¿Por qué existe el fanatismo?

Como intuirán por el título, quiero hablar del origen de las múltiples manifestaciones de fanatismo que hemos venido viendo últimamente. En realidad, como suele ocurrir en el ser humano, uno siente que el fanático es el otro, nunca uno mismo. Conviene por tanto arrancar definiendo al fanatismo, según el Diccionario de la Real Academia Española: es el “apasionamiento y tenacidad desmedida en la defensa de creencias u opiniones”. Proviene del término latino fanum, templo, y fanaticus era su guardián. De ahí que pasara a designar al defensor de lo sagrado y luego al que cuida con celo cualquier pensamiento, religioso o no. Ciertamente, el fanatismo es algo que siempre ha estado y estará presente en la humanidad, y sus actos no dejan de ser noticia.

Claro, si tomamos perspectiva, estos gestos que buscan imponer por la fuerza la visión del mundo de un grupo (minoritario o no) existen desde las primeras civilizaciones, producto de ideologías casi siempre alejadas de la realidad. Por eso, mi intención es tratar de profundizar algo más; preguntarme no solo por qué hay personas capaces de destruir propiedad pública o privada y agredir a otros por pensar diferente, sino por qué para unos son héroes y para el resto villanos.

G. K. Chesterton, escritor inglés, decía que “todos los hombres deben ver un cosmos como el verdadero; pero el fanático no puede ver ningún otro cosmos, ni siquiera como una hipótesis”. La autora canadiense Margaret Atwood, lo explica: “cuando la ideología se convierte en religión, cualquiera que no imita las actitudes extremistas es visto como un apóstata, un hereje o un traidor”. Esto se da, según el filósofo norteamericano Eric Hoffer, porque los movimientos de masas comienzan con un “deseo de cambio” generalizado de personas descontentas que colocan su lugar de control fuera de su poder y que tampoco tienen confianza en la cultura o tradiciones existentes. A decir de Erich Fromm, el fanático es un narcisista: “se ha construido para sí mismo un ídolo, un absoluto, al cual se entrega completamente, pero del cual él mismo constituye una parte. En consecuencia, actúa, piensa y siente en nombre del ídolo, tiene la ilusión de «sentir», de la excitación interior, aunque no tiene un sentimiento auténtico”.

Vemos entonces el descontento como caldo de cultivo para el fanatismo, que explota luego en fenómenos de masas: en la masa el individuo ya no actúa como tal. Es por esto tan importante para el fanatismo la presencia de una cabeza a quien seguir. La masa no piensa sino a través de sus conductores. Es por esto que no podemos juzgar (estrictamente hablando) la responsabilidad de una persona dentro de un grupo fanatizado cuando este comete actos antiéticos, inmorales o directamente ilegales. Cuando un miembro de un colectivo destruye un edificio o tira abajo una imagen no lo hace por una convicción clara y consciente, lo hace porque de esta manera busca ganar puntos de aceptación por parte de esa masa fanatizada. Alguien que no participa de los actos masivos del grupo de pertenencia teme la exclusión definitiva, y con esto, la soledad inmisericorde.

Nuestra mente tiende a buscar patrones para entender el mundo. No siempre acierta encontrándolos, pero nos ayuda a dejar de estar preocupados por cada detalle de la vida para enfocarnos en lo que más requiere nuestra atención. Por consiguiente, calificamos a los demás por unos pocos aspectos (a veces uno nada más, y casi siempre externos) para poder saber si “es de los nuestros” y bajar las armas; si no, nos ponemos alertas para ser capaces de responder a cualquier ataque. La vida, entonces, se divide en dos bandos: nosotros y los otros. Nuestro cerebro fue creando estereotipos: tipos fijos para encajar en ellos a cada vecino. Por eso, los tatuados, los universitarios, los católicos, las feminazis, los zurdos y los neocones, todos responden a un modelo fijo y todos son iguales, sin matices.

Sin embargo, cuando estudiamos con más profundidad al ser humano, entendemos que somos esencialmente los mismos, pero también esencialmente distintos. Nos une pertenecer a la misma raza humana; nos separa la individualidad que hace de cada uno un universo de posibilidades y traumas, habilidades y debilidades, virtudes y defectos. Un universo que no terminamos nunca de explorar. Y por esto mismo buscamos pertenecer: considerarnos parte de tal o cual grupo con el que nos identificamos o queremos identificarnos. Entonces nos sentimos blancos o negros o indígenas o mestizos, nos sentimos socialistas o libertarios o terceravía, nos sentimos Barcelona o Real Madrid.

