Cada año nuevo uno comienza a escribir o a pensar en los buenos propósitos para los siguientes meses. Se supone que son buenos, porque entendemos que el ser humano siempre tiende al bien, a menos que se haya despistado de su imago Dei interior. O sea, en condiciones normales nadie se propone conscientemente un plan para hacer daño a otro o a sí mismo. Sin embargo, nuestras ideas pueden llevarnos al mal si están desordenadas. Un ejemplo: si para una persona amar a alguien implica perseguirlo, acosarlo, porque siente inseguridad de sí misma o de la relación, es evidente que aunque piense buscar el bien de ambos, está logrando justo lo contrario. (Me viene a la mente la película Sólo te tengo a ti, de Laetitia Colombani). Pero lo que pretendo es hablar de esos buenos propósitos, conscientes de nuestro fin último y en sintonía con nuestra vocación de vida.
Por eso quiero escribir el presente artículo, y deseo que sea más personal que otros que he escrito en este blog. Es de esperar -en consecuencia- que sea menos meticuloso y ordenado, sin tanto respaldo documental o científico. Lo que pretendo es escribir sobre mi experiencia… y la de otros, que inevitablemente se funden en una sola, porque soy psicólogo y porque trato de ser empático siempre. Lo iré escribiendo según me vaya saliendo. El caso es que, al hablar de los proyectos que hacemos para nuestra vida, hay que considerar muchos aspectos que pocas veces tomamos en cuenta. Con el tiempo, he ido notándolos, y a eso voy.
Cuando tenía 14 años mis propósitos eran muy simples: ordenar mis revistas y libros; leer más; oír, tocar y grabar más música; pasar a limpio lo que había escrito… y seguir viviendo. Eso implicaba hacer deberes del colegio, jugar «monofútbol» (algún día les cuento) y videojuegos (sí, soy de la generación que conoció esos primeros entretenimientos electrónicos). Sin saberlo, estaba construyéndome. Encontrando una organización en las cosas que me gustaban, pero también un propósito. No escribía por escribir, no leía por leer. Quería ser como mis ídolos, que en esa época eran los que aparecían en la Antología del humor (1958-1959) publicada por Aguilar, entre los que estaban César Bruto, Gómez de la Serna, Álvaro de Laiglesia, Jardiel Poncela, Wimpi, etc. Humor, principalmente. Quién diría.
Antes de eso, no existía para mí tal cosa como «propósitos de año nuevo». Es lógico, un niño no se plantea mucho del futuro, a no ser para desear llegar a los treinta años «y hacer lo que uno quiera». Después, en cambio, el vértigo de la libertad: realmente ¿qué es hacer lo que uno quiere? ¿qué es querer lo que uno hace? En el tránsito entre olfatear una habilidad que concuerda con un gusto, el distinguir entre un pasatiempo y una profesión, y abrazar las vocaciones, me fui volviendo adulto. Y el adulto se propone ser mejor cada día (o, al menos, cada año): dietas, estudios, ejercicios, son parte de esos propósitos comunes. Ya las cosas son más serias. No tenía proyectos tan banales o a corto plazo. Seguía queriendo ser como mis ídolos, pero ahora estos ídolos iban poco a poco volviéndose más consistentes. Eran seres humanos que buscaban la eternidad. Y yo la perseguía con ansias.
Ahora, a mi media centuria de edad, ya no soy tan ambicioso. Me basta con querer hacer un poco más y un poco mejor las cosas que hice en el 2020. Me basta con tratar de sanar algunas heridas algo más que el año anterior. Me basta con volver cada vez más sólidas mis relaciones, con mi familia, con mis amigos. Me basta con encontrarme más conmigo mismo y con Cristo, y a través de ello hacer que otros se encuentren con Él de una forma más cercana. Encuentros, de eso va esta etapa de mi vida. Quiero simplificar, quiero dejar de desear y tener más humildad en el sentido filosófico (etimológico) de la palabra. Quiero ser más quien el Señor quiere que sea, y menos quien pienso que los otros quieren.
Me encantaría que alguien lea esto y me diga cuáles son sus propósitos para este año, y si en algún punto coinciden con los míos, con los históricos o los actuales. Me encantaría que hablar de qué busco le ayude a alguien a buscar lo suyo. Me encantaría que este psicólogo deje de serlo por un momento para ser una persona más que simplemente documenta sus pensamientos. Una voluntad impulsada por una inteligencia. Y no puedo sino agradecer por cada individuo que me dice que una palabra o una idea que transmití le regresó a su camino, a darle un sentido a todo. Le regresó a sí mismo. Ahí está el encuentro. Pues cuando uno mira al otro como es, ya no pretende que sea alguien diferente, sino que sabe qué esperar de él. Y esa labor comienza por uno.
El propósito de este año es salir más, al encuentro conmigo, el otro y Cristo.