Esta es una frase con la que me topo a menudo, no solo en consulta sino en muchas personas que conozco. Y debo reconocer que yo mismo la he dicho varias veces. Es el reflejo de pensar que, hagamos lo que hagamos, nuestra situación no va a cambiar. Se presenta en múltiples campos y las consecuencias pueden llegar a ser devastadoras. Por esto, conviene entender bien el mecanismo psicológico que origina esta idea tan fuerte como negativa.
El concepto detrás de esto es la indefensión aprendida, acuñado por el psicólogo norteamericano Martin Seligman cuando inició una investigación en 1967, junto con Steven F. Maier. Iniciaron con un experimento sobre aprendizaje condicionado con perros. Este hizo preguntarse a Seligman por qué un grupo de animales no reaccionaban ante un estímulo negativo, mientras otros sentían tener control sobre él: ¿habían aprendido que no existía manera de evitarlo? Entonces pasó a experimentar con humanos, al cuestionarse si esa respuesta podía llevarlos a comprenderse indefensos. En la tercera etapa probó la hipótesis de relacionar ese aprendizaje con la depresión. Todos estos enfoques se dirigían a una respuesta de inacción ante un estímulo negativo. Sin embargo, al ser cuestionado haciéndole ver que un organismo no puede aprender una respuesta inexistente, entendió que se trataba del proceso contrario: cuando no existía una explicación a la sensación de indefensión, no se aprendía la respuesta evitativa. Esto lo llevó, por último, a trabajar en la psicología positiva y el uso de la prospección para generar reacciones saludables.
Lamentablemente, los términos “indefensión aprendida” no son muy afortunados. Incluso, en el inglés original, la palabra helplessness podría traducirse más bien como impotencia, aunque también como desamparo, desesperación, incapacidad, entre otras. Y, además, en realidad no estamos aprendiendo esta impotencia, sino que no aprendemos a usar la capacidad que nos salvaría. De todas formas, el concepto se ha quedado y nos resulta útil para comprender cómo funciona dicho proceso mental. Este es un tema amplísimo, por lo cual seguramente le seguiré dedicando otros artículos. Sin embargo, siendo muy concisos, se trata de que percibimos que no podemos modificar algo y en consecuencia dejamos de intentarlo. Esto nos lleva a otro concepto relacionado: el fatalismo. Este nos señala como inevitables ciertas realidades, solo porque nunca nos enseñaron si es posible cambiarlas.

En cuanto a su relación con la depresión, la indefensión aprendida puede influir en ciertos aspectos de su origen cognitivo. Dejemos de lado el componente químico que le compete a la psiquiatría. El pesimismo, la deficiencia para solucionar problemas, la insatisfacción, la frustración, la autoestima baja, la inseguridad, etc. intervienen aquí. Si la mente fuera tan sencilla de estudiar como una máquina, tal vez podríamos ver la depresión como una consecuencia indirecta de la indefensión aprendida, a través de ellas. Por poner un ejemplo: si una persona crece viendo como los adultos le resuelven todos sus problemas, cuando llega a la mayoría de edad no sabe cómo manejar los contratiempos. Entonces, algo tal vez pequeño, común y solucionable como puede ser una discusión con el jefe en la oficina se convierte en una carga pesadísima e insoportable que lo lleva a la depresión, y –en casos extremos– al suicidio.
Este fenómeno es capaz de tener un impacto social fuerte y palpable. Las personas que se autoperciben como inferiores, débiles, inútiles o incapaces suelen vivir relaciones abusivas. Esto genera dependencia, haciendo que la víctima del abuso sienta que no hay otra manera de relacionarse con el otro que de esta, dañando su integridad. Y, ya lo sabemos, es frecuente que la dependencia vaya acompañada de codependencia. Lo que conocemos como relaciones tóxicas tienden a provenir de dos personas que no aprendieron a enfrentar conflictos. El uno, quizás, siente que la única manera es hacer una rabieta (gritar, insultar, romper, golpear); el otro, tal vez, solo se queda paralizado; el de más allá, posiblemente, no piensa en otra cosa que huir. Todas opciones muy distintas a enfrentar el problema por la vía racional y buscarle una salida para el bien de ambos.
Otros efectos colaterales de la indefensión aprendida van desde la cultura de pobreza hasta el fracaso escolar o laboral, pasando incluso por un sistema inmunológico debilitado. Surge una pregunta relacionada: ¿hasta qué punto yo soy dueño de mi destino? Si estoy enfermo, suelo creer que algo entró en mi cuerpo, o se dañó en él; busco la causa afuera, no en mí. Si no me va bien en los estudios o el trabajo, veo que los factores externos son determinantes. Si soy pobre, tiendo a pensar que es culpa de los ricos o del sistema opresor; no considero que podría salir por mis propios medios.
En resumen, quizás esté evitando hacerme cargo de mi parte de responsabilidad en los acontecimientos de mi vida. Considero –por un lado– que no tengo las capacidades para mejorar mis condiciones, o –por otro– que la causa está allá afuera sin posibilidad de intervenir. La realidad es que estamos en algún punto en la mitad. Lo que nos ocurre puede ser algo inevitable; lo que sí es cierto es que tengo la capacidad de aprender a reaccionar de una manera activa, incluso proactiva (anticipándome a los hechos), para que no me afecten, me afecten menos o poder darle la vuelta y que me influyan positivamente. Decía san Pablo: «todo lo puedo en Cristo que me fortalece». La prospección de Seligman es eso: prever posibles consecuencias para estar aptos de crear planes de contingencia, saber actuar a las distintas posibilidades. Como un juego de ajedrez.
Los seres humanos tenemos las capacidades necesarias para enfrentar los embates de la vida, se trata de aprender cómo.