Ahí está la raíz de nuestros fanatismos: tenemos miedo. Miedo de no ser lo que creemos que somos, miedo de que el mundo sea más complicado de lo que parece. Pero ante todo miedo de que los otros nos ganen y demuestren ser mejores. Es una mezcla de la búsqueda de aceptación con el sentimiento tribal que nos hace sentir protegidos por el clan. Por eso nos ha juntado la historia, la religión, el deporte, la economía, etc., etc., etc. Y también nos ha separado, es innegable. Porque si soy ortodoxo me siento amenazado por el protestante y si soy evangélico me siento amenazado por el judío. Porque tal vez venga y me quite mis convicciones, de las cuales no estoy tan convencido.

Hay otra vertiente para este extremismo fanático: la tendencia que tenemos hacia lo eterno. Esa imagen de bondad que yace en nuestro interior y nos hace buscar el bien, aunque lo hagamos de forma desordenada. Un fondo de buena intención en todas esas causas. Queremos que este mundo sea mejor, aun cuando sea solo para cierto grupo al cual consideramos vulnerable y del cual nos sentimos responsables: ecosistema, animales, pobres, niños por nacer, necesitados, mujeres, homosexuales, usted ponga el nombre. Percibimos a los que no protegen en particular a estas realidades como sus enemigos, o sea, nuestros.

Hay todavía una más, y menos saludable: la que nace de la herida. El maltratado y oprimido que quiere reivindicarse de manera que el otro sea ahora el oprimido y maltratado. Sentimos que el único camino para la sanación es la venganza, aunque no le pongamos ese nombre. Como la chica violada que quiere que todos los hombres sean castrados (física o moralmente) o el alumno maltratado que al crecer genera leyes para que los maestros no tengan una voz.

En muchas ocasiones varias de estas fuentes confluyen para generar desprecio hacia el diferente. Un desprecio que lleva a dañar y hasta tirar abajo monumentos e iglesias, e incluso a insultar, agredir, golpear o matar al hermano de la otra vereda. Podríamos pensar: ¿hay coherencia en todo esto? ¿Incendiar una iglesia conseguirá que una mujer que no desea tener a su hijo pueda abortar? ¿Destrozar una estatua de Colón curará el daño que hicieron uno o más europeos a uno o más americanos en el pasado? Pero sí, para esas personas hay coherencia: hay que hacer notar el enojo por tanto daño soportado. Esa es la consigna: el mundo tiene que cambiar. Desde cómo lo ven los otros (el enemigo) a cómo lo vemos nosotros (mis amigos).

No podemos juzgar de forma tajante a las personas que agreden bienes o gente. En el fondo los mueve la misma buena intención que nos mueve a nosotros, pero la han canalizado de otra manera. Evidentemente, eso no justifica todos esos actos violentos y vandálicos. Pues somos seres libres, podemos elegir si seguir a ese líder negativo dentro de esa masa fanatizada o tomar decisiones positivas que realmente puedan llevarnos a ser agentes de cambio. Para esto el único camino es entender las diferencias como complementariedades y no como oposiciones insalvables. Distintos puntos de vista nos ayudan a entender mejor la realidad y poder encontrar mejores soluciones, más plenas. Sin embargo, todo esto parte de una autoimagen sana y una sólida autoestima.

Debemos comenzar amándonos para poder amar al diferente sin considerarlo una amenaza.

Publicado por pfreilem

Mi vocación por el estudio de la afectividad y la mente humana, y de cómo estas se integran con la fisiología y la espiritualidad, surge del propósito vital de hacer de este un mundo mejor, de persona en persona. Estoy convencido de que a través de la búsqueda del conocimiento de uno mismo y la comprensión de la realidad, podemos generar cambios no solo en nuestra individualidad, sino en los distintos espacios colectivos que habitamos. Psicólogo licenciado por la Universidad Técnica Particular de Loja, he realizado Diplomados en Psicología Cristiana y Antropología Cristiana por la Universidad FASTA (Mar del Plata, Argentina) y he participado en el Curso de Estilos de Pensamiento con el Dr. Robert Sternberg, (Boston, Estados Unidos de América) y el Seminario Psicología & Persona Humana (Lima, Perú). He efectuado prácticas en diversas instituciones empresariales y educativas. He actuado como facilitador de intervenciones apreciativas para el cambio profundo en las organizaciones. Poseo una amplia experiencia en charlas de formación, consejería y en consulta privada, gracias a la cual he podido responder a un llamado personal de incidir en la paz social a través del encuentro con la paz interior.

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