Continuamos con este tema tan importante. Hay que ser claros: si sentimos que cuando nos falte esa persona nos vamos a morir, la relación no es tan sana ni tan libre, no es una dependencia saludable, ni el amor está tan ordenado. Por esto conviene que nos cuestionemos todo el tiempo, no únicamente en cuanto a nuestra pareja, sino sobre cada vínculo en la vida: amigos, parientes y hasta el tendero de la esquina. No para cortar con ellos, sino para comprender cómo tener una conexión más sólida y sentirnos mejor. El amor, hemos visto, tiene muchas formas, y por eso debemos ordenarlo en cada relación según esas formas. Las personas llegan a nuestras vidas cuando nos encontramos por primera vez, y muchas de ellas nunca se van, aunque en algún momento se alejen o fallezcan. Ordenar el amor significa continuar teniendo una relación sana aunque esa persona ya no esté. Pero, ¿cómo?
Habíamos hablado del concepto tratado por Clotilde Sarrió (tomado de Gandhi) sobre la interdependencia, que parte de un estilo de apego seguro (bajo la clasificación de Cindy Hazan y Phillip Shaver). Este estilo, según la teoría del apego (Bowlby y luego Ainsworth et alt.), tiene su origen en la manera en la que aprendimos a relacionarnos con nuestros cuidadores en los primeros años de vida. Y no solo a relacionarnos, sino a valorarnos nosotros mismos. Hay que añadir que la dependencia en las relaciones no tiene que ver únicamente con una baja autoestima, pues la dependencia emocional no es necesariamente lo que se ha tipificado como trastorno de personalidad dependiente. Esta es más bien instrumental, ya que el individuo usa a los demás como instrumentos sin los cuales no puede sobrevivir. Se le vuelve complicado (hasta imposible) tomar decisiones solo, realizar tareas sin instrucciones claras o incluso sin ayuda, mostrar desacuerdos o quejarse, o albergar ideas propias en general. Por el contrario, personas que aparecen como “normales” en su autosuficiencia pueden tener relaciones con mucha dependencia. Es por esto que Jorge Castelló Blasco, psicólogo que ha estudiado abundantemente el tema, considera que la dependencia emocional debería estar tipificada como un trastorno de personalidad. Según él, el “dependiente emocional lo es también cuando no tiene pareja”, ya que dicha dependencia no está del todo conectada con la relación que vive (o no), sino con una necesidad que “es de carácter afectivo y no de otro tipo”.
Pongámoslo en imágenes: el dependiente instrumental es como el individuo que sufrió una lesión en un pie y tuvo que usar bastón, y que luego de curarse piensa que no puede volver a caminar sin esa ayuda. Es más, el ejemplo se ajusta más si pensamos que desde que nació ha debido usar no solo un bastón, sino silla de ruedas; no por tener alguna incapacidad motriz, más bien porque nadie le enseñó a caminar. En cambio, el dependiente emocional no necesita ningún apoyo físico, pero sí tener a alguien a su lado que le permita sentir que su camino es correcto y que lo hace bien. Creció siempre andando junto a alguien, por eso no concibe salir a dar un paseo solo. Una persona dependiente emocional no está necesariamente incapacitada para moverse por sí misma, si bien siente que no puede hacerlo. Si se ve en la necesidad, lo hará, pero con una alta dosis de angustia y tristeza. Una vez más, no solo en la pareja, sino con sus padres, sus pares, o cualquier otra persona con quien haya desarrollado un apego inseguro.
Es por lo ya mencionado que muchas veces esas relaciones dejan una herida muy profunda cuando se acaban. Como decía, en realidad no se acaban, porque la historia personal ya incorporó a ese nuevo personaje de manera indeleble. Después de la muerte o la separación, cada individuo con el que hemos generado un vínculo permanece en la memoria y condiciona el resto de nuestra vida. Si este vínculo no es sanado, ese final será desmedidamente doloroso, y el proceso normal de duelo puede tornarse una tortura crónica. Por esto también es importante sanar las relaciones, incluso luego de haber abandonado una que ha sido dañina.
