En el artículo anterior hablé de cómo la culpa podía entenderse como una herramienta adaptativa que nos permite corregir nuestros errores para vivir mejor con nosotros mismos y en sociedad. Sobre todo que, como tal, es un don divino que nos permite arrepentirnos, reconciliarnos y reparar. Y me había enfocado en la forma de detectar si esa culpa nos está paralizando y haciendo daño. También debo recordar que en otra publicación traté del autoengaño como evasión a la culpa. Ahora, una vez que nos dimos cuenta de la culpa que no nos ayuda, pongamos atención en cómo enfrentarla y encontrarle un propósito.
Había citado a Larry Barber al mirar bajo una lupa espiritual a esta culpa adaptativa, que nos lleva a eliminar el miedo y actuar con amor y misericordia. Señalaba, en un post anterior sobre la muerte, que Frankl consideraba la culpa como parte de una «tríada trágica», pues el ser humano inevitablemente se topa con ella, pero que puede darle sentido. El sentido de la culpa es el cambio. Abraham Maslow consideraba que uno de los rasgos de las personas que buscaban la autoactualización (el pico de su pirámide) era una culpa contextualizada y realista. Me recuerda a Rudolf Allers: «al margen de la neurosis no queda más que el santo». ¿Cómo podemos, entonces, darle este valor positivo?
1. Amor. Un requisito para transformar la culpa en cambio es el amor. El amor a uno mismo que actuó equivocadamente, amor a quien se dirigió la consecuencia negativa de ese acto y amor al fin último al cual destino el cambio. Muchas veces la falta de amor propio y la culpa están girando en un círculo vicioso. No me amo porque me siento culpable, me siento culpable porque me considero débil, y me considero débil porque no me amo. Aprender a amarme como ser imperfecto me permite manejar la culpa adecuadamente, revirtiendo mis flaquezas a través de mis fortalezas.
2. Conocimiento. Al amor se llega a través del conocimiento. Debo entenderme, tratar de comprender las dimensiones del daño en el otro y abarcar lo mejor posible el sentido último de mi vida. Es decir, debo procurar entender lo más claramente que pueda el objeto de la culpa. Conocer de dónde nace y hacia dónde me dirige. ¿Alguna herida del pasado me lleva de forma inconsciente a actuar así, o elijo con libertad el error? ¿Mi libertad está condicionada por alguna circunstancia o realmente escojo hacer daño? ¿Mi sentimiento de culpa me impulsa a ser mejor o solo me tira abajo? Esas y otras preguntas nos ayudan a entender mis actos, tanto en los errores cometidos como en el heroísmo del que soy capaz.
3. Perdón. No lograré avanzar luego del error si no puedo perdonar. Perdonar a quienes pueda encontrar en la profundidad de mi historia como corresponsables, pero sobre todo perdonarme a mí mismo. «Como el oriente está lejos del occidente así aleja de nosotros nuestras culpas», dice el salmo 103. Si Dios nos perdona con tal misericordia, ¿por qué hemos de ser más duros que Él mismo? Si hallamos esa capacidad de perdonar a otros y a nosotros mismos, el peso de la culpa deja de existir, y caminamos ligeros hacia la transformación de lo malo en nosotros.
Todo esto tiene una palabra clave: aceptación. Aceptación de nuestra esencia herida por la tendencia al mal, pero amparada en la imagen divina que llevamos dentro y que nos permite cambiar nuestra mente. Aceptación del error cometido, pero también de que no queremos volver a caer. Aceptación de la misericordia que nos permite levantarnos cuando estamos en el suelo. Aunque podamos sentirnos como un niño desvalido ante el regaño del adulto, tenemos la posibilidad de cortar con esa lógica de terror y culpa.
Voy a poner un ejemplo: una persona (llamémosle Pepito) que no está segura de sí misma siente que el no haber contestado el teléfono a su amigo Juanito es algo gravísimo y seguro él está enojado. Pepito no se siente capaz de hablar con su amigo por la vergüenza y se aleja. Siente un enorme cargo de conciencia cada vez que lo recuerda. Solo cuando este vuelve a hablar con Pepito, él puede darse cuenta de que su amigo nunca se sintió herido porque él no le haya respondido, sino que pensó que estaría ocupado y que cuando esté libre le devolvería la llamada, aunque eso no ocurrió. En ese momento, Pepito se sintió culpable, en cambio, por no haber buscado de nuevo a Juanito. Él, para hacerle sentir mejor, le dice que no se preocupe, que él entiende lo que pasó, y que haga lo que haga valora tanto su amistad que no vale la pena hacerse lío. Esta frase le hace dar cuenta a Pepito que tiene cualidades que tal vez no había notado en sí mismo, y que la amistad de Juanito es tan importante que es una tontería estar fijándose en pequeñeces en lugar de aprovechar esa relación tan valiosa. Se decide a que la próxima vez que no pueda contestar a su amigo, le devolverá la llamada sin problema.
Vemos en este caso simple como la culpa puede (al principio) ser negativa y desadaptativa, impulsando al sujeto a la inacción, el dolor y el remordimiento. Pero esto surge de una falta de autoestima muy grande, y de un desconocimiento del valor del otro y de la importancia de la relación como fin hacia el que caminar. Sin embargo, esto puede ser cambiado de rumbo hacia una correcta apreciación de la realidad, llevando a reprogramar los actos hacia un fin siempre positivo, adaptativo.
En resumen, si somos capaces de amarnos, amar al otro y amar el fin último que le hemos dado a nuestra vida, buscaremos entendernos mejor, entender nuestras circunstancias, y encaminarlas hacia un propósito de bienestar para nosotros y nuestro entorno. Todo, a través del amor. La culpa es un don que nos hace darnos cuenta de los errores que cometemos, pero con el fin de transformar nuestra mente (como decía San Pablo) y llegar a ser esa imago Dei que nos tensiona hacia la Salvación.
Porque más allá de toda culpa debe estar el cambio que nos haga más santos.