Al inicio de mi adolescencia salió una película que me encantó y pienso que en cierto sentido definió parte de mi vida: Juegos de guerra, de John Badham. En ella habla de una máquina que convierte un videojuego en un conflicto bélico de verdad. Hoy entiendo lo visionaria de esa cinta. En esos primeros años de mi vida, las computadoras representaban una fascinación que con el tiempo llegó incluso a darme de comer. Y todo comenzó como un juego, para pasar luego a una serie de videojuegos.
Hoy en día, los adultos solemos pensar que los videojuegos son una pérdida de tiempo, una adicción, que atrofian el cerebro e incluso el cuerpo de los jóvenes y que los aíslan de una manera enfermiza. Pero, una vez más, lo malo no son los videojuegos, sino cómo los usamos. Aparte, el gran error está en considerarlos, por un lado, algo ajeno a la revolución digital de la cual nos servimos y, por otro, cosas totalmente distintas al resto de juegos. Existe la imagen del gamer como una persona sin ambiciones, sin futuro, condicionada por su hábito y destinada al fracaso. Nos sorprendería ver cuántos de los que hoy consideramos “exitosos” comenzaron su vida no solo jugando frente a una pantalla, sino creando esos juegos e iniciando emporios con su programación y venta. El “gurú” de la revolución digital, Steve Jobs, inició vendiéndole a la enorme Atari el juego Breakout que había programado su amigo Steve Wozniak. Elon Musk, el magnate vanguardista de PayPal, Tesla y SpaceX, comenzó programando en la pubertad un juego del espacio llamado Blastar en una de las primeras computadoras personales, la Commodore VIC-20, cuyo código compró la revista sudafricana PC and Office Technology. Y solo nombro un par de ejemplos.
En entregas anteriores hablé sobre los medios sociales, considerando que (como dice McLuhan) están modelando la sociedad actual. Sin embargo, detrás de esa revolución se hallan, precisamente, esos gamers primigenios como Musk o Jobs. Es por ello que la sociedad del siglo XXI está configurada a través de los videojuegos, pero no esos tan detallados y realistas como GTA, sino los protagonizados por invasores del espacio y hombrecitos con martillos pixelados de 8 bits. Es decir, no son los millenials los que están cambiando la forma de entender el mundo: hemos sido la generación X. Es lo que reflexiona Alessandro Baricco en The Game, donde también señala que “The Game es el nombre que le doy a la civilización que estamos viviendo y que sustancialmente es una civilización que busca mejorar el mundo”. Es un mundo concebido como una gran red, informativa y social. La generación X y sus padres tuvieron que demostrar a través de los videojuegos las potencialidades de esas nuevas tecnologías que hoy son tan comunes y naturales. Todas las interfaces que usamos hoy fueron inspiradas en esa estética y esa lógica de los primeros entretenimientos electrónicos de finales de los 70 y comienzos de los 80 del siglo anterior. Y esa interacción se ha traducido en una vida inmediatista, que busca la recompensa, y que está ávida de pasar a los siguientes niveles lo más rápido y mecánicamente posible.
El ser humano inventó el juego casi al mismo tiempo que las herramientas de subsistencia. Es más, este funciona incluso en los animales superiores como entrenamiento de las crías para la vida adulta. Pero el hombre lo llevó más allá: el homo sapiens seguía jugando aun después de crecer, como medio de relacionarse con sus congéneres, como distracción de una vida llena de retos e incluso como recurso para demostrar superioridad entre el ganador y el vencido. Creó el deporte y los juegos de azar. Obviamente, esto ha tenido consecuencias tanto positivas como negativas para individuos y comunidades. De todas formas, el juego ha sido una pieza clave en el desarrollo de la humanidad.
Una de las mayores críticas a los videojuegos es que generan conductas violentas. Lo cierto es que existen muchos estudios que apuntan a que posiblemente es al revés: familias disfuncionales y relaciones tóxicas son el caldo de cultivo de actitudes violentas, y estas hacen que se busque películas o juegos que estén en consonancia y que luego pueden verse reflejadas en la vida real. Aparte, como correlación no implica causalidad, que alguien que juega cosas violentas tenga conductas paralelas no quiere decir que lo uno necesariamente cause lo otro.
¿Por qué, entonces, satanizar los videojuegos? Tal vez por el desconocimiento que es fuente del miedo. Tal vez porque la mente tiende a enfocarse más en los peligros que en las oportunidades. Lo cierto es que debemos aprender a valorar los videojuegos como enormes recursos de herramientas cognitivas para niños, adolescentes y adultos. El punto está en qué podemos jugar y qué no, cuánto somos capaces de jugar sin sacrificar otros aspectos de nuestra vida y cómo debemos jugar para no convertirnos en esclavos. No le voy a dar a mi hijo de 8 años a que juegue Sniper Elite 4, ni voy a pretender que mi hija de 14 se divierta con Pocoyo o que yo le saque algún provecho a pasar la tarde cazando moneditas en una carretera. Qué, cuánto y cuándo son las claves.
La sociedad actual está modelada como un juego, y debemos aprender a jugarlo a riesgo de perder la partida si nos quedamos fuera, es lo que dice Baricco. Entonces no podemos entender la cultura digital sin entender que fue construida por esos niños que descubrieron, asombrados, que un mando hacía que una figurita tome una acción en la pantalla, inmediatamente, y con consecuencias positivas o negativas. No podemos denigrar esa transformación sino subirnos a ella para alcanzar realmente a articular una cultura que nos vuelva más humanos a través de la hiperconexión. Y jugar, jugar juntos, jugar solos. Seguir generando redes sociales que nos apoyen cuando lo necesitamos, creando comunidades que nos vuelvan más resistentes a las adversidades y más proactivos.
Que lleguemos a jugar la vida, con el alma en cada nivel, hasta alcanzar la Gloria.
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