He escrito en artículos anteriores las lecciones que me han dado los primeros dos perritos rescatados por mi familia, la Blanche y el Kimo. Ahora le toca el turno al más viejo, y a la vez el último en llegar, el Rufo. En este caso, voy a tomar la relación que tengo con él para graficar lo que debe ser una amistad saludable. Obvio, es una imagen, porque un animal no puede razonar, planificar ni buscar el bien del otro. Es más, no lo vamos a antropomorfizar (ni a topar siquiera este tema sobre las consecuencias negativas tanto para el ser humano como para el canino). Más bien, hay que entender que es el animal que primero domesticamos y venimos más de una decena de milenios evolucionando juntos. No por nada se dice que el perro es el mejor amigo del hombre, porque la amistad es el tipo de amor que más se acerca a nuestra relación con él.
Ha surgido una ciencia que estudia la interacción entre animales y humanos: la antrozoología. Gracias a ella tenemos bases para sostener lo que hemos visto en los artículos anteriores sobre los beneficios físicos, psicológicos e incluso sociales que se han evidenciado en los dueños de mascotas. Igualmente, la correlación entre la interacción con estos animales y la producción de las llamadas “hormonas del bienestar”, como la oxitocina, la dopamina y la endorfina. También me viene a la mente el capítulo 21 (uno de los centrales) del Principito, donde Saint-Exupéry reflexiona sobre “domesticar”. Esta palabra nos remite al término latino domus (casa); es decir, hacer parte de mi hogar algo (alguien) que viene de afuera. Por eso el zorro le habla al Principito de la necesidad de ser domesticado, de crear lazos entre ellos, de darle sentido no solo a un ser antes irrelevante, sino a la vida misma. Por ello termina diciendo: «Eres responsable para siempre de lo que has domesticado».
Tomando en cuenta lo anterior, les relato la historia del Rufo. Este perro fue rescatado por mi esposa cuando lo vio en la calle, reducido a hueso y pellejo, y medio pelado. En un principio, y ya con dos perros que cuidar y alimentar, este animal llegó de manera temporal: solo hasta poder llevarlo a un veterinario y darle los cuidados que hagan falta antes de dárselo a alguien que se pueda hacer cargo a través de una institución. Para no volver larga la historia, no hubo institución ni persona que lo acoja; así que, a pesar de mi resistencia inicial, terminó quedándose. Como se dice, no hay nada más permanente que lo temporal, y ya está con nosotros tres años. Cuando llegó, su estado era lamentable y parecía un mestizo más (como nuestros otros dos perritos). Hoy es un hermoso labrador chocolate de pelaje brillante, que con porte y garbo protege nuestra casa y nos da cariño. Posee una inteligencia impresionante, propia de su raza, aún luego de todas sus heridas y su edad.

En estos años no es poco lo que me ha quitado, pero ha sido mucho más lo que me ha dado. Como cualquier relación de amistad saludable. Me ha mostrado lealtad y compromiso, y yo a él. Quien en un principio no tenía siquiera un nombre para mí (nombramos lo que hacemos nuestro) ha formado un vínculo estrecho conmigo, generando una relación de confianza y seguridad entre ambos. Cierto, a veces nos fallamos, como cuando él se vuelve una bestia salvaje si se encuentra con otro perro o un humano que siente que puede amenazar la integridad de su manada y me arrastra y me tira al suelo en mi pobre intento por contenerlo. O cuando yo pierdo la paciencia con él y le doy un golpe ante lo que para él es una simple reacción según su instinto.
