Cuando meditaba en este artículo, pensé hablar de los medios sociales en general y su relación con la realidad, con las consecuencias en nuestras emociones, pensamientos y actos. Me di cuenta de que es un tema muy amplio, y del cual ya –seguramente– mucho se ha hablado. Así que he pensado que se puede convertir en una serie, donde me enfoque en un aspecto de ellos cada vez. Por esto quise comenzar por Instagram, tal vez porque es el que más me gusta (aunque todavía no lo manejo como se debe), tal vez por ser la red social de mayor crecimiento hoy, o tal vez por ajustarse más a las predicciones del sociólogo Marshall McLuhan desde mi punto de vista.
A pesar de ser yo mismo un migrante digital (cuando nací no se habían popularizado los medios electrónicos, aunque con el tiempo me moví a vivir en ellos), estos medios nunca me fueron extraños. Es más, en mi adolescencia fui un geek, uno tercermundista, claro. Es decir que devoraba material sobre computación, pasaba horas frente a mi Atari 400 (y luego una TI) jugando y programando, y hasta era fanático de cuanta película y serie hablaba de esos aparatos. Y cuando llegó la Internet y con ella las redes sociales, me enganché rápidamente. Pensé que podía ser un vehículo de cambio para el mundo a través de la defensa de la verdad. Y lo sigo creyendo, aunque de una manera más “show and tell” (si cabe la comparación), que dentro de debates interminables.
Marshall McLuhan hablaba de que con la popularización de la escritura se pasó del hombre oral al hombre visual. De la transmisión colectiva de la información en el fogón, alrededor de los ancianos de la tribu, al consumo individualista a través de la palabra escrita y luego la imagen reproducida (desde las artes visuales hasta la Internet). «El alfabeto fonético redujo el uso simultáneo de todos los sentidos que es la expresión hablada, a un mero código visual«. Instagram es una muestra muy clara de esto, incluida la televisión como contenido (también palabras de McLuhan) en IGTV. Es tal vez la aplicación más palpable del mito de Narciso que usaba McLuhan: la persona se enamora no de sí misma, sino de la imagen que proyecta y que ve reflejada en estos medios electrónicos. Por eso, Spencer Greenberg (un matemático interesado en las ciencias sociales), habló de la envidia como el pecado capital que habita en Instagram: todos quieren mostrarse mejor de lo que se muestra el otro.
Es debido a esto que, en la caza de likes (de corazoncitos), es natural que entremos en una ansiedad por mostrar lo espectaculares que somos. No vale poner una foto del momento en el que nos levantamos, todos desordenados y sin maquillaje. No vale poner el huevo frito que nos comimos para pasar el hambre porque no pudimos comprar nada más. No vale presentar la imagen de nuestro cuarto sucio o en caos. O vale únicamente si la representación que queremos mostrar es la de la víctima que, más que likes, necesita mensajes de apoyo y comprensión. Sin embargo, si no es así, lo que deseamos enseñar es la fotografía de nuestra mejor cara, alegres y positivos, luminosos y exitosos, serenos y audaces. Porque el mundo necesita conocerme y enamorarse de mí, así yo podré sentir que valgo la pena. A la larga, quiero ser como me presento, a ese sí lo amo y me parece amable.
Todo ser humano busca aprobación, pues de esa manera sabemos que somos valiosos y podemos seguir aportando a la sociedad porque estamos la ruta correcta. O, por el contrario, nos sabemos capaces de entender dónde podemos corregir para seguir creciendo. El problema surge cuando esta necesidad de aceptación se choca con una autoimagen muy pobre (y, normalmente, reñida con la realidad). Entonces nuestro ego nos pide brillar, sea como sea, y de manera desesperada. Y las redes sociales, en particular Instagram, han llegado para ser utilizadas con estos fines.
Una autoimagen sólida no necesita aplausos para saber quién es y cuánto vale. El amor propio comienza por entender el amor que Dios nos ha tenido para crearnos, y de ese amor comienza a brotar los amores de nuestros padres, nuestros hermanos, nuestros amigos… de los demás. Amores que no surgen de cómo nos vemos, sino de quiénes somos: seres únicos e irrepetibles, tesoros por nuestra singularidad y por lo que podemos brindar al mundo, con los talentos que vienen de la Providencia. Reconocer esto es el primer camino hacia el trabajo denodado en la construcción de uno mismo, hacia el aprovechamiento de los dones, hacia la consecución de la vocación-misión. En fin, del sentido.
Instagram puede ser una herramienta valiosísima para mostrar al mundo, a quien quiera verlo, lo que tenemos para dar. Pero que esta transmisión de nuestro ser no se choque con el respeto a nuestra propia integridad, y –obviamente– la de los otros. Que no se convierta en una competencia, en un nido de sentimientos negativos hacia los logros del vecino. Un lugar donde podamos regar amor, donde podamos transmitir la luz de la verdad, y no la careta, el engaño, la hipocresía y la doblez. Si sabemos manejar los medios sociales como lo que son, dones de Dios para la comunicación de la verdad, entonces no solo serán positivos sino necesarios.
Que el Instagram sea el nuevo fogón donde aprendemos y compartimos.