Por ejemplo, esa mujer que, a pesar de haberse casado y tenido hijos no ha conseguido “cortar el cordón umbilical” (como se suele decir) con su madre, vive en una relación de dependencia con ella. Obvio, no hablo de la natural necesidad de apoyo en la progenitora para ir asumiendo sus propios roles de esposa o materno, lo cual también ha sido una ventaja evolutiva. Hablo de aquella persona incapaz de soltarse de ese andamio para desarrollarse sola: la chica que ante cualquier inconveniente con su marido corre a las faldas de mamita para que ella resuelva el conflicto. No solo evitará abandonar el hogar materno y trasladará a su esposo y criará a sus hijos en su propio cuarto de soltera, sino que seguirá pidiéndole a su madre todo (material, afectivo, espiritual) como si aún fuera una niña. Y la fecha de la muerte será devastadora. Esta es una excelente muestra de que una relación que solemos ver como buena, la de madre e hija, también puede ser “tóxica” y codependiente. Y no se trata de elevar la confianza en sí misma de la chica, sino de sanar el vínculo, ordenando el amor, entendiendo las etapas y favoreciendo la autonomía.
Con estas imágenes he querido hacer ver de forma clara cómo funciona una relación donde, además de amor desordenado, hay dependencia negativa. Como imaginarán, podríamos poner mil millones de ejemplos, y seguramente ya tienes el tuyo en mente. ¿Cómo actuar? Para mí es tan simple, y tan complejo a la vez, como seguir estos tres pasos:
1. Entender la dinámica de la dependencia y sus orígenes.
Amar no siempre nos lleva a buscar el bien del otro en términos objetivos. Nuestra historia, nuestros vacíos y heridas, condicionan esa manera de comprender el bien del otro. En una sociedad que juzga a los padres, a través de los conocimientos pedagógicos y psicológicos no asimilados de manera adecuada, es fácil considerar la sobreprotección como la forma correcta de criar hijos. Vamos ganando años y perdiendo la dimensión adecuada del sufrimiento. Si nuestros papás evitaban las ocasiones que nos hacían llorar, de grandes no sabríamos enfrentar la tristeza y la ira. Entender esta realidad dentro de cada caso particular nos lleva a comprendernos y saber por qué sobredimensionamos tal o cual necesidad afectiva.
2. Configurar una relación ideal con esa persona.
Una vez que entendimos, en nuestra mente debemos ordenar conceptos para volver esa dependencia saludable. Y mi ideal no tiene por qué ser igual que el tuyo, y peor aún el que nos pinta Hollywood. Lo voy moldeando conforme voy entendiendo mis necesidades y mostrándoselas al otro, quien a su vez hace lo mismo para moverme a mejorar ambos y la relación. Esas necesidades son mías y de nadie más, porque aunque hay generalidades para toda la humanidad, sociedad o grupos, solo cada uno puede ver lo que espera en verdad de la vida y de los otros. Esto lo vuelve posible, factible y alcanzable, evitando frustraciones.
3. Luchar, día a día, por construir esa relación.
Un ideal realista me permite sentirme a gusto con el proceso de construirnos, mutua e individualmente. Ese realismo me protege de sentimientos de impotencia o de incapacidad y me aleja de la victimización y la desazón. Cuando estamos conscientes de que nosotros somos los responsables de cómo nos sentimos en la relación, somos en verdad libres dentro de ella. Al contrario, cuando esperamos el cambio en el otro, culpándolo de cualquier problema, las expectativas demasiado altas siempre nos tirarán abajo. Los dos somos los albañiles de esta casa, y si yo no hago mi parte cargándole todo al otro, tanto él como yo nos sentiremos defraudados y no terminaremos la obra.
Nuestra historia al momento de generar vínculos y aprender estilos de apego nos condiciona en las relaciones adultas, pero no nos determina. Siempre podemos entender los cómos y los porqués, configurar un ideal alcanzable y luchar por él con tesón y constancia. Sin prisa, pero sin pausa. Con cuidado, como se cría una flor delicada. Por eso, a relacionarnos aprendemos en nuestra habitación, solos, aunque suene contradictorio. Porque toda relación saludable inicia en la relación con nosotros mismos, con nuestro pasado, presente y futuro. Con ilusión, pero sin ser ilusos. Con alegría, pero entendiendo la vida como una montaña rusa. Con esperanza, comprendiendo el misterio que encierra la existencia. Con amor. Sobre todo con amor.
Construyamos relaciones interdependientes, saludables y con propósito. El amor hará su papel.
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