Se ha cumplido un siglo del estreno de El chico (“The kid”, o también “El pibe”), esa obra maestra de Charles Chaplin, una de las mejores no solo del cine mudo o del cine cómico, sino de la historia mundial de este arte. Me gusta especialmente, en lo personal, por su mezcla de humor y drama (“con una sonrisa… y quizás una lágrima”, como rezaba en la apertura), y porque es uno de los pocos filmes que han disfrutado mis hijos sin que sientan el paso del tiempo (¡cien años!). Y creo que hay muchas lecciones psicológicas que podemos sacar de él, así como de su autor. Digo autor, porque Chaplin escribió, produjo, dirigió, actuó, y hasta compuso la música luego. Veamos un poco. Ojo, si alguien no la ha visto, vaya urgente porque se vienen spoilers.
Esta es una de las obras que mejor hablan sobre paternidad. Algunos argumentarán que el Vagabundo no es el papá del chico, pero ser padres no es una cuestión de sangre, sino de vínculos, apegos… de amor. Qué más amor que el de este vagabundo, que en un primer momento quiere que otro se haga cargo del niño, pues él a duras penas puede mantenerse él mismo. Vista la circunstancia inevitable, lo lleva a vivir con él y lo cría, buscando no hacerle sentir las carencias. Hay, de alguna forma, un antecedente a ese cuidado y apoyo mutuo en Vida de perros (1918), donde el perro rescatado es una imagen de ese hijo abandonado que fue el mismo “Charlot”.
Es probable que no sea casualidad que este sea el primer largometraje de Chaplin, pues resulta una forma de reciclaje emocional (el concepto divulgado por David J.Pollay): su infancia fue muy carencial, entre el alcoholismo de su padre (a quien vio muy poco) y los problemas psiquiátricos de su madre. Quizá El chico refleje el dolor del abandono de sus primeros años, aunque él decía: “mi infancia fue triste, pero ahora la recuerdo con nostalgia, como un sueño”. Tenía una imagen afectuosa de su madre, a pesar del descuido que tuvo con sus hijos. Señalaba que a ella le debía su capacidad para actuar (aunque su padre también fue actor), pues recuerda con cariño una ocasión en la que estaba en cama con fiebre y ella se sentaba frente a la ventana, imitando a las personas que veía pasar para que su hijo se entretuviera en esa «cuarentena». También dice que en esa misma ocasión ella hizo una interpretación tan entregada del amor, la piedad y la humanidad de Cristo que “quería morir esa misma noche y encontrarse con Jesús”. Becky A. Bailey, en su hermoso libro Fácil de amar, difícil de disciplinar, señala que padres e hijos hacen un viaje juntos del temor al amor, y que de ahí nace la seguridad.
Otra catarsis que podemos encontrar en el filme se da frente a la pérdida de su primer hijo, apenas un par de años antes. El sufrimiento que había vivido en su relación con Mildred Harris, su primera esposa, el embarazo y la posterior muerte del bebé, lo llevó a un bloqueo creativo. Un bloqueo del cual solo salió para comenzar a trabajar en esta película (el reciclaje emocional). Ese cariño paternal no lo volcó únicamente en la cinta, sino que se lo mostró al actor infantil Jackie Coogan, a quien siempre dio su mano, aun de adulto. Chaplin solía preocuparse por el bienestar de sus amigos (incluso de sus ex parejas), sobre todo en el plano material, llegando a sentenciar: “ayudar a un amigo necesitado es fácil, pero darle tu tiempo no siempre es oportuno”. Y para Coogan fue un amigo y, de alguna forma, un padre. Ante el conflicto que tuvo con sus papás cuando llegó a la mayoría de edad para darse cuenta de que habían dilapidado su dinero, Jack acudió a Charles y él lo apoyó, como se dice, con plata y persona.
Más allá de las anécdotas alrededor de la filmación o del argumento de la cinta, creo que hay que resaltar en ellos (en ambos) –precisamente– el amor, la piedad y la humanidad que Chaplin vio en la representación de Cristo que hizo su madre cuando él convalecía en cama. Ella quizá no pudo ofrecerle mucho, dadas las circunstancias de su vida, pero le dio esa enorme lección que nunca olvidaría el gran director. A veces nos torturamos por no darles a nuestros hijos una vida cómoda, aun cuando las maneras de mostrarles amor pueden ser las que menos pensamos. Lo que más les hace falta es que estemos ahí. Como el Vagabundo con el Chico. Esa complicidad que les permitía sobrevivir los unía más allá de las carencias. El padre deja su vida por su hijo, un hijo que no llegó de un modo ideal, pero que termina resultando una bendición para aquel hombre solitario y necesitado.
El chico es una obra maestra no solo por su calidad cinematográfica, sino por su historia y el mensaje de amor, piedad y humanidad que transmite. Nos da una lección también, así como los recuerdos de Chaplin sobre su madre, acerca de lo fundamental en la labor paterna: luchar juntos contra el miedo a través del amor. Nuestros hijos requieren que estemos ahí, cinco, diez minutos al día, lo que podamos, pero sobre todo cuando más nos necesitan. No todo el tiempo, y no siempre como creemos nosotros los adultos. Nadie puede juzgar cuándo lo que damos es poco, excepto nuestros propios hijos. Estoy seguro de que Hannah, la madre de Charles Chaplin, no imaginaba todo lo que estaba dejando en él con esas representaciones frente a la ventana. Y, si queremos pensar que el arte aporta a mejorar el mundo, el legado que estaba dejando a la historia.
El amor, la piedad y la humanidad son armas invencibles contra el miedo. Usémoslas.