Es frecuente que nos encontremos con este pensamiento cuando estamos viviendo situaciones difíciles, problemas y crisis. Sentimos que no es justo, con todo lo que hemos hecho, tener que lidiar con estos momentos negativos que nos tiran abajo. Tendemos a pensar que nos merecemos algo mejor. Si somos tan buenos, nos esforzamos tanto, tenemos tan nobles intenciones y nos preocupamos de tal manera por que todo marche bien, no deberíamos estar pasando por estas.
Carl Rogers nos hablaba de la necesidad del niño de seguir ciertas conductas y tener determinadas actitudes para merecer el cariño de sus padres, y que muchas veces esta necesidad se mantiene hasta la edad adulta. La pedagogía del miedo en cualquier caso nos ha hecho pensar que portarse bien tiene como consecuencia un premio, sea este material o afectivo. Inclusive esta pedagogía solía acompañar la enseñanza de la religión: si no eres bueno, Dios no te ama. Pero ante eso está la parábola del hijo pródigo para recordarnos que el amor tiene que ser incondicional.
Por esto, quiero hablar de dos puntos relacionados con este «concurso de merecimientos» que es la vida para muchos.
1) Merecer el bienestar. Generalmente, este bienestar es el material. «Si mis papás se han sacrificado para darme una buena formación, si he estudiado tanto, ¿por qué no tengo un buen empleo y un mejor sueldo?» Esta idea tiene una fuente: el hecho de no considerar el entorno. Por un lado, creo que yo soy el ombligo del mundo y nadie tiene mis condiciones y, por otro, no tomo en cuenta las variables externas. En el ejemplo anterior: así como pienso yo, puede hacerlo una persona que se ha educado en una mejor universidad, se ha esforzado el doble y ha obtenido mejores calificaciones. Igualmente, no estoy tomando en cuenta que la situación general es complicada y no es fácil que se abran plazas de trabajo.
Pero no es material únicamente. También tiene que ver con la tranquilidad. «Si yo no hago mal a nadie, ¿por qué me va peor que a los corruptos? Ellos viven tranquilos». En cierta forma, es igual al caso anterior, pero entrando en comparaciones. Primero, comparar siempre es injusto, porque no sé realmente cuáles son las condiciones y circunstancias de esa persona. Y, luego, si me cotejara con alguien que está peor y que quizás hasta «se porte mejor», es posible que no me sentiría tan mal.
2) Merecer el amor. Relacionado con lo que señala Rogers y el Evangelio. «Debo ser bueno para que me amen», y -paralelamente- «si soy bueno las personas que me importan me amarán». Como lo uno no es consecuencia de lo otro, esto genera frustración y aprendemos maneras de relacionarnos a través de la manipulación y la victimización. Si la educación de las primeras etapas del desarrollo no ha poseído el equilibrio entre amor y control (como dice Rubén Blades), es decir, entre cariño y firmeza, es probable que se formen adultos inseguros que luchan de manera tóxica por aceptación.
El amor, si es amor, es incondicional. Ya hemos hablado antes de este tema. Los padres no esperan ver el comportamiento del hijo para ver si lo aman o no, simplemente lo hacen, aunque es lógico que se sientan apenados y hasta defraudados si dicho comportamiento no es correcto. El problema inicia cuando esperamos amor de alguien que no puede amarnos, por las razones que sean. Nadie da lo que no tiene. Nuestro inconsciente, entonces, nos lleva a utilizar estrategias para forzar ese amor en el otro. Y, por supuesto, esto tarde o temprano terminará mal.
En cualquiera de las dos formas, se trata de pensar que nadie merece nada de nadie, simplemente aprendemos a reaccionar de maneras positivas ante lo que los demás nos brindan. Esto implica entender qué puedo esperar del otro, y también hacer que el otro comprenda qué puede esperar de mí. Siempre pongo este ejemplo: si quiero que la otra persona me dé una figura esférica cuando ella solo tiene un cubo, podemos pasar la vida entera luchando porque, ni me dan lo que necesito, ni yo acepto lo que me dan.
Repito, el amor es incondicional o no es amor. Si estoy en una relación (familiar, de amigos, de pareja) y la otra persona pone condiciones para amarme, hay que plantearse si esa relación tiene futuro. No porque lo merezca, sino porque debe haber amor o no va a funcionar. Una persona que condiciona sus sentimientos no está segura de ellos, no está segura de que la otra persona los tenga y no sabe cómo valorar estas realidades si no es a través de un juego de manipulación. Como nunca aprendió a amar, lo que sabe es interpretar señales de amor, que pueden ser cosas tan inconsecuentes como ramos de flores y regalos, aceptar sin más las propuestas del otro, acatar prohibiciones sin chistar. Ejemplo clarificador: «si te vas de vacaciones con tus amigas, no me amas, ¡olvídate de mí!».
La vida no es un concurso de merecimientos. Tenemos lo que luchamos por conseguir, si bien dependemos de nuestras circunstancias y de la voluntad de Dios. En cuanto al amor, si estamos en una relación donde se nos exige ciertos parámetros para seguir en ella, no podemos continuar. Ese no es amor. Amar significa aceptar al otro tal cual es, aunque siempre esperando su crecimiento. Y si no me aceptan ni esperan mi crecimiento, no me aman. O tienen un amor desordenado. Así de sencillo.
Amar la vida significa asumirla como viene y lucharla día a día, no merecerla.