Este es un artículo que tiene un origen muy personal, pero que espero que pueda servir a más personas. En el fin de semana largo que pasamos (aquí en Ecuador el 2 y 3 de noviembre son feriados) nos cambiamos de casa junto con mi familia. Como es obvio, en los días previos estuve emocionado y angustiado, diría que en partes iguales. Mi esposa y mis hijos se encontraban en situaciones similares. Sin embargo, creo que estamos sacando lecciones de vida de todo esto.
Viktor Frankl solía citar a Nietzsche: «Quien tiene algo por qué vivir, es capaz de soportar cualquier cómo«. Una mudanza es uno de los estresores más fuertes para el ser humano, y dentro de la escala de estrés desarrollada por los psiquiatras Thomas Holmes y Richard Rahe en 1967, puntúa con un 20/100. Es parte de aquellos acontecimientos importantes de la vida (matrimonio, ingreso a la universidad, tener hijos, etc.) que son en gran medida elecciones personales que se toman en busca de una autoactualización (usando el concepto de Maslow). No por ello dejan de traer duda e incertidumbre, e incluso miedo. Aunque uno haya decidido cambiarse de casa, sigue siendo un evento extraordinario e intenso y por tanto trae ansiedad. Es una ansiedad positiva y natural (como recordábamos a Rollo May en otro artículo) si el cambio de residencia no ha sido impuesto ni obligado por las circunstancias.
En mi caso, el cambio fue bastante inesperado, pues vino de una propuesta que no se veía en el horizonte inmediato. De todas formas, es parte de un camino familiar que queremos que nos lleve cada vez a una vida mejor, más estable, más liviana. A la larga, entra en el contexto de este año que ha sido una total sorpresa para toda la humanidad. Y como tal lo hemos tomado como parte de la gran mudanza que nos ha traído la pandemia: este volverse a encontrar con uno mismo para tratar de ser nuestra mejor versión.
Toda mudanza implica el punto de encuentro con el pasado, el presente y el futuro. Comenzamos a hurgar entre las cosas que guardábamos, muchas veces sin recordar siquiera que lo habíamos hecho, y nos enfrentamos con lo que vivimos años atrás. Pero esto, equilibrado con ese movimiento hacia el futuro que implica el cambiar de lugar de residencia, nos confronta con un presente que precisa decisiones. Tenemos que saber con qué nos quedamos y con qué no, qué desechamos y qué adquirimos para apropiarnos de este nuevo espacio y convertirlo en un hogar.
Este encuentro con el pasado es especialmente valioso si lo usamos para entender nuestra historia y, con ella, lograr proyectarnos hacia la persona que queremos llegar a ser. Encontrar un papelito que nos lleva a un momento específico en el cual sentimos, pensamos y vivimos de cierta manera nos permite compararnos con aquello que hoy sentimos, pensamos y vivimos. Y evaluar el crecimiento (o no) que hemos tenido. Habitar este nuevo espacio, asimismo, nos ayuda a soñar más alto, habitando nuestro propio ser actual y lanzándolo hacia el futuro.
Mudar, cambiar, es la esencia del Universo, y lógicamente del ser humano. Estamos en esta vida peregrinando. Pasando de Egipto a la Tierra Prometida. Entender el cambio como una oportunidad de crecimiento, más que como una necesidad, y percibirlo con sus pros y sus contras, nos impulsa a una actualización de nuestra persona progresiva y constante, pero a la vez pausada y paciente. Una mudanza de casa es un símbolo de las etapas por las que vamos pasando como individuos, como familia, como grupos humanos. Y nos permite tomar perspectiva.
Cambiarse de casa es permanecer en el hogar, pero con una nueva cara hacia el mañana.
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