Hay ocasiones en las que podemos colgar el cartelito de «incoherente» a una persona porque llama «mala gente» a otra por algo que ella mismo hace. Y quizás colguemos ese cartelito que podríamos ponernos nosotros también. «¡Es un conductor estúpido!, ¿no se da cuenta de que trato de cruzar con mi bici porque estoy apurado?», «¡peatón ignorante!, ¿por qué no espera al semáforo?». Es probable que hayas oído (o incluso dicho) frases similares casi una después de otra. ¿Cierto? La primera disculpa de saltarse la luz roja por la urgencia y porque se debe respetar al ciclista; la segunda permite juzgar al otro como un inconsciente que no obedece las leyes. Los hechos se parecen mucho, si bien ellos son malos tipos y tú tienes una excusa. Cuando lo explico mejor, no sería raro que no te sientas reflejado pues parece ser que alguien que actúa así no es tan bueno. O no quieras sentirte reflejado. ¿Por qué pasa esto?
Cuando analizaba el dicho de que obras son amores, mencioné el sesgo de correspondencia, más conocido como error de atribución. Lee Ross, psicólogo social, consideraba que todos somos «psicólogos intuitivos», intentando explicar nuestros actos y los de los demás para poder enfrentarnos a un mundo demasiado complejo. Así, Ross definía el error fundamental de atribución como «la tendencia de las personas a subestimar el impacto de factores situacionales y a sobreestimar el rol de factores disposicionales en el control de la conducta». Es decir, tendemos a pensar que las personas hacen las cosas porque «son así», y no por las circunstancias que pasan. Ross señala que esto ocurre debido a que el actor es más notable que el ambiente: si vemos a alguien pasando el semáforo en rojo, distinguimos a ese alguien aunque no sepamos por qué lo hace. Esto no deja de tener un elemento cultural, como ha estudiado Bertram Gawronski, otro psicólogo social, al ver que una cultura más colectivista como la japonesa atribuye menos los actos al individuo que a la situación. Y todo esto termina estando relacionado con el locus del control, del cual ya hablé en las publicaciones sobre las máquinas simples en psicología.
Dentro de las múltiples investigaciones que han analizado aspectos de este fenómeno, hay uno que me interesa en particular: el experimento clásico de Milgram. En 1963 Stanley Milgram, psicólogo en la Universidad de Yale, publicó su «Estudio del comportamiento de la obediencia». En él se hizo creer a los participantes que estaban ayudando a un experimento no relacionado, en el que tenían que administrar descargas eléctricas a un «aprendiz» cuando este se equivocaba. Estas falsas descargas aumentaban de forma gradual a niveles que habrían sido fatales si hubieran sido reales. El experimento encontró, de manera inesperada, que una proporción muy alta de sujetos obedecería las instrucciones al pie de la letra. ¿Se trataba de sádicos que disfrutaban con el dolor supuestamente infligido o solo seguían órdenes?
Traigo a colación este ejemplo porque es muy probable que estés pensando que, si hubieras participado en ese experimento, te habrías detenido y protestado en cuanto vieras el sufrimiento del «aprendiz». Lamento desilusionarte, pero es muy posible que no lo hubieras hecho. La idea de este experimento surgió de la necesidad de investigar si el argumento de la «orden superior» que se esgrimió en muchos juicios sobre crímenes de guerra nazis era válido. Más allá de cada caso particular, por lo estudiado está visto que sí podría utilizarse dicho argumento. Es por esto que cuando «condenamos» a alguien por los actos que cometen, por atroces que sean, podemos estar equivocándonos.
El sesgo de correspondencia, como vemos, nos ciega ante las circunstancias. Pensamos que alguien que hace daño es una mala persona, no hay vueltas que darle. Sin embargo, cuando nosotros causamos dolor tenemos mil excusas para demostrar que, aunque seamos buenos, terminamos equivocándonos sin quererlo. Esto funciona también en el sentido positivo: tendemos a calificar de manera favorable a una persona que ha realizado algo bueno, aunque lo haya hecho sin mucho interés y hasta obligado. Un ejemplo frecuente es el de ciertos «filántropos» que crean y mantienen fundaciones de ayuda al necesitado: los consideramos admirables, aunque en el fondo su único interés sea reducir sus impuestos. A la final, un acto nos puede llevar a juzgar al individuo que lo efectúa.
Yo considero que no existen, por esto, buenas ni malas personas. Y aquí recuerdo a Jesús cuando decía «nadie es bueno sino solo Dios». ¿Podemos llamarnos buenos o malos por nuestras obras? Es seguro que hay personas que hacen muchas cosas buenas o algunas pero muy buenas, y en contraste quienes hacen muchas malas o algunas muy malas. Sin embargo, en general, todos nos consideramos buenas personas aun cuando tenemos aciertos y cometemos errores, casi «miti-miti» (50-50). ¿Podemos realmente ser tan tajantes en nuestros juicios? Por ello, yo digo que, ya que somos imagen de Dios herida por el pecado, somos capaces de actos maravillosos o terribles. Y no podemos andar poniendo etiquetas de buenos y malos por ahí. El error de atribución fundamental está presente si lo hacemos.
En lugar de calificar a las personas de buenos o malos por hechos concretos, aprendamos a mirarlos en sus contextos y sus capacidades, en sus potencialidades evidentes e intenciones expresas. Más allá de ese reconocimiento, poco podemos saber. Mirémonos como Dios mismo nos ve, Él que entiende que no somos perfectos. Comprendamos que somos libres, pero también sujetos a circunstancias que no siempre nos permiten actuar como quisiéramos. Esto nos quita un gran peso de encima, y nos faculta también para prescindir de la excusa. Amemos, encontrémonos, conozcamos. De ahí en más, las relaciones se vuelven más humanas y más reales.
Miremos con los ojos del amor, no con los ojos del prejuicio.
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