A pesar de que mi Rufo es un animal y no entiende las emociones, es perceptivo en extremo y puede sentirlas, buscando brindar consuelo cuando estoy triste o estresado. Se acerca y pone su cabeza sobre mi muslo, regresándome a ver con ojos de misericordia. ¿En realidad es empático? No, pero se aproxima mucho; quizás más que algunas personas. Y esto se suma a otra característica perruna: el afecto incondicional. A pesar de que lo dejo horas solo en casa o que le castigo si se porta agresivo, no me juzga ni mantiene rencores. Aun cuando su espíritu libre le lleva a querer escaparse a la primera oportunidad (y quizás eso lo condujo a ser callejero), al lograrlo siempre regresa porque sabe que este es su lugar. Su afecto es constante, independientemente de los errores que yo pueda cometer. Igual que el mío. ¿No es eso lo que se espera de una amistad, que resista el tiempo y la distancia, las equivocaciones y debilidades, y que sepa estar, nada más, cuando se la necesita?
El Rufo me puede mantener en tensión si hay que abrir la puerta de calle (para que no se escape) o al sacarlo de paseo (para que no se lance al ataque), y a la vez es capaz de reducir mi estrés solo sentándome junto a él y acariciándolo. Cuando me asalta la ansiedad o la depresión, interactuar con él me da la dosis de oxitocina que necesito para mi bienestar emocional. ¿Quién, sino mis tres perros, me ayudan a combatir la soledad día a día, cuando mi familia sale a sus labores y yo me quedo trabajando en casa? Pero sobre todo este labrador que se acuesta a mis pies, bajo mi escritorio, y me hace sentir importante y querido todo el tiempo. Una amistad sana me proporciona eso: esa sensación de que solo con unos minutos de estar sentados juntos, oyendo música o tomando una cerveza, este amigo es mi cable a tierra que se lleva la soledad y las vicisitudes cotidianas con su mera presencia.
Una temporada les sacaba solo a mis perros a pasear por las calles aledañas a mi casa, en una urbanización cerrada. Al principio, todo fue bien, porque mayormente eran sitios sin mucha concurrencia; sin embargo, tiempo después hicieron un conjunto habitacional en ese lugar y cuando se pasaron a vivir otros dueños de perros, comenzaron los problemas. Con uno en particular, tuve algunos altercados; en parte con razón porque solo al Rufo le sacaba con correa, ya que los otros dos no son agresivos, aunque sí juguetones. No obstante, las maneras de esta persona eran siempre violentas y desconsideradas. Como dicen, sacaba lo peor de mí, aunque yo era libre de caer en su juego. La cuestión es que luego de la última pelea llegó un gran aprendizaje para mí. Después de que este individuo dejó la puerta de su casa abierta para que su perra salga sin supervisión, con el consecuente ataque de mi Rufo, él reaccionó pegándole una patada, y perdí la compostura. Empujándole y gritándole como no hago nunca, terminé alejándome para no volver.
Decidí aprender a controlar mejor a mis perros, sacándolos a pasear frente a mi casa y con correa, con la ayuda de mi hijo (y de mi esposa, cuando puede). Sé que para el Kimo y la Blanche es frustrante, ellos que corrían libres antes y ahora están constreñidos con esas ataduras, pero para mí y el Rufo es una tranquilidad saber que no va a pasar nada grave y nadie lo va a volver a agredir. Algo similar me ocurre con la pirotecnia, porque de los tres perritos, el Rufito es el único que realmente se pone mal con ella, y nos mete en graves predicamentos.
Cuidar de un perro me ha traído un sentido de propósito y rutina nuevos, sobre todo con este labrador chocolate, intenso pero cariñoso, miedoso ante los ruidos, pero aguerrido cuando de defender su manada se trata. Mi amigo Rufo me ha enseñado lo que es el amor incondicional que trae la amistad, pues, aunque no lo sepa conscientemente, más que ninguno de los otros dos y a pesar de sus heridas y traumas, está ahí para mí y para mi familia, llueve, truene o relampaguee. O bueno, no si truena porque le tiene pavor también a los rayos. Mi amigo Rufo me ha hecho sufrir, pero también me ha dado un afecto especial. Como un buen y entrañable amigo que pareces conocer toda la vida y que sabes que, aunque no sean perfectos, siempre se querrán. Mi amigo Rufo me ha reafirmado lo que sé sobre la amistad.
Esa amistad que nace del darse y estar ahí. Simplemente ahí.