediato a juzgarnos con dureza y elegir, cada día, entregarse y aceptar al otro con lo que tiene para darme. Vivir este amor supone un trabajo interior que sostiene y eleva cualquier relación.
La religión, en esta escalada, puede ser mucho más que un conjunto de prácticas; tiene el potencial de convertirse en un lenguaje unificador para sanar, perdonar y acompañar en el dolor. La vida cultual, la pertenencia a una comunidad y la formación con textos espirituales son insumos que ayudan a afrontar las pruebas, fomentando la empatía y la esperanza en el día a día de la relación. Una pareja que asiste junta a misa, comparte con grupos católicos y estudia la Biblia o los distintos documentos del Magisterio de la Iglesia se fortalece en sus dimensiones sacrales, apostólicas y sapienciales, dentro del marco espiritual, con un sentimiento de comprensión mutua y unión más allá del tiempo.
Cuando llegar a acuerdos parece imposible o el dolor oscurece el horizonte, la fe es una lámpara encendida en medio de la noche. Rezar juntos o buscar una guía espiritual puede abrir caminos hacia la comprensión y la reconciliación, recordando que la vida en pareja es también una peregrinación espiritual. Y si la crisis no es interna, sino que viene de las pruebas que se les presentan, con más razón se deben sostener juntos para luchar contra la adversidad, poniéndose en manos del Padre Providente.
Equilibrar cuerpo, mente y espíritu en nuestras relaciones debe ser un acto cotidiano de conciencia y humildad. A través de la espiritualidad, se abren caminos para el encuentro donde la vulnerabilidad se abraza con ternura y la búsqueda de sentido cobra luz propia. De este modo, la pareja se convierte en un espacio sagrado y misterioso (un sacramento), donde la transformación es posible y el amor se renueva cada día, no solo como emoción, sino como una decisión de trascender juntos lo inmediato y lo superficial. Con más razón si contamos con la gracia de estado propia del matrimonio, por la cual no estamos solos en nuestras batallas cotidianas, sino que Cristo está en medio de los dos.
Amar es un acto físico, psicoemocional y espiritual, porque es un acto humano.