Hoy ha muerto Diego Armando Maradona, considerado por muchos como el mejor jugador de fútbol de la historia. Para mí, personalmente, fue fantástico mirarlo jugar, aunque no lo vea como el más grande. Pero no quiero hablar de fútbol, que a eso ya se dedicarán otros, más informados que yo. Quiero hablar de la persona, y de cómo esa persona genera un culto. Eso que «Santa Maradona» de Manu Chao expone. Por eso no quiero hablar de Diego Armando, sino de Maradó, que es como le llamaban desde los graderíos.
La idolatría hacia un líder carismático fue llamada culto a la personalidad por el secretario soviético Nikita Jrushchov. Él se refería más concretamente a lo político; sin embargo, puede aplicarse a artistas, deportistas o cualquier figura pública. El psicólogo polaco Gustav Bychowski relaciona los rasgos de personalidad de políticos autoritarios con la psicología colectiva en momentos de debilidad social. Se trata de una especie de mecanismo de defensa (la identificación): el colocar a alguien en un pedestal para suplir nuestras frustraciones. Es por esto que el excompañero de Maradona, Jorge Valdano, señalaba que «fue un factor extraordinario de compensación para un país que en pocos años vivió varias dictaduras militares y frustraciones sociales de todo tipo».
La historia de Diego Maradona es una historia que se ha repetido muchas veces: la persona rodeada de carencias materiales que crece con un don especial, y mientras lo hace el mundo le va dando la calificación de ídolo. Una especie de tótem familiar al que se venera para obtener el favor de los dioses. O un dios mismo. Sin embargo, sus propias carencias le impiden manejar de forma conveniente esa idealización de la cual es objeto. Y de mostrar a la gente esas dotes maravillosas, y traerles gozo con ellas, pasa a revolcarse en el lodo de la soberbia y el sinsentido.
De todas formas, en el camino estos ídolos van generando un culto particular, que va más allá de sus habilidades e incluso del propio ser humano que las representa. Es un culto a nuestras propias debilidades, una forma de darle valor a nuestras miserias a través del que le damos a ese otro. Ese que es nuestro representante, una muestra de lo mejor de todos, de nuestro lado más fuerte y heroico. Como digo, en este caso fue un futbolista de destreza única; en otros casos es un cantante, un actor, un yutubero o un presidente.
Esta resulta una forma de fanatismo que toma tintes especiales, porque no lo cultiva un pequeño grupo sino naciones enteras. E incluso más. Maradona no fue únicamente admirado entre la hinchada de los equipos en los que jugó, ni siquiera se limitó a Buenos Aires o Argentina, o incluso Nápoles. No. Sus fanáticos se riegan por el mundo entero. ¿Cómo puede manejar esto una persona que ha nacido en una pequeña villa miseria y creció en una casa de lata y cartón?

El ejemplo de Diego nos ilustra sobre cómo una vida que ha perdido el sentido nos vuelve vulnerables contra cualquier eventualidad, sea deseable o no (que no es lo mismo que buena o mala). El sentido de una estrella del deporte es, primeramente, divertirse con el juego. Luego, demostrar las dotes que tiene para él. Tercero, ganar partidos, competencias, distinciones. Maradona logró todo eso. ¿Qué más sentido podía tener su vida? A menos que esas victorias deportivas hubieran servido para un propósito más grande, que vaya más allá de su propia existencia, siempre esas metas tienen un límite. Y «el Diego» lo conoció muy pronto. Antes de los 30 años ya lo había alcanzado todo: aquellas victorias y las del ego, el poder y la fama.
Nuestras vidas pueden ser siempre ejemplo para los demás en todos los sentidos. Pero por eso debemos mirarlas como un camino de autoactualización, más allá de nuestros éxitos profesionales. Un camino de santidad. Nuestras decisiones deberán encaminarse al bien, no al placer; a lo eterno y no a lo temporal; a lo que podamos dejar como legado, no a lo que usamos y tiramos. Diego Armando Maradona fue idolatrado por millones, pero su vida estuvo vacía porque no se logró saciar con nada, pues lo tuvo todo. Sus vacíos interiores fueron más grandes que lo que pudo obtener durante su vida. De cualquier forma, la alegría que trajo a tanta gente con sus formidables dotes en el campo en verdad le dio un espacio en la eternidad, más allá de todo fanatismo e idolatría.
Gracias por tu magia, Maradó.