Especial de Semana Santa
La santidad, digámoslo claro, parece un asunto pasado de moda ya bien entrados al siglo XXI. ¿Quién quiere ser santo ahora? Aparentemente es mejor ser «exitoso». Por otra parte, está la visión del santo como un individuo extraño, sobrenatural, tocado por el dedo de Dios como casi ningún vulgar mortal. Y con la consideración añadida de que hoy ya no hay santos. Aquí la pregunta se transforma en ¿quién puede ser santo ahora? Se ve como una causa imposible. Sin embargo, cuando entendemos de forma correcta la santidad y los procesos mentales involucrados, tal vez no resulte tan extraordinario ni inalcanzable. Quizá todos podemos ser santos.
Para Kant, la santidad era la perfección absoluta de la virtud, relacionada con el deber ser. Mientras tanto, según Freud y sus seguidores en la psicología “profunda”, el santo es un neurótico. Por contra, su único discípulo católico, Rudolph Allers, consideraba que la neurosis era un asunto “fundado en última instancia en un ‘problema metafísico’”. Lo relaciona con “la finitud esencial del hombre y la falta de voluntad por parte de la persona individual para aceptar la condición humana”. Esta “artificialidad” nos habla de que el único «que puede estar completamente libre de neurosis es el hombre cuya vida transcurre en auténtica devoción a las obligaciones naturales y sobrenaturales de la vida, y que ha aceptado firmemente y afirmado su posición como criatura y su lugar en el orden de la creación”. También conviene en que existen individuos sin neurosis que no apuntan a la santidad, pero que no sienten dicho conflicto óntico. Es quien “está más allá de la neurosis porque está más allá de la rebelión”. Allers llama “santidad ontológica”, al “estado de gracia que justifica la esperanza de la salvación eterna”. Asimismo conviene en que esta santidad puede “convivir con un estado neurótico”, aunque cree que eso “es extraño” pues el neurótico “es fundamentalmente egocéntrico”.
Para Rudolf Allers, todos los problemas relacionados con la interacción entre la constitución de la persona y el medio ambiente se entenderían mejor con la visión aristotélica sobre la potencia y el acto que aprendió de santo Tomás de Aquino. En la óptica del deber ser kantiano, sentimos una angustia existencial cuando no comprendemos nuestro lugar en el mundo (como ya hablé en el artículo anterior). Esta es la potencia del ser humano: lo que podemos llegar a ser, y que nos impulsa de manera irrenunciable hacia el infinito. El acto es lo que en realidad somos, y que percibimos a través de la mirada al espejo y los mensajes de los demás. Bajo esta concepción, todo ser humano no solo que está en capacidad de ser santo, sino que está llamado a serlo.
¿Qué nos distancia, entonces, de esta vocación de santidad? Como dice Allers, la rebelión, el non serviam del ángel caído, el pecado original del orgullo, la soberbia. Temprano en la adolescencia, cuando comenzamos a entender y vivir nuestra autonomía (o sea, el ponernos nuestras propias normas) reaccionamos con rebeldía a cualquier regla impuesta desde fuera. Es natural, y es una ventaja evolutiva que nos permite separarnos progresivamente de las dependencias necesarias mientras vamos creciendo. El problema surge cuando no aprendimos, en esa delicada etapa vital, lo que significa la libertad. El santo no es, entonces, un ser extraordinario, sino el individuo que ha comprendido de manera sana su vocación-misión en la vida y la lleva al acto. Entiende su finitud, pero también su sed de infinito.
Cuando leemos la exhortación apostólica del papa Francisco, Gaudete et exsultate, vemos claramente estas ideas: si bien pocos santos son venerados en los altares por visibles y relevantes, todos podemos tener una vida de santidad, es decir, cercana a nuestro Padre. Al contrario de lo que han proclamado ciertas corrientes psicológicas, la santidad es lo más cercano a la salud mental, porque los sentimientos y pensamientos se ordenan a un sentido que es más acorde a la esencia humana. El hombre sabe que debe llevar su existencia más allá de sus límites, y el único modo de hacerlo de una manera sana es poner esos límites en manos de algo más grande. Y lo más grande que hay es el Creador. La santidad no solo es posible, en consecuencia, sino que es obligatoria.
Cuando entendemos nuestra vocación de santidad, encontramos la paz mental que buscamos.